El devorador de arte - capítulo 8
Viajábamos hacia Santiago a toda velocidad en el coche personal de Celeste. Había pasado solo una hora desde lo del hotel, y ahora viajábamos hacia un pequeño pueblo llamado Carpairo, a veinte kilómetros de la ciudad. ¿El motivo? Alejandro Rivas.
—Lo conocemos desde hace años, de la comunidad del Diablo V Online —explicó Rodrigo en el restaurante, incapaz de reprimir la sonrisa de puro orgullo por haber descubierto el origen del logo—. Empezó subiendo vídeos en YouTube y se hizo bastante popular durante unos años. Yo diría que ganó mucho dinero. Muchísimo. Con el paso del tiempo, sin embargo, dejó de estar en boca de todos, pero siguió jugando. Tu hermano y yo nunca dejamos de jugar por él, precisamente. Por si coincidíamos. —Negó con la cabeza—. Era muy bueno, el mejor Médico Brujo del servidor. Además, era muy popular, se juntaba con todo el mundo, ayudaba siempre que podía, y gracias a ello forjó una comunidad muy fuerte. Pero de repente, hace tres años, desapareció. Supongo que estaría aburrido del juego, o a saber. Se esfumó sin más... hasta hace unos meses, que reapareció en los foros de Gaming lanzando mensajes súper crípticos. Decía cosas muy raras, como si hablase en clave. Ya empezábamos a pensar que se le había ido un poco la cabeza cuando, hace un mes, dijo que pronto haría un gran anuncio. Un anuncio que lo iba a cambiar todo.
—Entonces es el mismo, ¿no? El logo es suyo.
El logo de la manzana con la corona y la letra china era su firma. Una imagen que hasta entonces había estado utilizando únicamente en los foros donde participaba, pero que, sin lugar a duda, se correspondía al de la fotografía.
Así pues, íbamos a visitarle. No teníamos gran cosa en su contra, y desde el punto de vista policial no había pruebas con las que actuar, pero dado que Rodrigo y yo estábamos decididos a ir, Celeste decidió acompañarnos. Arturo geolocalizó su posición usando para ello las imágenes y los posts que había ido colgando en Instagram de su nuevo hogar, pues se había mudado hacía poco, y los tres nos pusimos en camino.
Tres horas después, llegamos a Carpairo.
En comparación con aquella aldea, el Puerto de los Huesos era una auténtica metrópolis. Conectada a una carretera nacional ya abandonado a través de un camino de tierra, llegar a Carpairo era una auténtica odisea. Claro que, teniendo en cuenta que estaba casi abandonado, era lógico. Su declive demográfico había sido tal que en la actualidad su censo constaba solo de catorce personas. Un número bajísimo de ancianos que, encerrados en sus casas de piedra, nos vigilaban a través de las ventanas.
Me los imaginaba musitando "forasteros, forasteros" detrás de las cortinas.
Pero por remoto que fuera el pueblo, era nuestro destino. Alejandro Rivas se había mudado recientemente a Carpairo y nuestro objetivo era hacerle una visita.
—Ah, sí, el nuevo —nos explicó una de las ancianas, la única que se dignó a abrir la puerta. Después de diez minutos de recorrer sus empinadas calles de piedra sin ver nada más allá de abandono, gallinas y polvo, habíamos optado por llamar a las casas en busca de un poco de información—. Llegó hace poco, el chico ese. Es el bisnieto de Breogán.
—¿Nos podría decir dónde encontrarlo, señora? —Rodrigo se encargaba de las preguntas, todo amabilidad y sonrisas. Ambas nos habíamos dado cuenta de que la anciana parecía fascinada con mi amigo, así que se había convertido en nuestro representante—. Tenemos una reunión con él y vamos a llegar muy tarde.
—Compró casi todas las casas que había vacías. Le costaron una fortuna, pero venía cargado de billetes... pero si queréis encontrarlo, seguramente lo haréis en la granja de Breogán. Está a diez minutos de aquí en coche, saliendo por la calle de la Rítmica. Si cogéis el camino de tierra de mano derecha, la encontraréis: no tiene pérdida.
En realidad, no fueron diez minutos, sino treinta los que tardamos en llegar a la granja en cuestión, pero el viaje valió la pena. Tan pronto alcanzamos los alrededores, las evidencias de que alguien estaba viviendo en aquel edificio de piedra salieron a la luz. En la entrada había un coche de lujo aparcado, en las jardineras flores recién plantadas y en algunas ventanas luz.
Había llegado el momento de la verdad.
Aparcamos el coche a cierta distancia y atravesamos la verja abierta sin llamar. Estaba en pleno proceso de remodelación, por lo que no valía la pena ni intentarlo. Los cables del timbre estaban colgando. Así pues, atravesamos el enorme jardín que rodeaba la vivienda hasta la entrada, donde, colgando de un cencerro, se encontraba el símbolo maldito.
—Es aquí —susurré, acariciando la chapa metálica en forma de manzana que colgaba del badajo—. Vale, prepararos.
