El devorador de arte - capítulo 1
Me llamo Bianca Batet Kovaks y mi padre ha intentado asesinarme esta noche. Impactante, ¿eh? Sería una buena manera de empezar mi biografía. Como futura artista de renombre, todos querrían conocerme mi historia más en profundidad, y aquella era una magnífica manera de empezarla. Claro que, siendo sincera, no era del todo real. Pero empecemos por el principio...
Después de lo que pasó en el apartamento, volví a casa. Cualquier otro habría llamado a la policía para denunciar lo ocurrido, pero siendo quien era, prefería hacer unas cuantas comprobaciones antes. Raro, sí, pero necesario. Así pues, aguardé hasta la mañana en compañía de mi recién creado guardián, al que tal y como le di la vida, se la arrebaté con la salida del sol, y puse rumbo hacia casa.
Desde Madrid al Puerto de los Huesos, mi pueblo natal, había cerca de diez horas de autobús, incluidos tres transbordos. El Puerto se encontraba en un enclave secreto en el norte del país, en la costa gallega, y muy pocos eran los que conocían su posición. De hecho, se decía que solo aquellos que habían nacido en su seno sabían cómo llegar. De ahí a que diese por sentado que Marcelo, el conductor del mini autobús que hacía la ruta hasta las afueras, era uno de mis antiguos vecinos. Por aquel entonces el Puerto estaba casi vacío, con solo cincuenta habitantes fijos, pero durante mi infancia había estado mucho más habitado.
Volvía a casa después de mucho tiempo. Demasiado, quizás. Con dieciocho años había decidido irme, dispuesta a comerme el mundo, y siete años después volvía con las manos vacías y varias puñaladas en la espalda. Y es que, aunque la carrera de Bellas Artes me había servido para mejorar notablemente mi técnica, era innegable que no había nacido con el don para la ilustración. Tal y como me había advertido mi jefe a bocajarro antes de echarme: era una negada. Mi mente era una fábrica de ideas rocambolescas, auténticas maravillas a mi modo de ver, pero mis manos no eran capaces de plasmarlas con el suficiente detalle y fuerza como para convertir las aberraciones en obras maestras. Siempre me quedaba a medias.
Mis hermanas me habían advertido sobre ello, mis padres y mis profesores, pero no había sido hasta el tercer despido que no había empezado a dudar de mi talento. ¿Sería posible que yo, Bianca Batet Kovaks, la mayor de las tres mellizas que había visto el mundo nacer aquel terrible puente de mayo de 1998, no estuviese destinada a triunfar?
Pues no. Tal y como mi madre había augurado que pasaría, volvía a casa con los bolsillos vacíos. Pero al fin y al cabo volvía, que era lo importante, y aquel regreso despertaba muchas emociones en mí. Más allá del miedo evidente a hacer frente a mi padre, que visto lo visto estaba bastante más loco de lo que había creído, era volver al origen lo que me preocupaba. Siendo sincera, no solo me había ido para triunfar. Habían pasado más cosas, cosas importantes de las que había huido, y no quería tener que hacerles frente.
Lástima que ya no fuese dueña de mi vida.
Arg, el Puerto de los Huesos, ¿habrá algún lugar más frío y tétrico que mi querida península de los horrores? El terreno se adentraba en el océano en forma de lanza, con su corazón verde cubierto por el inmenso cementerio que daba nombre al pueblo. A este y oeste disponíamos de amplias playas donde se habían construido muelles capaces de albergar centenares de barcos piratas. Al norte, sin embargo, aguardaban altísimos desfiladeros desde los que, iluminando la noche con su esplendor, el gran faro de mi hermano daba la bienvenida a los piratas.
Mi querido hermano... él era uno de los pocos a los que no había dejado de echar de menos nunca. De haber podido, me lo habría llevado conmigo allá donde fuera. Por desgracia, el mundo no estaba preparado para aceptar a alguien como Arturo.
