Noche transfigurada.

Recuerdo haber mirado al cielo antes de salir de casa. Las nubes se teñían de un color rojizo y el astro solar estaba oculto casi en su totalidad, advirtiéndome que no tardaría en caer la noche. Poco me importó, sin embargo. Todo lo que me rodeaba resultaba insignificante para mí, en ese momento solo estábamos mi desdicha y yo. De otro modo, el gélido viento chocando con fuerza contra mi rostro y el revolotear de los cuervos que no acostumbraban a verse en la ciudad, hubiesen resultado suficiente aliciente para quedarme. La naturaleza me había estado dando señales a lo largo del recorrido, fue culpa de mi carencia de razón no haberlas notado.

Si de algo vale justificarme, estaba molesta. La frustración que sentía nublaba cualquier pensamiento racional. Ni siquiera fui consciente de cuándo mis pies dejaron de moverse sobre el adoquinado suelo de la ciudad para dar paso a una superficie de césped y tierra mojada. Gracias a ello, diez minutos más tarde, el lodo que cubría mis zapatos y mi vestido me hizo imposible seguir adelante. Miré hacia el frente y noté que un patrón de lápidas y mausoleos parecía extenderse hasta el infinito. Aunque nunca había estado allí, sabía que el único depósito de muertos a largo plazo que existía en la ciudad era el Cementerio de los Héroes.

¿Cuánto tiempo había estado fuera? Lejos habían quedado los límites de la ciudad y debían ser más de las nueve. Era una hora peligrosa para pasear. Lo extraño era que me aterraba más la idea de volver a mi hogar que la de estar sola y perdida a altas horas de la noche. La paz que aquel sitio desprendía resultaba reconfortante y, después del incidente que había tenido lugar en la tarde, me estremecía pensar lo que me esperaba al llegar como castigo por mi insolencia.

Le había gritado a Madre y la había empujado contra una pared para poder escapar por la puerta trasera de nuestra casa, que daba a un estrecho callejón con salida a la plaza principal. Mientras corría, la gente me gritaba improperios por tropezarlos. Sin embargo, logré perderme en la muchedumbre y poco a poco fui ralentizando los pasos hasta que terminé caminando sin rumbo alguno.

Ahora el esfuerzo físico me pasaba factura y mis piernas clamaban adoloridas por un descanso. Pero yo no daría marcha atrás. Prefería quedarme a la intemperie y que la luz de la luna vigilara mi sueño antes que ver a Madre de nuevo. Creía que, al menos, merecía algo de tiempo para reflexionar.

Me saqué los zapatos y rompí el dobladillo de mi falda para poder andar mejor. Desde ese momento, la aventura no prometía nada bueno para mí. Jamás había andado sobre el suelo con los pies desnudos y me desagradaba la sensación, por no mencionar que la neblina comenzaba a cubrirlo todo y las temperaturas habían bajado de una manera considerable.

Suspiré, intenté ignorar la incomodidad y me eché a los hombros una capa azul que, sin darme cuenta, había estado aferrando con fuerza desde que había salido de casa. No podía derrumbarme en ese momento, si llegaba alguien a verme consideraría sospechosa mi presencia en el lugar un día que no fuese el de la Conmemoración.

El Cementerio de los Héroes es un espacio reservado a las presencias más insignes de la República: biólogos, físicos, ganadores de guerras y filósofos, personas que en vida ayudaron de manera significativa al desarrollo de la República, residen allí para ser adorados por todos los habitantes. Es un lugar casi inalcanzable. Ni siquiera Padre, presidente del sindicato de una de las más grandes fábricas de la ciudad, tuvo el honor de que su cuerpo fuese conservado.

Si no perteneces a ninguna de estas ramas, si eres una persona de existencia insignificante, tu cadáver es lanzado a un acantilado que bordea la ciudad en el extremo opuesto del que me encontraba en ese instante. Mueren muchos diariamente y la acumulación de olores desagradables por la descomposición a veces llega a los bordes de la ciudad, pero la Brigada de Reutilización solo va las noches de luna llena a recoger los cuerpos y llevarlos a los hornos gigantes de cremación. La muerte es reciclable: el calor producido por los cuerpos ardientes en el fuego se conduce hasta las salas de las calderas y es transformado en el vapor que mueve las turbinas de una considerable cantidad de fábricas en la ciudad.

Se cuenta que hubo un tiempo en el que nuestros antepasados le rendían culto a la muerte, ahora resulta una afrenta hacia el dogma principal bajo el que se erige la República y todo su cuidado sistema social. Puede explicarse tal actitud de esta forma: si no dejásemos de existir pero siguiéramos creando nuevas existencias, nos encontraríamos ante una sobreproducción que no es posible sin saturar el sistema.

