Capítulo 34

El cielo alrededor del Verdis adoptó un tono verdoso cuando me acerqué. Precavida, avancé con precaución, a ras del agua. El oleaje golpeaba con violencia contra la embarcación, formando sifones de agua a su alrededor. A pesar de ello, la nave no se movía: parecía congelada en mitad del océano.

Y de ella surgía una neblina extraña...

Era el barco de mi sueño. Mientras ascendía en vertical frente al mascarón de proa, los recuerdos de la gran tormenta acudían a mi memoria. La noche en la que el Verdis había sido asaltado, el océano había jugado en su contra. El viento y la marea habían arrastrado a la nave a su perdición, arrancándole la vida a todos sus ocupantes. Solo los Voreteon habían logrado salvarse. Y allí estaba lo que había sobrevivido, marcado para siempre, no de forma física, sino espiritual. Mirases donde mirases, el horror estaba grabado en todos sus rincones.

Nada más subir a la nave y pisar su cubierta supe que estaba vacía. La embarcación estaba abandonada, y llevaba así bastante tiempo. Meses, quizás. Y sin embargo...

Y, sin embargo, notaba algo.

Notaba una presencia en su interior. Una fuente de energía infinita que se hallaba en sus entrañas... esperándome...

Agazapada.

Mirándome desde el infinito.

Cogí aire, agradecida de que mi apariencia actual no tuviese rostro, y recorrí la cubierta hasta la torre. En ella había una puerta a través de la cual se podía acceder al habitáculo. Me colé por el hueco de la cerradura en apenas un soplido, una vez dentro, me encontré frente a dos tramos de escaleras. Uno ascendía hasta la cabina de navegación, desde donde el capitán dirigía el barco. El otra descendía a las cubiertas inferiores, allí donde los habitantes del Verdis habían establecido sus hogares en los camarotes.

Respiré hondo, tratando de mantener la mente fría. Estaba nerviosa. Incluso estando en silencio absoluto, me sentía intimidada por el aura de la nave. La fuente de energía estaba cada vez más cerca, notaba su presencia prácticamente susurrándome al oído, y necesitaba verla con mis propios ojos.

Necesitaba ponerle nombre...

Porque, aunque mi sentido común no era capaz de relacionarla con un ser humano, no me cabía la menor duda de que detrás de aquel poder había un nombre. Alguien cuyo odio hacia Albia le había arrastrado a provocar una de las mayores crisis vividas.

Pero quién...quién podría ser. Megara no se había atrevido a dar su identidad, asegurando que era mejor que no lo supiera. Que aquella verdad era demasiado inmensa para poder aceptarla.

Por suerte para todos, el misterio llegaba a su fin.

Inicié el descenso.

Bajé los primeros peldaños, y con cada escalón que avanzaba, mayor era la sensación de estar acercándome a un volcán en plena erupción cuya magia era tan oscura como la noche. Magia corrupta que teñía de una luz purpúrea cuanto la rodeaba, trazando el camino que quería que recorriera...

El camino para nuestro encuentro.

Hasta entonces había creído que había logrado acercarme al barco sin ser vista: que había logrado burlar al enemigo. Tonta de mí: tan pronto bajé, supe la verdad. Si había llegado hasta allí era únicamente porque el Verdis así lo deseaba. Quien fuera que aguardaba en sus profundidades, me estaba atrayendo.

Quería conocerme.

Descendí la escalera en su totalidad, sin detenerme en los pisos intermedios, hasta alcanzar las bodegas. Allí, al final de un largo corredor húmedo y sombrío, me aguardaban las puertas tras las cuales se hallaba mi objetivo.

Me acerqué a la entrada y me asomé, tratando de ver a través del cristal. En la penumbra, entre el mobiliario dispuesto para ordenar los suministros y los depósitos de combustible, no parecía haber nada. Solo una tenue luz púrpura, poco más.

Y sin embargo...

Y sin embargo, estaba ahí, lo sabía.

Me colé nuevamente por la cerradura y, al cruzar el umbral, mi camuflaje desapareció. Volví a ser yo, la misma Valeria Venizia que había viajado al Velo en compañía de Elisabeth Reiner, y ante mí ya no estaba la bodega. Ya no había ni bidones ni cajas: tampoco arcones congelados ni nada parecido a lo que habría podido encontrar en el Verdis.

No había nada relacionado con el barco, porque ya no estaba en él.

Ahora estaba en una biblioteca. Una imponente sala sin final en cuyo interior aguardaban líneas y líneas de estanterías cargadas de libros y pergaminos. El techo era muy alto y la estancia muy luminosa, con grandes ventanales a través de los cuales se veía la noche tormentosa.

No, no era una tormenta lo que azotaba tras el cristal. En realidad, era una ventisca de nieve muy intensa.

