La risa de la tragedia - Nathalia Tórtora
La luna solitaria fue el mudo testigo de mi desdicha. El astro observó, impiadoso, como mi mundo se teñía de rojo al compás de la sonora risa de la Tragedia.
Me encontraba derrumbada en el eclipse de la soledad, asfixiada con la áspera cuerda de mis propios infortunios.
Comenzaba ahogarme en el recuerdo de las calamidades cuando un haz de mortífera luz escarlata atravesó la habitación justo frente a mis apagadas pupilas.
Casi sin moverme, seguí el tenue brillo con la mirada, buscando tanto su origen como su destino.
Embargada en un silencio tan profundo que temí haberme quedado sorda, me puse de pie y caminé hacia la ventana. Por algún motivo que no sabría explicar, me esforcé por evitar que mi piel rosara la misteriosa luminosidad; quizá temiendo que la luz se esfumara con la misma velocidad con la que llegó.
Pronto descubrí que el origen era incierto, inexistente. La luz nacía en medio de la oscuridad exterior, sin que existiera una fuente que le diera forma o color.
Volteé, aturdida, en busca del extremo opuesto que chocaba con el viejo espejo de cuerpo completo que reposaba tras mi desvencijado escritorio. Dudé por un instante, pero finalmente opté por presenciar la deplorable imagen que sabía me devolvería aquel mueble. Y sumida en densa oscuridad, alumbrada únicamente por el haz escarlata, me vi.
Me vi y no reconocí aquellas facciones demacradas que devolvía mi reflejo. Varias arrugas me surcaban el rostro y un par de oscuras ojeras ensombrecían mi mirada. Los labios resecos y descascarados no tenían ya rastro alguno de cuando los adulaban por su delicada belleza.
Ya nada quedaba de la mujer que se había acostumbrado a recibir halagos por su hermosura; esa persona que yo solía ser había muerto junto con la cadena de tragedias que le arrebataron todo lo que a ella le importaba. A su marido y a su hijo, su empleo y dinero.
Presa de una hipnotizante ensoñación que entremezclaba recuerdos y pesadillas, posé mi mano sobre el punto exacto donde la luz se fusionaba con el reflejo.
¡No! ¡No! ¡No! ¡Fue un terrible error!
Debí haberme abstenido ante el temor que el brillo me producía.
Sangre comenzó a brotar allí donde el carmesí rozó con suavidad la superficie de mi piel; una gota, un hilo, una gran mancha. Sin dolor, pero expandiéndose lentamente por mi cuerpo, como si cada vena y arteria se abriera a su paso, permitiendo que el líquido saliera a flote y tiñera hasta el último milímetro de mi piel.
La tragedia me acosaba una vez más. Se burlaba de mí con sonoras risotadas mientras me observaba doblegarme en total desesperación.
Caí sobre mis rodillas y grité en silencio. Intenté arrancarme la piel ya manchada y marchita, como si con eso detuviese el impiadoso avance de la sangre que emanaba cada vez a mayor velocidad. Me cubrí la boca y alcé la mirada para observar nuevamente el grotesco reflejo de mi cuerpo en desgracia.
Y la vi; era la luna.
No.
Sí.
No, no lo era.
Con la visión nublada por el miedo y el dolor de haberme arrancado jirones de piel; la reconocí.
En el espejo, la Tragedia besaba mi imagen y reía con su pálido rostro amorfo y la sonrisa afilada de brillantes dientes hechos del llanto de sus amantes pasados.
¡Qué fatídico destino el mío, a merced del siniestro amor de aquel oscuro ser!
Permití a una lágrima carmesí escapar de mis ojos, instantes antes de que mi visión se tornara escarlata. Por un momento, las siluetas fueron rojizas, luego, no quedó nada. Nada más que un vacío rojo uniforme.
Nada.
Oí la risa de la tragedia, llevándome consigo; arrancándome el alma con brusquedad para colocarla junto con tantas otras; para relegarme a una eternidad de vacío en su colección de caprichos amorosos.
La tragedia se había enamorado de mí.
La tragedia reía mientras yo lloraba.
Y la luna solitaria observó, impiadosa, como mi mundo se teñía de rojo hasta que nada quedó de mi humanidad.
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