El niño mayor - Laura Navello

El niño se despertó con la tenebrosa sensación de que alguien lo observaba y su corazón comenzó a latir rápidamente, desenfrenado por el miedo. El pequeño se hizo un ovillo bajo las sábanas cuidando que ninguna extremidad estuviese descubierta y, menos aún, que ningún brazo o pierna colgara fuera de la cama. Nadie podría arrancarlos de esa manera.

Aunque la luz de la luna llena iluminaba levemente el entorno, también creaba sombras atemorizantes en la habitación. El niño las miró de reojo, respirando fuerte y aferrando las sábanas como si fuesen un escudo. Cerca de la ventana, finas y huesudas garras se extendían hasta su cama formadas por el árbol del patio trasero. Frente a la puerta, su oso de peluche preferido que durante el día parecía inocente, ahora se dejaba ver tétrico y perturbador. Observaba al chiquillo con malicia. Incluso la pequeña luz del televisor parecía un endemoniado ojo rojo, su dueño dispuesto saltar sobre la cama y morder al niño con unos filosos dientes que le desgarrarían la piel.

El pequeño luchó contra el llanto mordiendo su labio inferior; ya estaba grande como para temerle a la oscuridad. Al menos eso decía su padre, quien la semana anterior se había negado a dejarle encendida la luz del pasillo como todas las noches, sermoneando que ya era un niño grande y tenía que aprender a dormir con las luces apagadas. En su momento, el pequeño había asentido orgulloso, dispuesto a convertirse en un niño mayor. Ahora se arrepentía.

Lo peor para el pequeño, sin embargo, no eran las sombras sino los ruidos. La vieja casa donde el niño vivía con su familia parecía quejarse de dolores durante la noche; retorciéndose y gimiendo de sufrimiento. "Son las maderas que con el frío hacen ruido", le explicó su padre millones de veces. "Es la rama del árbol que rasguña la ventana, mi amor", le decía su madre hasta el cansancio. Se sentía tonto durante esas conversaciones, con sus padres riéndose de su inocencia y restándole importancia sus miedos. Muchas veces se lo contaban a sus tíos o amigos, jactándose de lo tierno que era cuando el pequeño corría en llantos hacia ellos luego de una pesadilla. Había optado entonces por no volver a quejarse, no decir una palabra, ni escapar a la habitación de sus padres. Era un niño mayor ahora.

La cortina se sacudió por una brisa imperceptible y el niño se sobresaltó en su cama con un escalofrío recorriéndole la espalda. Por un lado quería cerrar sus ojos fuertemente y esconderse bajo las sábanas, por el otro quería mantener su mirada atenta en cualquier cosa que se moviese. ¿Qué pasaba si cerraba los ojos y no veía llegar a los monstruos? No podría escapar ni gritar.

Del miedo, al niño le dieron ganas de orinar y con ellas vinieron las lágrimas. Los niños mayores no hacían pis en sus camas; se levantaban e iban hasta el baño, pero para ello el pequeño tendría que caminar por el largo pasillo a la salida de su cuarto hasta llegar a la última puerta. Un pasillo que era frío como la nieve, su piso rechinaba al caminar y todas las noches se inundaba de tal oscuridad que la puerta del baño nunca se vislumbraba desde su cuarto. Era como caminar hacia un abismo. Como el niño ya era mayor, respiró bien hondo y se armó de valentía; los niños mayores no le temían a nada.

Mirando alrededor de su cuarto con ojos bien grandes, el niño saltó desde su cama lo más lejos que pudo en dirección a la puerta, huyendo quien pudiese estar escondido bajo su cama. Soltando un gritito de miedo por la creciente sensación de ojos en su espalda, el niño se apuró a prender la luz, espantando a los fantasmas. Con la luz vino la claridad, y el niño volvió a sentirse tonto por sus miedos. Decididamente abrió la puerta de su cuarto dejando ver el oscuro pasillo iluminado tenuemente por la luz de su habitación.

Un golpe proveniente de su cama lo hizo voltearse sorprendido, pero nada se dejó ver excepto la luna llena tras la ventana. El niño infló su pecho orgulloso, las luces estaban prendidas así que no tenía nada de qué asustarse. Asomándose hacia el pasillo, miró a su izquierda notando que la puerta del cuarto de sus padres estaba abierta. Seguramente los despertaría prendiendo la luz, un regaño que estaba dispuesto a sufrir si implicaba alejar a los monstruos. A su derecha la vista se perdía en la oscuridad, escondiendo la puerta del baño. El niño vaciló durante unos segundos, para luego correr hacia la izquierda y prender la luz del pasillo con un golpe a la llave. Los niños mayores no vacilaban.

El pasillo se iluminó, cegándolo durante unos instantes y clarificando el alrededor. El niño esperó el regaño de sus padres; nada escuchó. Pensó en arrimarse a la puerta y disculparse, pero no quería que supieran sobre su miedo y ser nuevamente objeto de burlas. Mañana les contaría de su hazaña y los haría sentirse orgullosos por ser un niño mayor. Volviendo a tomar coraje, el niño caminó hacia la puerta del baño haciendo caso omiso al rechine de las maderas del suelo e intentando no pensar lo similares que sonaban a una risa aguda.

