Capítulo 3

«La grulla» les fascinó. Su visión era tan gloriosa, con aquellas enormes alas blancas y negras, las garras largas y afiladas y el pico dorado, que no había nadie que pudiera resistirse a sus encantos.

La Mimosa, que era como le gustaba que la llamasen, era uno de los avatares más imponentes que había conocido. Nuestra relación comercial se extendía a catorce años, y por el momento ninguna de las dos tenía intención de buscar sustituta. Nos entendíamos, sabíamos cuánto podíamos conseguir de la otra, y las cosas nos iban bien.

Bastante bien.

—Estamos en Hésperos, Mimosa —expliqué, volviendo a sentarme junto a una estupefacta Elisabeth Reiner—. En una base militar de la Casa de las Dagas.

—Espadas —corrigió Lucretia a cierta distancia—. La Casa de las Espadas.

«La grulla» miró a su alrededor, dedicándole un breve instante a cada uno de los presentes, y se acercó un par de zancadas a nuestra mesa. Miró una de las sillas, valorando el tomar asiento, y decidió mantenerse de pie.

Correspondió a la mirada de la Centurión.

—Así que Hésperos, ¿eh? Al final has aceptado: buena decisión —dijo con tono gentil. Parecía contenta—. ¿Y dónde está el viejo? ¿Ya te lo has quitado de encima?

—Estaba ocupado.

—Mejor, no me gusta. ¿A ti te gusta?

Reiner parpadeó con rapidez antes de responder. Se había quedado tan fascinada con la aparición que le estaba costando reaccionar.

—¿A quién se refiere? —preguntó con cautela.

—El viejo, ¡el viejo!

Para hacer más hincapié en el término con el que se refería a Bastian Megara, «la grulla» sacudió las alas, haciendo revolotear mi cabello oscuro. El de Reiner, en cambio, bien sujeto como estaba en una coleta, no se movió un ápice.

—Megara —aclaró también Lucretia. Parecía la traductora.

—Ah, el magus... —comprendió, cruzándose de brazos—. Lo cierto es que no siento excesiva simpatía por los miembros de la Academia, no voy a mentir. Somos muy diferentes.

—Sin contar que vuestro Emperador ahora los prefiere a ellos antes que a vosotros, ¿no? —exclamó Mimosa con malicia—. Los rumores llegan hasta el Velo, hermana.

Profundamente intrigada ante lo que aquella ave espectral podía decirle, Reiner pidió a su ayudante que sacara al resto de pretores de la cantina. La celebración había sido muy entretenida, y era probable muchos de ellos hubiesen deseado continuarla, pero los planes de la Centurión eran muy diferentes. Sorprendido, el ayudante titubeó, pero no tardó en obedecer. Al parecer, Reiner era de las que no daban opción a la duda.

Ya a solas, con la única compañía de Mimosa y Lucretia, la Centurión vació su cerveza.

—Me resultas fascinante —confesó—. En otros tiempos tu aparición hubiese provocado el caos entre mis hombres, pero como bien dices, Albia ha cambiado con Doric II. A mi señor, como el gran magus que es, le apasiona la magia, y se ha encargado de extender sus límites hasta el infinito.

—Lo sabemos: las sombras del Velo se aprovechan de ello —admitió Mimosa, pensativa—. Cuanta más magia, más grietas, y hay muchos que están ansiosos por entrar... pero supongo que ese cambio os beneficia. Al fin y al cabo, es por ello por lo que los agentes de las Espadas están instalados en las capitales: protegéis a la ciudadanía como en otros tiempos habría hecho la Casa del Invierno.

—Estás bien informada, es innegable —se limitó a decir Reiner.

