Capítulo 40
Aparecí en el extremo opuesto de la biblioteca, frente a la cúpula de protección de un antiguo hechizo cuyas runas rojas, las cuales brillaban sobre la superficie mágica, se habían perdido ya en el tiempo. Se trataba de simbología ostariana muy arcaica a la que pocos tenían acceso en el presente. Por suerte, Dos Vientos sí que la conocía.
Yo la conocía.
El grito de desesperación de Malek Noor al descubrir que sus llamas no me habían devorado resonó por toda la biblioteca. Había creído que podría detenerme, yo misma había tenido la misma intuición, pero en el último instante había logrado escaparme. Sin embargo, aquello no iba a frenarle. El brujo masculló una maldición y convocó con toda su ira el poder de los elementos, convirtiendo la sala en un huracán de energía descontrolada.
Estaba dispuesto a acabar conmigo, llevándose por delante cuanto encontrase a su paso...
Pero Malek Noor había tenido razón en algo. Aunque hasta entonces no me había creído capaz, lo cierto era que tenía conocimientos suficientes como para al menos manipular aquel escudo arcano. De hecho, no era complicado: solo había que saber a qué te enfrentabas. Así pues, en apenas unos segundos, antes de que su poder pudiese fulminarme, borré momentáneamente la runa necesaria para dejarme pasar, y una vez dentro del campo protector, volví a grabarla, utilizando para ello mi propia sangre. Inmediatamente después, todo a mi alrededor estalló en una explosión de magia. Los libros empezaron a arder, la madera se astilló, las ventanas implosionaron... y la estructura empezó a colapsar.
Miles de grietas se apoderaron de las paredes.
De la biblioteca.
De todo.
Iba a morir.
Mientras llenaba la mochila de todos aquellos pergaminos que el escudo arcano había logrado mantener intactos, imaginaba mi final. Había logrado entrar, pero no iba a poder salir. Había logrado recuperar el gran tesoro ostariano, pero no iba a poder salvarlo.
Ni salvaría nuestro legado, ni tampoco a los pretores.
Tampoco a mí misma.
Todos estábamos condenados a morir en aquella tumba de magia y piedra en la que se había convertido la Academia. Unos sin saber qué destino les esperaba; yo condenada a vivirlo.
Condenada a no poder cambiar las cosas.
Recogí hasta el último de los pergaminos, más de un centenar, y me dejé caer en el suelo con mi tesoro bien protegido en la bolsa. Ver aquellas joyas en mi poder me emocionaba. A simple vista se podían confundir con sencillos rollos de papel llenos de simbología cualquiera. No eran especialmente llamativos, ni contaban con filigranas que evidenciaran la gran importancia que poseían. Para mí su valor era infinito. Aquel legado era el reflejo de la lucha y de la historia de Ostara, y ahora que estaba en mi poder, estaba dispuesta a morir con tal de protegerlo...
Me había convertido en su guardiana. Sería durante solo unos minutos, hasta que la muerte me llevase, pero no iba a permitir que Malek Noor me los arrebatase. Aceleraría mi muerte si era necesario: no importaba. Ya había sufrido demasiada gente por su culpa. Había demasiadas vidas destrozadas, ¿y todo por qué? ¿Por una maldición? ¿Por un hechizo que jamás debería haber sido convocado?
Abrí la bolsa y busqué entre los pergaminos el de la Luna Fría. Era complicado identificarlo, todos parecían ser igual, rollos de papel idénticos anudados por un lazo de color negro. Sin embargo, no tardé en descubrir que el de la Luna Fría era diferente. Incluso siendo idéntico en apariencia, tal era el poder que emitía aquel pequeño objeto que sentí que me ardían los dedos de solo cogerlo.
De solo mirarlo...
De solo abrirlo.
Cientos de caracteres aparecieron ante mis ojos, trazando el peor de todos los rituales, y por un breve instante me quedé en blanco. Solo veía simbología arcana que no era capaz de comprender...
