Capítulo 2
Los albianos no fingieron sorpresa cuando me uní a ellos. Al parecer, estaban convencidos de que lo haría desde el principio. Algo muy llamativo teniendo en cuenta que conocían perfectamente mi punto de vista de la vida, pero que respondía al habitual egocentrismo de los albianos. Siempre querían llevar la razón, y si no la tenían, se lo inventaban...
Habría que comprobar si aquella actitud se extendía a todas sus gentes.
Nos trasladamos hasta la ciudad más cercana a Caelí, Dorotia, donde el piloto nos aguardaba en su avión privado. Una nave de última generación talosiana en cuya bodega cargaba mucho más que nuestro equipaje.
—Fingiré no haber olido eso —comentó Megara tras arrugar la nariz.
Todos lo fingimos, incluido el propio capitán, al que llevar a albianos a bordo le resultaba muy divertido. Al fin y al cabo, se decía que los ostarianos éramos los paletos, pero los magníficos albianos tenían miedo a volar... ¿irónico?
Cuanto más cerca del Sol Invicto mejor, ¿no?
Ver para creer.
Caída la noche aterrizamos en una pista privada situada a cien kilómetros de la capital. Por el momento estaba sobrellevando bien el viaje, el paisaje que se divisaba desde la ventanilla me había dejado ver grandes parajes verdes y marrones salpicados de pequeños núcleos urbanos. Una imagen agradable. No obstante, a partir de aquel punto sabía que las cosas iban a cambiar. Albia poseía enormes ciudades donde se aglomeraba la mayor parte de su ciudadanía, con Hésperos a la cabeza. Y era precisamente hacia la gran capital del imperio solar hacia donde nos dirigíamos: la ciudad que se decía que era el estandarte de aquella sociedad...
Era una de las pocas personas de Gea a la que no le emocionaba visitar aquel lugar. Convertida en el sueño en mayúsculas, eran muchos jóvenes los que deseaban perderse en sus calles. El credo al Sol Invicto había acrecentado notablemente el volumen de seguidores, y si bien los últimos dos Emperadores no se habían ganado la simpatía del mundo exterior, su figura seguía deslumbrando. Las historias de sus grandes héroes marcaban la imagen de un pueblo que había sabido vender muy bien su esfuerzo y sacrificio.
Nadie había sufrido tanto como Albia.
Nadie había luchado tanto como Albia.
Normal que tuvieran tantos enemigos...
Un vehículo acorazado de cristales tintados nos estaba esperando cuando bajamos del avión. Su conductor, un pretor vestido de rojo como los Lucano, había sido advertido de nuestra llegada aquel mismo día y se quejaba al respecto. Decía que no entendía por qué una tal Reiner le había elegido a él para hacer de recadero. A pesar de ello, se alegraba de ver a los hermanos Lucano. Al parecer, se conocían. Del magus no decía nada, ni tampoco se dirigía hacia él, por lo que suponía que no debían conocerse. Y a mí tampoco, claro. Por suerte, ambos teníamos mejores qué haceres que seguirle la conversación al conductor. Mientras que Megara no dejaba de toquetear el teclado de su teléfono móvil, yo contemplaba el paisaje a través de las ventanas.
Albia no era tan verde como Ostara, pero tampoco era un lugar árido. Había grandes arboledas y bosques salvajes extendiéndose al margen de la carretera durante kilómetros, embelleciendo el camino. También había algún que otro edificio y núcleo urbano, pero aquella zona no parecía especialmente poblada.
Cincuenta kilómetros después, el paisaje había cambiado radicalmente. Los bosques habían quedado atrás para dar paso a polígonos industriales y grandes autopistas por los que, incluso a aquellas horas, había mucho movimiento. Las farolas iluminaban el camino continuamente, sin dejar un metro en la sombra. Una decisión arriesgada para el equilibrio del ecosistema, si es que aún quedaba algo natural en aquella zona, pero que facilitaba la conducción. Cuanto más nos acercábamos a la ciudad, mayor era el tráfico.