Funcionamos como una fábrica donde la materia se procesa, se utiliza y, posteriormente, pasa a servir como combustible para que las máquinas sigan funcionando y los engranajes se conecten a la perfección. Somos autosustentables y ese es uno de los mayores logros de la República.

Es por ello que el Cementerio de los Héroes es un sitio especial. Llegados a un punto del recorrido, me resultaba incluso fascinante pensar que bajo mis pies se hallaran los esqueletos de aquellos seres que fueron en vida tan importantes como para ser exentos de servir en la muerte. La República cree que si guarda a los Héroes en un sitio especial como aquel, nuestra inherente necesidad de adorar a un ente que esté más allá de él se verá satisfecha. Para la República no hay ser alguno que pueda superar a nuestra especie y toda alabanza debe estar dirigida, por tanto, hacia nosotros mismos. Es irónico: somos dioses y esclavos a partes iguales.

Tal reflexión me hace darme cuenda de que odiaba a la República incluso antes de lo que pensaba. Aunque en ese momento no podía considerar que habiendo huido de casa me estaba rebelando, ahora entiendo que lo mío era una negación directa a cumplir mi rol en el ciclo natural que debía seguir la sociedad. No quería contribuir a la continuidad de la especie, me negaba a ponerme al servicio de la gran industria que constituíamos.

Madre me había dicho que uno de los directores de la fábrica más grande de la ciudad estaba en busca de descendencia y ella me había ofrecido para el trabajo. El anciano, de nombre Rimauld, me había aceptado. Era evidente que mi prueba de fertilidad había dado positivo, de otro modo hubiese sido llevada a los campos de drenaje de energía cuando que cumplí los trece.

No podía negarme, nuestro futuro estaba en juego. En la República, todos trabajamos y sin la protección de Padre, que iba a ser quemado y borrado de nuestra existencia aquel día, estábamos expuestas a todo tipo de agravios. Sin embargo, la idea resultaba repugnante en mi cabeza. Se murmuraba que existían casos donde aquellos grandes señores buscaban algo más cuando contrataban doncellas para la reproducción. Además, no quería tener hijos porque los hombres me resultaban repulsivos. Poco podía hacer, sin embargo, con mis deseos estando aún al cuidado de Madre.

Suspiré y mi aliento salió como un vaho helado. La noche era invernal y el frío que congelaba mi corazón cuando pensaba en aquella mujer no resultaba de ayuda en mi recorrido. Al menos había alcanzado el borde en el que aquellos recuadros y bustos tallados en piedra lisa dejaban de hacerse presentes. Frente a mí no había más que árboles que parecían tocar el cielo con sus copas y caminos desiguales. Nadie me hallaría si me adentraba en el bosque, era un plan perfecto.

El problema era que a medida que avanzaba la superficie se hacía más sólida y las rocas y ramas imposibilitaban mi avance. Al no estar acostumbrada a ir con los pies descalzos estaba bastante magullada y más de una vez tuve que detenerme, hasta que, en algún punto, pisé una roca puntiaguda que me hizo soltar un alarido y buscar el tronco más cercano para recostarme. Me di cuenta de que estaba sangrando, la herida era profunda y cuando intentaba apoyarme un dolor terrible se extendía por toda mi pierna. No sabía si me había alejado lo suficiente como para no ser encontrada, pero no podía seguir más allá.

Me dejé caer. Traía un agotamiento físico y mental que pesaba sobre mis hombros como uno de los grandes fardos que los críos de diez años cargaban de punta a punta de la ciudad. Tanto tiempo intentando no llorar había desembocado en un cuadro patético donde era incapaz de controlar mis sollozos mientras me hacía un ovillo, tratando de pasar desapercibida para las criaturas que en aquel lugar habitaban.

Estamos entrenados para que la muerte no duela ni resulte aterradora. Lo cierto es que la muerte de Padre no hacía mella en mí. En cambio, la preocupación de tener que estar al servicio de aquel viejo verde de Rimauld lograba crisparme hasta tal punto de romper mis barreras de autocontrol. ¿Por qué no podía cumplir mi deber con la misma docilidad que todos los que me rodeaban? ¿Por qué, pues, mi vida era tan penosa?

Mi autocompasión era tal que cuando noté que los árboles comenzaban a moverse, separándose para crear un ancho camino, pensé que aquel abismo de lástima que se abría frente a mí comenzaba a afectarme la mente. Fue entonces, mientras aún me hallaba inmóvil por la sorpresa, que una mujer incluso más pálida que yo, vistiendo un hermoso vestido color oliva con encaje negro y luciendo una larga cabellera castaña, apareció frente a mí.

