Amor de padre - Capítulo 1
Mentiría si dijera que no se me encogió el corazón ante la noticia. En realidad, era magnífica, después de quince años de encierro en el Puerto de los Huesos, trabajando en el cementerio como enterrador, Rodrigo volvía a ser libre. Si quería volver a casa, podría hacerlo, y si no, también. En sus manos estaba qué hacer con su futuro. Y yo me alegraba, claro. Se lo merecía, pero...
Pero tenía miedo de que se fuera.
Sí, suena egoísta: yo misma había pasado muchos años en Madrid viviendo mi vida. A pesar de ello, ahora que había vuelto, aunque fuese de forma temporal, me costaba imaginarme sin él. Porque, aunque no dejaba de ser un amigo de mi hermano, también era importante para mí.
Demasiado importante.
Mierda.
Luché contra el impulso de salir corriendo al cementerio. No quería parecer una lunática, aunque me sintiese como tal, pero ansiaba pedirle explicaciones. ¿Qué iba a ser ahora de él? ¿Se iba a ir? ¿Se iba a quedar? La lógica decía que volvería con su familia, claro, pero quién sabía si no habría algo que le ataría al pueblo...
Me metí en la cocina, donde mi madre cocinaba de muy buen humor a pesar del enorme volumen de trabajo, y me quedé allí el resto de la mañana, espiando a los piratas a través de la ventana de la puerta. Gracias a ello pude darme cuenta de que, además de toda su tripulación, alguien más había vuelto con la capitana Iruña. Alguien que, aunque al principio había confundido con un navegante más, destacaba por encima de todos los demás.
—¿Es ese...? —murmuré.
—¿"Mediaoreja"? ¡El mismo! Ha cambiado, ¿eh? ¡Hasta está guapo!
"Mediaoreja". Solo mi madre podría soltar un apelativo de aquellas características y no parecer una arpía. En mi boca, o en boca de cualquier otro, sonaba horrible, en cambio.
Pero volviendo a lo importante... ¿Quién era "Mediaoreja"? Aunque en ese entonces me costase reconocerlo, pues hacía casi una década que no nos veíamos, Raúl Belmonte, que era su auténtico nombre, era el nieto de la capitana Iruña. Un chico enfermizo que años atrás había pasado una temporada en el Puerto. En ese entonces su apariencia era muy diferente; parecía al borde de la muerte de lo consumido que estaba. De hecho, su abuela lo había dejado un año entero con la esperanza de que mejorase un poco. Sin embargo, se fue tal y como había llegado: blanco, con los ojos hundidos y medio moribundo.
Y sí, con media oreja. La derecha, para ser más exactos.
Diez años después, Raúl se había transformado en un hombre apuesto de tez muy pálida y larga cabellera negra recogida en una coleta baja. Era algo y delgado, con un porte elegante al que le sentaban muy bien los colores ocres que vestía. Ojos de un azul claro cristalino, mandíbula cuadrada, labios rojos... para una mente imaginativa como la mía, Belmonte parecía un vampiro recién escapado de una novela gótica. Pero no lo era, claro.
O al menos eso creía.
En definitiva, estaba muy cambiado... y también muy guapo.
—¿Para qué ha venido? —pregunté, mirándolo sin disimulo. Lo veía beber con elegancia de su copa de vino mientras el resto de los piratas engullían cerveza y gritaban, y parecía fuera de lugar—. Lo daba por muerto. ¿Se ha unido a la Reina Negra?
—¿Acaso le ves pinta de saqueador? —Mi madre sacudió la cabeza con desprecio—. Para nada, es un estirado. Este viene para quedarse. Por lo que he oído, va a ocupar el puesto que deja de Luna en el cementerio.
Cementerio. De Luna. Sustituir.
La noticia me dejó aturdida.
—¿Cómo dices?
