La chica de las flores - Daniela Criado Navarro

No consigo salir del aturdimiento, ¿esto es lo que me espera aquí? Porque el Pazo Carneiro destaca frente a mí gigantesco, como esos malos recuerdos que nunca se olvidan, enmarcado por los matices sangrientos de la superluna de verano.

Pretendía llegar a él a plena luz del día y no a medianoche. Sin embargo, no contaba con las rutas enrevesadas que bordeaban las montañas de la geografía gallega y que son las responsables del retraso. 

Bajo del coche, sin dejar de preguntarme con estupor: ¿esta es la herencia de mi bisabuelo desconocido?, ¡¿todo esto ahora es mío?! Camino igual que un sonámbulo hacia la puerta adintelada de la entrada principal. Encima de ella pende el escudo de la familia rodeado de gárgolas. Observo más arriba que hay una especie de buhardilla con una balconada que me llama la atención. Resulta atractiva al igual que todo lo que hay en torno a mí.

¿Por qué? Porque mi vida en Valencia es muy sencilla, nadie me dijo que alguno de mis ancestros tuviera un pasado relevante y riqueza que legar. Si no fuese porque sostengo el testamento en la mano izquierda, me resultaría imposible creerlo y me echaría a reír sin parar. Pero soy un hombre práctico, sé adaptarme rápido a lo extraordinario. Además, es más fácil convencerme si reflexiono que me llamo Alonso Carneiro, exactamente igual que el bisabuelo que me ha dejado esta casa señorial y dinero para mantenerla a todo tren.

Abro y subo con rapidez la escalera. Necesito llegar hasta el balcón para deslizar la vista por mi propiedad. Desde él comprendo que todo lo que contemplo en el horizonte es mío, incluso un pequeño cementerio abandonado que hay debajo de un grupo de castaños, detrás del crucero.

Al cabo de media hora entro y me percato de que la pequeña habitación está tapizada de elefantes de la India en tonos azules, algo que me ha pasado inadvertido por el apuro. 


Un arcón de madera de roble situado en el centro parece decirme:

—¡Ábreme!

Lo hago, no resisto la curiosidad. Dentro hay vestidos en tonos pastel, con olor a naftalina, y un sobre repleto de postales antiguas. Cojo la primera. Leo lo que escribieron detrás.

Silleda, 12 de febrero de 1906.

Alonso, amor mío:

Sé que es necesario que estés lejos pero no te haces una idea de cuánto te extraño. Cuento los minutos para que vuelvas. Te amo, eres mi vida.

Tuya entre jazmines de Madagascar,

Uxía.

Paso a la siguiente tarjeta, intrigado.

Silleda, 1º de enero de 1907.

Alonso, mi vida:

Una vez más partes hacia Buenos Aires en viaje de negocios. Aquí me quedo, en el balcón, rezando por tu pronto regreso.

Te necesito, amor mío, los meses lejos de ti se me hacen eternos.

Siempre tuya, entre rosas con destellos magenta,

Uxía, tu esposa.

Completamente cautivado por tanta devoción, sigo fisgoneando.

Silleda, 7 de agosto de 1908.

Alonso:

¿Por qué siempre tienes que partir y dejarme aquí, sola, con los niños? Añoro tus caricias, tu presencia, sentirnos protegidos en este pazo.

Acostumbras a decir que vuelves pronto pero los meses se dilatan y cada vez te siento más lejano.

Te necesitamos aquí, regresa pronto. Los claveles esperan impacientes para adornar tu chaqueta,

Uxía.

La desesperación de la mujer me parece palpable. No puedo culparla: he estado en la balconada desde la que ella oteaba el horizonte en permanente espera, me pongo fácilmente en su lugar. La soledad me hace un nudo en la garganta. No me resisto, sigo entrometiéndome.

Buenos Aires, enero 1º de 1911.

Alonso:

Acabo de llegar a Buenos Aires con los niños para darte una sorpresa, a pesar del tiempo y las náuseas que conlleva el largo trayecto en barco desde Europa.

Pero la sorpresa me la llevo yo. ¿Cómo has podido hacernos esto? Llego a la casa, mi casa, y me recibe «tu esposa», acompañada de «tus hijos». Tampoco te ven desde hace meses. Ni sabían de tu traición, por supuesto, nos hemos enterado al mismo tiempo. Por lo visto, no creías que fuera necesario deshojar una margarita para saber con cuál quedarte.

Vuelvo al pazo, no deseo verte. Pero, eso sí, espero una explicación a la brevedad. Debes venir a Silleda de inmediato o tomaré medidas. Sabes que tengo la sartén por el mango puesto que todo el dinero y las propiedades son mías.

Uxía.

Desconcertado, observo la siguiente postal. 

Silleda, agosto 15 de 1919.

Alonso:

Tus palabras como siempre son dulces pero no existe nada detrás, simples letras que se juntan. ¿Sabes algo? La confianza cuando se pierde no vuelve. Te quiero pero hay momentos en los que te odio y siento que sería capaz de matarte, incluso.