Parecía que todos nos dirigíamos a la capital... y no sin razón: Hésperos era impresionante. Aunque el orgullo me impedía mostrar abiertamente la sorpresa, era innegable que la primera imagen de la monstruosa ciudad capital de Albia era impactante. Salpicada de luces de neón que la arrancaban de la oscuridad, la urbe se alzaba en forma de cientos de agujas de cristal y hierro que conformaban un laberinto de calles en cuyo interior se ocultaban auténticos tesoros arquitectónicos. Los negocios se mezclaban con los lugares de credo y los parques con las viviendas, convirtiendo aquella bella ciudad en uno de los lugares más grandes e increíbles que había visto jamás.
Porque, aunque me molestaba admitirlo, era muy diferente a la capital de Ostara. En Brin-Moer el aire era más puro y la presencia de naturaleza en sus calles mucho mayor. De hecho, la belleza de nuestras edificaciones, mucho más bajas, era incomparable, pero la esencia de macro-ciudad que se respiraba en aquel lugar era inexplicable. Hésperos parecía tener cabida para absolutamente todo y todos... incluida a una ostariana como yo.
Una ostariana a la que, de repente, le estaban entrando unas ganas enormes de pasear por aquellas avenidas y perderme en sus secretos...
—Hésperos es el faro de Albia —comentó Megara. A diferencia de a mí, el magus no disimulaba el impacto que Hésperos provocaba en él. Parecía muy emocionado—. El epicentro del mundo para muchos, yo entre ellos. Es la ciudad que me ha visto nacer, y confío que, llegado el día, será la que me verá morir.
—Pensar que es el epicentro del mundo es un poco arrogante —respondí, encogiéndome de hombros—. Pero admito que parece un lugar emocionante.
—Lo es. La ciudad no duerme, y nosotros tampoco. Hablaba precisamente ahora con un colega de la Academia, me están esperando. Esta noche te alojarás con los Lucano en uno de los centros de hospedaje preparado para visitas oficiales, pero mañana buscaremos algo más adecuado. Esos lugares pueden llegar a ser muy fríos dependiendo del volumen de invitados. Además, te interesa estar más cerca del centro para conocer la ciudad.
Asentí por inercia. Había aceptado aquel viaje a ciegas, y ahora que estaba en destino, no sabía qué era lo que anhelaba o deseaba descubrir. Lo único que tenía claro era que aquella ciudad podía mostrarme los encantos que tanto habían seducido a mi hermana y al resto de la juventud, y quería conocerlo.
Quería entenderles.
—Tú tranquila, Valeria —exclamó Baelin desde el asiento de copiloto—. Nosotros nos ocupamos hoy de ti.
Dejamos al magus frente a la imponente torre blanca que era la Academia y nos pusimos rumbo hacia un lugar conocido como el Águila Dorada, en la zona sur. Según explicaron los Lucano, se trataba de una base de operaciones de la Casa de las Espadas, donde no era habitual que civiles fueran invitados. En mi caso, querían hacer una excepción. Siempre podían llevarme hasta las residencias de invitados tal y como estaba planeado, decían, pero estaban convencidos de que "aquello" me gustaría más.
Y qué razón tenían.
Los hermanos de las Espadas habían preparado una celebración por todo lo alto para dar la bienvenida a sus compañeros perdidos. No podían asistir todos, la mayoría estaba desperdigada por el mundo, tratando de impartir su justicia a punta de espada, pero todos aquellos que habían podido se habían reunido en la cantina de la base de operaciones, uniformados de rojo y con una cerveza en la mano.
Porque a aquellos tipos les gustaba la cerveza, era innegable.
Los albianos eran extraños. Cuanto más los conocía, más convencida estaba de que se creían los más listos e importantes de Gea. Sin embargo, había algo peculiar en ellos: su unión. A pesar de tener una historia plagada de héroes individuales, lo que realmente les hacía fuerte era lo unidos que estaban. Eran como una gran familia, algo que en Ostara vivíamos desde otra perspectiva. Así pues: eran gente especial; una especie que bien valdría la pena estudiar. En Ostara no dependíamos tanto los unos de los otros, pero admito que podía llegar a entender la magia de aquella unión. Incluso diría que me generaba algo de envidia. No me habría importado que alguien celebrara mi regreso por todo lo alto...
