El devorador de arte - capítulo 2
Nos instalamos alrededor de una de las mesas para analizar lo sucedido, y allí nos quedamos hasta la mañana siguiente, cuando la llegada de los primeros clientes nos obligó a trasladarnos. Mientras que mis padres y mis hermanas se quedaron en la planta baja, sirviendo los desayunos, Arturo y yo nos instalamos arriba, en su antigua habitación. El estrecho cuarto de paredes de madera y muebles aburridos donde se había criado durante los primeros años de vida, antes de mudarse al faro.
Volver a casa me resultaba deprimente. Incluso siendo una visita temporal, regresar al Puerto era dar un paso atrás en mi carrera personal. Me había costado mucho irme, y sospechaba que de nuevo iba a vivir algo parecido cuando tocase regresar a Madrid. En el fondo, aquella tierra sombría me tiraba.
Tiraba con mucha fuerza.
—He estado investigando un poco Twitter.
—¿Twitter? ¿En serio? ¿Qué dijimos de entrar a esa mierda de red, Arturo?
Tirados en su cama, el uno junto al otro, cada uno tiraba de sus propias líneas de investigación para intentar entender qué había pasado. Mi madre había llegado a la conclusión de que debía tratarse de algún cazador aburrido que había decidido ir a por la brujita del ático. Una teoría un tanto extraña teniendo en cuenta su aspecto, los cazadores no solían emplear la magia para dar caza a los míos, pero que resumió a la perfección la falta de interés de mi madre en el tema. Estaba viva, ¿no?, pues eso era lo importante.
Mi padre, en cambio, creía que había sido una alucinación. Dado que aquella mañana había estado preparando varias pócimas, su teoría giraba en torno a una posible inhalación de humos. Algo dudoso, siempre usaba mascarilla, pero no del todo imposible. Podía llegar a pasar. Sobre la cuestión de las heridas, Gabriel se limitaba a creer que había sido un accidente, sin más. No quería enfrentarse a la realidad, a que alguien quería asesinarme, y en cierto modo lo agradecía. En el fondo, prefería no preocuparle.
Adriana, en cambio, tendía a pensar que todo aquello era algo más lúgubre. Tanto ella como Carolina disfrutaban con la idea de que alguien tuviese un motivo de peso para querer hacerme daño. No podían disimular lo mal que les caía. Y, a diferencia de mis padres, coincidían en que el insulto no había sido gratuito. En la única faceta que había fracasado en mi vida era en el mundo de la ilustración, por lo que daban por sentado de que sería alguien del sector. ¿Algún cliente que se considerase estafado? Podría ser.
En el fondo, yo también compartía la importancia del insulto.
Arturo, por su parte, prefería no posicionarse por el momento. De todos, él era el más cerebral, y no iba a mostrar sus cartas hasta que no tuviese una buena teoría en firme. Por suerte, cuando llegaba a una conclusión, rara vez estaba equivocado. Mi hermano, a pesar de su peculiar apariencia más propia de un monstruo de una novela gótica que la de un friki de los videojuegos, que era lo que realmente era, era un genio.
Ninguna de las teorías de mi familia resolvía el enigma, pero por rebuscadas y absurdas que pareciesen, aportaban un pequeño empujón a una búsqueda que, a aquellas horas de la mañana, después de dos noches en blanco, me resultaba tremendamente tediosa. Estaba que me moría de sueño. Claro que, teniendo a un loco suelto con ganas de matarme, no me veía capaz de echarme a dormir.
—Precisamente porque es un basurero es divertido, Bi —aseguró, incapaz de disimular su media sonrisa—. Pero escucha, creo que he encontrado algo interesante. Partiendo de la base de la teoría de Adri y Carol, me he centrado en tu sector. Quizás estemos totalmente equivocados, pero yo tampoco pasaría por alto el insulto. Al fin y al cabo, te libraste precisamente porque te consideraba una fracasada. ¿Qué hubiese pasado si hubieses sido realmente buena en lo tuyo?
—¡Eh!
—Más tarde discutimos sobre ello si quieres, pero primero tienes que leer esto: es importante, palabra.
Si Arturo decía que podía ser interesante, lo era, no me cabía la menor duda.