Aun así, te necesitamos en el pazo. La vida aquí es demasiado solitaria y ahora que la Gran Guerra ha finalizado será seguro para ti cruzar el océano.

Solo puedo pensar en flores negras, como la viola Molly Sanderson que en estos momentos tengo a mi lado en el escritorio, mientras te escribo estas líneas. He comenzado a estudiar los libros de mi tatarabuela bruja y los utilizo para hacer magia. Se me da muy bien.

Uxía.


Silleda, 10 de agosto de 1921.

Alonso:

Deja de poner excusas. Te apareces cada tanto y sabemos el porqué de tus repetidas ausencias. Hay momentos en los que estoy a punto de llamar al notario para dejarte en la calle y que te las apañes por tu cuenta. De esta forma aprenderás que la vida sin mi dinero es muy difícil. Pero, quizá, no lo hago porque aún te quiero.

No, no es por eso, me has decepcionado demasiado como para que todavía sea capaz de amarte. Inclusive, he empezado a consolarme de la misma manera que tú: tengo a quien regalarle mis orquídeas. Y, ¿sabes?, creo que te odio más a causa de ello: solo quería que fuésemos una familia. ¿Era demasiado pedir?

He descubierto que la magia demis antepasadas es poderosa: con ella consigues lo que deseas. Ven pronto a vera tus hijos o, te lo juro, te arrepentirás, Uxía. 

Silleda, enero 1º de 1922.

De verdad, Alonso, esperaba mucho sufrimiento de ti pero, si seré ilusa, que no tanto. ¿Cómo has sido capaz de hacerme esto? Y luego has huido como el cobarde que eres.

Has entrado en mi pazo, a hurtadillas, no te he escuchado. Solo he despertado al sentir tus manos alrededor del cuello, asfixiándome. ¿Qué sería de mí ahora si Michael no hubiese estado para darte el puñetazo que merecías?

Mientras él me consolaba y cuidaba las heridas te has ido, igual que una rata cuando abandona el barco. Te advierto: puedes escapar de mi presencia pero de mi poder.

Por el momento me conformo condecirte esto: lamentarás tu desfachatez. Olvídate de todas las posesiones delas que disfrutas y que son mías. Busca un sitio debajo de un puente, en Buenos Aires o donde prefieras, para alojarte junto a «tu familia», Uxía.    

Silleda, 15 de agosto de 1923.

Alonso:

Te odio, nunca pensé que pudiera odiar a alguien como te odio a ti.

Sé que nuestras diferencias son irresolubles pero ¿cómo has podido estar ausente del velorio y el entierro de los hijos que tuvimos en común, mis pobres angelitos?

Por este motivo te maldigo: todos tus hijos bastardos, excepto uno, fallecerán de tuberculosis, igual que los nuestros. Cuando esta postal llegue a ti, yo también habré muerto por esa enfermedad.

Recibirás mi testamento: junto con mi maldición también tendrás este pazo y dinero para mantenerlo. No podrás tocar nada de él, bajo pena de perderlo, y ambos sabemos que estás en la indigencia. Cumplirás, ¡seguro que cumplirás!

Además vivirás en él, se acabaron tus viajes, y siendo consciente del daño que le has hecho a tus cuatro hijos legítimos y a tu esposa verdadera. Para recordártelo a diario, verás nuestras tumbas desde el balcón, ese balcón en el que los cinco esperábamos tu regreso y dejábamos correr nuestras lágrimas de decepción. Eres un fraude como persona. Todos hemos muerto odiándote.

Te deseo una larga y desdichada vida: vivirás más que cualquier mortal, gracias a mi magia. Cuando estés a punto de morir, que será cuando las prímulas se sequen y no florezcan más, le dejarás esta propiedad al familiar de tu mismo nombre. Sé que así será y su destino estará sellado, igual que el tuyo. Yo lo sé todo acerca del futuro. Yo lo sé todo acerca de él.

Yo, tu esposa.

Aun creyendo que es una fanfarronada de Uxía, de la impresión dejo caer toda las tarjetas al suelo.

Al mismo tiempo, en la pared se desprende un trozo del tapiz de los elefantes. Se desliza suavemente hasta encontrar su sitio al lado de las postales, plisándose al posarse sobre la alfombra, con lo que parece que todos los ojos de los paquidermos me observan.

Un frío polar entra desde la puerta interior del pazo. Con horror me percato de que alrededor de mis zapatos la escarcha va tejiendo rosas, alelíes, crisantemos, todos transparentes, que me suben por las piernas, por la cintura y por el pecho, ciñéndome el corazón.

—Padre, está aquí —me dicen unas voces, con formalidad—. ¡Al fin ha vuelto!

Cuando estoy a punto de decirles que no soy el padre, una fotografía, desteñida por el tiempo, flota en mi dirección desde la pared. Lo último que veo, antes de cerrar los ojos, es un rostro idéntico al mío.



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