—¡Pues lo que oyes! ¿Estás sorda o qué? —Farfulló una maldición—. ¡Pobre Antón! Cambiar a alguien como Rodrigo por ese flojo... no sé cómo pretende cavar fosas con esos bracitos. Aunque es cierto que cuando él vino era también un canijo... en fin, juventud. No paráis de sorprendernos... Por cierto, ¿cuál es tu plan? ¿Vas a ayudar o te vas? Aquí me estorbas.
Me fui.
Salí tan rápido del restaurante que ni tan siquiera tuve tiempo a ver quiénes eran los orangutanes que me chillaban. En lugar de ello atravesé el salón a la carrera, y una vez fuera, me encaminé hacia el camposanto.
Y sí, parecía una lunática.
Para cuando llegué al cementerio y encontré a Rodrigo, ya había logrado calmarme un poco. Seguía alterada y de mal humor, ofendida por descubrir que iba a irse de esa forma, pero quería mostrarme lo más serena posible. Al fin y al cabo, ¿qué otra cosa se podía esperar de mí? No era estúpida, sabía que aquel chico llevaba enamorado de mí toda la vida. Entonces, ¿qué derecho tenía hacer nada o decir nada? De haber querido usar mis armas para que se quedase, lo hubiese hecho, y probablemente lo habría conseguido, pero...
Pero no era lo que quería.
Así pues, traté de mostrarme lo más amistosa y tranquila que pude. Me acerqué al sauce bajo el cual parecía haberse quedado dormido, al lado de la pala, y me agaché a su lado. Tenía el rostro tan tranquilo que no parecía el mismo que un mes atrás había decidido estamparle un taburete a una dibujante. Lo había hecho convencido de que era un androide, pero la falta de pruebas o de indicios era innegable. Había sido una suerte que todo acabase bien.
Un milagro, de hecho. Pero de eso ya hacía demasiado tiempo: lo importante era el ahora.
Me detuve a su lado para observarle. De tan relajado que estaba no parecía ni él. Debía ser la paz de sentirse ya libre lo que le daba aquella aura tan singular.
—Eh, tú, Rodrigo —exclamé a voz en grito, pateándole suavemente las costillas para que despertara—. ¡Arriba, que te has quedado dormido!
Tuve la tentación de bromear con él diciéndole que se le escapaban los muertos, pero no estaba de humor. En el fondo, ni tenía ganas de bromear, ni de ninguna otra cosa que no fuera escuchar que no se iba a ningún lado. Pena que fuese tan complicado.
Me senté a su lado y esperé a que se incorporara. Tardó algo más de lo que hubiese querido, pero teniendo en cuenta el brusco despertar, se le perdonaba. Se levantó con lentitud, como si cargase con el peso del mundo, y parpadeó un par de veces. Después, descubriendo al fin que estábamos hombro con hombro, me dedicó una fugaz sonrisa. Una sonrisa triste.
No necesité más para saber que la decisión estaba tomada. ¿Se me rompió un poco el corazón? Para qué engañarnos: sí.
—¿En serio no ibas a decirme nada? —pregunté con rabia, hundiéndole los nudillos en el deltoides—. ¿¡Ibas a desaparecer sin más!?
—Ni te habrías dado cuenta, mujer.
—Mira que eres...
—¿Estupendo?
Volvimos a mirarnos, esta vez con mayor detenimiento. A nuestro alrededor se había formado el escenario perfecto para una escena de amor: el viento soplaba suavemente, meciendo las ramas de los árboles, mientras que los pájaros cantaban. El sol arrancaba destellos a las lápidas, a las flores y a su rostro. Y a sus ojos.
Y a los míos.
Oh, sí, en cualquier otra película romántica nos habríamos mirado hasta darnos cuenta de lo mucho que nos amábamos y nos habríamos besado. Un beso impresionante, de esos que muestran a cámara lenta.
De esos que dan tanta grima.
Sí, habría sido perfecto: el clímax. En el mundo real, sin embargo, Rodrigo y yo compartimos una mirada llena de complicidad, sí, pero nada más. Como los buenos amigos que éramos, no dijimos nada. No era necesario. Simplemente apoyé la cabeza sobre su hombro y dejamos que el tiempo fluyera.
