2. Nuevos invitados
—Tanta planificación ¿Y para qué? Para quedarme dormida.
—Debe ser la anemia, no te culpes, Liah.
Liah soltó aire entre los labios forzadamente, volteó los ojos y se acomodó en la silla, apoyando la mejilla sobre su mano. Margarita jugaba con una copa casi vacía de vino. Ambas parecían aburridas. Al contrario que la mayoría de chicas de su edad que estaban un piso más abajo.
Liah acomodó su vestido, y surpiró. No le importó que la tela se doblase y arrugase de manera rara bajo su pierna. De todas maneras, tenía demasiados.
—Dibi sir li inimi—se burló—. Claro que me culpo, no es la primera vez que me pasa.
—Tal vez te sientes culpable de intentarlo, y por eso te quedas dormida.
—Ay, no me filosofées.
—Ni mi filisifíis... Ni siquiera se dice así, boba.
Liah empujó a Margarita, jugando. Margarita se rio y se peinó, mientras volvía a buscar a ese apuesto actor con la mirada. Aprovechó de retocar el escote de su vestido color ocre. Liah pensó que ese color no le quedaba tan bien, pero como la veía feliz y cómoda, prefirió no decirle nada. Lo que menos parecía necesitar ahora era inseguridad.
—Creo que no vino, Mar.
—Pensé que lo había visto.
—De todas maneras, si está aquí, significa que no vale la pena.
—No seas tan aguafiestas. Tal vez lo trajo su agente o algo así. ¡Mira, sí, ahí está!
Mar obligó a su amiga a asomarse por el balcón. La baranda de piedra las aguantaba fácilmente a las dos. Liah lo buscó con la mirada, y lo encontró, conversando con un anciano. El actor era apuesto, joven, con una linda (e incómoda) sonrisa. Sabía que se llamaba Jacques Black, o tal vez era su nombre artístico. Además de talentoso, era de una familia bien acomodada. Era sobrino del presidente de Francia. Una simple curiosidad, estaba alejado de la política por completo.
Mar suspiró ruidosamente, y Liah volteó los ojos.
Ni Liah ni Mar estaban impresionadas por la mayoría de esas cosas, se rodeaban de personas así en cada fiesta que sus padres hacían.
—Es raro—dijo Liah—. No parece como pez en el agua.
—Eso me da esperanza.
—A mí no. No parece contento.
—Deberíamos sacarlo de aquí.
Se miraron.
—No...
—Sí.
—Ah, no, no... —repitió Liah.
—¡Sí! No es justo y lo sabes.
—Claro que no es justo. Pero si está aquí, es porque un cliente lo quiere. Sabes que no podemos entrometernos así. Alguien lo quiere en la fiesta. Tal vez ese viejo que le está hablando. Y ese cliente podría ser de tu hermano, de tu madre, o de mi padre.
—Pues que se busquen a otro.
—¿Por qué tan de repente?
—¡No sé! Quiero que sea feliz.
—¡Mar!
Liah tomó la mano de su amiga, intentando detenerla. Sabía que no era buena idea hacer lo que ella quería hacer.
No le gustaba admitir que no conocía el negocio del todo. Al mismo tiempo, no sabía si quería hacerlo. Le perturbaba, era injusto y cruel.
La mecánica parecía ser siempre la misma: Se organizaba una fiesta de lujo, con la mejor comida y bebida, los invitados adecuados, clientes importantes, jóvenes hermosos de todas partes, servicio de primera calidad, y anfitriones vigilando de cerca.
Algunos, como ella, no interactuaban directamente ni con los invitados ni los clientes. En esta ocasión, Liah y Margarita estaban en el piso superior del palacio. En otras fiestas se mantenían en otros edificios o terrazas, con mayordomos a su completa disposición, diligentes y silenciosos. Liah estaba segura de que eran diferentes personas cada vez. O les borraban la memoria.
Veían cosas demasiado peligrosas para su propio bien.
Casi todas las ventanas del edificio estaban abiertas para dejar pasar la brisa. Liah se preguntaba por qué habían escogido ese palacio de Granada para la fiesta. Era la primera vez que lo visitaba, no lo utilizaban para negocios familiares especiales ni como casa de vacaciones. Ni siquiera estaba segura de que pertenecía a la familia.