—Me cuesta reconocer Hésperos —reflexionó Mimosa—. En mis años de vida solo era un poblado romano, y vosotros, pretores, no habíais ni nacido. Para cuando decidieron daros vuestra estrella yo ya viajaba por nuevos senderos de la realidad, pero admito que fue una época emocionante. Incluso desde lejos, disfrutaba con las hazañas de vuestra Albia... porque otra cosa no, pero tenéis buenas historias los albianos. Asegúrate de que te cuentan alguna, niña humana.

Tardé unos segundos en responder. Cuando Mimosa hablaba del pasado del mundo costaba no perderse en el océano de sueños que había sido la realidad.

—Estoy convencida de que lo harán.

—Hésperos me interesa, ¿cuánto tiempo piensas pasar en la ciudad?

—Poco, así que, si necesitas algo de mí, no tardes en avisarme.

—No lo haré.

Mimosa extendió las alas en su totalidad y estiró el cuello, tensionando los músculos. A veces, cuando pasaba mucho tiempo sin materializarse, se le entumecían, decía.

—En fin, niñas humanas, me encantaría poder quedarme más rato con vosotras, pero estoy ocupada. Confío en que pronto volveremos a vernos: me encanta que me inviten a sitios tan apasionantes como la ciudad eterna.

«La grulla» agachó la cabeza a modo de despedida, y tal y como había llegado se retiró, dejando a Reiner estupefacta. La reacción en Lucretia no era tan evidente, ella ya la había conocido anteriormente, pero incluso así no podía evitar seguir sonriendo cada vez que la veía.

Aquel pájaro era encantador.

—¡Impresionante! —escupió Reiner tras servirse una nueva jarra de cerveza y darle un buen sorbo. Seguía impactada—. Había oído algo sobre los avatares de los Dioses del Sueño, pero jamás imaginé poder ver a uno en persona.

—En Ostara nos gustan los buenos negocios —dije, depositando mi copa de vino ya vacía en la mesa—. Mi padre me presentó a Mimosa cuando era una adolescente y desde el primer día tuvimos muy buena sintonía. Es muy afable y curiosa, le encanta relacionarse con los humanos, pero es complicado cerrar un acuerdo con ella. Tuve que demostrar mucho para que llegara a confiar en mí.

—¿Te puso a prueba? —quiso saber, intrigada—. ¿Qué clase de peticiones te hace? Al fin y al cabo, es un dios, ¿acaso hay algo que quiera que no pueda tener con un chasquido?

Su interés logró acabar de cautivarme: definitivamente Elisabeth Reiner me caía bien.

Me resultaba cómico su nivel de desinformación. En Ostara todos los habitantes sabían sobre el trueque entre humanos y Dioses menores desde la más tierna infancia. En Albia, en cambio, el sistema educativo tenía ciertas carencias básicas. Aquellos hombres habían pasado tantos siglos concentrados en expandirse y conquistar el mundo que ni tan siquiera se habían molestado en indagar un poco su realidad. Por suerte, con Doric II y su padre, Maximilian, las cosas estaban cambiando.

—Es curioso cómo se repiten las conversaciones —dije, incapaz de reprimir una carcajada—. Hace diez años mantuve esta misma conversación con cierto anciano que apareció en mi bosque...

—Pero yo soy mucho más interesante, créeme —aseguró Reiner con diversión—. Vamos, ¡cuéntamelo todo!




Desde niña me habían enseñado en la Hermandad que no teníamos que escondernos. Aunque el origen de nuestro poder surgiera de una alianza que en otros tiempos habría levantado suspicacias, en los tiempos que corrían era envidiada. Eran muchos los magi y mundanos que intentaban conseguir su apoyo a cambio de grandes sacrificios. Por desgracia para ellos, los avatares no negociaban con cualquiera. Por muchas ofrendas que les hicieran, solo los guardianes teníamos acceso a los secretos que tanto anhelaban conseguir.

Porque, aunque muchos quisieran creerlo, no éramos como los demás; los miembros de Dos Vientos éramos únicos, y aquella noche Elisabeth Reiner comprendió el motivo.