Cosa que no iba a pasar.
Pero si ya de por sí los albianos eran peculiares, los guerreros de rojo que tenía ante mis ojos no se quedaban atrás. Ellos eran pura adrenalina y energía desatada. Gritaban, reían a carcajadas, se abrazaban y se palmeaban con la fuerza de un huracán. Su alegría no parecía tener límite, al igual que tampoco el volumen de sus vozarrones o el humor negro en las bromas. Se dedicaban auténticos insultos los unos a los otros, pero lejos de enfadarse, los recibían con una gran sonrisa, evidenciando así el sentimiento de hermandad. Porque aquello era una hermandad, era evidente, y no solo por el color de sus uniformes...
—¿Y entonces tú eres una ostariana del sur? No sé por qué, pero os imaginaba diferentes... hasta podrías pasar por uno de los nuestros. Anda, háblame un poco en tu idioma, dicen que tiene una sonoridad única.
—No es una atracción de circo, Ishla. ¿Qué tal si la dejas?
—Es que no controlas, Montes, te bebes una cerveza y ya hablas sin parar... pero a mí sí que me gustaría escucharla. He oído que se comunican de una montaña a otra, a base de silbidos.
—¡Eso eran los de Throndall, paleto! Estos lo hacen a través del viento.
—¿Y cómo se supone que van a hablarle al viento, listo?
Era peor que un rebaño de ovejas.
Aunque me hacía gracia el interés que despertaba mi persona en ellos, era innegable que la incultura de aquel pueblo era abrumadora. Ciertamente, el ostariano era un idioma único que mezclaba el cántico con el silbido, pero para comunicarnos desde grandes distancias la metodología era muy distinta.
Tan distinta que seguramente aquellos diminutos cerebros no entenderían.
—¡Cualquiera diría que no habéis salido nunca de Hésperos! —exclamó Lucretia, acudiendo a mi rescate. Estaba rodeada por cinco pretores que no dejaban de preguntar y discutir entre ellos, y no descartaba que acabasen peleándose. Mejor alejarse—. Ostara es un país impresionante, y más la zona más rural, pero no está hecha para cualquiera.
—¡Si no estuviese hecho para cualquiera no os habrían enviado a vosotros, Lucano! —se burló la tal Ishla, una pretor de pelo corto a la que la cerveza le hacía cecear. Era muy enérgica y aparentaba gran simpatía, pero gritaba demasiado para mi gusto—. Además, ¿no se supone que os habéis pasado una década en un bosque, más aburridos que una ostra? ¡No te las des ahora de intelectual!
—¡Probablemente su bosque sea más estimulante que esta maldita ciudad, no te equivoques, Montes! Mientras nos mantengan aquí encerrados, como apestados, Hésperos no dejará de ser una cárcel...
Los comentarios iban y venían, llenando de todo tipo de emociones un ambiente ya de por sí cargado. El tipo que acababa de lamentarse llevaba toda la velada lanzando injurias hacia el sistema y el emperador, pero nadie le hacía caso. Al parecer, era el triste del grupo. Por suerte, el resto mantenía muy alta la moral. Tanto que, para cuando alcanzamos las tres de la madrugada, la celebración ya había pasado a otro nivel. Los pretores que no estaban borrachos competían entre ellos en la barra, bebiendo una cerveza tras otra, y los que ya lo estaban bailaban con desenfreno entre las mesas. Había quienes jugaban a cartas, otros a dados. Incluso los había que se habían quedado dormidos, pero era una minoría. Aquellos hombres parecían tener energía suficiente para hacer frente a aquella noche y mil más.