La planta baja tenía un salón espectacular, de techos altos y ventanales que daban a un gran patio modernizado con una piscina, jacuzzi y bar. Liah había visto el salón antes de subir al primer piso. Además de espacioso, había muchos muebles cómodos y mesas para sentarse a cenar. Estaba decorado con estatuas y adornos en las paredes. La mayoría de los invitados estaban allí, disfrutando la música y de la compañía de otros modelos, atletas, músicos y clientes.
El primer piso tenía habitaciones, estudios, una biblioteca, otros salones y la cocina del palacio. Todos los balcones y floreros estaban llenos de flores de la región. El segundo piso tenía suites y un cuarto de juegos. Ambos pisos estaban reservados únicamente para los anfitriones, es decir, la familia de Liah, la de Margarita, y otros primos segundos y socios que disfrutaban de los jóvenes de cuerpos esculturales en la piscina y el bar.
Liah creía recordar que su madre había dicho que la fiesta había cambiado de sitio a último minuto. No lo parecía. Todo estaba perfecto y no había problemas de abastecimiento o retrasos de ninguna clase. Los mayordomos estaban tranquilos y no iban corriendo de un lado a otro como en otras ocasiones que recordaba, llevando tragos y copas en precario equilibrio, o guiando modelos al regazo del cliente adecuado con la mayor rapidez que podían.
Entrelazó los dedos en uno de los ramos que decoraban el balcón. En su mano quedaron trinitarias de color rosa. Pensó que, con la misma facilidad con la que atrapaba flores, un cliente podría tener a su disposición tres o cuatro jóvenes hermosos que estuvieran en la misma fiesta que él.
Y ahora su prima actuaba como cualquiera de ellos. Sin poder contenerlo, hizo una mueca con los labios. Agradeció que Mar no la viera, estaba demasiado ocupada mirando a Jacques, quien alejó al viejo con un discreto gesto.
—Debe estar echando humo.
—Por mí, puede irse al diablo. ¿Quién será?
—No sé, no lo distingo desde aquí. Pero creo que es americano.
—Es de ésos que nacieron allá, pero no son de ese continente.
—Tienes razón.
Liah no había soltado la muñeca de su prima.
—No lo busques.
—Lo haré, no puedes detenerme. Pero ahora que lo dices...
—¿Pensaste mejor?
—No. Me da pena. ¿Lo busques tú?
Liah la soltó con un respingo.
—¡Claro que no! Además, sabes que no tenemos permitido bajar.
—Puedes pedirlo para ti... ¡Por favor, Liah!
—¿Y por qué yo?
—Sabes que tu nombre pesa más. ¡Por fa! ¡Por fa!
Volteó los ojos, y se giró. Un mayordomo se acercaba a retirarles la bandeja de dulces.
—Por favor, necesito que me traigas a una persona.
El mayordomo, como todos sus compañeros, tenía una máscara roja. Ésta, tenía la expresión de un diablo triste. Asintió. Liah le señaló al joven y le dijo su nombre. El mayordomo se retiró con un educado gesto.
—Listo. Me debes una, Mar.
—¡Gracias, gracias!
Liah sabía que ese pequeño acto le costaría a un cliente un pedazo de salario importante, y a ella sólo le tomó señalar con el dedo. Si quisiera, podría tenerlos a todos, y dejar a los clientes sin ninguna presa. Se le revolvió el estómago al pensarlo. Era más fácil ignorar que esas cosas pasaban.
Ambas se asomaron al patio, donde el actor no había logrado escapar del viejo. El mayordomo le habló a Jacques, y lo siguió sin oponer resistencia alguna. El viejo esperó que se alejara, y lanzó el vaso de vidrio lejos.
—Bueno, ahí viene. ¿Ahora qué?
—No sé. No pensé que lo harías.
Liah chasqueó los dientes.
—¡Margarita!
—No me culpes.
—Irás a las suites de arriba, y cuando te aburras, bajarás.
