Cámaras de seguridad - El Chico Del Gorro Azul
Tengo una enorme tienda de antigüedades situada en una de las calles más escondidas de la ciudad. Comenzó como un pequeño negocio, pero a pasos paulatinos fue evolucionando hasta convertirse en un establecimiento destacado. Vendemos curiosidades, armas de todo tipo, animales disecados, incluso incorporamos recientemente una sección de arte. A la gente le fascina comprar cuadros o discos antiguos, sobre todo a las personas mayores. ¡Los vinilos son un éxito! Sin embargo, lo que no está siendo tan exitoso es la seguridad del lugar.
Como cualquier negocio relativamente cercano a las vías públicas de la ciudad, el gobierno local me asfixia con todos los permisos y requisitos. Durante todo este tiempo he descubierto una cantidad descomunal de leyes absurdas cuyo único fin parece ser impedir el crecimiento de los comerciantes. Entre ellas está la raíz de este asunto. Se supone que no puedo instalar una cortina metálica fuera de mi negocio, pues la acera pertenece al uso público. Podría bien colocarla detrás de la puerta, dentro del negocio, si no fuera por el hecho de que abre hacia dentro. Así que no me quedó más remedio que contratar a una agencia de seguridad para que velaran por mi tienda durante la noche.
Durante los primeros meses, el remedio por el cual había optado funcionó de maravilla. Inclusive, conocía a dos de los guardias que habían enviado. Uno de ellos porque era familia y el otro porque frecuentaba la tienda junto a su padre. Pero desde hace algunas semanas, todo ha cambiado de alguna manera extraña y poco lógica. Primero, uno de los guardias se quejó diciendo que escuchaba ruidos por la tienda. Dijo que tener ratas en el negocio no era favorable para mantener el crecimiento del lugar. Me pareció extraño, pues en mi tienda nunca hubo ratas, pero le di el beneficio de la duda y puse algunas trampas. Nada cayó en ellas. Más tarde, me contaron que durante la madrugada sentían el tarareo de alguien. Una persona entonaba una melodía tétrica a mitad de la noche, pero, por más que buscaron hasta el cansancio, no encontraron a nadie en los alrededores del establecimiento.
Lo más insólito comenzó hace dos semanas. Según los guardias, lo que aparentemente era una mujer encapuchada se aparecía cada noche entre las dos y las cuatro de la madrugada. Se paraba frente a la puerta y solo observaba. A veces llevaba la mano hasta el cristal de la puerta, pero nunca tocaba para entrar. Uno de los guardias quiso abrir la puerta una vez y preguntarle a la enigmática mujer qué era lo que buscaba, pero advirtió un poco antes de hacerlo un destello de luna sobre el cuchillo amarrado a su cintura. Dio órdenes a los demás para que no abrieran la puerta a aquella mujer, bajo ningún concepto. Uno de los guardias renunció esa misma noche.
Esta mañana recibí una llamada de la agencia de seguridad notificándome que mi tienda se encontraba sin protección. Los dos guardias que habían quedado regresaron a la compañía en mitad de la noche, sin pronunciar una sola palabra, con las cartas de renuncia entre sus manos. He encontrado la puerta abierta de par en par a mi llegada. ¡Vaya guardias más valientes! Si es que de todos los que hay en el mundo, mi mala suerte me trajo a los peores que encontró.
Era imposible contratar a otra empresa en un solo día. Además, no tenía dinero para pagarla. Se acercaba el fin de mes y debía cuadrar las cuentas del negocio para pagar las facturas y hacer inventario. Me interesaba bastante hacer el inventario, pues había que faltaban cosas en mi tienda. Han ido desapareciendo algunas reliquias durante estos últimos días y no encuentro explicación para ello. Si nadie entraba a la tienda, salvo los guardias, ¿cómo es posible que falten cosas de la noche a la mañana? Decidí que pasaría la noche en la tienda, trabajando. Así mataba dos pájaros de un solo tiro.
Dediqué la primera parte de la noche a revisar, pasillo por pasillo, toda la mercancía que tenía. Anoté la que faltaba y no recordaba haber vendido. Revisaría más tarde si realmente alguien había comprado los artículos o no. Estuve siempre pendiente a la puerta por si se aparecía la dama de negro que solía visitarnos durante la noche. Supongo que es una mujer puntual porque hasta ahora no se ha aparecido.
Hace unos minutos subí hasta la segunda planta, donde está el almacén y el cuarto de vigilancia. Pensé que desde aquí podría hacer las cuentas y, a la vez, notaría por las cámaras de seguridad todo lo que ocurriese en el piso inferior. Sin embargo, me pudo la curiosidad y decidí posponer el trabajo para revisar las grabaciones de las últimas noches. En velocidad acelerada, se veía a la mujer aparecer fielmente cada noche y se le veía marchar. Entre grabación y grabación iba haciendo mis anotaciones. Llevaría los registros a la policía en la mañana. Reproduje el archivo de la noche anterior a una velocidad normal para analizar todos los detalles. Sin embargo, lo que acabo de ver me congeló la sangre por completo.
Por la puerta abierta completamente, apareció una figura curiosa, extraña. Recorrió la tienda a una velocidad sobrehumana y luego se paró justo al frente de la cámara, mirándola directamente. Pude verlo con claridad y a cada segundo que pasa mientras observa la cámara, me provoca más terror. Parece un hombre, podría decirse que es de baja estatura. A pesar de que su piel es morena, creo que lleva una máscara. Las facciones del rostro son demasiado exageradas para ser humanas. Su cabeza parece estar hecha de madera, con unos enormes ojos saltones y una sonrisa estática casi sarcástica, horrible. Lleva mirando a la cámara muchísimo tiempo y mi corazón cada vez palpita más fuerte. ¿Qué diablos es? ¿Qué es lo que buscaba? Ahora ladea la cabeza lentamente. Con sus dedos índices comienza a golpearse las mejillas, primero tres veces seguidas, luego una más y cambia de mano. Aunque las cámaras no transmiten ningún sonido, mi cabeza puede imaginarse perfectamente el retumbar del eco producido por los toquecitos en la madera rígida. Cada vez aumenta más el ritmo, su sonrisa parece ensancharse y sus ojos aparentan brotárseles cada vez más. Creo que ya no puedo soportar su canción de agonía, siento demasiada presión en mi pecho. Me cuesta respirar. Él, o eso, me mira de perfil, con esa sonrisa macabra. No puedo resistirlo más. El miedo me recorre cada fibra nerviosa, erizándola, convirtiendo en un desierto ártico todo mi interior. Quiero detenerlo, necesito parar esta reproducción. Y lo intento. Me abalanzo violentamente hacia el botón de pausa, pero me doy cuenta de lo peor. No estoy reproduciendo la cinta de anoche, estoy mirando la reproducción en vivo de las cámaras de seguridad.
Él hombre de madera hace un gesto de negación con la cabeza y mi mente se imagina su risa burlona taladrándome los oídos. ¿Qué puedo hacer? ¿Qué hago? ¿A dónde voy? Yo quiero irme. Irme. Por favor, debo irme. Me repito a mí mismo murmullos de loco, mi cordura me ha abandonado mientras veo cómo él se dirige hacia las escaleras. Sé que el tarareo que escucho no lo está imaginando mi mente, mis oídos lo saben, mi corazón también. Se acerca, se acera. Y escucho sus pasos. Su canción. Lo escucho. Lo escucho venir. ¿A dónde voy?
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