Respiré hondo antes de llamar al timbre. Junto a mí, Celeste se mantenía en silencio con la expresión severa. Parecía tenerlo todo controlado. Rodrigo, en cambio, estaba algo más nervioso. Quizás se debiese a que estaba a punto de conocer a alguien a quien admiraba, o quizás porque cabía la posibilidad de que Alejandro Rivas estuviese implicado en los asesinatos, pero era algo evidente. Y no me tranquilizaba verle así, la verdad. No era de gran ayuda.
Me obligué a mí misma a apretar el timbre. Dentro resonó un pitido con excesiva fuerza, como si el volumen estuviese demasiado alto. Aguardamos pacientemente a que alguien respondiera, y tras casi un minuto de vacío, al fin escuché unos pasos.
Me pregunté si me estaría mirando a través de la mirilla.
Poco después, la puerta se abrió al fin y ante nosotros apareció Alejandro Rivas, un imponente cuarentón de pelo rubio rizado y ojos verdes. Vestía con un jersey de cuello alto negro Lacoste, unos tejanos Guess que resaltaban su esbeltez y unos zapatos brillantes. Muy brillantes. Era guapo, alto, de porte elegante y tenía dinero... ¿de veras podía ser un monstruo?
—¡Gente joven, qué gusto! —exclamó con amabilidad. Tenía una voz cantarina, quizás demasiado aflautada como para no llamar la atención—. ¿Os puedo ayudar en algo?
Habíamos practicado la conversación varias veces en el coche. Celeste insistía en la importancia de mostrarnos seguros y firmes en nuestros argumentos. Si nuestro objetivo se sentía amenazado en algún momento y se trataba de alguien peligroso, podrían complicarse mucho las cosas, así que, por el bien de todos, debíamos ser muy cuidadosos con lo que decíamos...
En definitiva, que la dejásemos hablar.
Pero claro, esa era la teoría. A la hora de la verdad, los genes Batet salieron tomaron el control y mi boca cobro vida propia.
—Alejandro Rivas, ¿verdad? —respondí, adelantándome. A mi lado, la policía apretó la mandíbula con disimulo—. Me llamo Bianca, él es Rodrigo y ella Celeste: somos admiradores tuyos desde hace años... ¡desde hace muchísimo tiempo!
—¿En serio? —se sorprendió.
Y aunque por un instante tuve miedo de haberme equivocado, la vanidad que se esperaba de alguien como él salió a relucir. Me dedicó una sonrisa enorme.
—Vaya, no esperaba escuchar esa respuesta... ¡y menos aquí, en el culo del mundo! Pensaba que podría pasar desapercibido, pero no os preocupéis, ¡en el fondo es un placer reencontrarme con mis seguidores! Echaba de menos el calor humano. ¿Desde cuándo me conocéis?
Aliviada, una sonrisa pletórica se apoderó de mis labios. De haberme salido mal la jugada, Celeste no me lo habría perdonado nunca. Ni ella ni yo misma, todo sea dicho.
—Pues te seguíamos en YouTube, cuando subías los gameplays, y luego nos metimos en el servidor de Lunático para poder jugar contigo al Diablo Online. —Todo era pura improvisación—. Intentamos meternos en tu hermandad, de hecho...
—Yo estuve una temporada —me secundó Rodrigo—. No demasiado, pero coincidimos un par de veces. No te acordarás de mí, claro, me llamaba Pearl y era un Nigromante.
—No me acuerdo, no... conocí a tanta gente... —Dudó por un instante, quizás valorando si a pesar de haberle doxeado éramos gente de fiar, y tras un brevísimo instante de silencio nos invitó a pasar—. ¿Os apetece tomar algo? ¡Hacía mucho que no hablaba con seguidores, esto es un momento muy especial! Pasad, tengo un rato libre, podemos charlar. Venís solos, ¿verdad?
Rodrigo me chocó la mano disimuladamente; Celeste, en cambio, prefirió no mirarme a la cara. Se notaba que estaba enfadada por mi improvisación, pero, sinceramente, no me importaba. Al fin y al cabo, no tenía excusa, era una bocazas, sí, pero había salido bien, ¿no? Pues eso era lo importante.
Cruzar la puerta de la granja fue como viajar en el espacio tiempo. Mientras que por fuera el edificio tenía un aspecto rural propio de la zona, con los muros de piedra y el tejado de pizarra, por dentro era totalmente distinto. Con las paredes recién pintadas de distintas tonalidades, con escenas de comic de grandes dimensiones pintadas sobre el yeso, luces leds por todos los rincones, plantas artificiales colgando del techo y muebles de diseño multicolor, aquel lugar me recordaba a la película de Alicia en el País de las Maravillas. Era tan escandalosamente colorido que cualquiera diría que acababa de vomitar un unicornio.
O un arcoíris...
En definitiva, era una auténtica horterada.
Hice un auténtico esfuerzo por mantener la sonrisa. Su dueño me miraba de vez en cuando, a la espera de mi opinión sobre la casa y su peculiar decoración, pero yo no sabía qué decir. No me salían las palabras. Rodrigo, por suerte, ya había demostrado ser capaz de mentir con gran soltura en casa de Isaac, así que no tuvo problemas en repetir la operación.