No me atreví a acercarme a las ventanas para comprobar a dónde daban: no era necesario. La luz ambarina que se colaba por los cristales era la del escudo protector que cubría toda la ciudad, y las sombras oscuras que enmarcaban el paisaje, los edificios de Hésperos.

Habíamos vuelto a la capital.

Avancé unos pasos por la biblioteca, sintiendo el crujir de la madera bajo mis pies. Nunca había estado en aquel lugar, pero reconocía en los símbolos que decoraban sus paredes el credo albiano. El Sol Invicto, sus rayos, las águilas blancas, los gorriones dorados... las cabezas de león. Sin embargo, no eran aquellos símbolos los que me inquietaban. Era la mezcla con otros tantos de origen arcano y mágico los que despertaban en mí una sensación extraña.

Irónicamente, aunque no había pisado jamás aquel lugar, sabía dónde estaba. Por alguna extraña razón, me hallaba en la Academia de Hésperos, el hogar de los magi...

El hogar de Megara.

Pasé por debajo de varios arcos antes de adentrarme en uno de tantos pasillos. Las estanterías se alzaban hasta el techo, allí donde un bello mural de tonos azulados mostraba los inicios de Albia, con los primeros pretores luchando junto al Sol Invicto.

Qué bien nos habría ido un poco de esa luz solar...

Pronto descubrí que me había perdido. No sabía qué buscaba y los pasillos eran tan parecidos, y a la vez tan diferentes, que me vi atrapada en un océano de libros sin salida aparente. Iba y venía desorientada, guiándome únicamente por el techo. Muy a mi pesar, la imagen que usaba de guía estaba cambiando, con las tinieblas estaban apoderándose del mundo y los pretores sumiéndose en la confusión. La imagen del Sol Invicto se estaba emborronando, y en su lugar estaba surgiendo una figura sombría, envuelta en una luz purpúrea.

Una luz como la que poco a poco estaba sustituyendo a la dorada de las ventanas...

Una luz que pronto se apoderó de cuanto me rodeaba.

De entre los libros surgió una neblina blanca de la que intenté huir. Retomé la marcha, adentrándome aún más en la biblioteca, hasta al fin alcanzar su corazón, allí donde, entre mesas de estudio, me pareció ver un único foco de luz dorada encendido. Corrí a su alcance, queriendo pensar que incluso allí aún el Sol Invicto tenía algo de poder, y al llegar descubrí que en realidad se trataba de una llama dorada, la cual levitaba sobre un pedestal de piedra.

Pero no estaba sola.

A su lado aguardaba una figura andrógina cuya mano se mantenía pegada a la luz, mientras que el resto del cuerpo yacía prisionero de las sombras. Su rostro tenía múltiples caras, pero sus ropas eran inequívocas. En ellas estaban todos los colores y símbolos de la Academia de magia de Albia.

Él era la Academia.

Permanecí unos segundos mirándolo, tratando de entender lo que estaba viendo, hasta que la figura captó mi presencia. Su rostro se volvió entonces hacia mí, me miró con fijeza... y aunque por un instante creí ver un destello de miedo en ellos, toda la biblioteca reaccionó expulsándome de la sala. La niebla se abalanzó sobre mí, y con la violencia de un huracán, me lanzó hasta el otro extremo, estrellando mi cuerpo contra las estanterías.

Contra el mobiliario.

Contra la luz violeta.

Caía al suelo enterrada en libros. Al incorporarme, cientos de ellos cayeron sobre mí, enterrándome viva en su conocimiento y poder. Sentí su peso inmovilizarme contra el suelo, tratando de arrancarme el aire de los pulmones. La oscuridad se hizo absoluta, la presión insoportable y por un instante, creí que iba a morir.

Pero me negué a ello.

Obligándome a mí misma a sobrevivir, mi cuerpo estalló. Me transformé en partículas incorpóreas, y consciente de que me jugaba la vida, me apresuré a escapar entre los huecos que había entre los libros, transformada en una suave brisa. Me alcé sobre la tormenta de conocimiento y recorrí la biblioteca a toda velocidad, hasta lograr salir de aquella trampa.



Buceaba por el océano a ciegas.

Tal era mi miedo que no podía pensar en otra cosa que no fuese huir. Debía regresar con Mimosa y con Elisabeth, y compartir con ellos la terrible visión que había descubierto... pero desconocía cómo hacerlo estando perdida en mitad de la nada.

Además, sentía en la nuca la mirada del enemigo. Sabía que intentaría por todos los medios impedir que compartiera su secreto, por lo que no miraba atrás. Buceaba con todas mis fuerzas, sin atreverme a comprobar si estaba a la zaga. Pero lo estaba, estaba convencida. Él era el culpable del terror abrasador que tanto me destruía las entrañas.

Ahora entendía a Megara cuando decía que no podía compartir conmigo su identidad: que jamás podría creerlo. Había sido necesario verlo con mis propios ojos para entenderlo. Mi gran duda era, ¿me creerían los demás?

