Capítulo 18

Eric Vermanian se encargó de mi traslado hasta Ostara.

Tras informar a Selyna de lo que había sucedido, la joven había despertado al señor de Herrengarde en plena madrugada para informarle de lo ocurrido. En ese entonces yo no sabía nada, estaba rota de dolor en mi habitación, llorando amargamente la muerte de mi padre, pero ellos ya lo estaban organizando todo. Vermanian se encargó de localizar a un piloto y un avión dispuesto a partir aquella misma mañana, sin importar el coste, y organizó una pequeña escolta dirigida por su hijo mayor, Jennett, para que me acompañase.

Diez horas de rápido vuelo después, llegamos a la ciudad de Dorotia, donde Philis ya me estaba esperando con varios vehículos dispuestos para el traslado a Caelí.




Eeman había sido quien había encontrado el cadáver de mi padre en el bosque. Habían quedado el día anterior para verse, y la falta de noticias de su buen amigo le había preocupado. Últimamente no se encontraba del todo bien, al parecer.

Claro que de haber estado allí, lo habría sabido...

Eeman no me culpaba de lo ocurrido. Cuando al fin llegamos a Caelí y entré a toda velocidad a la casa familiar, fue él quien me recibió con los brazos abiertos. El mejor amigo de mi padre, ya jubilado, había sido quien había llamado a mi hermana al no encontrarme. Él no sabía nada sobre mi viaje, Valerio había preferido no contárselo, y estaba francamente sorprendido... y decepcionado.

Sobre todo, decepcionado.

Incluso sin decírmelo, lo pude ver en su mirada. Las arcas de la Hermandad estaban más llenas que nunca, pero no había estado junto a mi padre para cuidarlo, y eso era algo que ni él ni yo podría perdonarme nunca.

Pero lo peor aún estaba por llegar.

Anestesiada por la situación, no fui consciente de lo tremendamente vivo que estaba el pueblo de repente. Parecía que la muerte de Valerio hubiese devuelto la vida a una aldea en vías de extinción. La realidad, sin embargo, era que solo estaban de paso. Además de los albianos, a los que se habían sumado los Lucano en el último momento, muchos de los amigos de mi padre habían acudido a su despedida. Decenas de personas procedentes de distintos puntos de Ostara a los que les costaba creer que el gran Valerio Venizia hubiese muerto. Su estrella nunca podría llegar a apagarse.

Y sin embargo...

Subí las escaleras de dos en dos, escapando de la mirada acusadora de Eeman, y entré a la habitación de mi padre, allí donde mi hermana velaba su cuerpo. Me arrodillé junto a la cama, sintiendo que las fuerzas me abandonaban, y contemplé con el corazón roto sus restos mortales.

Su cuerpo mostraba tan buen aspecto a pesar de llevar ya varios días muerto que parecía que durmiese. Es más, parecía que fuese a despertar de un momento a otro...

—Ha sido cosa de Satinne —explicó—. Ha salido de su sótano para despedirse de papá y asegurar que su cuerpo prevalecía hasta que te dignases a volver.

Las palabras de Irene eran peores que un latigazo. Mi hermana pequeña se había puesto en pie con mi llegada, y me miraba con fijeza con el rostro descompuesto. Las mejillas marcadas por el maquillaje corrido evidenciaban que había pasado largas horas llorando.

Llorando sola.

Ni tan siquiera me atreví a mirarla. Cogí la fría mano de Valerio y apoyé mi rostro en ella, con las lágrimas aflorando en los ojos. No podía dejar de pedirle perdón. Era la única palabra que resonaba en mi mente desde que había sabido la noticia, y dudaba que fuera a haber ninguna otra nunca más.

—¿Por qué no me cogías el teléfono? ¿¡Se puede saber dónde has estado!? ¡Estaba preocupada!

Más latigazos.

Más, más, más... Irene no paraba de hablar, cada vez más alterada y con la voz más chillona, y yo no era capaz de escucharla. No era capaz de incorporarme y hacerle frente.

No era capaz de nada.

—¡Maldita sea, Valeria! ¡Reacciona! ¿¡Es que no me oyes!?

Ante mi falta de reacción, Irene me cogió del brazo y tiró de mí, tratando de apartarme de la cama. Con ello logró alejarme por un instante de mi padre, pero rápidamente volví a su lado. Si al menos hubiese estado allí...

