Capítulo 31
La vi a través de la ventana.
Ella no era consciente, pero la veía tumbada en la cama, con los brazos cruzados tras la nuca. Taladraba el techo con sus profundos ojos oscuros. Era de noche, nevaba intensamente y ella estaba atrapada.
Estaba encerrada.
Se sentía inútil.
No necesitaba leer su mente para saber que estaba luchando consigo misma para no intentar escapar y unirse a la defensa de Herrengarde. No era un día para permanecer en la retaguardia: ella, una de las mejores pretores de la Casa de las Espadas, debía estar al frente de la ciudad, luchando por sus ciudadanos.
Luchando como siempre había hecho.
Pero no.
No podía seguir rompiendo reglas. Vermanian le había hecho jurar que obedecería a cambio de un futuro prometedor en Herrengarde cuando la liberasen, y no quería fallarle. No quería traicionar su confianza.
En el fondo, Vermanian se había portado demasiado bien con ella. No podía fallar...
Pero, aunque no pudiese participar, era incapaz de dormir. Era de madrugada, pero seguía con los ojos muy abiertos, y daba por sentado que pasaría el resto de la Luna Fría igual. La conciencia le impedía descansar...
Respiré hondo. Estaba a punto de romper el cristal que nos separaba y adentrarme en su habitación, y temía su reacción. Elisabeth Reiner era una guerrera temible: si quería matarme, no necesitaba más que un parpadeo para conseguirlo. Y siendo la situación que era, era de suponer que reaccionaría de forma violenta cuando entrase. Se calmaría al reconocerme... pero no tenía claro que fuese a brindarme el tiempo necesario.
Volví a respirar hondo. Me hubiese encantado poder avisarla, pero no me quedaba otra que arriesgarme. Después de atravesar el portal que Magnus había creado para mí, no me quedaba otra opción que seguir avanzando.
Me marqué una cuenta atrás antes de romper el cristal. Tenía el presentimiento de que iba a matarme de un puñetazo... y no me falló la intuición del todo. Tan pronto me adentré en su habitación, Reiner se abalanzó sobre mí a la velocidad de la luz. Sentí su férrea mano cogerme del cuello y, como si de un muñeco de trapo me tratase, me alzó en vilo, para estamparme contra los cristales rotos. Vi el brillo furibundo de sus ojos ante mí, cargados de violencia... y durante el escaso segundo que tardó en reconocerme, creí que iba a morir.
La presión en mi cuello era tal que estaba a punto de partirme los huesos...
Pero por suerte, Elisabeth me reconoció, y tal y como me había cogido, me soltó, devolviéndome no solo el aire a los pulmones, sino también la vida.
Tardé unos segundos en reaccionar. En la oscuridad casi total de su habitación costaba pensar con claridad, y más después de su bienvenida.
—¿Valeria? —preguntó con perplejidad—. ¿Qué se supone que haces tú aquí, Valeria?
Me froté el cuello allí donde la presión de sus dedos me había dejado la piel roja. No iba a tardar en ponerse morada.
—Te necesito —acerté a decir, apenas sin voz—. Necesito que alguien me acompañe al Velo, y...
—¿Al Velo? —Parecía sinceramente perpleja—. ¿De qué hablas, Venizia?
—Es una historia muy larga, si quieres te la cuento de camino, pero en resumen: vamos a detener la maldición.
—¿Vamos? ¿A quién incluye ese vamos? ¿Tú y yo?
Y a Magnus Voreteon, pensé, pero preferí no mencionarlo. Elisabeth llevaba demasiado tiempo desconectada de lo que estaba sucediendo como para soltarle toda aquella información de golpe. Para ella Magnus Voreteon seguía siendo el culpable de lo ocurrido, así que mejor que por el momento guardase silencio.
—Si decides acompañarme, sí. Sabemos que el brujo que ha convocado la maldición se halla en un barco llamado Verdis, en las capas más profundas del Velo. Para poder enfrentarle, necesitamos conocer su ubicación exacta... ¿y qué mejor momento para descubrirlo que ahora que todas las miradas están fijas en Albia?
—¿El Emperador está informado sobre la operación?
La duda me delató.
—No tiene ni idea, claro. Esto te lo has montado tú por tu cuenta.
No pude más que encogerme de hombros.
—Algo así.
—Y pretendes meterte de cabeza en el infierno para dar con ese barco.
Asentí. Por alguna extraña razón, en su boca todo sonaba mucho más disparatado de lo que realmente era.
—¿Alguien sabe algo de tu plan?
—Hay alguien, sí.
—¿Oleq lo sabe?
Fruncí el ceño con desagrado. Todo había pasado tan rápido y él había estado tan ocupado que no le había hecho saber nada sobre mis inquietudes...
Claro que, siendo sincera, tampoco se lo habría contado de haber podido. Conociéndolo, habría sido capaz de intentar detenerme.
