La casa Matusita - Adrián Ismodes

Me encontraba recostado, a la mitad de la noche, contra la pared polvorienta de la casa Matusita. Así era como la conocían en casi todo Lima; y aunque las personas ignoraban el porqué de su nombre, no guardaban reparo en afirmar, entre juramentos espasmódicos, que estaba colmada de fantasmas, espíritus malignos y toda suerte de criaturas místicas sedientas de sangre. La casa Matusita era el tema de conversación idóneo para las reuniones de viejos amigos que intercambiaban relatos inverosímiles sobre el peligro inminente que suponía permanecer cerca de ese lugar, y se santiguaban con apremio ante la mención de las víctimas que los males de la casona habían cobrado.

Yo nací en el seno de una familia de distinguida educación y se me enseñó a no creer en cosas así, pero ello no evitaba un ligero temblor en mis labios que se disparaba al recordar las historias que, a la luz de una fogata en las playas del sur, me había narrado mi jefe, don Esteban.

Don Esteban trabajaba directamente para el embajador de los Estados Unidos, un gringo de buen porte y casi calvo que adoraba el ceviche. Se trataba de un personaje muy importante, por supuesto, ya que en ese entonces se hallaba finiquitando los tratos de relaciones entre el país del norte y el Perú. Tras el término de la guerra, y con algunas obligaciones financieras pendientes que había provocado el devastador terremoto de 1940, a la nación le urgía acelerar esos procesos para cobrar el bono de la alianza y los pagos pendientes del pescado enlatado que se había enviado a los soldados.

Pero, como siempre, algunas personas estaban en desacuerdo, y por ello don Esteban me había encomendado una tarea muy particular, la cual me condujo a los eventos de aquella noche.

El silencio sepulcral se interrumpió unos instantes para dar paso al chirrido de un tranvía, que se detuvo a cierta distancia. Esperé un minuto y mi amigo caminó hasta mí.

—¡Primo —me saludó—, qué gusto verte!

—¿Cómo estás, Apolinario? —le dije, ofreciéndole un apretón de manos.

No éramos primos, cabe aclarar. Simplemente era su manera de referirse a sus allegados.

—¿Es esta la casa? —inquirió, apuntando con el mentón a la pared sobre la cual me recostaba.

—Sí, sí. Ya la conoces, supongo.

—¡Conocerla! Mil y un mitos sobre ella he escuchado, primo.

—No hay nada de qué temer —aseguré—, son solo mitos.

—Cómo no. Más miedo me da la embajada, ¡esos gringos están locos!

Dirigí mi mirada a la embajada de los Estados Unidos, justo en frente, cruzando la calle., y me dije que debía concluir mi tarea cuanto antes. Saqué un manojo de llaves y me situé frente al portón de la casona. Las bisagras gruñeron al girar.

—Esta escalera nos conduce al segundo piso —comenté—, donde fumigaremos.

—Ah, ya. Está bien oscuro, ¿tienes linterna?

—Sí.

Entré después de Apolinario y cerré la puerta detrás de mí. Saqué dos lámparas de mano y le tendí una a mi acompañante. Ascendimos por la larga escalera de caracol, cuyo final desplegaba una negrura absoluta. Le sugerí a Apolinario que tenga cuidado, que esas escaleras ya estaban viejas, y el crujido de la madera corroída bajo cada una de nuestras pisadas reafirmaron mis precauciones. Cuando arribamos a la segunda planta, noté que su respiración acompasada se había agitado visiblemente, y no supe si se debía a un exagerado cansancio producto de nuestro trayecto o al miedo inherente que corría ya por sus venas.

—Bueno, la limpiamos rapidito, echamos esas cosas que trajiste y nos vamos, ¿cierto? —me preguntó el joven provinciano.

—Rapidito y nos vamos —le contesté, sin ahondar en explicaciones.

Pecando de curiosos, recorrimos el área sin presteza, investigando el contenido de las habitaciones. En algunas de ellas descansaban objetos misteriosos cubiertos por una tela que ninguno se atrevió a retirar.

