1. La familia Sierra Lapuerta

Se suponía que esto sería una historia normal, pero en serio, ¿un título como Nona al rescate? ¿Protagonizado por una familia apellidada Sierra Lapuerta? Pues no. Esto amerita un narrador tan ridículo como eso, ¡así que me presento!, Sir Narradio III. Vamos a darle.

La mañana era perfecta para viajar a la playa, una lástima para nuestros protagonistas que en Pizzalia no había una. ¿Por qué rayos se llamaba así la ciudad? Por favor no me pidan esas explicaciones ahora, lo mencionaré en otro momento, sigamos con Harrison Sierra, el desgraciado hombre condenado a su aburridor trabajo de oficina. ¿Qué podía ser más tedioso que levantarse a trabajar en lunes? Así es, trasnocharse porque la abuela decidió revivir un concierto de la desintegrada Big Time Rush en la sala a las diez de la noche, ¡y a todo volumen!

Y tras de que el trabajo de Harrison Sierra en la funeraria de la familia ya era aburrido de por sí, con cadáveres, féretros y el llanto amargo de los dolientes como pan diario, el sol de Pizzalia se encargó de recordárselo, al impactar en las persianas fuertemente y, por consecuencia, atravesar la silenciosa habitación y reflejárselos en el rostro.

En menos de dos minutos su cara somnolienta arrugó el entrecejo por inercia. No. Ni por el chiras diría que estaba fulminando la mirada, ¿de dónde son ustedes, Wattpad?

El siguiente gesto colérico surgió con el sonar de la alarma del celular, que con su molesto ringtone de campanas salpicando en el agua hacía temblar toda la escuálida mesita de noche. Abrumado, extendió el brazo y, sin siquiera mirar, la desactivó.

«Cinco minuticos», pensó para sí, como cualquier humano al despertar.

Si tú que lees esto, no lo haces, entonces no eres humano. ¿Todo bien en casa?

Pero lo que Harrison no previó es que en realidad transcurriría media hora. Sin embargo, se destacaba por ser precavido, por ello acostumbraba a programar una segunda alarma en caso de que el sueño se apoderara de él.

Menos mal lo hizo. Su jefe era un intolerante a los retrasos.

El despertador de respaldo, que se hallaba bajo la lámpara de noche, produjo el ruido de una ametralladora; fue tan retumbante e inesperado que se arrebató la sábana y, de un salto, se levantó de la cama.

Pero todo indicaba que el día no estaría a su favor.

Tan pronto como puso un pie fuera, pisó un auto de juguete que lo deslizó a través de la mantequilla derretida en el suelo. Y si el golpe con la pared no fue suficiente autohumillación, el matracazo al caer de culo fue peor. El impacto fue semejante a una de esas vergonzosas caídas de famosos, pero, a diferencia de los artistas, no tuvo por qué disimularlo... además, Harrison Sierra no era famoso.

Pfff. ¿El de la Funeraria Sierra? Por favor, incluso Gary, el vigilante, era más conocido.

El dolor en la espalda era descomunal y, a pesar de que lo único que deseó en ese momento fue un buen masaje, su cerebro, influenciado por el cascarrabias de Furia operando el tablero de emociones, se sintió tan caliente como fuego.

—¡Niñosss! —exclamó a todo pulmón.

El grito se propagó a toda velocidad por la casa. Un piso más abajo, llamó la atención de la pareja de hermanos de cabellos rubios que terminaban de prepararse para ir a la escuela: el más pequeño, de seis años; la mayor, de quince.

Ah, sí, obviamente iban a ser rubios, dah, cliché gringolizado.

—¿Qué maldad le hicieron esta vez a su padre? —cuestionó la mujer de treinta y dos años que los terminaba de alistar, Katherin Lapuerta.

Sin embargo, y salvados por la bocina, el transporte escolar dio aviso de su llegada.

»¡Rápido, corran!