Con la promesa de despedirnos al día siguiente cuando tomase el autobús que le alejaría para siempre del pueblo y de mi vida, volví al restaurante. Caía ya la tarde y estaba cansada. El rato que había pasado en el cementerio había servido para serenarme, pero no para quitarme la tristeza. Rodrigo volvía a su casa, como era de esperar, y lo iba a hacer antes de que pudiese arrepentirse. Tenía sentimientos encontrados, como todos, con la diferencia de que su relación con su familia durante aquel tiempo había sido inexistente.
Curioso teniendo en cuenta que le permitían llamar por teléfono siempre que quería...
Pero los problemas de Rodrigo y los cerdos de sus padres eran privados y no quise meterme. Al fin y al cabo, al día siguiente viviría el gran momento que llevaba esperando quince años, por lo que no quería influirle en nada. Que fuera feliz con su familia, se lo merecía. Aunque claro, teniendo en cuenta que su familia había sido incapaz de buscarlo durante todo aquel tiempo...
Pero no, no quería meterme.
No debía meterme.
Me tragué mis pensamientos, por turbios y furiosos que fueran, y volví al restaurante. A aquella hora el salón estaba bastante más vacío, aunque mis hermanas seguían sirviendo platos y bebidas bajo las órdenes de mi padre.
Te preguntarás... ¿las ayudé? No, por supuesto que no. A pesar de su insistencia en que debía colaborar en el negocio familiar, yo seguía convencida de que tarde o temprano volvería a Madrid, así que, en lugar de coger un delantal y una bandeja y tomar nota, busqué por la sala alguien con quien sentarme a tomar un café. Me sentía sola y tenía ganas de hablar.
Y sí, había alguien con quien hacerlo.
Alguien que, en ese preciso momento me estaba mirando.
Sonrió cuando me acerqué.
—Empezaba a creer que te habías olvidado de mí... —me saludó Raúl Belmonte. Su voz, antes aguda y aniñada, ahora era muy profunda—. Porque te acuerdas de mí, ¿verdad?
La duda me hizo reír. Le guiñé el ojo, logrando con aquel sencillo gesto que se relajara, y le besé las mejillas cuando se levantó. El muy cabrón se había puesto enorme: casi dos metros de "Media"... digo, de Belmonte.
—Es una sorpresa verte por aquí, Raúl —respondí con inesperada amabilidad—, no te esperaba. Hacía tanto que no sabía nada de ti, que...
—Que me dabas por muerto, ¿no?
No pude disimular lo evidente.
—Ya, bueno, mucha gente lo cree, pero ya ves. —Se encogió de hombros—. Aquí estoy, vivito y coleando. Pero oye, siéntate, anda. Te invito a lo que quieras.
—En realidad debería invitarte yo, ¿no? Es mi restaurante.
Raúl tenía una sonrisa muy bonita. De hecho, todo él había mejorado mucho con los años. Los ojos le brillaban con melancolía, a juego con el resto de su aspecto gótico, pero en general ofrecía muy buena imagen. Además, vestía con ropa cara. Puede que intentase disimularlo con el abrigo, el cual podría haber robado a un mendigo fácilmente, pero se notaba que tenía dinero.
Parecía que la vida le había sonreído.
Mejor, pensé, que al menos alguien sea feliz.
Aproveché que mi padre estaba cerca para pedirle un café. Me sorprendió la mirada cargada de reproche con la que me respondió, pero tampoco le presté demasiada atención. No era propio de él; supuse que estaría cansado.
Esperé a que plantase la taza en la mesa, la cual aún no sé cómo sobrevivió al golpe, y ya de nuevo a solas con Raúl, le miré con detenimiento. Tenía el pelo cuidadosamente colocado sobre las orejas... Presumido.
—¿Entonces es verdad? ¿Has venido para quedarte?
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