Pero solo fue un instante. Después, logrando al fin despejar la mente de todo el horror que me rodeaba, empecé a leer con detenimiento el contenido. Sus instrucciones, su funcionamiento... sus limitaciones. Leí cuanto había descrito a lo largo de todo el hechizo, y tras un instante de reflexión, comprendí que yo también podría haberla convocado. Me habría costado mucha preparación y tiempo, pero incluso sin tener el poder, podría haberlo hecho gracias al lugar donde me encontraba. En aquella sala la magia fluía con tanta violencia que podría haberla usado como vehículo para canalizarlo.
Yo podría haber convocado la Luna Fría.
Es más, ahora mismo podía hacerlo. Tenía el conocimiento y el combustible: lo tenía todo.
Y sin embargo...
Clavé la mirada en la figura de Malek Noor, el cual se hallaba a tan solo unos metros fuera de la cúpula protectora, y vi cómo volvía a alzar las manos, con los dedos envueltos en llamas. Convocó el poder de la magia con toda su furia y la estrelló contra el escudo, tratando de romperlo.
Tratando desesperadamente de sacarme de allí...
Pero ambos sabíamos que no lo iba a conseguir. Mientras siguiese ahí dentro, no iba a poder conmigo...
Me puse en pie, con una idea extraña despertando en mi mente. Le mantuve la mirada, analizando con detenimiento aquella perturbadora ilusión que mi mente estaba trazando, y después volví a mirar el interior de la bolsa.
Sentí que me temblaban las manos de solo imaginarlo... pero teniendo en cuenta las circunstancias, tampoco perdía nada. Iba a morir igualmente, así que, ¿por qué no?
Respiré hondo, tratando de mantener la mente fría, y empecé a abrir los pergaminos uno a uno, en busca de lo que estaba buscando. Tenía que estar en algún lugar, pero era incapaz de encontrarlo fácilmente. No había nada que lo diferenciara.
Aterrorizado ante la visión, pues probablemente había descubierto mis intenciones, Malek Noor redobló la actividad, logrando con ello que parte de la sala empezase a derrumbarse. Las grietas abrieron agujeros en la estructura, y poco a poco todo empezó a venirse abajo, iniciando así la caída de la Academia.
Marcando el principio del fin.
Poco después, encontré el hechizo que buscaba. Había oído hablar de él tiempo atrás, pero al ser un de los menores, jamás había adquirido especial popularidad. A la gente le gustaban los grandes maleficios, esos que podían provocarte pesadillas durante años. Los menores pasaban mucho más desapercibidos a simple vista, pero en realidad eran los que más atención recibían por parte de las Hermandades. Al fin y al cabo, eran los de más fácil ejecución.
Abrí el pergamino con manos nerviosas y estudié su contenido. Era sencillo y rápido de conjurar... pero con un gran poder de destrucción abismal para su víctima.
Aquel que, al otro lado del escudo, comprendió que estaba a punto de suceder algo que no podía controlar. Algo que no iba a poder parar.
Trató de escapar. Vi a Malek Noor alejarse entre los libros en llamas y los escombros de la biblioteca en ruinas en un burdo intento de huida. Por desgracia para él, era demasiado tarde. No iba a dejarle escapar. Interioricé los símbolos que formaban los hechizos, las palabras de poder que lo componían, y cerré los ojos. Acto seguido, siguiendo las indicaciones, tracé las runas mentalmente, extendí los brazos con las manos empapadas en mi propia sangre... y lancé mis palabras al aire... al viento... a la magia.
Aquella magia que fluía por todos los rincones, empapándolo todo de éter.
De poder.
Del gélido toque de la muerte.
Acompañé la última palabra con mi propio aliento, y el hechizo se conjuró al instante, emitiendo un fugaz destello de luz azulada a mi alrededor. La temperatura cayó en picado, y al otro lado del escudo Malek Noor quedó petrificado en mitad de la biblioteca, convertido en una estatua de hielo.
Era su fin.