—¡Qué casa tan espectacular! —exclamó con entusiasmo—. ¡Muy barroco!
—¿Verdad? —Rivas ensanchó la sonrisa con orgullo—. Me he mudado hace poco, pero ya empieza a estar como realmente me gusta. Hasta hace poco estaba viviendo en San Petersburgo, pero me helaba de frío. Too much for me.
—¿Rusia? —se sorprendió Rodrigo—. Creía que vivías en Barcelona.
—Vivía, tú lo has dicho. Hasta hace unos años... después tuve que irme.
Entramos en la cocina, mucho más sencilla a nivel visual que el resto de la vivienda, pero con unos electrodomésticos de ultimísima generación. Prototipos, me atrevería a decir. Se acercó a la isleta central y activó con la voz el asistente virtual. Nos indicó que le pidiéramos lo que quisiéramos, y en apenas medio minuto ya teníamos nuestros refrescos servidor en una bandejita floreada.
—Delicioso —suspiré tras darle un sorbo al mejor zumo de piña con gas que había bebido en la vida.
Nos acomodamos en el salón. Una sala tan psicodélica como el resto de la casa, con la ventaja de que al menos los sillones eran cómodos. Raritos y con forma de fruta, eso sí.
Charlamos durante un rato de distintos temas, sobre todo de la evolución de la industria de los videojuegos y del entretenimiento, donde Rodrigo desplegó todas sus armas. Le apasionaba de tal forma que a veces incluso uno olvidaba que en su vida real se dedicaba a enterrar muertos. De haber nacido libre, seguramente habría emprendido aquel camino.
Una lástima.
Una hora de charla después, cuando ya creía que aquello no nos iba a llevar a nada, volvimos al tema de su cambio de domicilio. Celeste parecía especialmente interesada en ello.
—Me fui a San Petersburgo para seguir con mis estudios de diseño industrial. En Barcelona hice la carrera y todos los másteres relacionados que había disponibles, pero yo quería más. Quería comerme el mundo. Muy a mi pesar, la comunidad estudiantil había creado un techo de cristal que jamás me permitirían romper. Siempre alegaban que, aunque creían en mí, era un tema de financiación: no había dinero. Personalmente siempre sospeché que era una cuestión ética. La evolución tecnológica está vinculada estrechamente con la mejora de los procesos mecánicos. Cuanto más evolucionamos, más automatizamos, con lo que ello comporta. Sale mucho más barato mantener una máquina que a un humano, es evidente, pero no es una verdad bien vista. —Negó con la cabeza, restándole importancia—. En fin, el dilema de siempre... pero no penséis que pretendía iniciar una revolución industrial o algo por el estilo, ¿eh? Ni muchísimo menos. Sencillamente tenía un planteamiento de vida muy innovador y me negaba a aceptar las limitaciones que se me planteaban en Barcelona. Necesitaba seguir creciendo, y en San Petersburgo se me ofreció la oportunidad.
Alejandro se había pasado tres años estudiando en Rusia robótica avanzada, desarrollando sus conocimientos de ingeniería. No quiso entrar en detalle sobre qué se basaban, pero era suficiente para que los tres llegásemos a la misma conclusión: estábamos ante el fabricante de los androides. La gran duda era, ¿se limitaba solo a construirlos o también era quién los dirigía?
Perdido en mitad de un pueblucho gallego alejado de la mano de Dios, no sabía qué pensar.
—Entonces, si te has mudado de nuevo a España, será porque has completado tus estudios, ¿me equivoco? —preguntó Celeste con interés—. Teniendo en cuenta que en breves harás el comunicado de tu nuevo proyecto...
—Visteis el anuncio, ¿eh? —Alejandro sonrió con orgullo—. Ya queda muy, muy poco. De hecho, mi idea es que vea la luz ya la próxima semana... pero aún falta un poco más.
—¿Y no nos puedes avanzar nada? —insistió—. Ya que estamos aquí... no diríamos nada.
Dudó. Miró a Celeste con aquellos enormes ojos verdes, todo intensidad, y por un instante creí que iba a contárnoslo. Parecía ansioso de poder liberar al fin de la carga del silencio...
Pero no.
—Ojalá pudiera, me encantaría, pero llevo demasiado tempo trabajando en ello como para echarlo todo a perder. Serán solo unos días, creedme. Espero que no penséis que desconfío, pero...
Pero lo hacía, por supuesto. Cualquiera en su sano juicio lo habría hecho.
—Lo que sí que puedo hacer, si os apetece, es presentaros a dos de mis colaboradores. Están abajo, trabajando a contrarreloj. Llevan ya varios días sin salir del sótano y relacionarse o ver la luz del sol, así que seguro que les sienta bien vuestra visita. Puede que hasta encuentren inspiración. Al fin y al cabo, la novedad y las vivencias son la base de la base de la creatividad, ¿no?
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