A la mañana siguiente me desperté algo tarde, agotada después de dos noches de celebración. Había podido descansar unas cuantas horas seguidas, algo que agradecía, pero no lo suficiente como para sentirme renovada. Sin embargo, para aquella jornada no tenía planes, por lo que confiaba poder relajarme y descansar un poco más.

Ilusa.

Tras unas cuantas horas de conversación, Lucretia me había acompañado a la habitación que me habían reservado en segunda planta de la base, una pequeña estancia en la que solo había una cama y un armario vacío. El baño, por suerte, no estaba demasiado lejos. Eso sí, era compartido, algo que me resultaba de lo más desagradable. No estaba acostumbrada a compartir mi intimidad con nadie, y mucho menos mi ducha...

Tuve suerte de que a aquella hora no hubiese nadie cuando fui a asearme. Aproveché la soledad para pasar varios minutos bajo el chorro de agua helada y cambiarme sin prisas. Después, ya más humanizada, bajé a la primera planta, donde en la misma cantina del día anterior servían desayunos. Cogí una bandeja del montón, pasé por la barra para que llenasen los huecos con distintos alimentos y bebidas, y me acomodé en una de las mesas del fondo, para poder visualizar bien el salón.

Pena que no hubiese prácticamente nadie.

Empecé a comer, estudiando con detenimiento el desayuno. Los albianos no parecían conocer el concepto equilibrio en sus comidas. Se les podía excusar al suponer que aquella dieta estaba diseñada para un nivel de ejercicio físico muy alto como bien podía ser el de los pretores, pero incluso así me parecía excesivo. Demasiado calórico y azucarado. Ahora bien, el café estaba mejor que el ostariano, lógico teniendo en cuenta que era de origen Lameliard. La fruta era dulce, con una textura excesivamente pastosa para mi gusto, y los cereales...

Los cereales estaban bien. Bastante bien, de hecho.

Mastiqué con detenimiento, analizando al detalle hasta el último ingrediente que componía el desayuno más copioso que había comido en mi vida, y me bebí el zumo de melocotón. Después, ya llena, alejé un poco la bandeja y saqué mi teléfono móvil. No estaba acostumbrada a usarlo, en Caelí no había cobertura, pero me lo había traído para poder moverme por Hésperos. Por primera vez en mi vida estaba dispuesta a utilizar un callejero...

Me interrumpieron. Alguien pronunció mi apellido mal y, al apartar la vista del teléfono, descubrí ante mí a un pretor de uniforme rojo y cabeza afeitada. Diría que era el triste de la noche anterior, aunque no estaba demasiado segura.

Esperé a que repitiera mi apellido para corregirle.

—Venizia —aclaré—. Con «z», no con «s».

—Eh... sí, lo que digas —respondió, dejando a la vista unas paletas muy separadas—. Necesito que me acompañes, la Centurión te llama.

—¿A mí? ¿Por?

El pretor me guio hasta una de las salas de la segunda planta, un despacho de tamaño medio en cuyo interior, alrededor de una amplia mesa cuadrangular, aguardaban varias personas, todas conocidas. Reiner era la que llevaba la voz cantante, y por el modo en el que fruncía el ceño, parecía preocupada. Con ella estaban los Lucano, que guardaban silencio, y por último el ayudante de la Centurión cuyo nombre no conocía aún.

El tipo de los dientes separados se retiró cerrando la puerta, sin mediar palabra.

La tensión empezó a ponerme nerviosa.

—¿Qué pasa?

Los cuatro se volvieron hacia mí.

—Esta mañana han contactado con nosotros de la Academia —empezó Elisabeth—. Megara había sido convocado por Palacio para asistir esta misma mañana a una reunión de alta importancia, de ahí a su precipitado regreso. Sin embargo, no ha aparecido.

—¿Cómo? —pregunté con confusión—. ¿No se ha presentado?

