Amor de padre - Capítulo 5

Aquella noche tuve pesadillas.

Pero no pesadillas de las que te olvidas con un par de parpadeos. No. Fueron pesadillas profundas y crueles que me hicieron despertar bañada en sudor y lágrimas.

Pesadillas en las que mi familia era asesinada con crueldad por mi culpa y yo era víctima de dolorosas torturas. Martirios innombrables que sentí en mi propia piel como si lo estuviese viviendo de verdad, y de los que no podía escapar, pues era prisionera del sueño...

Grité como nunca, pero nadie pudo escucharme. Mi cuerpo estaba paralizado, encerrado en aquella prisión onírica que alguien había creado para mí para castigarme. Porque quizás a otra pudiese engañarla, pero a mí no: aquella noche alguien me embrujó. Alguien quiso hacerme pagar por algo, y lo hizo con creces...

No tenía pruebas, pero estaba casi convencida de saber quién era el culpable. Alguien cuyo rostro fue el último antes de irme a dormir.



Era muy pronto, pero mi madre ya estaba despierta. Aquella mañana había madrugado para guardar en la despensa la carga que nos habían traído los proveedores de madrugada. Algo de lo que solían ocuparse junto a mi padre y mis hermanas, pero que aquel día decidió hacer en solitario porque, palabras textuales, estaba "animada".

...

La ayudé a descargar las cajas y repartir su contenido en los distintos cajones y contenedores. Aquella mañana nos habían traído mucha verdura fresca, frutas y varias decenas de latas de conserva. Mejillones y almejas, en su mayoría. También había espárragos, guisantes y atún.

¿Os he dicho ya que mi madre es adicta al atún? Los médicos ya le habían advertido que su consumo indiscriminado podría traerle problemas de envenenamiento de mercurio, pero ella no hacía caso. Tal era su pasión por aquellas latas que había pedido cinco cajas enteras.

—No hace falta que me ayudes si no quieres, Bianca: me apaño yo sola.

—¿Es tu manera de decirme que deje de toquetearlo todo?

—Es mi manera de pedir te que dejes de desordenar, sí.

No llegó a echarme del almacén, pero me obligó a no tocar nada. Ella sabía exactamente dónde iba cada uno de los alimentos y no quería perder el tiempo teniendo que buscarlos porque la inútil de su hija los hubiese puesto mal...

En fin.

Decidí acomodarme en el último escalón de la escalera para contemplar el ir y venir de mi madre. Clara Kovaks era todo lo que cualquiera de nosotras podía llegar a aspirar. Inteligente, fuerte y autosuficiente; pocas mujeres eran capaces de hacer lo que hacía ella sin que le temblasen las piernas. Nos había criado con dureza y disciplina, también algo de amor, pero no mucho, mientras mantenía un restaurante cuyo negocio se hallaba en la cocina. Y ella era la única que la gestionaba, y siempre a las mil maravillas. Porque además de ser una auténtica guerrera, mi madre era buena cocinera. Ni era comprensiva ni cariñosa, a veces incluso se pasaba de brusca, pero era innegable que en su faceta laboral era increíble.

Pero aquella mañana yo necesitaba a mi madre. Era una niña asustada a la que las pesadillas la habían perseguido toda la noche, y quería que me prestara atención. Que me mimara un poco, vaya. Obviamente, no lo conseguí, faltaba más, pero al menos me escuchó cuando me decidí a contarle lo que había pasado.

—¿Un hechizo? ¿No será que te sentó mal la cena, Bianca?

La reducción al absurdo que solía hacer mi madre de mis problemas lograba hacerme sentir muy pequeña. Aquel día, además, me hizo sentir idiota.

—Sé diferenciar una indigestión de una maldición, mamá.

—Pues no hay tanta diferencia, te lo aseguro —exclamó con tranquilidad—. Acabas teniendo sueños horribles en ambos casos... pero bueno, imaginemos que sí, que alguien te ha lanzado un hechizo para que pases una mala noche. ¿Quién crees que lo habría hecho? Porque tus hermanas son unas negadas en la materia, ya lo sabes.