Encubiertos por su madre, tomaron sus maletines y salieron de la casa como alma que lleva el diablo. Harrison aplastó cada peldaño de los escalones con sus pasos. Para cuando por fin llegó a la sala, era demasiado tarde, los pequeños demonios ya se habían ido.

—Me las pagarán —se prometió mientras llevaba las manos a su columna.

Al intentar enderezarla se escuchó un ¡crack!, y luego un grito salió de sus labios.

—¿Qué sucedió, cariño? —inquirió mientras le traía el tinto mañanero.

—Me jugaron otra broma, Katherin, ¡eso sucedió! Soy su padre, no su juguete.

—Son niños —intentó persuadirlo—. Están en esa edad en la que a veces son insoportables, ¿cómo es que los llamó la profesora? —pensó—. ¡Ah, sí! Repelentes, pero ya se les pasará, cariño, solo es una etapa.

—¡Pues que quemen su etapa con algo que no sea yo! —bufó—. Estoy cansado de esto.

Y sí, el pobre de Harrison Sierra era desgraciado en muchos sentidos. Con sus hijos no era muy diferente, constantemente le jugaban bromas pesadas. La última vez, Vivi An llegó diciendo que Theo había desaparecido, y luego de que lo buscaron durante casi todo un día, ¡estaba escondido en el carro fúnebre, dentro del cajón!

Por supuesto, al final del día Theo fue hombre muerto de todas formas.

—¿No deberías estar listo ya? —preguntó Katherin.

—Creo que llegaré tarde esta vez —respondió, con un ligero tono de molestia, y le dio un sorbo al café—, gracias a que a tu madre se le ocurrió la brillante idea de jugar Just Dance hasta la una de la mañana, ¡después de ver un concierto de adolescentes! Es una anciana de más de setenta años, ¿por qué sigue creyéndose joven? Ni yo tengo tanta energía para todo lo que ella hace.

Suspiró.

—Lo siento, cariño, pero sabes que así es mamá... ella no tuvo una juventud normal, intenta vivirla ahora que tiene tiempo libre.

¿No hemos descrito a Katherin Lapuerta, verdad? Su cabello era de un precioso tono bronde, una mezcla de reflejos rubios y marrones suaves. Sus ojos cafés comunes, como los tuyos, mortal, e incluso como los de este simpático narrador. Pero no eran unos ojos marrones cualquiera, eran los ojos marrones más preciosos que Harrison Sierra había visto en su vida, y por eso se encargaba de decírselo cada vez que tenía oportunidad.

—Por cierto, chica de los ojos marrones más hermosos que he visto, ¿dónde está tu madre?

Katherin soltó una risita.

—En el gimnasio, no demora en llegar. Hoy decidió hacer su rutina de glúteos en la mañana, dijo que para estar libre en la tarde, pero a mí no me engaña, sé que fue por ese instructor de bailoterapia del que tanto habla sobre su trasero —Rio, y Harrison correspondió con otra carcajada.

—Iré a alistarme. —Se dirigió de vuelta a las escaleras—. Antes de que el jefe me ponga un memorándum.

—Pero tú eres el jefe, cariño —replicó Katherin, confusa.

—Lo sé, y por eso no me lo pondré. —Le guiñó, y subió a toda prisa.

Tras alistarse con total fugacidad, Harrison terminó de atar el nudo de su corbata. Se miró en el espejo antes de salir: hacía juego con el traje oscuro que tenía por uniforme, resaltaba su cabello negro amenazado con comenzar a desaparecer a causa de la calvicie heredada por su padre, ¡y con tan solo treinta y cuatro años!

Pobre hombre, hasta el narrador tenía mejores cabellos.

Harrison amaba su piel trigueña; lo único con lo que no estaba a gusto era con sus ojos, los que su hijo menor, Theo, no se cansaba de señalarle de ser color popó.

