1. The thing with memories
Cada vez era más difícil intentar escapar.
Pero eso no le quitaba el valor o las ganas de intentarlo.
Liah tenía sed, estaba cansada, y estaba comenzando a deshidratarse. Temía tomar del agua que había traído. ¿Y si aún faltaba mucho trecho? Tragó saliva. Era mejor ahorrarla.
Decidió no ser obstinada y tomar un par de sorbos. Estaba tibia y sabía raro, pero la hizo sentir mejor. Miró a su alrededor. No había más que árboles, piedras, arbustos y ruidos de pájaros. Y ramas, muchas ramas.
Después de todo, estaba a cinco o seis metros del suelo.
Se calzó los guantes nuevamente, y bajó con cuidado por las mismas ramas que había usado para subir. Cayó el último metro y resbaló, golpeándose el muslo con una piedra al caer. Se levantó y continuó su huida ignorando el dolor. Sabía que no era nada del otro mundo.
Su reloj marcaba las seis de la tarde. Tras verlo, lo ocultó bajo la manga. Apuró el paso. La luz comenzaba a escasear, sentía que le picaba el cuerpo, y se dio cuenta que se estaba mordiendo la uña cuando ya había arrancado la mitad.
Terminó de quitarse el sobrante pensando que, de todas maneras, ya no tenía que asistir a esa estúpida fiesta y no había necesidad de verse perfecta. Su preocupación era llegar a la civilización, la normal, lejos de su familia y sus secretos.
Escuchó un ladrido a sus espaldas, y comenzó a correr, sin pensar.
Se abrió paso entre rocas, ramas caídas, desniveles peligrosos y hubiera jurado que asustó a algún animal que huyó a su derecha del ruido que hacía. Escuchaba pasos y ladridos tras de ella, pero tenía demasiado miedo de mirar. Tropezó, y cayó por un desnivel. Se le salió el gorro que tenía puesto y una cascada de cabello marrón le envolvió la cara. Se quejó al golpearse el codo. Se levantó, y frente a ella, un beagle le ladró amistosamente.
—¡Ah!
—¿Estás bien, niña? ¿Qué haces por aquí?
Liah alzó la mirada, y se le aguaron los ojos. Habría jurado que la habían atrapado. Un hombre cuarentón le tendió la mano de manera amistosa.
—No tengas miedo, vivo cerca. Se me escapó un cerdo. ¿Estás perdida?
Liah sintió que no tenía fuerzas para hablar.
—No te preocupes. Te llevaré a donde necesites, o si quieres, llamaré a la policía.
Como una niña indefensa y tímida, siguió al hombre. Era de cabello abundante, poblado de canas, una mandíbula fuerte con una cicatriz, y de manos grandes, una de ellas sostenía un rifle.
Le hablaba en una voz calmada y reconfortante. Contaba que su familia había heredado una granja de tres generaciones y lo orgulloso que estaba de sus experimentos con los jamones. Contó sobre sus hijos, sus dos exesposas y sus perros. El que le acompañaba se llamaba Moyo, y lo había nombrado así su hija cuando era pequeña.
—No hablas mucho, eso me gusta. Estarás bien, Ana seguramente nos hará chocolate caliente, esta noche parece que hará frío. Es mi hija menor, pero ya sabe hacer un montón de cosas. Estos jóvenes de ahora se dan cuenta de eso por sus teléfonos o la televisión. Cuando yo era chico no teníamos televisión, mi papá la veía en el trabajo en su hora de descanso y nos contaba, y mi abuela leía el periódico.
Liah se dio cuenta que el hombre hablaba en andaluz. Se sintió entusiasmada, al reconocer que podía identificarlo y entenderlo. Una pequeña luz se encendió en su pecho, cálida y sanadora. Siempre había pensado que le costaría entender a las personas normales, y al ver que no fue así, se le salieron un par de lágrimas.
Margarita tenía razón. Tenía que agradecerle por tantas palabras de aliento.
El perro comenzó a ladrar furiosamente hacia el frente. El hombre se detuvo, volteó a mirar a Liah y con un gesto le pidió quedarse atrás.
—Puede ser un jabalí o algo así. Si ves algo, intenta hacer ruido, una palmada o lo que sea. Estaremos bien. ¿Qué...?
Liah parpadeó, y vio que se encontraban en un sitio diferente. Eran otros árboles, otra luz, otra tierra. Frente a ellos se veían las luces de un edificio, parcialmente ocultas por los pinos.
—¿Dónde estamos? ¿Qué pasó?
—Liah, Liah... Mira lo que me obligas a hacer.
Liah se giró con el corazón en la garganta. Ahí estaba. Ojos fríos y enojados. Cejas que parecían pesar una tonelada. Él suspiró por la nariz, y el aire pareció enfriarse mucho más.
El hombre comenzó a caminar hacia ambos. De alguna manera, sus finísimos zapatos de cuero no se manchaban al pisar la tierra húmeda. Sus pantalones no se mojaban con las briznas, su saco no tenía ni una sola arruga. Su mano sostenía una piedrecilla brillante de color rojo, y suspiró de nuevo.
—¿Quién es usted?
Liah oyó a su acompañante terminar su pregunta en una especie de quejido, como si estuviera comenzando a ahogarse.
De alguna manera sabía lo que iba a pasar, no tenía ni idea de cómo había llegado a formularlo en su mente. Pero eso no importó más.
Se escuchó un extraño crujido junto a un goteo. El perro dejó de ladrar, chilló dolorosamente y otro ruido sonó donde estaba antes. Algo cayó pesadamente al suelo. Liah no se quería mover. No tuvo que hacerlo para llenarse de horror.
Jacobo llegó junto a ella, se agachó, y al alzarse, le mostró la cabeza del hombre, arrancada de cuajo con torsión. Tenía una expresión sorprendida en el rostro, sus ojos miraban al frente. Liah intentó desviar la mirada, y se encontró con los restos de su mascota. Era como si todas sus extremidades hubieran sido torcidas con impresionante fuerza, así como se exprime una toalla húmeda.
—Mira lo que me haces hacer, Liah. Tu sitio es aquí, y nadie puede saber dónde estamos. Tuve que salir y traerte de regreso. —Soltó la cabeza, que rodó a los pies de Liah. – Sé una buena hija y regresemos. No des más problemas.
Jacobo le tocó el hombro, y Liah no supo qué más ocurrió.
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