Mar puso una expresión extraña. Apretó los labios, y evitó mirar a su prima. Liah estaba asqueada, pero por otra parte, se preocupó. El cambio de actitud le hizo recordar las mentiras blancas que ella misma le decía a Mar para no preocuparla. Seguramente, ella hacía lo mismo. Había sido así desde hacía muchos años. No tendría sentido que, de repente, se sinceraran del todo. No sólo se lastimarían entre sí, sino podría crear conflictos familiares. O eso pensaba Liah. Tomó la mano de Mar, y guardó silencio junto a ella.
No sabía qué más hacer. Le ardió la garganta a horrores, y aguantó el pensamiento de que era inútil decir algo, pues no serviría para consolar a Mar. Sea lo que fuera que estuviera sintiendo.
El mayordomo llegó, y tras él, Jacques sonreía, incómodo. Mar se puso de pie de un salto. Se giró para ver a Liah, y ésta le sonrió.
—Diviértete.
Mar asintió, y se mordió el labio. El mayordomo los guio a ambos dentro del edificio. Liah miró a los invitados y clientes por un rato más, y decidió que era suficiente.
Le dio hambre, y tras esperar unos minutos a los mayordomos, la guiaron a un balcón que daba a una terraza con una fuente. No había nadie allí. El sonido del agua le agradó, y la brisa fresca le acarició las mejillas. Desde allí, no escuchaba tampoco la música, y se sentó con gusto. Le sirvieron vino, y poco después le llevaron una tortilla española.
Al terminar de cenar, juntó las yemas de los dedos, mirando a la fuente. Suspiró, queriendo despejar su cabeza de la decisión de Margarita. ¿Querría conocerlo de verdad, o era solamente un antojo? ¿Y si se encariñaba de verdad? Le dolería. ¿Entonces, por qué...? Sabía que a los invitados se les trataba para que no recordaran lo que vivieron en las fiestas, por una cuestión de seguridad, de ellos mismos y los demás. Decenas de jóvenes peligraban su vida solamente al asistir, pues el borrar recuerdos era un truco peligroso que, de no hacerse bien, producía daño cerebral.
«Joven... como si yo no fuera una».
Liah tenía diecinueve, pero se sentía mayor. No de un modo pretencioso e inmaduro, queriendo sentirse mejor o única entre sus primos y la poca gente que conocía. Se daba cuenta que, no solamente personas de su misma edad se le hacían inmaduros e impulsivos, sino que recordaba su infancia con dificultad. Como si hubiera pasado mucho tiempo. No sentía el impulso de aventura y novedad como cuando era niña, y según ella, teóricamente, debería seguir sintiendo. Constantemente sentía nostalgia por cosas que según el calendario no habían pasado hace mucho.
Su madre también se veía mucho más joven de lo que era. Tenía la teoría de que hacía algo para no envejecer, y realmente era una anciana. Era fácil sustentarla, pues decía recordar cosas que, para su edad, era imposible que las hubiera vivido.
O tal vez, era solamente su pérdida de cordura.
Liah suspiró. Sabía que no era el mejor ejemplo de adulto funcional. No había trabajado un día de su vida. Tal vez era demasiado dura con gente de su edad que tenía una vida normal, con preocupaciones normales, e inmadureces normales.
Le sirvieron más vino sin que lo preguntase. Tomó la copa y miró cómo sombras se acercaban a la fuente. Un par de hombres se habían escabullido a conversar allí. Frunció el ceño. Debía ser obra de su padre. Siempre hacía lo mismo. No importaba dónde se escondiera, terminaba por ser vista por algunos clientes, ya sea en una terraza, en una habitación, en un patio, piscina, donde fuera. Era como si le gustase exponerla. Liah lo detestaba. Tuvo el impulso de lanzarles el vino encima.
Eran dos tipos entrados en años, no ancianos, tal vez cincuentones, o sexagenarios que se cuidaban mucho. Conversaban en voz moderada con vasos de whisky en la mano, gesticulaban mucho. Tras un rato, uno sacó un recipiente cuadrado, y aspiraron un polvillo mediante un pitillo pequeño. Se limpiaron y miraron hacia la entrada del patio, precavidos. Liah apoyó el brazo en el barandal y uno subió la mirada, notándola, horrorizado.