Y qué insulto, eran los mismos ojos marrones comunes de Katherin, e incluso de Theo y su hermana Vivi An, pero solo a él le decían que eran color popó. Niño maleducado.

Harrison tomó el maletín y bajó una vez más hasta la cocina. El desayuno lo devoró en cuestión de minutos, pues era su favorito: caldo, arepa y huevos perico. Bienvenido a Colombia, lector, así de rico se desayuna aquí.

—Siguen las trágicas noticias —decía la reportera en la pantalla—. Una nueva joven fue secuestrada en el centro de Pizzalia cerca de la madrugada de hoy. Los familiares de Milena Correa recibieron en la misma noche una advertencia en la que debían entregar una gran cantidad de dinero a cambio de su libertad. En este momento las autoridades competentes trabajan en hallar el paradero de Milena y dar con los responsables. Recomendamos andar con precaución ante el creciente número de secuestros en Pizzalia durante los últimos meses. Ampliación de la noticia en la emisión de mediodía.

—Vaya... —musitó Harrison con atisbos de horror—. Eso es terrible, pobre familia. Cada vez la ciudad está más peligrosa.

Katherin suspiró con pesar.

—Sí, y una creería que en una ciudad llamada Pizzalia las cosas serían menos agresivas. Pero bueno, habrá que mantenernos alerta. Ve con cuidado, cariño.

Cuando Harrison estuvo a punto de partir, el retumbante sonido de un camión dando reversa llegó a sus oídos. La primera en abrir la puerta para mirar, antes que por despedir a su esposo, fue Katherin.

—La casa de los Labrador... parece que al fin la vendieron, ¡hay nuevos vecinos! —informó la rubia—. Esto no me lo puedo perder, sígueme.

Katherin se abrió paso hacia el alargado carro fúnebre en el que Harrison iba a trabajar todos los días. Desde allí obtuvo un mejor panorama de la situación, el camión se estacionaba en la casa de enfrente, pero no había señal de los nuevos vecinos por ninguna parte.

—¿Acaso no puedes ser más obvia? —preguntó Harrison—. Solo te hace falta un letrero que diga: ¡holaaa, soy la chismosa de la cuadra!

—Shhh. Cállate, parece que ahí vienen.

Y así fue, lo siguiente en captar su atención fue el sonido producido por el Mercedes Benz negro que se aproximó a toda velocidad. Ambos quedaron boquiabiertos al contemplar la majestuosidad del automóvil. Aún en shock, esperaron a que bajaran los dueños, quienes terminaron de asombrarlos por su estilo joven y glamuroso. Él era alto, de cabello castaño y una barba pulcramente afeitada, el típico estereotipo de hombre perfecto en las películas, así que aquí en esta historia no podía faltar; ella era de cabellos negros largos y crespos, casi tan alta como él, pero con tacones lo suficientemente altos para que compartieran una misma altura.

Por supuesto los ojos de Harrison Sierra terminaron desviándose a la mujer, era un cuerpo delgado, pero con ese vestido apretado se le marcaban las pompas, su centro de atención. Y Katherin no se quedó atrás, los bíceps apretados en la camisa del hombre la hacían relamer sus labios.

Por fortuna ninguno se dio cuenta del escaneo visual, qué vergonzoso hubiese sido para ambos.

Los recién llegados se tomaron de las manos mientras se acercaban a la acera de su nueva vivienda. Desde allí giraron la vista por toda la cuadra para contemplar el panorama: todas las casas cumplían el requisito de estar pintadas en blanco y mantener el jardín verde, pero, más allá del paisaje, hallaron dos personas que pasaron la vista a otra parte en cuanto ellos los miraron.

—No saluden, no saluden —susurró Harrison para sí.

—¡Hola, vecinos! —exclamó el hombre, con tono cordial.

—Mierda —replicó por lo bajo.