Al centro de la sala principal se erguía una mesa ornamental rodeada de seis sillas con finos acabados y coronada por un florero con rosas marchitas.

—Aquí es —me murmuró Apolinario, como temeroso de que las paredes lo oyeran— donde dicen que los negros mataron a sus patrones.

—¿Ah, sí?

—¡Sí! Los mataron con el cuchillo de la cocina porque los patrones eran malos con ellos.

—Yo escuché que los envenenaron.

—¡No, un cuchillo fue!

Examinamos la mesa. Luego, me encaminé a las ventanas que daban al exterior, y comprobé que desde ellas se observaba con claridad el interior de las oficinas de la embajada.

Apolinario, que se había quedado mirando un armario a pocos metros, soltó un quejido lastimoso, y me miró con terror en sus ojos. Ante mi expresión de confusión, gesticuló con sus labios: ¿No lo oyes?

Lo oí, entonces. Un suave susurro que llegaba hasta nosotros desde el otro extremo de la planta. Incrédulo, agudicé el oído, y creí percibir claramente cómo una dama clamaba mi nombre.

Armándome de valor, y recordando lo que me había confesado don Esteban días atrás, me encaramé al pasillo del cual provenía la voz, seguido de un tembloroso Apolinario, que me halaba de la camisa, implorándome que desista de descubrir el origen del llamado.

—¿Hay alguien ahí? —pregunté a la nada.

No obtuve respuesta, así que me introduje de lleno al pasillo, y me arrastré por él guiándome del tacto rasposo de la cortina. La temperatura de mi cuerpo descendió súbitamente y exhalé vapor.

El volumen de la voz se acrecentó al tiempo que una figura de blanco emergió de entre las sombras y se dibujó en el fondo del corredor.

—¡Oh, santo Dios! —exclamó Apolinario, y se santiguó tres veces antes de alejarse corriendo.

El miedo no me venció. Seguí avanzando. La silueta permanecía inmóvil, atenta a mis movimientos. Un sudor frío me recorrió la espalda hasta que distinguí de qué se trataba.

Tras aproximarme a la figura humana que se alzaba metros más allá, advertí que no era más que un maniquí desprovisto de prendas.

—¡Vuelve, oye, que es solo un maniquí!

Apolinario regresó temblando y sudoroso.

—¿Un maniquí? —cuestionó.

—Debieron de haberlo dejado aquí las viejas que tejen en el piso de abajo. No hay nada que temer, ¿lo ves?

—¿Y la voz?

Elevé la vista y noté el astillado techo por el cual soplaba un viento congelante.

—Cuando el aire pasa por ahí, suena como la voz melodiosa de una mujer —le expliqué al provinciano, cuya tez no por ello reflejó menos pánico.

—¿Por qué no lo hacemos de día, primo?

—Ya te expliqué, Apolinario —insistí con ligera irritación—, que durante el día trabajan en la primera planta y no podemos incomodar. La noche es ideal.

El asustado hombrecillo agitó la cabeza, afirmando que rememoraba mis indicaciones. Me apresuré a conducirlo hasta el otro sector de la planta, esquivando el maniquí, donde topamos con una serie de habitaciones reducidas.

—Aquí es donde fumigamos, ¿cierto, primito?

—Ajá.

Apolinario se secó las manos, empapadas de sudor, y empezó a abrir las puertas en un intento de alejar de su mente cualquier creencia absurda. Todo estaba marchando bien. Le eché un vistazo a mi reloj. Ya era cerca de la medianoche. Tiempo de terminar y regresar a casa, me dije.

Un crepitar nos alcanzó desde la habitación más alejada del lugar, cuya pequeña puerta chirriaba. Insté a Apolinario a acercarse, pese al temor que dominaba al pobre joven. La abrió, dubitativo, y asomó la cabeza. Saltó para atrás, disgustado.

—Es un cuarto chiquitito —dijo—, y hay ratas enormes como cancha, ¡un montón!