De hecho, dudaba mucho que el mundo estuviese preparado para soportar a ningún miembro de la familia, motivo por el cual solo yo había dado el gran paso de mudarme. Pero mi época en Madrid había llegado a su fin, al menos de momento, y volvía a estar en casa.
El minibús de Marcelo me dejó en las afueras del pueblo, en mitad de aquel horripilante bosque de árboles raquíticos de ramas retorcidas, e inicié el camino de regreso a pie. Una travesía campo a través durante la cual cayó la noche y las nubes negras empezaron a descargar una densa lluvia helada.
Una manera estupenda de volver: helada y empapada.
Fantástico.
Llegué de madrugada al pueblo, cansada y congelada. Las luces de las farolas apenas iluminabas con sus suaves haces de luz amarillentos. Una luz mortecina que iluminaba tenuemente los caminos de piedra, recortando contra la noche las esbeltas figuras de los edificios. De día, el Puerto era un paraje sobrecogedor cargado de una belleza tétrica difícil de entender. De noche, era un puto infierno en la tierra.
No me avergüenza admitir que aceleré el paso en el último tramo del trayecto. Corrí por el suelo de piedra, resbalando de vez en cuando en los charcos, hasta alcanzar el enorme edificio de piedra y madera que era el restaurante de las "Tres brujas", el negocio y hogar familiar de los Batet desde hacía generaciones. Corrí a la puerta principal, descubriendo no sin cierta sorpresa que su interior estaba sumido en la oscuridad total, y saqué mis propias llaves. El cartel de las tres niñas brujas ondeaba sobre mi cabeza, emitiendo sus goznes desagradables chirridos. Tocaba engrasarlo. Me sequé la mezcla de sudor y lluvia de la frente, sintiéndome incapaz de encajar la llave en la cerradura, y aguanté la respiración cuando al fin logré abrir.
Una bocanada de olor a cerveza y comida me dio la bienvenida. Di un paso al frente en mitad de la oscuridad reinante... y de entre las mesas surgió una figura larguirucha. Un ser de más de metro ochenta de larga cabellera negra y rostro blanco como la leche que, recién salido de una pesadilla, se abalanzó sobre mí con un grito en la garganta.
Porque él no podía hablar: solo gritaba.
Sentí sus brazos largos y delgados envolverme, y sin necesidad de ahogar un grito de terror al descubrir un tercer ojo en su frente, me dejé vencer por lo inevitable. Nunca, absolutamente jamás, encontraría nada más reconfortante que los abrazos de mi hermano pequeño.
—¡Bianca! —exclamó Arturo con su monstruosa voz—. ¡Pero qué ganas tenía de verte!
—¿Papá? Pero ¿qué dices? ¿Cómo te va a atacar papá? ¿Te has vuelto loca, o qué?
—Totalmente loca, está claro. ¿No habrá sido algún tarado de esos de la capital? Mira que te lo he dicho veces: con esa escarola roja en la cabeza y vestida de negro, vas provocando.
Mi hermano me estaba esperando cuando llegué al restaurante. Aquella misma mañana le había advertido de que iba para allí, y se había pasado todo el día en su antigua habitación, a la zaga. Sus brazos habían sido los primeros en abrazarme, y su alegría la única capaz de calmar la rabia e indignación que me acompañaban. Porque sí, estaba enfadada. Estaba hecha una auténtica furia: tanto que incluso me veía capaz de acabar con mi padre con mis propias manos.
Sería una venganza justa.
Claro que no venía con la idea de matar a mi propia familia. Al menos no al principio.
Los gritos de mi hermano habían alertado a mis hermanas gemelas, Carolina y Adriana, y antes de apenas darme cuenta ya estábamos los cuatro en el salón del restaurante, hablando entre susurros. Yo les había contado lo que había pasado, y ellas, perfectas fotocopias la una de la otra, yo incluida, habían mostrado su total y absoluta incredulidad.