Si al menos hubiese sabido...

—¡Valeria!

El grito definitivo. Irene tiró de mí con todas sus fuerzas y logró al fin incorporarme. Quedamos cara a cara... y de nuevo no pude mirarla a los ojos. No fui capaz. Mi mirada se perdió en el suelo, lejos de aquel rostro compungido que con tanta desesperación me buscaba.

No vi cómo se mordía los labios, ni como apretaba los puños.

Tampoco como entrecerraba los ojos...

Mucho menos como levantaba la mano para atravesarme la cara de un bofetón. Lo sentí en forma de fuerte escozor en la mejilla, pero nada más. Ni tan siquiera así logró que levantase la mirada. No podía.

—¡Valeria, joder, reacciona! ¿¡Qué pasa contigo!? ¿¡Dónde has estado!? ¡Pensaba que te había pasado algo! ¡Que te habían matado!

Siguió gritándome. Sus latigazos, aunque dolorosos, no lograban sacarme de la burbuja en la que me había encerrado. No podía oírla, no podía reaccionar. No podía hacer nada salvo lamentarme y culparme por lo ocurrido.

Debería haber vuelto

Debería haber vuelto.

¡Debería haber vuelto!

—¡Valeria! ¡Valeria, joder!

Mi falta de respuesta logró provocar su ira y volvió a abofetearme. Una vez, dos, tres... pero no sirvió de nada.

Les había fallado a todos.




La despedida se celebró en la misma isla donde unos meses atrás Irene había contraído matrimonio, en las ruinas de una antigua capilla. En ese entonces el entorno había cambiado radicalmente. No había ni rastro de la alegría que se había vivido aquel día, pero sí muchísimas más personas. Éramos más de doscientos los que habíamos acudido a despedir a mi padre, con mi hermana y yo en primera fila.

Escuchamos las palabras de despedida de Eeman con el corazón encogido. A mi lado, Irene no dejaba de llorar, mientras que yo me mantenía estática, con la mirada gacha, incapaz de procesar un pensamiento. Las emociones ya no me fluían: el día anterior había llorado hasta la última lágrima. Ahora simplemente me enfrentaba a la despedida como una carcasa carente de vida que veía pasar los acontecimientos sin poder reaccionar.

Varios amigos subieron al estrado para hablar de mi padre. Explicaron historias divertidas sobre él, cargadas del buen humor que siempre le había caracterizado. Decían que había sido un gran hombre, aunque con cierta tendencia para perderse en los bosques. Le gustaba la soledad. A pesar de ello, había cuidado de su familia y de su Hermandad, y ahora todos aquellos por los que tanto había hecho habían acudido para despedirle en esta vida.

Porque en la próxima se verían, por supuesto.

Philis también le dedicó unas palabras llenas de respeto y amor. Decía que no le había puesto las cosas fáciles, que siempre le había visto como un extranjero dispuesto a robarle a su hija, pero que incluso así se había sentido muy querido y protegido por él.

El muy estúpido no dejaba de hacerle la pelota ni muerto.

Después subieron los Lucano, quienes compartieron el recuerdo de las noches en las que, sin previo aviso, Valerio aparecía en su pequeño campamento cargado con un par de botellas de vino. Al parecer se pasaban las horas charlando y mirando las estrellas, bebiendo por el paso del tiempo. A mi padre le encantaba escuchar las historias de los albianos, todas exageradas hasta la falsedad, según decía, y ellos disfrutaban con sus peripecias de juventud. Valerio les había abierto las puertas de su casa y estaban en deuda con él.

Selyna y Jennett Vermanian también le dedicaron una oración a la que se sumaron el resto de albianos. Para los ostarianos sus palabras no eran más que un cántico sin sentido a un Dios al que no reconocíamos como tal, pero agradecíamos el detalle.

Finalmente, Irene cerró el turno de palabra. Me pidió que la acompañase, pero no fui capaz. Estaba bloqueada. Así pues, escuché sus palabras cargadas de amor desde la primera fila, arrodillada en el banco de madera, y así permanecí durante la hora que uno a uno los dolientes fueron despidiéndose de él. Se acercaban a la mesa donde lo habíamos tumbado, envuelto con hojas y rosas, para decirle su último adiós.

