Capítulo 23

Galeem no existía.

Incluso antes de llegar a las coordenadas, mientras recorríamos la lengua de tierra al final de la cual se encontraba nuestro destino, lo imaginaba. Habrían estado demasiado expuestos, con franjas de agua a ambos lados y sin un ápice de altura con la que defenderse.

No. Galeem no se podía encontrar en aquel lugar...

Al menos no de la forma tradicional.

Dejamos el coche a cierta distancia, para recorrer la zona a pie. Aquella mañana el oleaje estaba especialmente revuelto, con las aguas oscuras y el cielo encapotado. Sospechaba que era el clima habitual de la zona, aunque no lo sabía con certeza. Teniendo en cuenta que había esperado encontrarme todo el paraje helado, ya no sabía qué pensar.

Deambulamos por la zona, hundiendo los pies en la arena. Se trataba de una extensión de terreno amplia, con playas doradas. La franja central estaba despejada, lo que me hacía sospechar que había habido intervención humana.

—Pues una de dos, o los ostarianos han mentido, o algo falla —comentó Oleq, plantado frente al océano. Miraba la inmensidad de las aguas con los ojos iluminados—. Qué sitio tan increíble.

Si no fuera por el frío, hubiese coincidido con él. Todo cuanto nos rodeaba era tan bello y con unas dimensiones tan descomunales que resultaba complicado no sentirse embriagado. Sin embargo, se notaba el cambio de temperatura. Quizás él no lo notase en exceso gracias a su condición de pretor, pero yo estaba congelada bajo el abrigo.

—Es un sitio especial, sí... —admití. Me agaché a su lado para hundir la mano en la arena. Su tacto era especialmente rasposo—. No me extraña que haya sido el escenario del nacimiento de un dios: incluso yo noto la energía.

—¿Energía? ¿Qué energía?

Era complicado describirlo, pero había cierta fuerza en aquel lugar que lo hacía único. Yo lo percibía como algo parecido a una descarga eléctrica, como un cosquilleo bajo la piel, pero sabía que era algo diferente. Era una sensación parecida a cuando Mimosa hacía acto de presencia y se rompía la realidad, aunque mucho más sutil.

—No sabría decirte, simplemente lo noto —resumí, prefiriendo no complicar la explicación. No era necesario, por mucho que lo intentase, un albiano jamás podría percibir el mundo del mismo modo que un ostariano.

Oleq me miró con curiosidad. Después, me imitó. Hundió la mano en la arena y frotó los dedos, tratando de entender en qué me basaba. Conociéndole, quería pensar que su objetivo era aprender, pero lo cierto era que su naturaleza albiana le hacía lo suficientemente desconfiado como para querer comprobarlo por sus propios ojos.

—¿Me explicas eso del nacimiento de un dios? Hablamos de dioses del Velo, ¿no?

—Exacto, de seres como Mimosa. Y para tu tranquilidad, no es algo habitual —respondí, incorporándome—. La muerte y resurrección de los dioses es un constante, sus almas vienen y van en todo momento. Están en continua transformación. Sin embargo, no suelen hacerlo en esta realidad. Las pocas veces que sucede es porque se trata de una deidad nueva cuya forma inicial es humana, y créeme eso es muy, muy inusual. Puede que algún magus haya trascendido, o que algún ritual chamánico haya captado la atención de algún ente del Velo y se les haya ido de las manos. No lo sé. La cuestión es que es un hecho único, de ahí a que no me sorprende que la comunidad entera se trasladase aquí.

Mis palabras dieron respuesta a alguna de sus dudas, pero el misterio seguía sin resolverse. Galeem seguía desaparecido, y a no ser que hiciésemos algo más imaginativo para hallar a la comunidad ostariana, íbamos a volver a la ciudad con las manos vacías.

La gran duda era, ¿el qué?

Saqué del bolsillo de la chaqueta mis dados metálicos y los froté entre manos. Después, empleando la playa como tablero, los lancé al suelo, donde rodaron varias veces antes de detenerse. Un seis y un dos.

Una suave brisa marina nos acarició el rostro como aviso de su inminente llegada...

Y en apenas un abrir de ojos, «la grulla» ya estaba con nosotros, marcando el suelo con sus zarpas y moviendo las plumas al viento. Apareció junto a Oleq, emitiendo un potente estallido de cristales con el que logró no solo ponerlo alerta, sino también arrancarle un grito de lo más inocente.

Un grito que le devolvió el buen humor.

—¡Definitivamente, me encanta tu humano, niña! —exclamó con diversión, acercándose a la orilla para hundir el pico dorado en el agua—. ¡Qué gusto volver aquí! Cuando era aún humana, este océano solía teñirse de la sangre de los guerreros que morían en él. Era uno de los mejores campos de batalla... y veo que las cosas no han cambiado tanto como algunos creen. El agua ya no está teñida de rojo, pero aún se nota el sabor de la muerte.