Agotada, dejé caer el pergamino dentro de la bolsa y volví la vista a mi alrededor. La visión era desmoralizadora. La sala se venía abajo por segundos y la salida aguardaba en el otro extremo. Si quería huir, tendría que atravesarla a la carrera, evitando el derrumbe y el fuego... pero mis piernas ya apenas respondían. Había perdido demasiada sangre. Además, lanzar aquella última maldición me había dejado exhausta. Sentía que la cabeza me iba a explotar, que el cuerpo se iba a desmoronar...
Pero incluso así, al borde de mis fuerzas, tenía que salir.
Tenía que salvar el legado...
Tenía que cumplir con mi promesa.
Cerré los ojos, dedicándome un último instante de descanso, y al abrirlos inicié la huida. Salí del escudo a toda velocidad, saltando por encima de las llamas, la destrucción y las ruinas, y fui recorriendo toda la biblioteca con la certeza de que pronto todo se vendría abajo.
Absolutamente todo.
Lo último que vi antes de abandonar la sala y adentrarme de nuevo en el Velo fue el aro de imágenes que Malek Noor había hechizado. En él ahora solo se veía una panorámica de la última planta de la Academia, allí donde, envueltos por una luminiscencia violácea, el Emperador y Magnus hacían frente al enemigo.
Su imagen fue la última que vi antes de salir.
Antes de que el edificio se viniera abajo.
Antes de que Hésperos cambiase para siempre.
Aquella noche la Academia se derrumbó, convirtiendo la ciudad de Hésperos en un océano de confusión. Yo logré salir pocos minutos antes de que la estructura cayera, y por fortuna no fui la única. Por órdenes del propio Emperador, fueron más de una veintena los pretores que lograron abandonar el edificio antes de su final. Los guerreros salieron, cargando consigo a los compañeros heridos que habían logrado salvar de la destrucción, y presenciaron junto a todos aquellos que habíamos quedado fuera cómo uno de los grandes símbolos de la ciudad caía, dando paso a una semana de profunda e insoportable oscuridad.
Pasé los primeros siete días encerrada en el Hospital General de Hésperos, intentando sobrevivir a unas heridas que la medicina tradicional no podía curar. Probablemente tampoco la mágica, pero no había magi disponibles para comprobarlo. Después de la caída de la Academia, toda la comunidad mágica se encontraba en la zona de ruinas, tratando de localizar supervivientes bajo los escombros.
Tratando de entender qué había pasado.
Durante los primeros días hubo algún que otro milagro. Supervivientes al borde de la muerte a los que sus compañeros lograron localizar antes del terrible desenlace. Parecía que el velo de la oscuridad daba pie a mantener la esperanza. Sin embargo, con la llegada de la luz, la suerte abandonó a los albianos.
Los equipos de rescate lograron salvar a una quincena de pretores heridos, encontraron los cadáveres de veinte magi y recuperaron más de cincuenta fragmentos de Magna Lux de pretores caídos. Pero por mucho que buscaron, no encontraron a las personas que realmente buscaban, y es que, aunque la noticia aún no se había hecho pública, lo cierto era que ni Magnus Voreteon había aparecido... ni tampoco el Emperador.
Quince días después de la caída de la Academia aún seguía en el hospital, con un pronóstico reservado y la certeza de que, si no empezaba a mejorar, iba a morir. Los médicos no entendían qué me estaba pasando, mi cuerpo parecía no querer reaccionar a su medicina, y las esperanzas empezaban a desvanecerse.
Durante aquel tiempo recibí varias visitas de Selyna, la cual estaba viviendo en sus propias carnes la enorme crisis a la que se estaba enfrentando el país. La noticia de la desaparición del Emperador seguía siendo un secreto, pero empezaba a haber rumores. Las noticias alrededor de lo ocurrido con la Academia indicaban que el propio Emperador había formado parte de lo sucedido, y había quién empezaba a preguntarse dónde estaría.
Corven Auren, el hijo mayor de Doric II, tuvo que ponerse al mando. Tres semanas después de lo sucedido, el heredero al trono hizo un breve comunicado en el que se informaba de la desaparición de su padre. También habló de las tareas de búsqueda que se estaban llevando a cabo para intentar localizarlo y de muchas otras acciones de gran envergadura adicionales. El ejército entero estaba volcado en la búsqueda de Doric II... pero las esperanzas de encontrarlo con vida eran casi nulas.