Las losas del baño se sentían heladas bajo sus pies descalzos y el viento del exterior silbaba por una pequeña rendija de la ventana, que se negaba a cerrar por más golpes e insultos que su padre le profiriese. Turnando su mirada entre la ventana y la puerta, manteniendo una de ellas siempre en el rabillo del ojo, el niño hizo sus necesidades y cuando terminó se sintió verdaderamente un niño mayor. Orgulloso se lavó las manos y emprendió el retorno, corriendo por el pasillo sin importarle que las maderas rechinaran. Sin prestar atención a la risa que ocultaban.

Tan feliz estaba de su nueva encontrada valentía que estuvo a punto de despertar a sus padres, deteniéndose únicamente cuando pensó en la sorpresa que les daría durante el desayuno. Sonriendo se asomó por el umbral de la puerta, sosteniéndose en el marco, y espió de forma traviesa a sus padres dormir. Dos figuras se distinguían entre las sombras, no mucho más. Por un momento le llamó la atención unos bultos oscuros cerca de ambas figuras, pero por más que el niño entrecerrara sus ojos no diferenciaba lo que eran.

La sensación de que alguien lo observaba volvió de forma repentina, junto con todos sus miedos. Se volteó rápidamente, presionando la espalda a la pared del pasillo para sentirse más seguro. Sus manos empezaron a sudar del miedo, y se las secó en sus pantalones pijama. Por más que se repetía que ya era un niño mayor, había algo extraño en el silencio imperturbable de la habitación de sus padres. Ni un ronquido, ni un resoplido, ni una respiración fuerte. El olor metálico y dulzón invadió su nariz, revolviéndole el estómago. Instintivamente, el niño se alejó de la habitación de sus padres temblando y sin darle la espalda.

Llegó a la llave de luz del pasillo y la miró con indecisión. Tenía miedo de apagarla, de quedar nuevamente en la oscuridad junto con las sombras y el olor a metal. Con el silencio profundo. Dentro de su pecho, los latidos de su corazón volvieron a aumentar; el ruido más fuerte que sentía alrededor. Antes de que pudiera arrepentirse apagó la luz de un fuerte golpe y corrió con todas sus fuerzas hacia su habitación.

Respiró de alivio cuando volvió a la zona iluminada, y cerró la puerta de un golpe como si eso pudiese ahuyentar la oscuridad. Pero la sensación de que alguien lo observaba no se iba, por más luz y claridad que hubiese alrededor. Llorando examinó con la mirada su habitación, sin encontrar nada fuera de lugar, sintiendo la desesperación crecer dentro de él de todas maneras. Refregó nuevamente sus manos sudorosas en el pantalón de forma atropellada.

Llevando su vista hacia abajo, notó que algo rojo manchaba sus pijamas celestes. Lo mojaba sus manos no era sudor, sino sangre. Sangre del umbral de la puerta que daba a la habitación de sus padres. Gritó, entonces. Lo hizo a todo pulmón, sin importarle ya si era una actitud de niño mayor o no. Llamó entre llantos a su madre y a su padre, sin atreverse a ir de nuevo a donde dormían las dos figuras. En un rincón de su mente, sabía que sus gritos no tendrían respuesta. Comenzó a temblar de forma descontrolada, y se alejó de la puerta que lo separaba de una pesadilla. Caminando sin desviar la mirada de la entrada a su habitación, el niño se dirigió al único refugio que tenía: su cama.

Se sentó en su borde manchando de sangre las sábanas, su llanto creándole espasmos al atragantarse con su propia saliva. Estaba petrificado del pavor, y ningún pensamiento lógico para escapar se le cruzó por la mente. Las luces quedarían prendidas, de eso estaba seguro. El niño se dispuso a hacerse un ovillo bajo las sábanas y esperar que amaneciese. Alguna persona mayor vendría en su ayuda, él todavía seguía siendo un niño pequeño.

Unas frías manos aferraron sus tobillos desde debajo de su cama, largas uñas clavándose en su piel como garras. El niño gimió de dolor y de pánico, intentando zafarse por todos los medios. Lo único que consiguió fue que las uñas se clavaran más y sangre comenzara a fluir a sus pies. Una carcajada seca y entrecortada resonó sobre los gritos del niño, entusiasmada por la pelea y disfrutando cada momento que sus manos atravesaban la piel.

Con un fuerte tirón, las garras hicieron que el niño se desplomara en el piso y procedieron a arañar la frágil espalda del niño. El pequeño nunca vio de frente a quien lo atacaba, sus gritos se perdieron en la noche de luna llena. Ningún mayor vino en su ayuda.

La sangre de una familia y pedazos de cuerpo fueron lo único que encontraron las autoridades al día siguiente.

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