—Peor aún: ha desaparecido. No se sabe ni cómo ni cuándo, pero todo apunta a que entró en su habitación y no ha vuelto a salir. —Reiner respiró hondo—. No hay ni rastro de él. Sus compañeros han entrado en su búsqueda, pero no había nadie. Es como si se hubiese esfumado.

Perpleja ante la inesperada noticia, parpadeé un par de veces, tratando de asimilar que el tranquilo y amigable anciano con el que había pasado tanto tiempo había desaparecido en un abrir y cerrar de ojos.

Increíble.

—Nos confirmas entonces que ni sabes nada sobre su paradero ni de lo que le ha pasado, ¿verdad, Valeria? —inquirió Baelin.

—En absoluto, estuve aquí, con vosotros, ¿cómo lo iba a saber? No entiendo, ¿se me acusa de algo acaso?

Si en algún momento había habido la más mínima sombra de duda, que no lo creo, se evaporó con mi respuesta. La realidad era evidente, había estado con ellos toda la noche. Además, ¿qué interés podría tener yo en que aquel anciano desapareciera? Para mí no tenía valor alguno. Insisto, para mí. En Albia, por lo visto, Bastian Megara era respetado y muy valorado... o al menos eso había asegurado durante una década.

—¿Y no será que alguien se lo ha llevado? —pregunté ante el silencio de los presentes. Todos parecían perdidos en sus propios pensamientos—. Se supone que era alguien importante.

—Menos de lo que él cree, pero sí, es importante —admitió Elisabeth—. Y sí, es posible que haya alguien detrás de su desaparición: es más, estoy convencida. Dudo enormemente que se haya ido por voluntad propia. —Respiró hondo—. Lucanos, me acompañaréis a la Academia para ver si nos dejan echar un vistazo. Desde el momento en el que puso un pie en la ciudad quedamos libres de su protección, pero no quiero que pueda llegar a salpicarnos. Además, lleváis diez años con él, quizás veáis algo que el resto no notamos.

Ambos asintieron a la vez, con su habitual coordinación. Además de mellizos, a veces tenía la sensación de que eran dos versiones de la misma persona.

—Por otro lado, Megara no volvió sin un buen motivo. Como ya he dicho, fue convocado por la Familia Real, y parece que es por una urgencia médica. Desconozco los detalles. Sea como fuera, el magus se ha pasado diez años aprendiendo de ti y tu Hermandad, así que doy por sentado que compartís gran parte de vuestros conocimientos. Es por ello por lo que no me queda otra opción que pedírtelo de forma personal, Valeria: ayúdanos. No sé qué esperaban del viejo, pero apuesto a que tú podrás ofrecérselo. ¿Puedo contar contigo?

Todos fijaron su mirada en mí, atentos a mi respuesta. Daba por sentado que no sabían qué iba a decir, puesto que mi lealtad no era precisamente hacia Albia. De hecho, mi lealtad era solo para mi propia Hermandad, de ahí a que la duda fuera comprensible. No obstante, como ya había mencionado con anterioridad, era una mujer de negocios y nunca rechazaba la posibilidad de ampliar la cartera de clientes.

Así pues, iba a ayudar. Es más, quería hacerlo, y es que, en contra de lo que jamás habría podido imaginar, los albianos empezaban a caerme bien.

—Puedes contar conmigo —confirmé, logrando con ello arrancarle una sonrisa sincera—. Luego te pasaré la factura, eso sí.

—Apuesto a que podremos llegar a un acuerdo lógico teniendo en cuenta que te estamos dando cama y comida —replicó con rapidez. Seguidamente, recuperando la severidad, volvió la mirada hacia su asistente—. Oleq, te encargas. Ya he avisado a Alekseeva, os están esperando. Mantenme informada. Y tú, Venizia, si lo de anoche va en serio y no fueron solo fuegos artificiales, creo que todos te vamos a deber un gran favor. No nos falles.




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