Había cierta burla en su tono que me hacía recordar tiempos mejores. Siendo niñas, las tres habíamos abrazado el culto a la hechicería con los brazos abiertos. Al heredarlo por las dos ramas de la familia, era de esperar que hubiésemos nacido con el don de la hechicería. ¡Qué menos! Pues no. Con el paso del tiempo nuestro talento natural había resultado ser más bien limitado, y solo yo había logrado aprender algunos remedios y pócimas. Mis hermanas, por el contrario, habían sido tan poco receptivas que, llegada a la adolescencia, lo habían olvidado todo. Un desastre.

—Lo sé, lo sé.

—Además, ahora se os ve más unidas, ¿no?

—Supongo que sí...

—¿Entonces?

Siguió cargando cajas, moviendo kilos de naranjas y manzanas de un lado a otro como quien movía plumas. Siendo yo una tirillas, parecía mentira que aquella mujer musculosa y resulta fuera mi madre.

—No creo que hayan sido ellas.

Interesada ante mi respuesta, mamá me miró de reojo, alzando una de sus gruesas cejas del color del fuego. Tenía ojos de depredador.

—¿Insinúas que he sido yo?

La amenaza implícita en la pregunta logró sonrojarme... y asustarme un poquito.

—¡Para nada! ¡En absoluto!

—Entonces crees que ha sido tu padre, claro... porque de Arturito nunca desconfiarías. Él es un cielo. —Sonrió para sí misma, mostrando un ápice de dulzura que solo mi hermano pequeño era capaz de lograr, y siguió con su trabajo—. Así que es eso, ¿no? Crees que ha sido Gabriel.

En otras circunstancias habría dudado si antes de responder. Mis padres se adoraban y protegían el uno al otro de forma prácticamente enfermiza. Eran la pareja perfecta. Sin embargo, dadas las circunstancias, y teniendo en cuenta que hacía más de un mes que dormían separados, decidí lanzarme a la piscina.

—Está muy raro.

—Está un poco raro, sí —admitió—. Pero nada fuera de lo normal. Digamos que está un poco estresado, nada más. Además, si hubiese sido él el de anoche, que lo dudo mucho, en el fondo no tendría por qué sorprenderte. Si sabes que le molesta verte tontear con "Mediaoreja", ¿por qué lo haces? Donde las dan, las toman.

Tragué saliva. En boca de mi madre, la pregunta tenía mucho sentido.

—¿Sinceramente? Quería contratacar. Me dijo cosas horribles hace unos días.

—¿Cosas como que no tienes trabajo y que te estamos manteniendo?

Me miró de reojo con sincera curiosidad. Era una manera cruel de resumirlo, pero sí: había dado en el blanco.

—¿Te lo ha dicho?

—Me lo ha comentado, sí. Digamos que lleva una temporada en la que le molesta todo, pero no le deberíais dar tanta importancia. Se le pasará pronto. Tu padre es un buen hombre, lo sabes. Lleva toda la vida cuidando de todos, no se lo tengas en cuenta. Ni tú ni las dos arpías que tienes por hermanas.

—Pero mamá...

—Te lo pido como favor personal, Bianca. Intentemos que las cosas se calmen, por favor.




No pude decirle que no a mi madre. Ella nunca pedía favores a nadie, y mucho menos a mí, lo que me dejaba entre la espada y la pared. Además, en cierto modo tenía sentido lo que decía. No quería que la batalla absurda padre e hijas fuera a más, así que, si por el bien de todos tenía que rebajar un poco la tensión, lo intentaría...

Por el bien de la familia, supongo.