Katherin y Harrison se vieron obligados a girarse y devolverles una sonrisa falsa, aunque no tan grande como la que los recién llegados les ofrecían. Los nuevos vecinos cruzaron la calle con su idóneo caminar hasta llegar a ellos.

—¡Holaaa! —saludaron, efusivos.

—¿Qué más, vecinos, bien o no? —saludó el hombre, con un acento que Harrison y Katherin lograron identificar.

—Al parecer tenemos a unos paisas por aquí —contestó Katherin, y rio de forma amistosa—. Muy bien, por cierto.

—¡Eh avemaría, qué comés que adivinás! —respondió la mujer—. ¿Será que nos delató el acento? —Rieron—. Me llamo Isabel Cristina, un placer. —Estrechó la mano con ambos.

—Pablo Julio, a sus servicios. —Se presentó—. Ya saben, cualquier cosa que necesiten, pues ahí me tienen.

—Katherin.

—Harrison.

—Y qué chévere es este neighborhood, ¿no? —comentó Pablo, mirando alrededor—. ¿Sí o qué, Isabel?

—Cheverísimo —respondió mientras terminaba de detallarlo—. Me encanta.

—Oh, ahí viene mi madre —habló Katherin.

Todos se giraron hacia la mujer que, aunque tenía arrugas de experiencia, se esmeraba en eliminarlas por medio de terapias de estética. Era de cabellos blancos y estilo juvenil. Bailaba con su andar de un lado a otro, gracias al ritmo que retumbaba en sus oídos a través de los airphones.

—¡Mamá! —llamó la bronde rubia, mas no obtuvo respuesta—. ¡Mamááá!

Pablo e Isabel dejaron escapar expresiones de asombro, se trataba de una mujer que la palabra abuela no alcanzaba a describirla. Su ropa deportiva era tan joven como la actitud que reflejaba; llevaba una falda short arcoíris que dejaba mucho que desear, tenis deportivos y un top amarillo fosforescente que, sorprendentemente, resaltaba sus abdominales.

Cuando se percató de las señas de su hija, retiró los audífonos y se acercó hacia el grupo.

—Mamá, te presento a los nuevos vecinos: Isabel y Pablo. —Señaló, ellos correspondieron.

Lady Inocencia —saludó, extendiendo la mano glamurosamente—, pero pueden llamarme Chencha. —Le guiñó.

—Se ve que tenés mucha energía —comentó Isabel—. Qué chévere llegar a esa edad así.

—Cuál edad, si a penas cumplí cuarenta —agregó con una sonrisa, y todos rieron—. Bueno, vecinos, un gusto, pero los dejo porque me espera un baño rejuvenecedor en el jacuzzi. Una mujer fitness como yo necesita relajarse.

—Hágale pues, se me cuida, abuelita —contestó Pablo.

Inocencia sonrió con falsedad mientras se retiraba, si había algo que odiaba era aquella palabra: abuela; consideraba que aún estaba lejos de serlo, ni siquiera permitía que sus nietos la llamaran así, debían decirle Chencha o nona, un término más sofisticado, al igual que ella.

—Yo también me voy porque tengo que trabajar —habló Harrison mientras ingresaba al carro fúnebre.

—Hágale, parce —dijo Pablo—. Luego lo invito a tomarnos unas polas.

—Que te vaya bien, te cuidás —se despidió Isabel—. Y cuidado con ese muertito atrás, mijo.

Pablo e Isabel soltaron una risita. Katherin le lanzó un beso, Harrison sonrió y arrancó el auto, lo esperaba la divertidísima oficina.

—Funeraria Sierra —leyó Isabel de la parte trasera del carro.

—Sí, mi suegro se la heredó a mi marido —explicó Katherin—. Es muy conocida aquí en la ciudad.

—Uy, veci, o sea que ya tenemos el cajón asegurado —comentó Pablo, causando una leve risa grupal.

—Bueno, nosotros también nos vamos —dijo Isabel—. No queremos molestar y tenemos que organizar los corotos.