Contemplé la escena en silencio, sintiendo que cada adiós se me clavaba como un puñal en el pecho. Después, dejándonos ya el peso de la responsabilidad en nuestras manos, nos dejaron a mi hermana y a mí solas en la isla.

—¿Estás segura de que podréis? —escuché que le decía Philis a Irene antes de subir a la embarcación que le llevaría hasta la otra orilla—. Podría quedarme, no me importa, te lo juro.

—Tranquilo, podremos.

—Pero tu hermana...

—Yo me ocupo de mi hermana. Vete y atiende a la gente, por favor.

Irene aguardó a que la embarcación dejase la isla para regresar a la capilla. Tomó asiento en el suelo, a mi lado, y me cogió la mano. Frente a nosotras, el cuerpo de mi padre seguía expuesto, rodeado de flores y naturaleza, a la espera de que cayese la noche.

Permanecimos el resto del día en silencio.




Llegó el momento.

Pasada la medianoche, con el cielo cubierto de estrellas y una suave neblina surgiendo de las aguas, Irene y yo hicimos frente a nuestro destino. La tradición decía que el alma de nuestro padre aguardaría hasta la media noche del día de la ceremonia para que sus familiares y amigos se despidieran de él. Era habitual que para ello se preparase un gran combite. La muerte podía ser leída de distintas formas, y a una parte de los ostarianos les gustaba celebrarla por todo lo alto. Cuanto antes morías, antes podrían reencontrarte con los tuyos en la siguiente vida. Nuestra visión, en cambio, difería. Aunque nos tranquilizaba saber que con el tiempo nos reencontraríamos, las despedidas eran amargas. Precisamente por ello no había habido comida, ni música, ni bailes con el cadáver. A Valerio le habíamos dejado disfrutar de un último día en su amada Gea para darle la despedida definitiva por la noche.

Cuando su alma ya hubiese partido.

—¿Podrás hacerlo? —me preguntó Irene, ayudándome a ponerme en pie.

Me dolía el cuerpo de haber pasado toda la tarde sentada en el suelo, pero aún más de haber llegado a aquel punto. Pero sí, podría hacerlo.

Recogí la caja de madera en cuyo interior Eeman nos había preparado el material y entregué a mi hermana una de las antorchas, para quedarme yo con la otra. Encendimos la tela, nos situamos a cada lado del cuerpo y dedicamos una última oración a los Dioses del Velo, para que le ayudasen a llegar a su nuevo hogar. Después, al unísono, prendimos fuego a las hojas y las flores, y dejamos las antorchas a los pies de la mesa.

Pasamos el resto de la noche contemplando la pequeña hoguera arder.




A la mañana siguiente regresamos a Caelí, donde solo Philis esperaba a Irene. El resto de la comitiva había abandonado el poblado para regresar a sus propios hogares, y en el caso de los albianos, para hospedarse en la ciudad.

Pronto partirían.

Philis recibió a Irene con un cálido abrazo que intentó compartir conmigo. Asqueada, rehuí de él y me adentré en mi antigua casa. La ausencia a la que se había visto expuesta en las últimas semanas había hecho mella en ella, pero seguía estando en buen estado. Más allá de la capa de polvo, todo estaba en su lugar.

Estaba preparada para que volviera.

Subí a la segunda planta, me dejé caer en mi cama y cerré los ojos. Estaba demasiado agotada como para responder a los ruegos de mi hermana de que me fuera con ellos.

Cerré los ojos y me quedé profundamente dormida.




Una eternidad después, desperté con el aroma del café recién hecho invadiendo la casa. Me incorporé con lentitud, sintiendo un desagradable martilleo en el cerebro, y planté los pies en el frío suelo. Se oían voces desde la planta baja.

Voces conocidas.

Bajé con lentitud, sintiendo el peso del cansancio en el cuerpo, y entré en la cocina. Sentadas a la mesa había dos figuras, y solo una de ellas era humana.

Ambas se volvieron ante mi llegada.

—Valeria —exclamó Selyna, poniéndose en pie.

Acudió a mi encuentro para recibirme con un cálido abrazo. Durante el día anterior había intentado consolarme en varias ocasiones, pero había estado tan atontada que no había reaccionado. Ahora, algo más despejada, cerré los brazos alrededor de su espalda y apoyé el rostro en su pecho. Me sorprendió lo reconfortante que era su abrazo.

—Necesitabas descansar —murmuró, depositando un afectuoso beso en mi cabellera.