Mimosa aprovechó la fascinación que despertaba en Oleq para narrar por enésima vez una de tantas historietas. Durante aquellos años las había escuchado todas, tanto las reales como las que se había inventado. Sin embargo, la de esa mañana era nueva para mí. Nunca habíamos estado tan al norte, por lo que no había tenido la ocasión de hablarnos de los enfrentamientos entre humanos y dioses del Velo de sus primeros años de vida inmortal.

—¿Y dices que en los glaciales hay dioses? —resumió Oleq con sorpresa—. ¿Y por qué allí? Está muy lejos, ¿no? Pasado el océano.

—Porque hasta allí no llega el Sol Invicto —confesó Mimosa—. Él siempre con sus humanos, posicionándose de su lado... a veces tenía la sensación de que se olvidaba quiénes éramos sus auténticos hermanos.

—¿Sus auténticos hermanos? —tartamudeó Oleq con perplejidad—. Pero...

—No digas esas cosas delante de un albiano si no quieres que le explote el cerebro, Mimosa —advertí con diversión—. Es su dios, ¿recuerdas?

«La grulla» escuchó con atención la poca información que teníamos sobre Galeem. Ella compartía la misma sensación que yo de que se trataba de un lugar de poder, aunque de una forma distinta. Mientras que a mí me ofrecía una sensación agradable, ella se mostraba visiblemente inquieta ante la energía que emitía aquel lugar. No sabía exactamente el motivo, pero había algo que le incomodaba.

Era como si oliera mal, decía.

La dejé estudiar la zona durante un rato. Mimosa no era experta en rastreo ni en la localización de lugares, ni muchísimo menos, pero conocía lo suficiente el mundo como para poder intuir qué estaba pasando. Desde mi óptica todo se resumía a encontrar la forma de acceder. Ella, sin embargo, tenía otra visión. Coincidía en que Galeem estaba ubicado en aquellas coordenadas, pero no tenía claro que estuviese oculto.

Ella, simple y llanamente, creía que el problema era que nosotros no podíamos verlo.

Siguió deambulando por la zona un rato más, hundiendo las patas en el agua tímidamente. La temperatura era atroz... al menos en gran parte de la costa.

En cierto momento, estando justo al final de la lengua de tierra, metidas las patas en el oleaje, allí donde la marea era especialmente fiera, nos llamó. Ambos nos acercamos, y siguiendo sus instrucciones, comprobamos la temperatura del agua. Para sorpresa de ambos, ni estaba fría, ni caliente: sencillamente, no estaba.

Era una ilusión óptica.

Oleq y yo intercambiamos una mirada cargada de sorpresa ante el fenómeno y rápidamente nos adentramos en la no agua, encontrando arena bajo nuestros pies. Nos adentramos paso a paso en el océano, dejando atrás la lengua de tierra, hasta descubrir qué aguardaba entre el oleaje.




El pequeño pueblo pesquero de Galeem se encontraba a dos kilómetros de la costa, envuelto por una agradable neblina que lo mantenía aislado de la realidad. Se trataba de un bello lugar de casas de colores en cuyas cuidadas calles de piedra se respiraba un ambiente muy relajado. Los balcones estaban llenos de flores y filigranas, y en la playa había distintos muelles que conectaban con el puerto. Un lugar de ensueño cuya paz estaba a punto de verse gravemente dañada.

Guiada por la curiosidad, Mimosa nos acompañó en nuestra visita, provocando con su mera presencia que la inquietud se apoderase de sus habitantes. Para tranquilizarlos les saludaba en ostariano, tratando de demostrar así mis orígenes, pero incluso así se notaba su preocupación.

Lógico, por otro lado, al fin y al cabo, vivían aislados.

Avanzamos por el pueblo con paso ligero, plenamente conscientes de que éramos el centro de todas las miradas, hasta alcanzar la línea de costa, allí donde nos detuvimos para contemplar las distintas embarcaciones que había en el puerto. Entre las aguas había otras tantas, todos barcos pesqueros que faenaban desde primera hora de la mañana.

Permanecimos un rato observando el hermoso paisaje, sintiendo el aumento de los rumores a nuestro alrededor, hasta que al fin establecimos contacto. Uno de los habitantes se acercó a nosotros, un hombre de mediana edad y barba bastante poblada, y sin dejar de vigilar a Mimosa, nos saludó.

—¿Sois ostarianos? Me han dicho que habláis nuestro idioma.

—Yo sí. Él es albiano, y ella... bueno, ella digamos que también habla nuestro idioma. Colabora conmigo.