El miedo y las dudas apenas me dejaban pensar con claridad. De haber sido albiana, seguramente me habría ido con el corazón hecho trizas. Siendo ostariana, por suerte, la herida no era tan profunda. Estaba muy impactada, pero más por lo que significaba aquella visión que por lo que realmente era. Por primera vez en mi vida, creía estar haciendo frente a una revelación, a un cambio histórico, y me costaba asimilarlo.

Es más, me horrorizaba tener que asimilarlo.

Pero no me quedaba otra alternativa: era tarde para lamentarse.

Seguí avanzando sin cesar, dejando una estela de angustia a mi paso, hasta localizar en la distancia una playa. No había ni rastro de ningún puerto, ni tampoco de civilización, pero al menos me serviría para dejar el océano. Recorrí los últimos metros apenas sin aliento, y alcanzada la costa, volví a mi cuerpo. Mis pies se hundieron en la arena, sentí el agotamiento colapsar mi cuerpo y caí fulminada.



Unas horas después, o puede que días, desperté.

Abrí los ojos y ante mí apareció un cielo totalmente azul. Estaba tendida en la arena, allí donde me había derrumbado, con las piernas enterradas y el sol calentándome la piel. Me palpitaba el cuerpo de cansancio y dolor. La herida del vientre me ardía, y aunque no había rastro de ella en mi piel, la sentía más viva que nunca.

Me incorporé. Me hubiese encantado haber despertado a salvo, hundida entre cojines y tapada con una sábana, pero lo cierto es que nadie había venido a por mí. Me encontraba en la misma isla desierta en la que había perdido la conciencia, y tenía que volver.

Al menos, me dije, estaba algo más descansada. Además, si el enemigo no me había encontrado ya, probablemente no fuese a hacerlo. ¿Sería posible que hubiese escapado? Me había esforzado en ello, pero tenía mis dudas. Lo más probable era que ni tan siquiera hubiese intentado perseguirme. ¿Significaba eso entonces que quería que le descubriésemos?

¿Quería que hiciera pública su identidad?

Aquellas preguntas me martilleaban el cerebro mientras me adentraba en la isla en busca de algún árbol bajo el que cobijarme. El sol quemaba. Me senté a los pies de uno especialmente alto y me di unos minutos para pensar.

Estaba perdida. Tenía que volver con Mimosa, pero no tenía la menor idea de cómo hacerlo. Hasta entonces me había bastado con tirar unos dados para que ella acudiese a mi encuentro, pero allí no sabía cómo contactar.

Miré al horizonte, allí donde el océano se perdía, y me pregunté qué podría hacer.

Pasé un buen rato dándole vueltas hasta que al fin un pensamiento perturbador despertó en mi mente. En mitad de toda aquella debacle, no podía evitar preguntarme cómo estaría Oleq. A aquellas alturas ya debía haberse dado cuenta de mi ausencia y era probable que estuviese preocupado. Quizás debería haberle avisado.

Quizás.

Pero conociéndole, habría querido venir y eso habría sido problemático. No porque no fuera a cumplir bien con su cometido: estaba convencida de que Reiner habría sido un guardaespaldas espléndido. El problema, en realidad, era yo. Oleq se había convertido en alguien demasiado importante para mí como para ponerle en aquella tesitura. Me importaba, le quería más de lo que hasta entonces había querido admitir, y me angustiaba el pensar que quizás no iba a poder volver a verlo.

El pensar que quizás no lograría volver...

Estúpida.

Estúpida, estúpida, estúpida.

Me obligué a mí misma a ponerme en pie. Empezaba a dejarme vencer por el agotamiento físico y mental, y eso era peligroso. No podía permitirlo. Volví al borde de la playa y busqué entre la arena dos piedras. Las limpié en el agua, las soplé para insuflarles mi aliento y volví a la zona boscosa. Si algo había aprendido a lo largo de todos aquellos años con Mimosa era que mi querido dios era capaz de todo.

—Pues ahora es tu momento de demostrarlo, amigo —susurré.

Y sin más, lancé las dos piedras al suelo. Rodaron muchos metros, demasiados para la fuerza que había empleado, y no se detuvieron hasta chocar con uno de los troncos.

Respiré hondo, sintiendo que el corazón se me volvía a acelerar, y me acerqué a comprobar el resultado. Me agaché a su lado y...

Nada.

Seguían siendo dos piedras. Dos malditas piedras.

Lancé una sonora maldición.

—¡Y una mierda! —me dije—. ¡Maldita sea, trabajas para mí! ¿¡Me oyes!? ¡Trabajas para mí! ¡Ven aquí ahora mismo! ¡Te lo ordeno, maldito pájaro!

Recogí las piedras y repetí la operación una vez.

Y otra vez.

Y otra.

Lo hice durante minutos... durante horas... durante días...

Hasta que al fin alguien acudió a mi llamada.






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