—Irene se ha ido —anunció Mimosa desde la mesa—. Y no creo que vaya a volver.

Me senté con ellas para tomarme un café que sirvió la propia Selyna. Resultaba extraño que fuera un miembro de la familia real albiana quien estuviese actuando de anfitriona, pero lo agradecía. A duras penas lograba pensar con claridad.

—Irene ha empezado su propia vida fuera de Caelí, es lógico que no quiera venir —respondí, probando el café. Estaba ardiendo—. Aquí ya solo quedamos Satinne y yo... y bueno, Valedor. Lleva ya tres años fuera, pero...

—No va a volver —sentenció Mimosa, dedicándome una mirada perspicaz.

No hacía falta que lo dijera, todos lo imaginábamos.

Bueno, todos no. Yo. Ya solo quedaba yo.

—Y a la vieja del sótano tampoco le queda mucho. Tengo entendido que tu otro colega, el jubilado, está intentando convencerla para que se vaya con sus nietos.

—¿Eeman?

Mimosa asintió.

—Caelí se muere, Valeria —sentenció Selyna en apenas un susurro—. Dentro de poco ya solo quedarás tú.

Oculté la ansiedad tras el café. No era estúpida: lo sabía. Con la jubilación de Eeman, la partida de Irene y la muerte de mi padre, el pueblo se quedaba prácticamente vacío. Y no solo eso: la Hermandad moría.

Estaba a punto de desaparecer.

Respiré hondo, tratando de ignorar el vértigo que me aguijoneaba el estómago.

—Sé lo que intentáis decirme, pero mi sitio está aquí, en Dos Vientos. Y si tengo que quedarme sola, pues que así sea.

Selyna y Mimosa intercambiaron una mirada. Habían estado hablando de ello, no me cabía la menor duda, y el avatar le había avanzado lo que pasaría. Tenía las viejas tradiciones demasiado grabadas en la piel.

O al menos algunas. Después del viaje a Albia, incluso dudaba de mí misma.

—Lo que dices es absurdo —sentenció «la grulla»—, y lo sabes.

—Absurdo es que lo estemos discutiendo —me defendí.

—Aquí nadie discute nada —intervino Selyna—. Tu decisión es respetable, Valeria. Es tu hogar, tu Orden, y entiendo que no quieras dejar que muera. Sin embargo, quizás sería interesante plantearlo desde otra perspectiva. Estoy de acuerdo contigo de que no tiene sentido condenarla, sería una auténtica lástima. ¿Por qué no intentar revivirla, entonces? Quizás podrías captar nuevos miembros.

Era la única forma de salvar la Hermandad, era innegable. Quedándome sola y de brazos cruzados en Caelí no haría más que iniciar su cuenta atrás. No obstante, resucitar Dos Vientos no iba a ser fácil. Ni jamás lo había hecho, ni sabía cómo empezar.

—Puede que lo haga... —empecé.

—... pero no ahora —acabó ella—. Necesitas tiempo, es lógico. Cuentas con mi apoyo, Valeria. Con el de todos, en realidad. No es capricho que hayan venido con nosotros tantos albianos. Desde los hermanos de las Espadas hasta los Vermanian, te has ganado nuestra simpatía y cariño, y quiero que mientras te tomes el tiempo necesario para descansar, lo tengas muy presente. Te necesitamos... yo te necesito. Llámame cuando estés preparada, ¿de acuerdo? Me he tomado la libertad de grabar mi número en el teléfono.

Selyna se despidió de mí con un cariñoso beso en la mejilla que me supo a hermandad. Después, intercambiando un breve asentimiento con Mimosa, salió de la casa para no volver. No muy lejos de allí la esperaba Oscar Mars para llevarla a la ciudad, junto al resto de albianos.

Mars... creía recordar haber estado con él y con Reiner el día anterior en cierto momento. No era capaz de recuperar las palabras que me habían dedicado, pero me había sorprendido su apoyo. Parecían tremendamente sinceros.

Volví a dar un sorbo al café. La casa se había quedado muy vacía sin Selyna. Aquella joven tenía una capacidad innata para llenar de energía y luz todo cuanto pisaba.

Otro sorbo. Notaba la mirada de «la grulla» fija en mí, atenta a cada uno de mis movimientos. Quería decirme algo, probablemente regañarme por la debilidad que había mostrado durante la despedida, y no tenía fuerzas para hacerle frente.