Desde allí, veían a una chica joven que radiaba elegancia y belleza. De brazos delicados, blancos y proporcionados, uñas cortas, hombros y clavícula expuestos, piel perfecta. La luz provocaba sombras de colores en ella, y su busto parecía del tamaño más adecuado y perfecto posible bajo su vestido vaporoso de color azul. Su cabello, brillante y sedoso color chocolate, con mechones sueltos ondeando por la brisa y, sus ojos del mismo color mirándolos desde lo alto, eran una visión impresionante. Se quedaron inmóviles, entre la sorpresa y la admiración.
Liah sonrió. Alzó la copa, y sorbió de ella, mirándolos. Ambos huyeron dentro del edificio, fuera de su alcance.
No sabía porqué hacía eso. Tal vez, porque era divertido, porque la sacaba del aburrimiento, porque no eran buenas personas y no le importaba. Si fueran buenos, no estarían en esas fiestas. Ni siquiera las presas se salvaban. Todos aquellos modelos y atletas de hermosa presencia sabían lo que les tocaba. O eso presumía Liah. Seguro se lo merecían de todas formas. No debía de haber nada malo en espiar, asustar, dar mensajes poco claros y problemáticos, especialmente a los clientes. Al mismo tiempo, de seguro ayudaba a su padre a dar una demostración de poder: hacemos lo que deseamos.
Se aburrió, y caminó por los balcones de las habitaciones, vacías.
En el patio había comenzado el descontrol. Gente excedida en licor, desnudos, parejas en la piscina, tras arbustos, yendo a buscar alguna habitación. Desvió la mirada, asqueada.
Se encontró con una mirada pesada en su dirección. Liah sintió cómo se le aceleró el pulso. Apretó la copa entre los dedos, y huyó dentro del edificio, para no ser vista.
La mirada de su padre siempre la atemorizaba. Especialmente ahora. Se veía molesto.
Cuando llegó a la cocina, se la encontró vacía. Se había ilusionado, pensando que podría esconderse allí el resto de la noche junto a los mayordomos, y posiblemente escuchar retazos de conversaciones normales y sanas. Parecía que los trabajadores habían dejado tareas a medio completar. No tuvo que buscar mucho, había una bandeja llena de brownies en un mesón. Un par ya estaban preparados en platitos, con sendas bolas de helados y una hojita decorativa encima. Sin pensarlo mucho, se los comió. De todas maneras, nadie iba a ir a regañarla por tomar los postres de dos clientes.
Paseó por las habitaciones de nuevo, utilizó el baño de la que más le gustó, y se acostó en la cama, inmensa y cómoda. No supo si había pasado veinte o treinta minutos, pero se dio cuenta de algo.
Ya no oía música.
La curiosidad la invadió y se levantó.
Había muy poco ruido. Escuchaba conversaciones desde los patios, pero eran apagadas y cada vez se alejaban más. Bocinas y puertas de autos a lo lejos. ¿Ya se había terminado?
Bajando las escaleras del segundo piso, estaba Mar, tomada de la mano con Jacques. Él se veía distinto. Más despierto.
—¿Qué pasó?
—No sé, Mar. Creo que se acabó... O están desalojando.
Mar le miró con cara de susto, y sin decir más, salió corriendo, llevándose a Jacques tras ella. Él se volteó a mirar a Liah, quien no se despidió ni le dedicó ningún gesto. Cuando bajaron las escaleras, alguien subió tras ellas. Era un mayordomo.
Le hizo un gesto.
—¿Debo seguirte?
Asintió. Y ella le siguió sin más.
Bajó las escaleras. Le pareció extraño ver el salón, desarreglado, lleno de vasos, vidrio, ropa interior, botellas vacías, toallas. Todo lo que indicaba que habría gente, pero era todo lo contrario. El silencio hacía que el sitio pareciera más grande.
¿Qué era tan importante para sacar a todos los invitados así?
—Malditos dragones.
Liah se sobresaltó.
—Yo me encargo desde aquí.
El mayordomo le dio una reverencia a su padre, y se retiró.
Liah lo escuchó respirar, y lo vio de reojo.
