5. El joven
—Sigue siendo una aberración.
—Yo creo que es útil, Marte.
—Lo podría llegar a ser. Ahora mismo, es solamente una aberración.
Ryaf apretó los labios, los dedos sobre el libro que estaba leyendo, los dientes, y los ojos.
Todo era tensión frente a esas malditas bestias.
No había nada que pudiera hacer. No es como si pudiera ir al encuentro de unos dragones que solamente fingían estar cómodos en piel humana y decirles algo así como "¡Hey, tú! ¡Dímelo a la cara!" Porque no solamente se lo dirían con más crueldad, sino que lo tomarían como excusa para comérselo, como siempre lo habían deseado.
Sólo necesitaban eso, una excusa.
Ryaf esperó que su presencia se alejara, y se juntaran con los demás dragones que habían decidido ir a conocer a Pietr. Se levantó, se estiró, y dio una vuelta por la amplia sala de estar hasta llegar a la colección de bibliotecas que tanto enorgullecía a Elliot. Devolvió el tomo a su sitio entre sus hermanos color esmeralda con cuidado. Se preguntó si alguna vez esos libros estarían entre otras manos dracónicas.
Fuera de las ventanas, el sol, engañosamente amarillo, iluminaba los jardines pálidos y sin flores. No tenía frío, porque ningún dragón sufre el frío, pero deseaba que comenzara a nevar. Así podría salir a pasear con algún abrigo cómodo y buscar algún lugar dónde patinar.
Salió de la habitación, pensando qué instrumento practicaría ese día, cuando una avalancha pelirroja lo chocó, ambos rodaron en el suelo y se miraron. Su primo se tocó la mejilla, donde se había golpeado, y lo miró con una ilusión que no pensó que podría expresar en su rostro siempre malhumorado.
—¡Ryaf!
—¿Pietr?
—¡Ryaf! Sácame de aquí. No los aguanto, haré lo que sea...
—Si te saco de aquí sin que todos ellos te hayan conocido, me matan.
—Ya todos vieron el circo, pero quieren que me una a ellos en la reunión. No entiendo nada, y muchas veces se comunican con pensamientos. Es horrible. Por favor, haré lo que sea, Ryaf.
—¿Lo que sea?
...
—Sé que dije lo que sea, pero esto es lo más aburrido que hayamos...
—Es aburrido para ti, porque no tienes ningún tipo de interés en, bueno, nada. Cuando escojas algo que quieras hacer, tal vez no te sentirás tan aburrido.
—¡Pero si no me dejan hacer lo que quiero!
—¿Y eso sería...?
—Skate.
Ryaf miró a su primo a través del piano de cola en exhibición. Pietr, rodeado de guitarras y bajos eléctricos, parecía un pequeño fanático, pero no estaba más lejos de eso. No le interesaba la música en lo más mínimo. Y no tenía idea a qué se estaba refiriendo.
—Tú eres un ñoño, no lo entenderías.
—Puedo entenderlo todo, soy más inteligente que tú.—Respondió Ryaf de manera automática.
—¿Ves? A eso me refiero. Eres un sabelotodo.
—No es que tenga mucho qué hacer además de aprender cosas.
Ryaf tocó una tecla, sólo para probar cómo se sentía, y sonrió. Pietr se rascó la nuca, evitando mirarlo. En parte, tenía razón. Ryaf siempre había sido rechazado por los demás dragones, era débil, y era caso de estudio. No se le permitía mucho salir, por si acaso terminaba muriendo. Pietr pensaba que era simplemente una cruel excusa para no dejarlo vivir como un humano normal.
Al contrario, Pietr era interesante, y eso que él no había hecho más que recibir una parte de dragón. La había aceptado, y eso es todo. No había muerto, se había hecho más resistente, y tenía predisposición a la magia. Aunque nunca lo hubiera probado. Aún así, su madre no lo dejaba practicar deportes, tenía pánico a que estallara en pedazos o algo así.
—¿Quieres saber lo que es el skate?
Ryaf alzó la mirada suavemente.
