Metamorfosis
Relato en colaboración con DanielaCriadoNavarro
«A partir de cierto punto no hay retorno. Ese es el punto que hay que alcanzar».
Franz Kafka
(1883-1924).
Madrid, España
En los días previos a la Noche de Halloween, un detalle tan simple como una pluma blanca puede hacer que te replantees toda tu vida.
La mañana en la granja empezó con una inusual calma. Me encargué de darle de comer a los patos y de retirarle los huevos a las gallinas en tiempo récord. Por suerte, podría llegar al instituto mucho antes de lo planeado para hablar de Hugo con mi amiga Macarena... Era una jornada tranquila hasta que al mirarme el trasero en el espejo —intentaba constatar si mi dieta funcionaba— vi que del omóplato derecho me nacía un plumón blanco como la espuma del mar. E igual de suave que la piel de un bebé.
Resultaba imposible no verlo. Resaltaba contra el pelo castaño oscuro, que me llegaba a la cintura, del mismo modo que una mancha de tinta en un folio nuevo. Así que con dedos vacilantes lo cogí del cálamo y lo extraje de un tirón. El hecho de que me doliese y de que dos gotas de sangre me recorrieran la espalda, me permitieron descartar que esta anomalía fuese una broma de William, mi hermano menor. Comprendí, asustada, que de tanto estar con las aves, ellas me habían transmitido alguna enfermedad desconocida.
Solía leer las noticias a diario y estaba bien informada. ¿No decían, acaso, los investigadores que el coronavirus, causante de la Covid-19, tenía como origen del brote un murciélago? Sospechaba que mi mutación era similar, aunque cuando entraba en el gallinero siempre me ponía por precaución una mascarilla. Quizá ser tan cariñosa —acariciaba a Lucas, mi pato preferido, con las manos desnudas— hubiese determinado que al rascarme la espalda me hubiera contaminado por contacto.
Me apuré a prepararme e incrementé las medidas de seguridad. Es decir, me coloqué un respirador FFP3 —de filtración máxima— y unos guantes de vinilo, pues no deseaba responsabilizarme de que todos los alumnos del Instituto de Educación Secundaria Francisca de Pedraza terminasen cacareando.
Cuando arribé, agarré a Macarena del brazo. La arrastré hasta un rincón del patio y le entregué mi pluma.
—¿Para qué me la das, Lauri? Ya me has regalado más de cien y me he hecho pendientes al por mayor. Aunque tengo que reconocer que ninguna era tan delicada como esta. ¡Gracias, me la quedo!
—No es eso, sino que tengo un problema enorme. ¡¿Puedes creer que me la he quitado de la espalda?!
—No me extraña, llevas tanto tiempo sin depilarte que las raíces del pelo te han quedado así de duras. —Y la señaló mientras lanzaba una carcajada como si la situación fuera algo normal.
Conocía mi oposición radical al afeitado femenino por considerarlo un resabio de la opresión masculina. En mi opinión, la sociedad patriarcal se afanaba por dominarnos a través del vello corporal y así mantenernos ocupadas largas horas con tonterías para que no nos dedicásemos a la política o a otros temas relevantes.
—¡Te lo digo en serio, jolín! ¿Y si es una Covid-20? —Me fastidió que mi colega largara una risotada interminable y que se sujetase el estómago al mismo tiempo como si no pudiese parar de reír.
En el instante en el que —¡al fin!— consiguió hablar, me comentó:
—Tampoco es para tanto, Lauri, le das demasiada importancia a un simple detalle. —Macarena se bajó la mascarilla, y, ante mi desconcierto, olfateó el plumón—. Huele a jabón de rosas que sueles utilizar. No hay duda alguna, es tuya.
—¡¿Pero qué has hecho, inconsciente?! ¿Y si es contagiosa? ¡Ahora podría crecerte una a ti!
—Me atrevo a asegurar que pronto instauraríamos una nueva moda. ¿Te imaginas a todas las chicas pegándose plumas? Por favor, cielo, no le des importancia. Una pluma más o una pluma menos no te convierten en otra persona. Seguirás siendo la mejor de las amigas.
—¡Yo también te adoro, Maca! —La abracé con fuerza—. ¿Pero si me está pasando como a Gregorio Samsa, el protagonista de la obra de Franz Kafka?
—Pues consuélate pensando que un pato es un animal mucho más bonito que una cucaracha. Y combinan genial con tus ojos azules, te darían un toque chic.
—¡Tu optimismo es patológico! —Y no tuve más remedio que desternillarme de la risa.
Sin embargo, a la mañana siguiente comprobé que en el hueco del cálamo anterior despuntaban otros dos plumones. Al parecer se comportaban como las canas porque, según decía mi abuela, si te quitabas una luego te crecían más.