—Bueno, que les rinda. Un gusto conocerlos. —Sonrió—. Cualquier cosa que necesiten, aquí estaré.

—Gracias, Katherin. Nos hablamos —habló Pablo.

Los nuevos se alejaron hacia su nuevo hogar. Katherin mostró una sonrisa falsa mientras los veía irse, pero, tan pronto como cruzaron la puerta, corrió hacia adentro y se acercó a la ventana. Rápidamente tomó el celular, buscó a «Mi popó♥» y marcó el verde.

¿Sí? —habló Harrison al otro lado de la línea.

—¿No notaste algo raro en los nuevos vecinos?

¿Por qué siempre tienes que estar buscando lo malo de las personas? ¿Tienes envidia de las caderas de Isabel, verdad?

—¡¿Le miraste el trasero a Isabel, Harrison?!

Miré los rines de lujo de su auto, no es mi culpa que su trasero estuviera al lado —se excusó.

Katherin suspiró.

—Tengo un presentimiento de que algo no encaja con ellos. ¿No notaste su forma de hablar? Su acento me parece muy marcado para ser tan adinerados como aparentaron.

Tienes razón, quizá son corronchos que se ganaron la lotería o algo así.

—No lo sé, los estaré observando de cerca —dijo sin apartarse de la ventana.

Suerte con ello. Como sigas trabajando así de fuerte, un día de estos te contratarán para el FBI.

—Cariño, estoy más allá de las ligas del FBI —presumió orgullosa—. Suerte en el trabajo. Besos.

Katherin terminó la llamada y se dedicó a observar la pareja que ayudaba a bajar las cajas del camión. ¿No podía ser más chismosa, verdad? Lastimosamente, aunque bonita, así era Katherin Lapuerta, no existía noticia que no fuera detectada por su radar. Sus ojos y oídos estaban evaluados como el equipo técnico más preciso en Sandía Vill, su barrio.

Sí, Sandía Vill. Por favor no me pregunten por qué se llama así, yo solo soy el narrador, no el que inventa los nombres.

—¿Espiando a los vecinos? No me sorprende. —Escuchó, y se giró para encontrar a Chencha cubierta con una bata de baño.

—¡Mamá! No salgas así, puedes espantar a alguien.

—Ya sé que envidas este cuerpo escultural, sweetie. —Reposó sus manos en las caderas y modeló desde su puesto—. Pero gracias a él es que aún conquisto a los hombres.

—¿Así como aquel abogado de Helado Buffet? —Se burló—. Por cierto, llamó hace unos días. Deberías responderle.

—¿Y romper las reglas de Dua Lipa? —cuestionó, indignada, como si hubiese escuchado un insulto.

—No tengo ni la menor idea de quién es esa.

—No me sorprende. Estás desactualizada, sweetie. Te hace falta cultura pop. —Katherin levantó una ceja—. Lo único que necesitas saber es que cuando rompes la primera regla, también quebrantas las demás.

—¿Ah, sí? ¿Y cuál es?

—No responder el teléfono, por supuesto. You know he's only calling 'cause he is drunk and alone —comenzó a cantar, causando una carcajada en Katherin.

—Definitivamente no hay nadie como tú, madre.

I've got new rules —siguió cantando mientras subía las escaleras—, I count 'em.

¡Primer capítulo!

Comenzamos con la historia de la familia Sierra Lapuerta. ¿Qué les tendrá planeado vivir el insólito Sir Narradio III? Lo descubriremos pronto.

Por ahora, les dejo un saludo y espero que lo hayan disfrutado. El siguiente llegará el viernes.

Me gustaría ir dedicando capítulos, en esta ocasión fue para BeKaMM, quien se moría por leer esta historia desde que le conté de qué trataba, jaja. Si quieres ser el siguiente, comenta aquí cuál fue tu parte favorita. ^^

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