—¿Me mostrarás?
—Sí, sí... Vámonos de aquí.
—Espera, quiero saber el precio de...
—¡Ya, ya! —Pietr lo tomó de la muñeca y lo sacó a rastras de la tienda. —Afuera de este sitio hay una pista, vamos a verla. Tal vez encuentre a alguno de mis amigos y me preste su patineta.
Ryaf se sentía incómodo fuera de casa, pero a la vez, le estallaba el corazón por hacer cosas nuevas. ¡Conocería a más personas! Se tranquilizó al ver que no llamaban la atención, se veían simplemente como dos adolescentes de la misma edad, paseando en el centro comercial. Ryaf miró a un grupo de chicas, una de ellas fingió que no lo estaba mirando, y una parte de sí se alegró.
—¿Viste eso?
—¿Qué cosa?
—Una chica me estaba mirando.
—Nada de especial, es normal. Tenemos buenos genes, supongo.
—¿Es normal?
—Claro. Bueno, es normal para mí. Supongo que para tí también lo será. ¿Cómo era?
—No sé. Bajita... Tenía lentes.
—¿Y era mayor?
—¿Mayor? ¿Que yo?
—Obvio, bruto...
—No, no creo.
—No me gustan las más chicas, me gusta que tengan tetas.
—Ah, no, no tenía, creo.
—Aburrida. Hay unas chicas que se sientan junto a la pista de skate, ésas sí me gustan. Hay una tatuada y todo.
Finalmente llegaron a la pista. No era muy grande, y estaba llena tanto de niños intentando aprender, como adolescentes practicando, y adultos grabándose haciendo trucos complicados. Notó en unas gradas a las chicas que decía Pietr.
—Aquí no puedes llamarme Pietr...
—¿Por qué no?
—Porque mi nombre siempre ha sido Alfred. Así que me conocen como...
—¡Eh, Alfred!
—Hola, Batman.
Un chico de cabello negro y lacio se les acercó, Pietr le chocó la palma e hicieron una coreografía con las manos.
—¿Qué hubo?
—Mira, él es mi primo, R... Ricardo.—Ryaf volteó a mirarlo— Está de visita, y no ha visto nunca una pista.
—Un gusto, bro.
—Hola.
—¿Nunca?
—No. Estudio en casa, y no salgo mucho.
—Bueno, más te vale que te escapes más seguido. ¿Has patinado antes?
—No, nunca, y...
No pasó mucho rato hasta que Ryaf se diera cuenta de lo frustrante que podía ser no saber algo. Se cayó decenas de veces, mientras su primo, el que consideraba tonto, podía hasta hacer trucos.
—¿Por qué te dice Batman?
—Porque él es Alfred... ¿sabes?
—No...
Batman iba a comenzar a explicarle, pero fue interrumpido por un murmullo colectivo del grupo de chicos que Ryaf apenas había conocido y con mucha dificultad recordaba sus nombres. Uno de ellos con un horrible gorro negro, se acercó al grupo de chicas, y tras un rato y mostrarse cada uno sus teléfonos, el chico regresó, sonrojado y siendo empujado y viroteado por sus amigos.
Ryaf se rió, y esperó a que le explicaran que ese intercambio de redes sociales era el posible inicio de una relación, o al menos, así lo tradujo él en su cabeza.
—¿Y qué hiciste?
—¿Cómo?
—¿Qué hiciste para que te diera su contacto?
—No sé, se lo pregunté. Y ya.
—¿Y ya?
—¿Crees que te dan permiso o algo así?
Pietr le rodeó con el brazo el cuello.
—Ya sabes, gente que aprende en casa. Cree que tenemos que pedirle su mano primero a su padre y después pagar la boda o algo así.
—¿De verdad no vas al colegio?
—¿No te haces la paja?
—¿Te dejan hacerte la paja?
—¡A nadie le dejan hacerse la paja, Miguel!
Ryaf respondió a todas sus preguntas, y no fue sino hasta que se estaban regresando a casa que se dio cuenta que fue el centro de atención.