—Sé que lo ves como una catástrofe, Lauri. —Me apaciguó Macarena al reunirnos en el instituto, con su eterna ilusión por lo exótico—. Piensa: ¿y si después te permiten volar? ¡Serías la única persona en el planeta que podría hacerlo!
—E igual me metamorfoseo del todo y empiezo a poner huevos en lugar de dar a luz bebés —le repliqué, muy seria, clavándole la vista—. Además mis gallinas y mis patos no vuelan, solo aletean y se despegan del suelo durante unos segundos.
—Pues podrías planear. Te tiras desde la cima de la montaña, las extiendes y haces de cuenta que son unas alas delta. —Los ojos le brillaban esperanzados—. ¡Ay, me encantaría estar en tu lugar!
—¡Tonterías! Es imposible.
No obstante, una semana después dudé de mi rotunda afirmación cuando miles de plumas me surgían de la piel formando un par de intrincadas alas. Y, encima, las podía mover. Por ahora las disimulaba con la ropa, pero cuando se desarrollaran del todo no podría camuflarlas.
Yo era una aberración propia de los antiguos circos de los horrores, si bien creía que no había punto de comparación con la mujer barbuda ni con la joven de tres pechos ni con las portadoras de gemelos parásitos que les salían del cuerpo. Lo mío —convertirme en la chica pato— era peor. Sabía que Macarena me aceptaría, aunque empezara a poner huevos o comer lombrices directo desde la tierra en los recreos, pero no lo tenía tan claro con mi familia. Mi hermano se burlaría de mi nueva apariencia y mis padres pretenderían esconderme para que los vecinos no murmuraran al verme. La única parte positiva radicaba en que esa noche era Halloween y que no tendría que gastar dinero comprando un disfraz.
Miro la hora en el reloj, son las siete de la noche, no he salido en todo el día de mi cuarto. Me he dado modos para excusarme ante mi familia, pero no sé si podré seguir ocultándoles la verdad. Todo indica que la transformación ha terminado, aún así la sensación de angustia no se va de mi sistema.
Me paro frente al espejo de mi armario, poco a poco he logrado mantener el control sobre mis alas. Sonrío, a pesar de las actuales circunstancias, me veo fabulosa, lo que me da la confianza para asistir a la fiesta de Halloween organizada por una compañera del salón.
Saco del cajón una minifalda blanca y una blusa de tirantes del mismo color, estiro la mano y agarro la aureola dorada que compré días atrás. Sí, este año decidí que me disfrazaría de ángel, lo único con lo que no contaba es que me salieran alas reales. Listo, mi atuendo angelical ha quedado completo. Muero por ver las caras que pondrán todos cuando me vean. Mi amiga Macarena va a flipar, estoy segura.
Bajo las escaleras y encuentro a mi padre revisando unos documentos y a mi hermano viendo una película en el televisor de la sala; mi madre está en la mesa del comedor tejiendo ropa de bebé para unos nietos inexistentes, piensa que con eso nos presionará a Ricardo y a mí para que le demos descendencia. Lo que soy yo, nunca tendré hijos, mi mamá tendrá que conformarse con sus nietos plumíferos.
—Voy a una fiesta de Halloween, regresaré a eso de las once —Les informé. Mis alas se mueven como si tuvieran voluntad propia, la ráfaga atrae la atención de los presentes.
—¿Dónde conseguiste esas alas?, se ven tan reales —preguntó mi hermano.
—Has mandado todos los papeles al piso —gruñó mi padre a quien no le ha hecho gracia el inesperado viento alado.
Mi madre no dice nada, solo mueve la cabeza sin dejar de tejer.
Estoy en un aprieto. ¿Les cuento la verdad? ¿Siquiera me creerán? Suspiro. Al mal paso darle prisa.
—Me han salido alas —señalé a mi espalda—. Son reales, pueden comprobarlo.
El único que se acerca es Ricardo. Revisa detenidamente mis nuevas extremidades y sin previo aviso me arranca unas plumas. Suelto un grito.
—Ten cuidado, tonto, me has lastimado —refunfuño.
—¡Es verdad! ¡Te han salido alas! —exclamó él—. ¿Qué les diré a mis amigos cuando empieces a poner huevos? —se burla de mí como pensé que haría.
—¿Alas? Lo que nos faltaba —dijo mi padre en tono molesto—. Vuelve a tu cuarto, no saldrás hasta que arreglemos esta situación.
—Pasas tanto tiempo con esas aves que seguro te contagiaron algo —afirmó mi madre, viéndome con una expresión censuradora—. Regresa a tu cuarto, mañana veremos qué hacer.
No puedo creer la reacción de mi familia, en lugar de estar preocupados por mí, están molestos por algo que escapa de mis manos. Quieren que me quede en casa solo para evitar las murmuraciones de los vecinos. Me niego.