—¿Enormes, dices?

—Sí, grandes como sabe Dios que nunca vi. Parecen ronsocos, primo.

—¿Ronsocos, dices?

—Ronsocos, sí.

No lo comprobé por mí mismo, porque sabía ya de buena fuente que una plaga de ratas desagradables se había adueñado de la segunda planta de la casa Matusita.

—Pues para exterminarlas estamos acá, Apolinario.

El provinciano resopló, indeciso. De la rendija de la habitación escapó uno de los animales y observé lo robusto que era. Lucía un pelaje pardo y tenía dos tercios del tamaño de un gato. En sus ojos rojos hervía la rabia.

Apolinario la amenazó batiendo un palo entre las manos, y el roedor gruñó antes de regresar por donde había venido.

—Qué feo animalucho, no parece de la creación —comentó.

No perdí tiempo y extraje de mi maleta una lata voluminosa con una etiqueta roja y una mascarilla.

—Apolinario —dije, sosteniéndolo por el hombro—, necesitamos envenenar a esas ratas.

—¡No se puede! Son muy grandes.

—Se puede, se puede —espeté—; pero es preciso que ingreses a la habitación.

El provinciano me miró con los ojos como platos.

—¿Entrar? ¡No, pues, primo! Cómo voy a entrar. ¿Has visto a esas viscachas?

Exhausto por lidiar con él, le dije:

—Apolinario. Las ratas están apostadas hacia el rincón de la habitación. Desde afuera no les haremos nada. Debes entrar y rociarlas con esto.

Le extendí la lata, que sostuvo con desgano. No me preocupé por la etiqueta, pues Apolinario nunca había aprendido a leer.

—Bueno, pero, ¿me darás la plata mañana mismo, no?

—Mañana mismo —prometí—. Pagan bien, los gringos.

—Son gringos, pues, cagan plata.

—No olvides tu mascarilla —le recordé, y le di el utensilio.

Apolinario se lo amarró con firmeza al rostro y, tras un rezo apresurado a sus ancestros, se introdujo de una patada a la habitación.

Desde fuera, me acerqué caminando, sin exaltarme, y cerré la puerta.

—¿Qué haces? —dijo desde dentro de la habitación.

—Así no huirán las ratas.

Escuché cómo inundaba el cuarto de gas. Extraje el manojo de llaves de mi cinturón, y aseguré el cerrojo de la puerta de la habitación.

—¿Primo?

No respondí. Guardé las llaves.

—¡Primo!

Conservando la calma, tomé mis cosas y limpié sin demorar los objetos que había manipulado.

—¡Primo, déjate de bromas, pues!

—¿Qué dices, Apolinario?

—¡Este gas no parece alejarlas! —jadeó, desesperado—. ¡Más bien las está poniendo locas! ¡Se me están subiendo, primo!

—Lo siento, Apolinario —le dije, por sobre los gritos agudos que comenzaban a escapar de la habitación—, pero la leyenda debe mantenerse viva. ¿Te imaginas si alguien atentase contra la embajada desde acá? Es un punto clave, Apolinario. Estratégico. Mas con tu sacrificio, nadie se acercará.

—¡Primo, ayúdame! ¡Me están mordiendo! ¡Ayúdame!

Apolinario golpeaba la puerta desde el interior, cada vez con mayor ímpetu. Era inútil. Me escabullí por el corredor, descendí por la escalera de caracol y abandoné la casona, mientras los gritos de Apolinario invadían la noche, alarmando a los escasos vecinos.

Una amplia sonrisa se esbozó en mi rostro al día siguiente, cuando un titular en el periódico más prestigioso del país anunciaba que se había hallado un cuerpo encerrado en una habitación de la casa Matusita, devorado por roedores hambrientos, aunque todos dedujeron que el culpable real había sido uno de los malévolos espíritus del lugar.

Y él fue mi primera víctima.

Don Esteban me felicitó.

Nadie se acercó más a la casa Matusita.


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