Pero yo no. Yo estaba cansada. La noche anterior la había pasado en Ostara, celebrando la boda de mi hermana, y veinticuatro horas después me encontraba en otro país, en otra celebración aún más animada que la anterior, y tenía sueño. Me apetecía irme a la cama, aunque admitía que ver a aquellos especímenes sueltos me divertía. Además, ver a los Lucano rodeado de los suyos tenía su encanto. Después de pasar diez años al pie de sus tiendas de campaña, jugando con sus espadas para pasar el rato, los hermanos se mostraban tan animados que resultaba alentador. Sin duda, aquel hábitat era mucho más propio para los de su especie.
Seguí observándolos durante unos minutos más, hasta que alcanzadas las tres de la madrugada la llegada de un par de agentes cambió el tono de la celebración. Las risas descendieron de nivel, las bromas se disiparon y, de repente, de un plumazo, los más borrachos desaparecieron. Al parecer, sus compañeros no querían que aquellos dos pretores los vieran en aquel estado, y pronto entendí el motivo.
—Vaya, así que es verdad que habéis vuelto... me alegro, de verdad. Me alegro.
Elisabeth Reiner era la Centurión al mando del Águila Dorada, una poderosa y veterana pretor cuya mera presencia había logrado meter en vereda a gran parte de los presentes. Era una mujer de mediana edad, con el cabello oscuro recogido en una coleta y una expresión severa en la cara. Físicamente imponía, era alta y fuerte, musculosa incluso, pero sus palabras parecían sinceras. Al menos lo suficiente para que Lucretia y Baelin acudieran a su encuentro para saludarla con un caluroso abrazo.
La cadena de mandos tenía especial importancia en las Casas pretorianas. Además de formar grupos organizados llamados "unidades" en las que la figura del Centurión estaba al mando, por encima de ellos había personas como Reiner, cuyo poder se alzaba sobre los demás. El motivo era desconocido para mí, no sabía si era la veteranía o la fortaleza física lo que lo marcaba, pero era innegable que era respetada. A su paso, los pretores recuperaban la sobriedad.
Captó mi atención. La escuché charlar animadamente con los Lucano, atenta a lo que ellos tenían que decir, hasta que su interés se centró en mí. La Centurión me observó durante unos segundos, seguramente estudiando mi aspecto, diferente al de todos los demás al menos en la vestimenta, e hizo un comentario a los pretores, incluido al hombre que la acompañaba. Seguidamente, acudió a mi encuentro.
—Tenía ganas de conocerte, Valeria Venizia —me saludó, tendiéndome la mano. En sus labios rojos se dibujaba una sonrisa peligrosa—. Mi nombre es Elisabeth Reiner y soy la Centurión al mando de esta base de operaciones.
—Encantada —respondí, imitando su mueca.
—Es la primera vez de Valeria en Albia —explicó Lucretia. Baelin, por su parte, se había quedado algo rezagado, charlando con el otro pretor—. De hecho, es la primera vez que sale de su país, pero habla perfectamente nuestro idioma. Ha tenido diez años de experiencia.
—¿Era ella vuestro contacto en Ostara?
—Sí —aseguré.
En realidad, era mi padre el hombre al que Bastian Megara buscaba. Su fama había atravesado la frontera hacía años, y eran muchos los que querían empaparse de su conocimiento. Sin embargo, Valerio Venizia era un hombre esquivo por naturaleza al que le hacía más feliz perderse en el bosque durante meses a relacionarse con otros seres humanos, de ahí a que yo jugase un gran papel en aquellos diez años de convivencia con los albianos.
—Colaboré estrechamente con el magus Megara. Él insiste en decir que soy su aprendiz, pero para ser más precisos, somos colaboradores.
—Un magus tratando de fingir ser el más listo de todos, qué sorpresa —ironizó la Centurión, y en su sonrisa apareció cierta calidez—. Me lo creo. Apenas hemos recibido informes de la estancia de mis agentes en tu país. El Emperador ordenó que cediésemos a dos pretores para escoltar a Megara hasta allí, pero no imaginábamos que se alargaría tanto. De haberlo sabido, quién sabe si no habría sido otra mi elección.