Por primera vez en mi vida, deseé que se fuera.

Deseé quedarme sola.

Pasamos un rato en silencio.

—Siento lo de tu padre —dijo al fin, tras una larga pausa—. Era un buen hombre.

Solo pude asentir. Me había quedado sin lágrimas de tanto llorar, pero el nudo en la garganta seguía ahí.

—Sé que no le caía demasiado bien, desconfiaba de mí, pero no le culpo de ello: yo habría actuado de la misma forma en su posición. Los padres siempre quieren proteger a sus hijos.

Desvié la mirada hacia el suelo, sintiendo la culpabilidad invadirme. No podía dejar de pensar si no habría podido evitar aquel desenlace de haber estado allí.

De haber cumplido con lo que realmente se esperaba de mí.

La carga de la conciencia era insoportable.

—He estado hablando con Auren —prosiguió—. En cierto modo yo también quiero protegerte, eres mi humana favorita, y tanto interés por parte de la albiana me inquietaba.

No pude disimular la sorpresa.

—¿Hablas en serio?

Mimosa asintió.

—Es una joven muy interesante, con grandes planes. Veo mucha ambición en ella, pero también un gran sentimiento de lealtad hacia su patria. Encaja a la perfección con la definición de los Auren.

No pude decir lo contrario. Aún no conocía a Selyna en profundidad, pero por el momento, todas las facetas que había conocido de ella me gustaban. Parecía una buena persona que, por algún motivo que se me escapaba, se había encariñado de mí hasta el punto de querer ayudarme... y lo agradecía.

—Debes ir con ella a Throndall —anunció de repente.

—¿Cómo dices? —me sorprendí. Le mantuve la mirada por un instante, y rápidamente negué con la cabeza, antes de que intentase convencerme—. No voy a ir. Todo esto ha sido una gran estupidez: tengo que quedarme aquí. Este es mi lugar.

—Tu lugar no es una aldea vacía, niña.

—¡Ahora mismo lo es! Si me hubiese quedado...

—¡Pobre de ti que empieces a lamentarte! —me advirtió, endureciendo el tono—. ¡Te he permitido que te pases dos días lloriqueando, pero ni uno más! ¡Debes hacer frente a los reveses de la vida! Tu padre ha muerto, pero debes seguir adelante: estás haciendo un buen trabajo.

—Ya no tiene sentido: estaba en Albia consiguiendo dinero para la Hermandad. Pero ¿qué Hermandad? ¡Tú misma lo has dicho! ¡Dos Vientos muere!

Mimosa no negó lo evidente. En lugar de ello clavó su mirada en mí y se mantuvo unos segundos en silencio, atravesándome con sus ojos azules.

Cuando habló, lo hizo con tal profundidad que logró helarme la sangre.

—Tu Hermandad muere, pero no tu deuda conmigo. Me pediste ayuda y te advertí que el precio sería muy elevado. Ahora ha llegado el momento de que me pagues la deuda.

—¿Ahora...? —alcancé a decir.

Pero no logré a articular más palabras. Había algo en la mirada azulada de Mimosa que logró asustarme.

—Tienes que recuperar la maldición de la Luna Fría y ocultarla. Los Voreteon están haciendo un uso ilegítimo de ella, y es necesario que alguien vuelva a esconderla. Tú eres ese alguien.

—¿Yo...?

—Encuentra a ese brujo y arrebátale la maldición. Después, desaparece. Será lo mejor para todos... y no hablo solo de los humanos. Hay fuerzas muchísimo peores interesadas en conseguirla. Si cayera en sus manos, sería el final de todo.

Tragué saliva, impactada por sus palabras. Me intimidaba la brutalidad con la que su mensaje calaba en mi mente, inundándola de terror.

—Si lo consigues, quedaremos en paz. De lo contrario, me temo que no solo no contarás con mi apoyo nunca más, sino que nos convertirá en enemigas. Y créeme, Valeria Venizia, no me querrás como enemiga.

Volví a tragar saliva, cada vez más asustada.

—Ya sabes lo que tienes que hacer: sigue a Auren hasta Throndall, pero no le cuentes la verdad. Si lo haces, te traicionará. En el fondo, todos quieren poder, y eso la incluye a ella.



FINAL DE LA PRIMERA PARTE



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