Me pasé todo el día trabajando en el cementerio, colaborando con los obreros que habíamos contratado para que iniciasen la construcción. Habían calculado que tardarían al menos tres días en instalar el suelo y las paredes y que secase el cemento, por lo que nos lo tomábamos con calma. No había prisas de momento. Eso sí, cuánto más avanzaba la obra, mayores eran mis ganas de trabajar su interior. Y es que, aunque en un principio aquel reto había surgido de pura casualidad, a esas alturas ya me tenía totalmente absorta.

—Va a ser espectacular —me comentó Raúl en tono soñador mientras contemplábamos cómo se juntaba la mezcla de caliza y arcilla con el agua. Poco a poco, la pasta gris iba tomando consistencia.

Raúl vino a visitarme en varias ocasiones durante el día, cuando tenía algo de tiempo libre. Al igual que a mí, al enterrador le apasionaba ver la evolución de la obra, por iniciática que fuera. Ver nacer un edificio desde cero en las entrañas de la tierra era tremendamente atractivo. Pero el deber le llamaba, lo que provocaba que no pudiera estar todo el tiempo que le hubiese gustado. Eso sí, el rato que estábamos juntos la atracción era innegable. Aunque me molestase admitirlo, empezaba a gustarme "Mediaoreja".



Al caer la noche me fui a cenar al faro con mi hermano. Me había pasado el día mandándole WhatsApp para contarle lo que me había pasado, pero él me había estado ignorando vilmente, tratando de castigarme por lo ocurrido con "Mediaoreja". Al igual que le pasaba a mi padre, a Arturo le enfurecía que me besara con Raúl, pero por un motivo muy distinto. Para él era una auténtica ofensa que hubiese decidido fijarme en el enterrador en vez de en su amigo. Irónicamente, lo que mi querido Arturo no sabía, era que, en el fondo, era un halago...

—Se habría quedado, estoy convencido —dijo con rabia—. ¡Estaba loco por ti!

—Pues mejor, ¿no? Si se quiere quedar que lo haga por sí mismo, no por una chica.

—¿Por qué eres así?

Comíamos pizza mientras charlábamos. Le había pedido a mi madre que las preparase en el restaurante, y se las había llevado con toda mi buena voluntad, a sabiendas de que me iba a caer una buena cuando llegara. Mi hermano no dejaba de contestar al móvil a no ser que estuviese muy, muy enfadado. No obstante, me apetecía estar con él. De todos mis hermanos, él era con quien tenía más confianza y, siendo sincera, con quien me lo pasaba mejor. Nunca lo admitiría públicamente, pero me lo pasaba genial fingiendo jugar a la consola en contra de mi voluntad.

—No me des tú la lata también, anda, que no estoy de humor... —me quejé—. Por cierto, ¿qué tal te va tu deporte con papá? ¿Te estás poniendo en forma?

—Al menos ya no me duelen las piernas cuando bajo a la playa —farfulló, plantándole otro mordisco a su porción de pizza—. Pero vamos, que no creo que le dure mucho más la tontería. Ahora le ha dado por mí, pero no creo que tarde demasiado en aburrirse.

Tenía toda la razón. Mi padre solía aburrirse pronto de todo. Una pena que yo no hubiese heredado aquel rasgo, de lo contrario a aquellas alturas ya estaría trabajando en el restaurante, con la vida mínimamente encarrilada... pero no, ahí seguía.

—¿Tú crees que soy un parásito? —pregunté, incapaz de reprimirme. Cogí mi porción de pizza y me acerqué a la ventana, tratando de escapar de la cercanía de mi hermano. Obviamente el alejarme no iba a impedir que me respondiera, pero era mi forma de protegerme. Me asomé para mirar la playa—. Tengo veinticinco, no tengo trabajo fijo y he vuelto a casa ... suena fatal.

Arturo cogió aire antes de responder. Era un chico listo, por lo que buscaría la manera de intentar ofenderme lo mínimo posible. No obstante, sería sincero. Siempre lo había sido...

—Eh, espera un momento... ¿ese no es papá?

Salvado por la campana.








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