Albia había vuelto a perder uno de sus Emperadores y la población estaba en shock.
Yo misma estaba impactada por lo ocurrido. Por el momento seguía en el hospital, y todo apuntaba a que no iba a pasar de aquella noche. La debilidad me había llevado a mi límite y los médicos ya no sabían qué hacer. Era un caso perdido. Me moría, y lo sabía. Lo sabía en lo más profundo de mi alma. A pesar de ello, no había querido recibir visitas de mis pocos amigos, y mucho menos de mi hermana, a la que recientemente había informado de que había sufrido un «pequeño accidente».
Iba a morir, pero lo iba a hacer con los deberes hechos...
Me satisfacía haber podido entregar a Lessia todo cuanto había podido salvar. Apenas sin poder mantenerme en pie, había acudido a su encuentro en el Palacio Imperial, y sin mediar palabra, le había entregado todos los pergaminos...
Todos a excepción de uno.
Una única maldición que seguía en mi poder y que pronto entregaría a su nuevo dueño.
Y aquella noche, cuando sentía ya el abrazo de la muerte venir a por mí para llevarme, llegó el momento. Dejé caer los dados al suelo y aguardé a que ante mí se abriese por última vez una brecha al Velo. Los cristales se rompieron... y ella acudió a mi encuentro.
Casi un mes después de nuestro último encuentro, Mimosa volvió a mi realidad para recibir el pago a sus servicios. «La Grulla» atravesó el portal con la cabeza alta y las plumas brillantes, tan elegante como de costumbre... y al verme, se quedó de piedra.
—¿Niña...? —murmuró en apenas un hilo de voz.
No había querido pedir su ayuda.
Aunque Selyna me lo había suplicado, había rechazado reclamar el apoyo de Mimosa. En parte porque sabía que no iba a poder ayudarme, la magia que me había herido escapaba de su control, pero también porque, en cierto modo, creía que aquel final era el adecuado.
Era el final que merecía.
Ya no había ningún lugar para mí en aquel mundo. Llevaba casi un año en Albia, y desde que había llegado no había hecho otra cosa que sumar desgracias. No había podido ayudar a nadie, no había podido salvar a nadie, y el peso de tantas muertes me estaba destruyendo.
Mi familia, mi Hermandad, mis amigos... los había perdido a prácticamente todos. Había sido incapaz de mantenerlos a mi lado con tal de luchar por un bien superior, algo que ni tan siquiera había logrado conseguir. Ni había podido avisar a Magnus en la Academia, ni tampoco a los pretores. A la hora de la verdad había decidido anteponer mis intereses como ostariana, y por mi culpa muchos habían muerto.
Demasiados.
Y era para resarcirme de tanto daño provocado por lo que no había decidido llamarla. Porque mientras que yo agonizaba en el hospital, Mimosa colaboraba en las tareas de búsqueda de Magnus y a Doric II por el Velo, y no había querido arrebatarles también aquella última esperanza...
—¿Qué significa esto, Valeria? —acertó a decir Mimosa, acudiendo a mi encuentro con los ojos cargados de horror—. ¿¡Qué significa!? ¿¡Por qué no me has llamado antes!?
—Estabas demasiado ocupada —me limité a decir. Después, haciendo un esfuerzo sobrehumano, recogí el pergamino del cabecero de la cama y se lo entregué—. Sin rencores...
Mimosa tomó el pergamino y lo guardó entre sus plumas, zanjando así mi deuda. Sin embargo, lejos de mostrarse satisfecha, su expresión no varió. Paseó la mirada por mis heridas y, emitiendo un desagradable chasquido con el pico, apartó la sábana con brusquedad, para contemplar en su totalidad todo el daño que mi cuerpo había sufrido.
Lo último que pude ver antes de caer el dulce sueño de la muerte fue su mirada llena de compasión... y de ira.
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