—Ya me imagino... —El hombre se esforzó por mantener la sonrisa. Se le notaba muy tenso—. Hace mucho tiempo que no recibimos visita. ¿Buscáis a alguien, o...? ¿Es posible que os envíe Mihail...?

—¿Mihail? —repetí, y negué con la cabeza—. No nos envía nadie, me temo. Es un poco complicado. Venimos buscando a alguien, sí, pero...

—Buscamos a los Voreteon —sentenció Mimosa por mí, dedicándole una mirada gélida—. Mi compañera es de Dos Vientos, está buscando la hermandad perdida, y tenemos indicios de que pueden hallarse aquí. ¿Estamos en lo cierto? Y antes de que ni tan siquiera lo intentes, te recomiendo que no mientas, humano: no querrás enfadar a un dios.

La violencia verbal de «la grulla» despertó el miedo en el hombre, que retrocedió en el acto. Me dedicó una mirada acusadora, probablemente culpándome de haber traído a Mimosa a su tranquilo pueblo, y sacudió la cabeza.

—Será mejor que habléis con la señora Dress.




Nataliya Dress había sido la líder de la comunidad ostariana antes y durante el traslado, y como pronto descubriríamos, treinta años después seguía estando al mando del pueblo. Mucho más mayor, con el pelo blanco escaso y el rostro arrugado, la alcaldesa de Galeem dirigía el pueblo desde el faro, un imponente edificio blanco construido junto al océano desde donde se iluminaba la costa las noches de peor temporal.

No fuimos bien recibidos. Antes incluso de entrar en el despacho donde Nataliya se encontraba, los agentes que colaboraban con ella nos miraron con desconfianza. Habían vivido demasiado tranquilos como para hacer frente a nuestra inesperada llegada. Y no es que nosotros fuésemos problemáticos, no me gustaba verme como tal, pero la presencia de Mimosa entorpecía todo.

Me pregunté en qué momento me habría vuelto una amenaza. Los miembros de Dos Vientos habíamos nacido para ayudar a la gente, no para despertar el miedo.

—Ha habido ocasiones en las que algún despistado nos ha descubierto. Gente que se mete en la orilla y que, al notar la ausencia de agua, empiezan a avanzar. No es algo demasiado común, hay que estar loco para bañarte en las tierras del norte, pero alguno ha habido.

—¿Y qué ha pasado con esos «locos»? ¿Los devuelven a Vikkler?

—No suelen quedarse demasiado. Creen que es un pueblo fantasma, como los de las leyendas.

Nataliya era una mujer sencilla con un talante severo a la que no intimidaba la presencia de Mimosa. Sabía perfectamente cuál era su naturaleza, y lo que era aún más importante, cómo funcionaban los acuerdos entre miembros de las hermandades y los dioses como ella. Mientras no hubiese una petición expresa por parte del humano, no tendría motivo alguno para mostrarse agresiva con nadie.

Siempre y cuando no fuera ese su deseo expreso, claro.

Pero los dioses no actuaban así. Nataliya lo sabía, y yo, después de tantos años de relación con ella, también.

—Pero vuestra llegada aquí no ha sido casual —resumió, cruzando las manos sobre la mesa. Manos fuertes y callosas consecuencia de una vida de trabajo continuo—. No sois los primeros que venís tras los Voreteon. En otros tiempos las preguntas eran mucho más continuas, ahora están muy espaciadas en el tiempo. Pero incluso así de vez en cuando se producen y mi respuesta es siempre la misma: nunca han formado parte de la comunidad.

—Pero los conoce.

Aunque en otros tiempos habría negado conocer aquel apellido, ahora no tenía sentido. Había ya demasiadas voces que hablaban de la antigua hermandad como para seguir intentando mantener el secreto.

—Ellos mismos revelaron su existencia cuando Voreteon dio a conocer a sus hijos al rey Gunnar. Hasta entonces éramos pocos los que sabíamos su ubicación.

—Están en un barco, ¿verdad? Toda la hermandad se halla a bordo de un barco negro.

Dress no lo negó, lo que me sirvió para afirmar lo que ya sospechaba. Aunque los Voreteon no formasen parte de la comunidad ostariana, sí que tenían contacto. Probablemente cuando viniesen a recoger suministros, o al menos a pisar tierra. Era lógico pensar que eligieran aquel puerto como seguro.

—¿Cada cuánto pasan por aquí? —pregunté, intercambiando una fugaz mirada con Mimosa. Oleq, el pobre, se mantenía en un segundo plano, sin entender una palabra del idioma—. ¿Cuándo fue la última vez que los vieron?

—¿Qué te hace pensar que pasan por aquí? —replicó Dress con una sonrisa fría en los labios—. No hay ninguna prueba de ello.