No estaba y de repente estuvo. Ninguna ciencia podía confirmar lo que mis ojos estaban viendo. No había manera, la República decía que no había manera.

—¿De qué os quejáis tanto? Vuestros sollozos perturban mi descanso. —Sus labios no se movían, pero su mensaje llegaba a mí con claridad—. Anda, niña, quiero escucharos. ¿No sabéis acaso quién soy? ¡Por supuesto! Vosotros, humanos, fingís que no existo. Os halláis, pues, frente a Bashlynna, diosa del cielo y de la tierra. Señora de todo aquello que veis a tu alrededor.

No supe qué responder. Bien estaba enterada de que hubo un tiempo en el que nuestra especie afirmó la existencia de un ser supremo que regía la vida en la tierra, pero en la actualidad creer es considerado el delito más agravante. Las historias que se cuentan a media voz hablan del pasado como una época oscura y barbárica, donde «Dios» fue ilegalizado luego de la derrota de los grupos radicales liderados por Yeshúa el inmolado.

—Y-yo, majestad... —Tragué saliva, tales palabras podrían conducirme a la hoguera por irrespeto a la República en un abrir y cerrar de ojos, mas no reconocer la superioridad de la dama vestida de verde hubiese sido de mi parte una insolencia—. Disculpadme, no ha sido mi intención inquietarla con mis lamentos. Ahora mismo volveré a casa y nada más oirá de mí vuestra excelencia.

Cuando intenté incorporarme de mi posición me di cuenta de que unas raíces rodeaban mis tobillos y me obligaban a mantenerme de rodillas. La mujer, Bashlynna, estuvo en menos de un segundo tan cerca que mi nariz rozaba la tela de seda de su vestido.

—¡Tonterías! Los humanos sois unos rastreros, incluso luego de haber negado mi existencia por tantos siglos venís en mi búsqueda. —De repente, una sonrisa inquietante se dibujó en su rostro—. Al menos hoy tendré un festín.

Se inclinó hasta mi posición. Con un dedo, levantó mi barbilla y me hizo mirarla a los ojos. Sus pupilas no terminaban, todo el iris era negro y al verla un vacío terrible se apoderaba de mí. Supe que iba a morir y no me importó. Al menos moriría en el bosque y nadie encontraría mi cuerpo. No me utilizarían como combustible para sus malditas fábricas y no tendría que trabajar como engendradora. Sería feliz porque ya no tendría que trabajar para la República. Pero nada pasó como me lo esperaba: Bashlynna dejó caer mi rostro luego de unos segundos y soltó un siseo.

—Teneis un alma de lo más interesante.

—¿Alma? —Fruncí el ceño—. N-no sé qué es eso, majestad.

—Claro que no lo sabéis —se mofó—. Los humanos, vosotros idiotas, habéis eliminado todo lo que os recuerde de dónde vienen. Pensáis que dejaréis de ser míos si olvidan que una vez lo fuisteis. Sin embargo, pequeña, no es vuestra culpa y mi infinita bondad lo entiende: como sé que sois desdichada, os concederé lo que pidáis.

¿Cómo negarme a aquello? Incluso contradiciendo la lógica que habían grabado en mi mente, esa mujer tenía razón: era desdichada. Mi corazón se llenaba de esperanza por sus palabras y sin duda contesté:

—No quiero seguir siendo un objeto a disposición de cualquiera para cumplir un trabajo. Yo... deseo, su alteza, ser libre y derrotar a mis enemigos.

¿Fue la respuesta indicada la razón de su expresión complacida?

—Os concederé más que ello, niña. Os daré poder, os daré lo que la República añora pero nunca ha podido conseguir. No temáis, porque el mundo será vuestro.

No pude prever lo que pasó a continuación. La mujer tomó mi rostro con ambas manos y juntó sus labios con los míos. No entendí por qué abrí mi boca ni por qué seguí sus movimientos como si alguna vez hubiese hecho aquello. Lo que sí supe es que estaba perdida: la amaba y, más allá, creía.

Entonces, mis párpados se cerraron y tuve el conocimiento de la humanidad completa en mis manos. No estaba inconsciente, sin embargo; estaba en todos los sitios y a la vez no estaba en ninguno. Estaba junto a Padre, rodeada de cuerpos descompuestos; estaba al lado de Madre, sentada en la cama contemplando la ciudad con preocupación; estaba dentro de Bashlynna; estaba... más allá de la tierra.