—Sí, mañana veremos qué hacer —usé las mismas palabras de mi madre—. Me voy a la fiesta de mi amiga Lola. —Hice de oídos sordos a las quejas acerca de mi desobediencia.
La casa de Lola no está muy lejos por lo que voy caminando. Al doblar la esquina un olor fétido me hace arrugar la nariz. Dos indigentes rebuscan entre la basura algo que comer, siento ganas de vomitar. Me compadezco de ellos, espero que en algún momento puedan tener una cena decente.
La casa de mi compañera está decorada de forma espeluznante, sus padres sí que se toman Halloween en serio. Toco el timbre y espero que me abran. Desde aquí puedo oír la música y el bullicio de los invitados. El tiempo pasa y opto por enviarle un mensaje a Macarena, y en menos de un minuto consigo ingresar a la fiesta.
—Lauri, estás hecha todo un pibón —silbó al ver mi disfraz—. ¿Las alas ya se te desarrollaron por completo? —preguntó bajito.
Asiento y su respuesta me descoloca otra vez.
—Ay, Lauri, ¡me encantaría estar en tu lugar! —Los ojos le brillaron.
—Has bebido mucho, no sabes lo que dices —le contradigo—. Ven, vamos a divertirnos. Necesito relajarme. Tuve una discusión con mi familia a causa de mis alas —procedí a contarle los detalles.
Saludo en el camino a varios compañeros, todos me dicen lo hermosa que estoy y lo increíble que es mi disfraz. Rio para mis adentros, si supieran que es auténtico.
—¿Ves? No es una catástrofe que te hayan salido alas. —Macarena me da una palmada cariñosa—. ¡Serás la sensación en todo Madrid y en el mundo entero! —Me guiñó un ojo.
—Ser el centro de atención no es algo que me agrade, pero supongo que deberé acostumbrarme —sonrío.
—¡Esa es la actitud! —celebró Maca, luego me jala del brazo cuando una canción de moda empieza a sonar.
Las horas pasan, Macarena y yo nos la hemos pasado de puta madre. Esta fiesta de Halloween ha sido la mejor de todas, no obstante, tengo que regresar a casa. Debo levantarme temprano para realizar mis quehaceres en la granja.
Me despido de mi amiga y prosigo sola el resto del camino. Miro a mi alrededor, la celebración de Noche de Brujas continúa en las calles y hogares. Decido ir por una vía menos transitada, la distancia es más larga. La verdad es que no me apetece llegar a mi dulce morada tan rápido.
Las hojas de los árboles se agitan con intensidad, un viento helado me hace estremecer. Fricciono mis brazos para darme calor y, al hacerlo, me percato de unas protuberancias en mi piel, de las cuales surgen unas diminutas plumas blancas. Me contemplo con horror. Es el licor que me está provocando visiones, digo para tranquilizarme, mas esto no funciona. Bajo la vista a mis sandalias, los dedos de mis pies empiezan a fusionarse entre sí hasta convertirse en una forma palmeada. Mi cuerpo convulsiona. Grito de dolor por los cambios que estoy experimentando. Mi agonía es tan intensa que pierdo el conocimiento.
Tiempo después abro los ojos, lentamente, aún estoy mareada. Intento moverme, pero no puedo, algo me tiene aprisionada. Escucho voces en la lejanía, voces desconocidas.
—¡Estamos de suerte! —Fue una mujer la que habló—. Hoy cenaremos carne fresca y no sobras de la basura.
—¡Sí, ha sido una suerte encontrar este pato! —respondió el hombre—. ¿Será hembra o macho?
—¿Y eso qué importa? —replicó ella—. ¡Al fin tendremos una cena decente!
El terror me invade... no puede ser que...
Mis ojos se abren de par en par. No es un sueño o visiones producidas por el alcohol...
¡Me he convertido en un pato!
Abro la boca para pedir auxilio y solo consigo largar un graznido. Un profundo miedo me consume hasta el hueso. Me agito con fuerza para romper las cuerdas que me atan. Es inútil. Estoy perdida.
—Tranquilo, pequeño pato, pronto dejarás de luchar por tu vida —rio la indigente mostrando sus dientes amarillentos.
Veo como acerca un cuchillo a mi cuello. Siento el corte en mi piel y la sangre tibia manchar mis plumas níveas.
Es el fin. La muerte se ha cernido sobre mí.
Nota curiosa
Este relato se lo dedica Daniela a Lucas, un personaje de mi novela SBE.
Cuando leí la parte de Dani y vi que incluía patos, pensé: "esto se va a poner feo". Es una historia de terror, así que, algo malo va a pasar jajaja.
¡Dani, gracias por ser mi cómplice, adoré escribir esta historia contigo!
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