—La lógica. Si sabe de su existencia es porque ha tratado directamente con ellos. Sé cómo funcionan las Ordenes, yo misma formo parte de una, y si los Voreteon no querían que nadie supiese de ellos, lo habrían conseguido como hasta ahora. De hecho, usted es la primera persona con la que hablo que no titubea al mencionarlos. —Hice un alto—. Y aunque imagino que ha guardado el secreto hasta ahora, es de vital importancia que los encontremos. No sé si sabe lo que está pasando en Albia, pero...

—¡Magnus no es el culpable!

La vehemencia de aquellas palabras me dejó boquiabierta. Creo incluso que Oleq las entendió, pues noté cómo todos sus músculos se tensaban a mi lado. Me miró con los ojos muy abiertos, gesto que la propia Mimosa repitió.

Respiré hondo antes de responder. Necesitaba concentrarme más que nunca.

—Lo es —respondí con determinación—, lo he visto con mis propios ojos... y es por ello por lo que necesitamos llegar hasta él: tiene que detener la maldición antes de que destruya Albia. Ha puesto en una situación límite a todo el país.

—Algo he oído —aseguró la mujer, cruzándose de brazos—, pero mi respuesta sigue siendo la misma: no es él, te lo aseguro. Desconozco de dónde saldrá esa acusación, pero no es posible. Magnus es una buena persona, jamás haría algo así.

Me preocupaba que se cerrase tanto en banda. Ante mí estaba la persona clave para dar con el paradero del brujo causante de la Luna Fría, y tenía la sensación de que iba a ser complicado sacarla de su encierro. Era innegable que sabía de qué le estaba hablando, pero su negativa a creer en la evidencia me inquietaba.

Replanteé la situación.

—¿Por qué está tan convencida de que no es él? —pregunté, tratando de leer en sus reacciones algo más allá de lo que decían sus labios—. Lo he visto con mis propios ojos.

—Si realmente has visto a Magnus Voreteon al mando de esa maldición, me temo que tus ojos te engañan, ostariana. No es posible.

—¿Y por qué no es posible? ¿En qué se basa?

La mujer endureció la expresión.

—¿Te envía el Emperador albiano?

La pregunta me dejó desconcertada. Siendo yo una ostariana, jamás habría imaginado que nadie pudiese llegar a relacionarme con Doric Auren. Sin embargo, en cierto modo era comprensible. Si bien no venía en su nombre, sí que era su causa la que intentaba defender.

—No —aseguré—. No formo parte del imperio albiano.

—Y, sin embargo, te acompaña uno de ellos.

Nataliya dedicó una fugaz mirada a Oleq, al que el gesto incomodó.

—No vengo en nombre de Albia —insistí—, pero quiero ayudar. Todos queremos ayudar: la Luna Fría estaba bajo el protectorado de Ostara. Si ahora ha recaído sobre un país vecino, parte de la responsabilidad es nuestra también, por haberlo permitido.

—Habla por ti, Valeria Venizia: yo no me siento responsable en absoluto. Desconozco qué ha sucedido, pero te puedo asegurar que Magnus no está detrás de ello.

Tanto convencimiento empezó a hacerme dudar. Estudié con atención a la mujer durante unos segundos, sin dar con nada que pudiera hacerme sospechar que mentía. Una de dos, o sabía una verdad que nosotros desconocíamos, o alguien la había engañado. Voreteon, por lógica. Pero ¿qué podría haberle dicho para que se mostrase tan reticente?

Tenía que haber algo más...

—Magnus está aquí, ¿verdad? —comprendí.

Un destello revelador en la mirada la delató. Dress trató de desviar la atención volviéndose hacia la ventana, pero ya era demasiado tarde: la había descubierto.

—¡Dónde está Voreteon! —exigió saber Mimosa, endureciendo el tono.

Sentí que la ansiedad empezaba a apoderarse de mi respiración.

—Nataliya, por favor, necesitamos hablar con él: tiene que detener la maldición.

—Os estáis equivocando de persona... —repitió con agotamiento.

—¿Es posible que esté muerto? —intervino de pronto Oleq.

Hizo la pregunta en albiano, pero todos la entendimos. Incluso la propia Nataliya, cuyo conocimiento del idioma albiano era dudoso, supo a lo que se refería... y su expresión sombría lo dijo todo.

El pretor parecía haber acertado.

—Dame tu palabra de que en cuanto sepáis la verdad le dejaréis en paz. ¡Limpiaréis su nombre y no volveréis a usarlo en vano! —exigió la mujer, clavando la mirada en mí—. ¡Dame tu palabra de honor, o jamás sabréis la verdad!

—¿Qué le habéis hecho? —murmuré con inquietud al verla ponerse en pie. De repente su rostro se había cubierto de sombras—. ¿Qué le ha pasado?

—Júralo y te lo contaré todo.





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