—Está demasiado ocupado.
—¿Y Auren? ¿Ella lo sabe?
—¿Selyna? —Negué con la cabeza—. No. Acompáñame y te lo explicaré todo, te lo prometo. Nunca he estado en el Velo, pero sé que, si alguien puede protegerme de los horrores que se ocultan en su interior, esa eres tú.
Elisabeth arqueó una ceja, adoptando una expresión suspicaz. Me miró con los ojos entrecerrados durante unos segundos, momento en el que mis miedos me llevaron a preguntarme si no me habría equivocado al elegirla...
Pero no lo había hecho, por supuesto. Si había alguien dispuesto a cualquier cosa para proteger su patria, esa era Elisabeth Reiner.
—No sé en qué lío me vas a meter, pero estoy convencida de que seré más útil contigo que aquí encerrada. Eso sí, antes de dejarte ir a ningún lado, tienes que explicarme qué ha pasado: no te va a ir de dos minutos, créeme. Vamos. —Señaló la cama con el mentón—. Siéntate y ponme al día mientras me visto.
El reencuentro con Elisabeth me trajo serenidad. Hasta entonces me había estado moviendo entre arenas movedizas, yendo de un lado a otro sin tener claro un plan a seguir. Nos habíamos dejado llevar por corazonadas y presentimientos, y aunque el resultado había sido positivo, echaba de menos la seguridad que alguien como ella podía darte. Porque, aunque estuviésemos a punto de dar el mayor salto al vacío de nuestras vidas, sabía que mientras estuviese a mi lado, todo iría bien.
Pero, aunque la tuviese a ella, no perdía de vista lo que estábamos a punto de hacer. Jamás había pisado el Velo, y desconocía qué nos podía aguardar en él.
Si me basaba en las enseñanzas de mi padre, estábamos a punto de adentrarnos en un mundo onírico en el que todo era posible. A él le gustaba verlo como una realidad reflejo de la nuestra donde las limitaciones físicas y temporales no existían. Era un lugar peligroso, pero no por su naturaleza, sino por sus habitantes. En el Velo aguardaba una mezcla de almas perdidas y de seres sobrenaturales cuyas intenciones variaban enormemente dentro del abanico de posibilidades.
En definitiva, el Velo era todo un desafío en sí mismo: una esfera que ansiaba conocer, pero únicamente cuando llegase el momento adecuado.
La muerte.
Pero nosotras no teníamos tanto tiempo, teníamos que actuar con premura, y para ello no nos quedaba otra que lanzarnos de pleno a la aventura.
Ya preparada con su uniforme y sus armas, puesto que en aquella «prisión» le habían permitido llevarse consigo su cuchillo y su espada ceremonial, nos dispusimos a iniciar la travesía. Lancé mis dados metálicos al suelo y, cuando Mimosa acudió a mi llamada, le transmití mi deseo sin mostrar duda alguna.
—¿Al Velo? —repitió con sorpresa—. ¿Estás segura? No te veo preparada.
—Dudo estarlo jamás.
—Probablemente, nadie está nunca preparado. Sin embargo, tu caso es aún peor, ni tan siquiera estás recuperada de tu aventurilla en Throndall. ¿Qué te hace pensar que vas a sobrevivir?
Mi respuesta se limitó en señalar a Elisabeth con el mentón. «La grulla» le dedicó una mirada divertida, encontrando en el semblante serio de la pretor un buen motivo para lanzar una carcajada, y negó con la cabeza.
—No es de su supervivencia de la que dudo, niña humana. Apuesto una pluma a que esa pretor es capaz de burlar a la muerte con los ojos cerrados.
—Y no te equivocas, «grulla». Por suerte para Valeria, me voy a encargar de su supervivencia. Me auto declaro su guardaespaldas.
—¿Y puedo saber por qué?
Para mi sorpresa, Elisabeth tenía la respuesta preparada. O al menos esa fue la sensación que me dio. Habló con tanta contundencia que se me formó un nudo en el estómago.
—Porque, aunque no deje de repetir una y otra vez que no es albiana, se comporta como tal. Y yo apoyo a los que luchan por mi país. Al fin y al cabo, he jurado mi vida a mi patria. Además, me cae bien. Es un poco extraña y a veces su comportamiento es inaceptable, pero me cae bien. Me parece interesante. Tiene agallas. Y sí, está desvalida: incluso sin decírmelo, yo también he notado que se encoge un poco al caminar. Esa herida, de la cual no me ha hablado, por cierto, no está cerrada. A pesar de ello, está decidida a hacer frente al Velo y eso la convierte en alguien admirable. Quiero apoyarla. Y si a todos esos motivos, que no son pocos, le sumas a que es la novia de mi hijo, la respuesta es clara: la voy a proteger porque es alguien importante para mí. Somos familia.