Jacobo Dolgorúkov extendió la mano, y otro mayordomo tras él extendió una bandeja, donde cayó el cigarro que se acababa de terminar. Jacobo parecía tener cincuenta años, no tenía muchas líneas de expresión, pero sí patillas impregnadas de canas, que comenzaban a migrar a otras partes de su cabello de color negro. Como casi siempre, optó vestirse de color negro. Su chaleco era texturizado y tenía botones de plata. Un reloj con su cadena le adornaba el pecho. Su camisa tenía detalles bordados, y el saco le quedaba ceñido y elegante. Sus zapatos combinaban con su correa, zapatos y el reloj, también con grabados de flores y hojas. Y no podía faltar su anillo. Nunca se lo quitaba. Era de oro blanco, y contenía una joya color rosa.
—¿Dónde está tu prima?
—No lo sé. La vi hace poco.
—¿Dónde está tu madre?
—Aquí.
Liah vio a su otro lado. Su madre había aparecido de la nada. Suspiró, estiró los brazos, y miró a su hija. Se parecían mucho. Monifa Grünt tenía los pómulos altos y redondos, labios en forma de corazón, ojos azules alargados y entrecerrados, y una cabellera pintada de rubio, en un moño apretado y bien peinado.
—¿Cuándo llegaste, Liah?
—Llegamos juntas.
—Ah, no me acuerdo. Disculpa, cielo.
Su madre se encogió de hombros, como imitando la respuesta que ella pretendía recibir. Liah estaba acostumbrada y no le incomodó. Le movió la piel de zorro blanco sobre el hombro, para que le tapase mejor. Le combinaba muy bien con su vestido grisáceo. Cada vez que se movía, parecía tener distintos colores.
—¿Por qué desalojaron a todos?
—Tenemos invitados tercos e importantes que no aceptan un "no" por respuesta—Respondió Jacobo, suspirando—. Y no podemos dejar que sean vistos por los clientes de siempre. Por ningún cliente, en realidad. Y decidieron venir antes de tiempo.
—¿Es por eso que movieron la fiesta aquí?
—Sí. Estás muy preguntona hoy.
Ella se encogió de hombros. Esperaba que sus preguntas los distrajeran de la ausencia de Margarita.
—Es por eso que tu tía vino hoy también, cielo. —Indicó su madre. Liah la miró.
—¿Tía Consu vino? No la he visto.
—Estaba descansando, pero ya debió de haber salido.
Llegaron a los jardines traseros del castillo, alejados de la carretera y del edificio. Pensó que le hubiera gustado estar por ahí de día, o al menos, en el atardecer. Contuvo un escalofrío, su madre le acomodó un mechón de su cabello.
—Ahí vienen nuestros nuevos huéspedes. —Dijo Jacobo.
Las mujeres miraron alrededor, pero no vieron a nadie nuevo. Se habían reunido en el patio todos los anfitriones, salvo Margarita. Contó quince personas, entre sus tíos, primos y socios de sus padres.
—Arriba.
Figuras borrosas aparecieron sobre la silueta de la luna. Eran oscuras, y cada vez se hacían más y más grandes, acercándose al suelo. Liah entrecerró los ojos, y notó que eran figuras aladas que no lograba definir bien. Abrió la boca para preguntar.
—Malditos dragones.
Las figuras eran enormes, realmente enormes. Podía definirlas mejor cada vez que se acercaban, y le aterrorizó entender su tamaño. Llamaradas de varios colores adornaron el cielo. Cuellos largos y cortos, cuernos, grandes fauces rugiendo, colas de diferentes formas.
Liah no se lo podía creer. Cientos de secretos que aún le ocultaban, pero le habían dejado ser parte de uno que le causaba ilusión. Se sintió agradecida y emocionada, sin saber qué decir. Y antes de decir nada, su miedo comenzó a crecer.
Apretó los puños, sintiendo una mezcla de emociones contradictoria. Había tantas cosas que no sabía. Tantas cosas a las qué temer. En este caso, cosas que parecían más grandes que un autobús.
Los dragones danzaron sobre sus cabezas durante un rato. Era un espectáculo maravilloso, y lo hubiera sido mucho más, si no hubieran descendido de manera repentina.
Todos, menos Jacobo y Liah, se habían preparado para un gran impacto.
Pero antes de que pareciera que iban a sufrir una catástrofe, descendieron figuras más familiares y pequeñas. No entendió qué era lo que había pasado. Uno tras otro, cayeron del cielo una docena de ellos. El más alto de todos dio un paso al frente.