¿Acaso las podía culpar? Gabriel Batet era una buena persona; un hombre maravilloso de sonrisa fácil al que costaba imaginar haciendo nada malo. Era cierto que muchos le consideraban un bocazas, pues esa afición suya de propagar rumores falsos y malmeter no estaba bien vista, pero en general era un buen hombre. Cariñoso con su familia y especialmente atento con sus hijos. No había día en el que no me escribiese al menos una vez al WhatsApp para preguntarme cómo estaba.
Así pues, era normal que desconfiasen de mis palabras. A mí misma me costaba aceptarlo... pero había pasado, lo había vivido, y para demostrárselo, les mostré mis heridas.
—¿Y dices que te llamó fracasada? —Adriana se mostraba especialmente reticente incluso después de ver y palpar las pruebas. Me miraba con aquellos enormes ojos de loca verdes que tanto nos caracterizaban, y la nariz arrugada, como si estuviese perdiendo el juicio—. Vale que te haya apuñalado, pero lo del insulto es poco probable. Con lo mimada que te tiene, dudo que jamás te lo dijese a la cara.
—Sí, eso suena más a mamá —la secundó Carolina con malicia—. Ella no se corta un pelo... pero oye, lo mejor es que salgamos de dudas: preguntémosle. Eso sí, si admite que lo ha intentado, ¿qué vas a hacer? ¿Llamar a la policía?
Los tres clavaron su mirada en mí. Era una gran pregunta, en eso estábamos todos de acuerdo. De ser cierto, lo lógico sería alertar a las autoridades y que tomasen medidas. Lo que habría hecho cualquiera, vaya. Sin embargo, nosotros no éramos una familia al uso. Los Batet Kovaks preferíamos mantenernos alejados de la ley, por lo que mi respuesta era clara.
—Aquí nadie va a llamar a la policía —aseguré—. Primero hablaré con él, y si las cosas se complican...
—Tienes la esperanza de que en realidad no haya sido papá, ¿verdad? —intervino Arturo, cogiéndome la mano. Las manchas blancas que decoraban su piel destacaban especialmente bajo la luz de los focos del restaurante—. De hecho, es que no puede haber otra explicación: ayer estuvo aquí, te lo aseguro. Vino a verme al faro.
—¿Por la noche?
Los tres asintieron, pero su respuesta no fue suficiente para convencerme. Me preparé un café para aplacar los nervios, o quizás alimentarlos más, todo dependería de cómo fuesen las cosas, y pedí a Adriana que despertase a mis padres. Lejos de dudar, ella fue encantada, relamiéndose al imaginar lo que podría llegar a pasar. Y es que, en caso de que mi padre aceptase su intento de asesinato, ¿qué iba a pasar? ¿Cómo reaccionaría? Es más, ¿qué se suponía que deberíamos hacer todos? Conociendo a mi madre, dudaba mucho que fuera a quedarse de brazos cruzados. Y Arturo tampoco. Pero siendo mi padre...
Maldita sea, siendo Gabriel Batet, ¿qué sentido tenía nada de lo que estaba pasando?
La respuesta, por suerte, no se hizo esperar. Mis padres bajaron a los pocos minutos, ambos vestidos con pijamas de pana y las cabelleras rojas alborotadas, y supe la verdad. La supe antes incluso de que él me mirase con cara de desconcierto y asegurase que jamás haría nada parecido. Fue evidente: mi padre, mi querido y venerado padre, no solo se estaba quedando calvo, sino que empezaba a tener muchas canas. Tantas que, sin lugar a duda, no podía ser el mismo que un día atrás había llamado a mi casa con la melena rojo fuego.
Así pues, no había sido él. No solo su aspecto no coincidía, sino que creía en su palabra. Era inocente. Pero entonces, ¿quién era el culpable? ¿Quién había intentado asesinarme?
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