Satisfecha, Mimosa me dedicó una mirada chispeante, seguramente por los motivos absurdos que tanto la divertían, y desvió la atención hacia la pared donde estaba la puerta. Con una simple sacudida de cabeza logró que se dibujase una grieta en su superficie, desde el suelo al techo, de cuyo sombrío interior empezó a salir una neblina purpurea.
Sentí un escalofrío recorrerme toda la columna al sentir su frío tacto alcanzarme la piel. Elisabeth y yo intercambiamos una rápida mirada y la pretor se puso al frente.
Se dispuso a atravesarla.
—¿Dónde te crees que vas, humana? —intervino Mimosa, adelantándose—. En mi casa, yo soy la anfitriona y, por lo tanto, yo marco las normas... detrás de mí y calladitas: no quiero que arméis escándalo.
Elisabeth y yo volvimos a mirarnos, desconcertadas ante la inesperada respuesta de Mimosa, pero obedecimos. Bajo ningún concepto había imaginado la posibilidad de que ella viniera, pero dadas las circunstancias, daba las gracias por ello. Nadie mejor que «la grulla» para darnos la bienvenida al otro lado de la realidad.
Frío.
Lo primero que sentí al cruzar el portal fue un frío insoportable que se calaba en los huesos como agujas envenenadas. El cielo era blanco, al igual que el suelo, el cual se mostraba cubierto de arena blanca como la sal. Parecía que estuviésemos en mitad de una estepa, pero lo cierto era que nos encontrábamos en pleno desierto, rodeados de dunas.
Un desierto helado.
Crucé los brazos sobre el pecho, notando mi temperatura corporal caer a plomo. A mi lado estaba Elisabeth, cuya mirada analizaba cuanto nos rodeaba con cautela. Estaba en posición de defensa, con el cuchillo en la mano. Y junto a ella, con las plumas transformadas en un grueso abrigo blanco y negro y el pico dorado convertido en una corta melena rubia, se encontraba Mimosa.
La Mimosa del Velo.
—¡Bienvenidas a mi maravillosa vida! —exclamó con voz varonil.
En aquella realidad, Mimosa era un hombre de mediana edad de profundos ojos azules y rostro cincelado. Era alto y fuerte, con un evidente magnetismo animal que resultaba desconcertante. Físicamente se daba un aire a Oleq, aunque era innegable que había un toque sobrenatural en su belleza que lo hacía aún más atractivo.
Era un maldito faro de perfección en mitad de aquel escenario blanco.
Mimosa me miró y me guiñó el ojo, gesto con el que logró no solo sonrojarme, sino también acelerarme el pulso. Seguía siendo tan provocadora como de costumbre, con la diferencia de que, mientras que con su aspecto aviar no lograba despertar ciertas emociones en mí, con aquella apariencia me tenía totalmente subyugada.
—Eh, pajarraco, relájate —exclamó Elisabeth al ver el modo en el que el avatar me miraba. Tenía en la cara una sonrisa pétrea—. Acabas de perder todo el encanto.
—¿No te gusta mi cara, humana?
Reiner sacudió la cabeza con desdén.
—Mejor no respondo... en fin, ¿dónde se supone que estamos?
—Cerca de mi casa. Os la mostraría, pero no quiero que conozcáis su ubicación... al menos hoy. Quién sabe si en el futuro os invito. Por el momento, os basta saber con que nos hallamos cerca del Mar de Lavanda, donde mueren todos los ríos del Velo. Si lo que buscáis es un barco, no me cabe la menor duda de que no hay mejor lugar que el Mar para dar con su rastro. A su alrededor se ha creado una pequeña ciudad donde se vende la información a buen precio.
—¿Y con qué moneda se paga en el Velo? —preguntó Elisabeth con inquietud—. ¿Cómo funcionan las cosas aquí?
—Tranquila, humana: siempre hay formas de pagar. La niña bien lo sabe. Ahora, señoritas, si son tan amables...
Mimosa alzó la mano enguantada y chasqueó los dedos, provocando con aquel simple gesto que ante nosotras se materializasen dos motos de nieve. Se quitó el abrigo, el cual depositó cariñosamente sobre mis hombros, y me invitó a que me subiera con él.
—No te haces a la idea de lo grato que me resulta verte con mis auténticos ojos. Si te vieras como te veo yo, entenderías lo fascinante que eres. El Velo te sienta muy bien.
—Mimosa...
—Hablo en serio.
—Hablas demasiado —intervino Reiner con desagrado—. Estás muy, pero que muy tonto.
Por el bien y equilibrio mental de todos, opté por montar con Elisabeth. La pretor cogió firmemente los mandos de la moto, me sujeté a su cintura y, emitiendo un potente estallido, los motores arrancaron y salimos despedidas, iniciando así nuestro viaje.
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