Era un hombre de cabellera rubia plateada, larga, lacia y brillante. De ella nacían dos cuernos plateados espiralados y decorados con joyas. Sus ojos eran azul claro como el cielo, en su piel había marcas de color blanco que acentuaban sus facciones, y tras él se movía una cola blanca con una punta plateada y afilada. Vestía parecido a Jacobo, pero en color blanco y azul, con más joyas y decoraciones por todas partes. Era opulento y exagerado, pero a Liah no le pareció vulgar.
Habló con una voz melodiosa, un poco aguda, firme y espléndida.
—Gracias por recibirnos.
Liah vio como sus padres dieron un paso al frente, y se encontraron frente al dragón, haciendo una pequeña reverencia.
—Estamos contentos de que estén aquí—respondió su padre, tendiéndole la mano—. Nos encargaremos de acogerlos y hacerles pasar un rato agradable.
El dragón apretó su mano, mirándolos a ambos.
—Debes ser Jacobo. Mi nombre es Ilvanar. ¿Dónde están nuestras reverencias?
Jacobo hizo una de nuevo, su esposa también. Y todos los anfitriones también. Liah no quiso ofenderlos, así que imitó el gesto. Sintió su corazón acelerarse y su aliento quedarse retenido en su garganta. Logró alzar un poco la cabeza, vio a Ilvanar sonreír.
—Perfecto. Es lo que nos merecemos. Esto es una fiesta, ¿no? ¿Dónde está la música?
Miró a los demás dragones. Todos eran apuestos, con manchas en sus narices, párpados, mejillas, manos o cuello. Con colas de distintas formas y cuernos de varios colores. Una mujer resaltaba entre ellos con su largo cabello ondulado color fuego, sus cuernos negros, rectos y puntiagudos que apuntaban al cielo. Parecía amenazadora. Un joven con pinta de aburrido, de cabello negro y cuernos dorados, miraba a otro dragón vestido de rojo. Éste miraba todo con curiosidad. Era rubio, alto, de cuernos color sangre, ramificados como los de un ciervo. Su cola era larga y delgada, con púas que sobresalían en varias direcciones, y se movía inquieta de arriba hacia abajo.
El dragón volteó, notando su mirada. Liah bajó la suya rápidamente.
Los nuevos invitados caminaron hacia el palacio junto a todos los anfitriones. Jacobo tronó los dedos, y regresó la música. Liah les escuchaba decir cualquier cosa, conversaban entre ellos en varias lenguas, y trataban a los anfitriones como mayordomos. Les pidieron comida, bebidas y entretenimiento.
Liah aprovechó que la atención estaba desviada a los dragones, y cuando entró al palacio, se alejó de sus padres para buscar a Mar.
¿Dónde estaría?
—Liah.
Se detuvo en seco, mirando a un lado. Mar se asomaba tras un arbusto.
—¿Dónde estabas?
—Lo ayudé a escapar.
—QUÉ.
—¡Shhht! Te contaré después. ¿Qué pasó?
—¿Que qué pasó? Los nuevos invitados son dragones.
—Ah... ¿Existen?
—¿Cómo puedes estar tan tranquila, Mar?
—No sé... ¿Cómo son? ¿Cómo caben en la casa?
Antes de hacer cualquier cosa más, un mayordomo les pidió que le siguieran. Obedecieron, pensando que tal vez les presentarían a los nuevos invitados de manera apropiada. Pero no fue así. Fueron guiadas discretamente hacia la entrada principal, donde estaban estacionados muchos de los autos.
La máscara roja del mayordomo tenía un rostro sorprendido. Les abrió la puerta de una limusina negra. Dentro, ya estaba alguien con los brazos cruzados.
—¿Dávide?
Su primo las miró. Les hizo espacio, y cuando la puerta se cerró, el auto aceleró.
—¿Qué haces aquí?
—¿Sabes a dónde nos llevan?
—¿Los viste, Dávide?
Él respondió a la sarta de preguntas con una sola palabra.
—Refugio.
Liah y Mar intercambiaron miradas. Decidieron relajarse abriendo una botella de vino del mini bar de la limusina, y conversaron largo rato. Hasta su primo se animó a compartir unas palabras.
Entendían que, por viles que eran sus padres, los querían lejos de las garras de los dragones.
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