Nos centramos en la pantalla de su móvil. Después de mucha búsqueda entre las entrañas más oscuras de la mente humana, Arturo había encontrado un enlace a un periódico de tirada local en el que la periodista María López Temprano se hacía eco de la desaparición de Fabiola Sátira, más conocida como LadySátira en el mundo de las artes. Una joven emprendedora que había saltado a la fama hacía dos años, con solo diecisiete años, gracias a una novela gráfica que había autopublicado en Amazon. Su ejército de fans, la cual la acompañaban desde los trece a través de las redes sociales, se había volcado en la adquisición de su novela, catapultándola a lo más alto de la lista de ventas.
LadySátira había pasado de ser una don nadie a ser una de las dibujantes más cotizadas en cuestión de dos años, y ahora, con veinte, su madre había denunciado su desaparición.
—Conocí a Sátira el año pasado, vino a dar una charla en el FNAC de Preciados. Es una tía brillante, de las mejores autoras de fotorrealismo que tenemos en el país, pero también una fanfarrona. Se creía una diosa por tener a cientos de pajilleros detrás. Recuerdo que comentó que la madre la sobreprotegía mucho... no te extrañe que se haya hartado y se haya pirado.
—Esa sería la versión más lógica, y de hecho la que parece que se ha sustentado más en redes. Sin embargo, una semana después de la desaparición de LadySátira, María López Temprano volvió a sacar un artículo relacionado con la noticia. Fíjate en lo que dice...
LadySátira no había vuelto a su casa, pero sí que había hecho una publicación en sus redes sociales. Un único anunció en el que se mostraba lo que parecía ser el fragmento de una ilustración de mayor tamaño cuyo tema central era la sabana. En la imagen Sátira había dibujado una manada de ñus y cebras en distintas posturas, pero con la atención centrada en un mismo punto, en la lejanía. Sobra decir que el delineado y el colorido era espectacular: más que una ilustración, parecía una maldita fotografía.
Y sí, lo firmaba ella, LadySátira, y en el texto del Tuit solo había el siguiente texto: 1/15.
Era una campaña publicitaria. La periodista hablaba de ella en su artículo, y le daba especial relevancia al hecho de que, al igual que Sátira, dos otros ilustradores destacados del país hubiesen seguido su estela: Marc Sau, con otro fragmento de la misma escena y el texto 2/15, y Verónica Martínez Seta, con el 3/15. Al juntar las tres imágenes se componía la franja baja de una única escena selvática en la que los distintos grupos de animales, cada uno con el estilo de su artista y un colorido único, empezaba a dar sentido a una imagen muy conocida.
—Están recreando el principio de "El Rey León" —explicó Arturo, aunque yo ya lo sospechaba—. Cuando Mufasa levanta a Simba, ¿te acuerdas?
—Sí, sí, se nota —admití—. Es original. ¿Quién está detrás? No pone marcas, ¿no?
—No. Por lo que he leído en los comentarios, y la propia López Temprano lo dice, todo apunta a que cuando se junten todas las escenas se hará el comunicado de algún lanzamiento. Alguna nueva marca, o algún proyecto grande, ya sabes. —Arturo me miró de reojo—. Pero lo importante no es eso. Al menos no del todo. Lo realmente importante es que, si te fijas, en los comentarios la madre de LadySátira sigue insistiendo en que su hija sigue desaparecida. Que la han debido secuestrar... y no es la única.
Los familiares de Núria Bosch y Gregory Sampedro se unían a la preocupación de la madre de Fabiola, asegurando que tampoco sabían nada de sus hijos desde hacía unos días. Una suma de inesperadas desapariciones que, aunque probablemente nada tuvieran que ver con lo que me había sucedido, habían despertado el instinto de mi hermano.
—Lo que está claro es que está desapareciendo gente, hermana —sentenció Arturo, bloqueando ya la pantalla de su teléfono—. Y todos del mundo artístico. Quizás sea porque les han hecho firmar algún tipo de cláusula de confidencialidad extrema para poder participar en esa presentación masiva, o quizás porque, como a ti, les han atacado. Muertos no están, es evidente, han ido publicando obras, pero quién sabe qué habrá detrás... —Mi hermano se encogió de hombros—. Lo dicho, no sé si estará relacionado con lo tuyo, pero mejor que no les perdamos de vista, ¿vale?