—¿Y?
—¿Hmm?
—¿Qué te parecieron mis amigos?
—Son buenos chicos.
Pietr volteó los ojos.
—Hablas como un anciano.
—Si te diste cuenta, me la paso rodeado de ancianos, es evidente que...
—¿Quieres que vengamos mañana? Tal vez aprendas a mantenerte en la tabla por más de doce segundos.
Ryaf se rió, y se sintió mal por desear que su madre se enfermase más seguido.
—Espero que Elliot no se moleste.
—No le importa, lo que más le importa ahora es complacer a todos esos estirados.
—Ten cuidado, Pietr... Son de tu sangre.
—No son de mi sangre.—Escupió el muchacho.
Ryaf notó cómo volteó la mirada, apretó los puños y se le aceleró el ritmo cardíaco. A veces era una ventaja tener tan buenos oídos como los suyos.
—Tienes razón, no lo son. Pero posees parte de su sangre. Es normal. Lo que quiero decir es que son delicados. No te harán nada porque eres una cría todavía. No me mires así, una cría es una cría hasta que tiene, como, treinta años. La cosa es que no te van a perdonar todos los insultos. Lo peor que puede pasar es que te coman.
—¿Que te coman?
Ryaf asintió. Se había puesto tenso otra vez. Las calles se habían comenzado a vaciar, y se dieron cuenta que la parada del transporte público más adelante estaba fuera de servicio.
—Ah, mierda. Nos toca caminar como quince minutos.
—Yo no tengo problema...
—Tal vez tú no, Ryaf, pero yo tengo frío.
—Te podría dar la mano y compartirte calor.
—Eso es de maricones.
Ryaf soltó una carcajada.
—Te prometo que no te haré nada.
—¡Como si pudieras! No me des la mano, no soy un niño chiquito.
Ryaf iba a responder, pero sintió presencias, y malas energías. No tan fuertes como las de un dragón, claro, pero suficientes como para temer por su primo. Olisqueó el aire. Había poca gente cerca de ellos. Se enfocó en el olor a suciedad, sudor, y algo de sangre seca. Miró alrededor, y tras ellos había un par de hombres con las manos en los bolsillos. En la redonda, la gente desaparecía entre las calles o los negocios que aún estaban abiertos.
—Pietr.
—¡Que no te voy a dar la mano!
—Nos están siguiendo.
—¿Quiénes?
—¿Crees que pudieras quemarlos? No voltees. No son solamente ellos. Hay un par más adelante.
Pietr se quedó muy callado, mirando al frente.
—No sé si pueda...
—Maldita sea.
Pietr esta vez fue quien tomó la muñeca de su primo, y lo haló a un lado para comenzar a correr.
Como presintió, los cuatro sujetos los siguieron a toda velocidad.
—Adelántate, Pietr.
—¡No te voy a dejar solo!
—Como quieras.
Ryaf tomó a su primo y lo empujó lo más lejos posible.
Pietr cayó sobre su espalda, y rodó sobre el piso helado, mirando la espalda de su primo y cuatro tipos altos y delgados corriendo directamente hacia él. Uno de ellos tenía un cuchillo de cocina en la mano, y otro, un destornillador con sangre seca en la punta.
Pietr hizo el amago de levantarse, pero a la vez, sintió el impulso de huir.
Una llamarada inmensa que salió de Ryaf los envolvió a los cuatro, que gritaron de horror y miedo. Era tan intensa que iluminó todos los edificios que los rodeaban. Duró poco, pero los cuatro hombres, quemados y en pánico, huyeron, gritando en un idioma que Pietr no reconoció.
Pietr se levantó cuando los hombre se hubieron ido. Escuchó la respiración de su primo, agitada y débil. Se volteó a mirarlo, y Pietr hizo una mueca de miedo.
Ryaf tenía la cara roja, los labios algo ensangrentados y quemados.
—¿Estás bien?
Pietr asintió.
Y sin más, Ryaf se cayó al suelo, sin poder respirar.
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