—Han sido buenos años —aseguró Lucretia—. Un tanto aburridos, no nos vamos a engañar, pero hemos aprendido mucho de Valeria y su familia. Ostara es un país apasionante.
—Lo es, no me cabe la menor duda. Quisiera saber más, ¿te apetece sentarte un rato conmigo, Valeria?
Sin darme opción a réplica, la Centurión se acomodó en una de las mesas donde anteriormente un par de pretores habían caído fulminados tras un duelo de bebida. Tanto ellos como las jarras de cerveza habían desaparecido milagrosamente con su llegada, por lo que el espacio estaba despejado.
Elisabeth tomó asiento y aguardó pacientemente a que yo me decidiera... a qué beber, claro, pues la invitación estaba más que aceptada. Me serví una tercera copa de vino tinto y acudí a su encuentro, convencida de que la conversación podría ser muy interesante.
—Háblame un poco de ti y tu Hermandad, Valeria. Mentiría si dijera que sé demasiado sobre Ostara, y mucho menos de las tierras del sur. Más allá de vuestro tradicionalismo y magia ancestral, desconozco por completo cómo funciona.
—Lo has resumido bien, somos magia y tradición, aunque probablemente el significado de esas palabras para mí no sea el mismo que para vosotros. Mi magia no radica de cristales mágicos ni de un dios guerrero, ni mis tradiciones se basan en las leyendas de los actos heroicos de mis antepasados. Ostara es tierra de comerciantes, y toda nuestra realidad funciona en base al intercambio y el trueque.
Sorprendida ante mi respuesta, Reiner se acomodó, dispuesta a escuchar y aprender. La Ostara tradicional no era como la mayoría creía, y aquella noche, entre mi vino y su cerveza, quise compartir la verdad con ella. ¿El motivo? Supongo que me enorgullecía que alguien como ella se interesara sobre mis orígenes.
—La Hermandad de Dos Vientos es una orden de guardianes de secretos —dije, repitiendo las palabras que en tantas ocasiones había empleado mi padre—. Somos conocidos por nuestros conocimientos sobre sanación alternativa, que falsamente se atribuyen a la magia. Empleamos poder de origen sobrenatural para llevarla a cabo, es cierto, pero no nos alimentamos de la energía del velo, ni tampoco de cristales mágicos como los vuestros.
—¿Cristales mágicos? —preguntó Reiner con confusión—. ¿Te refieres a la Magna Lux?
—Por ejemplo.
Perpleja ante mi aseveración, Reiner alzó las cejas.
—No sé si debería sentirme ofendida o no, la verdad. La Magna Lux no es un cristal mágico al uso: es el material sagrado que nos legó el Sol Invicto gracias al cual nos transmite parte de sus capacidades. Compararlo con las piedras de poder que vulgarmente usan los chamanes es...
—¿Lo que se hace a día de hoy con los ostarianos?
Reiner no pudo negar lo que durante tantos años se había creído respecto a las gentes de mi pueblo. Además de vernos como paletos comeflores, era habitual creer que nos valíamos de objetos místicos para emplear nuestro conocimiento. Piedras de magia, de colores, de cristal, de lo que fuera; herramientas sin utilidad por si solas que para poder ejecutar hechizos necesitaban ser cargadas en lugares de poder. Una técnica empleada en muchos otros lugares, sobre todo por gentes carentes de capacidad nula gracias a la cual podían moldear el poder del Velo a su gusto...
Magia para seres no mágicos, en definitiva. Catetos que hacían y deshacían sin tener la menor idea de las consecuencias de sus actos. Abrían portales al Velo sin saberlo, actuaban en nombre de Señores de la Oscuridad a cambio de beneficios y, en general, dañaban Gea mucho más de lo que creían.
Pero los ostarianos no éramos así. Nuestro poder no procedía del peligroso Velo, sino de los Señores que lo gobernaban: seres con nombre y apellido con los que cerrábamos acuerdos para beneficiarnos mutuamente.