Después del turno de comidas la afluencia al restaurante bajaba lo suficiente como para que mis hermanas se tomasen un descanso. El salón volvería a llenarse para la cena, y más después de la llegada de un par de embarcaciones especialmente grandes, pero al menos contábamos con unas cuantas horas para poder movernos con libertad. Así que, mientras que Adriana y Carolina aprovechaban para darse una ducha y relajarse, yo bajé al salón, para ayudar a mis padres a limpiar. Clara Kovaks, dueña y señora de la cocina, no me dejó estar demasiado tiempo allí. Me observó durante los dos minutos que pude estar, como si de un ser extraño me tratase, y me invitó a irme con la mirada.
Mi madre no era una persona especialmente sentimental: poco importaba que llevásemos tiempo sin vernos. Con saber que estaba bien, le bastaba.
Mi padre, en cambio, era mucho más cariñoso. Al verme aparecer me saludó con un cariñoso abrazo, como si no nos hubiésemos reencontrado de madrugada, y me ofreció invitarme a un café. Ante mi rechazo, decidió dejarme ayudarle a limpiar únicamente si le explicaba qué había sido de mí durante aquellos meses.
—No te preocupes cariño, a veces se tarda en encontrar el trabajo perfecto —me consoló tras explicarle lo horrible que había sido el cerdo de mi exjefe al despedirme. Yo no había sido demasiado profesional ni agradable con él, todo hay que decirlo, pero me negaba a aceptar que nadie pudiese humillarme públicamente de aquella forma—. Y tú tienes mucho talento, ya lo sabes: siempre lo has tenido.
—No sé yo, papá, empiezo a tener dudas. Hay gente mucho mejor...
Fregábamos mientras hablábamos. Él la zona izquierda del salón, yo la derecha. al final acabaríamos sentados en una de las mesas, con los pies en alto, hasta que todo se secase y el suelo quedase reluciente.
—Siempre va a haber gente mejor, eso tenlo por seguro. Lo importante es intentar hacerlo lo mejor posible y conseguir que tu público se enamore de lo que creas. Tus obras son muy especiales, ya te lo he dicho muchas veces. Son únicas.
—Para crear un bestiario de aberraciones son perfectas, sí —admití—, pero eso no se lleva ahora. La gente busca otras cosas.
—Hasta que dejen de buscarlas. Imagínate que, de repente, al tipo que escribió Juego de Tronos se le ocurre crear una historia llena de monstruos. Lo mismo busca a una diseñadora par que le dé ideas. O mejor aún, adaptan alguna historia de esas de terror que tanto te gustan, en el cine también necesitan gente para que cree los diseños. Tú encajarías a la perfección. —Hizo un alto para apartar una silla y poder fregar con especial detenimiento junto a una de las patas de la mesa—. Hay mil opciones, cariño. Además, ahora que lo pienso, quizás tú creas que no le gusta a nadie lo que haces, pero hace unos días vino un tipo preguntándome por ti precisamente. Y no por ser mi hija, ¿eh? Se refería a ti como Bianca la ilustradora, y llevaba en el móvil una fotografía de una de tus mascotas sanguinarias. Guirnalda, creo que se llamaba.
En realidad, se llamaba Guillotina, no Guirnalda, y era un monstruo tentacular cuya cabeza colgaba de un hilo. Era multicolor, pero en su lomo destacaban los azules, blancos y rojos. ¿Casualidad? No, por supuesto.
Pero por muy apasionante que pudiese ser hablar de mi querida mascotita gabacha, ahora ella no era la protagonista.
—¿Dices que alguien vino preguntando por mí? —repliqué con inquietud. Dejé de fregar—. ¿Cuándo? ¿Quién? ¿Qué te dijo?
El instinto me dijo que aquella conversación podía ser clave. No podía ser casualidad que, de repente, alguien apareciese en el pueblo preguntando por mí y, días después, intentasen asesinarme tomando la imagen de mi padre.
No. Definitivamente, no era posible.
Consciente de mi repentina inquietud, Gabriel dejó de fregar también. Me mantuvo la mirada por un instante, con cara de culpabilidad, y se encogió de hombros.
—Lo siento, cariño, no le hice demasiado caso. Estaba bastante liado, estaba el restaurante lleno y lo despaché pronto. Eso sí, Rodrigo estuvo un buen rato charlando con él.
—¿Rodrigo? —repetí, y antes incluso de que pudiese responder, sentí un gélido cubo de agua caerme sobre la cabeza. Sabía a qué Rodrigo se refería, por supuesto, solo había uno en todo el pueblo... el mismo por el que, en gran parte, había decidido irme a la capital.
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