—Soy una mujer de negocios —expliqué—. Mi Hermandad guarda secretos desde hace eras, y comercializamos con ellos con los Señores del Sueño para granjear ciertas capacidades especiales. En nuestro caso, medicinales. Los miembros de Dos Vientos somos los curanderos más poderosos y respetados de todo el país, de ahí a que el propio Megara acudiera en nuestra búsqueda para aprender.
—Es decir, quería aprender de vuestra "medicina natural" —resumió Reiner con sorpresa—. Inesperado, desde luego, pero de lo más interesante. Cuéntame un poco más. Dices que haces acuerdos con los Señores del Sueño, ¿es eso real o te limitas a rezarle a un tronco?
—Menos de lo que vosotros rezáis a las estatuas.
La conversación empezaba a divertirme. La pulla sobre el origen de sus cristales de poder había despertado el deseo de proteger su legado, lo que la convertía en alguien realmente interesante con quien debatir. No me gustaba tener que hablar con tapujos: la sinceridad era un mal que me acompañaba desde pequeña, y si bien no iba a dudar en insultar a aquella mujer si era necesario, me tranquilizaba saber que ella también lo haría.
—No te ofendas, ostariana, pero la imagen que nos llega de vosotros es la de pueblerinos arrodillados en mitad del bosque rezándole a piedras o a ardillas. Es probable que no sea del todo real, pero como comprenderás, es una visión divertida.
—Lo es hasta que descubres que esa piedra o esa ardilla tiene poder suficiente para hacer arder tu ciudad con un simple parpadeo —respondí, ensanchando la sonrisa con malicia—. Si me lo permites, te mostraré a lo que me refiero.
—Ah, ¿sí? De acuerdo, adelante. Mientras no provoques la destrucción de mi base, adelante.
Me acerqué a una de las mesas donde un par de pretores seguían jugando a los dados y cogí un par de ellos prestados. Los agentes se quejaron ante el gesto, pero Lucretia, que seguía de cerca la conversación, les hizo callar con una simple mirada.
Ya con los dados en las manos me encaminé hacia la mesa junto a la nuestra y aparté las sillas para dejar algo de espacio. Froté los cubos, tratando de calentarlos un poco con mi propio calor corporal, y cerré los ojos. Sabía que era el centro de miradas de muchos curiosos, por lo que intenté pronunciar las palabras necesarias sin apenas mover los labios. Solo me faltaba que aquellos necios las aprendieran. Seguidamente, tras insuflar un poco de mi aliento a los dados, los lancé a la mesa. Estos giraron sobre sí mismos durante unos segundos, hasta acabar deteniéndose con una cara cualquiera al aire. Los puntos de su superficie emitieron un suave brillo negro... y de repente, el sonido de mil cristales al romperse restalló por toda la cantina, arrastrando al silencio total a la jauría de pretores.
Todos se pusieron a la defensiva al instante.
—Calma —advirtió Lucretia, alzando la voz—, va todo bien.
La propia Reiner se puso en pie, presa de la inquietud, pero cumplió con la petición de mi compañera, cuya sonrisa estaba cargada de seguridad. Intercambiamos una fugaz mirada, conocedoras de lo que estaba a punto de suceder, y aguardamos a que la llamada hiciera efecto.
Un segundo, dos, tres...
Un desgarro en la realidad crepitó en mitad de la sala, provocando la reacción en cadena de los pretores. Los agentes dejaron atrás el alcohol y la diversión definitivamente y desenfundaron sus armas, dispuestos a hacer frente lo que fuera que estaba a punto de surgir de aquella brecha de oscuridad. Una figura monstruosa en apariencia cuya sombra se proyectó en las paredes de la cantina, llenándolas de extrañas formas oscuras que parecían moverse con vida propia...
Una sombra que se materializó en forma de una gran grulla de plumaje blanco y negro y largo pico dorado. El ave saltó sobre la mesa, sacudiendo brevemente las alas, y miró a su alrededor con ojos azules.
Chasqueó el pico.
—¿Dónde se supone que estamos, niña humana? Esto no es Ostara.
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