Nuestros ancestros, aquellos que alguna vez creyeron, decían que en el infierno ardían las almas corrompidas, pero yo he estado allí y sé que no es verdad. En el infierno te congelas, sientes cómo tus extremidades entumecidas se caen y la piel se te abre y deja entrar todo tipo de alimañas que carcomen tus órganos vitales. El infierno quema, sí, pero la sensación asemeja a la de la nieve cuando hace contacto con un cuerpo desnudo.

No tuve dudas en aquel momento: la República mentía.

«El mundo será vuestro».

«El mundo será vuestro».

«El mundo será vuestro».

Y Dios también.

***

El constante sonido de las agujas del reloj es lo único que me confirma que el tiempo pasa. No he comido ni bebido nada desde esa noche. Incluso me cuesta hablar y tiendo a responder con palabras cortas cualquier pregunta que me hacen. Madre está preocupada, no para de preguntarme qué ha pasado, pero después de la tercera noche sin sueño no soy capaz de entender sus palabras.

Piensa llevarme al doctor mañana por la mañana, teme que me haya lastimado y no vaya a poder ser contratada para el trabajo de reproducción. Ya no me importa qué crea. Soy tan inservible en ese momento que ni siquiera en los campos de drenaje de energía les convendría tenerme.

No sé cómo logro levantarme, pero lo hago. Es ya entrada la noche y mi cuerpo parece conducirse por sí mismo hasta el borde de la oscura habitación. Quizá salto la ventana porque no tengo miedo a morir. Quizá no me hago un solo rasguño porque en realidad no salté la ventana.

El punto es que estoy fuera de casa. Está nevando y no llevo guantes ni sombrero, pero es como si mi piel fuese de fuego y el invierno no hiciese mella en mí. Cruzo las calles desiertas y llego hasta los grandes edificios que componen la zona industrial de la ciudad. Lo veo desde la distancia, pese a que la luna no esté brillando en todo su esplendor.

Está a las afueras de la fábrica, recostado en una pared. Puedo notar incluso que lleva una camisa de sin mangas y un pantaloncillo corto que apenas cubre sus piernas y le hace temblar por el inclemente clima. En el infierno hace frío... ¿Qué tan cerca estará la República del infierno?

Mis pasos son seguros, nada me detiene ni me hace vacilar. El niño nota mi presencia cuando apenas unos pasos lo separan de mí. Ya es muy tarde, ya es muy tarde...

—En una noche tan fría, pequeño, ¿qué hacéis a las afueras de este lugar? —pregunto, esbozando una sonrisa.

¿Por qué me he detenido a contemplar su presencia? ¿Qué busco en aquel minúsculo ser que apenas refleja una sombra en el adoquinado suelo?

—Estoy esperando a mis padres, señorita —dice.

—Permitidme, entonces, daros algo para cubriros. Yo vivo cerca y podré recorrer las cuadras que me faltan sin problema.

El chicuelo sonríe y yo también lo hago en respuesta. Desato el cordón que sujeta el abrigo y lo extiendo. Me inclino para poder colocarlo a su alrededor y estoy tan cerca de su piel aceitunada que su aliento choca contra mi rostro. Un ansia incontrolable se apodera de mí. Tomo su cara y él no se alarma por aquel contacto. Tampoco tendrá tiempo para hacerlo. Será rápido.

Mis labios hacen contacto con los suyos: tiene un alma pura, deliciosa. Veo sus recuerdos, hago míos sus anhelos, sus miedos. Su vida. La expresión del crío se queda congelada en el gesto de sorpresa y terror. Un hilo de sangre sale de su boca y resbala por su barbilla. Con un dedo limpio el rastro y luego me lo llevo a los labios para saborearlo. Es un momento, hermoso, perfecto... y frágil.

El sopor en el que he estado sumida estos días se desvanece de repente. La culpa me invade y la risa de Bashlynna resuena en mi cabeza. «Os alimentaréis de lo único que la República no puede aprovechar en sus fábricas. Y seréis grande porque poder semejante no se ha visto nunca en la tierra».

Limpio las lágrimas que, sin darme cuenta, he comenzado a derramar cuando la voz se pierde en las profundidades de mi mente. Miro al niño. Está aún de pie. Llevo mis manos a su cuello y me doy cuenta de que sigue teniendo pulso, su corazón late y siento su respiración pausada. Pero ahora, los ojos vacíos son lo único que queda.

Con dedos temblorosos, tomo la pequeña mano y lo llevo hacia las afueras de la ciudad. Al depósito de cadáveres. No puedo dejar que nadie me descubra. El pequeño no pone resistencia mientras lo guío a su fatídico destino, pero yo quiero derrumbarme cuando pasamos por una calle donde un charco de agua se extiende y mi reflejo es visible en todo su esplendor.

Los labios teñidos de carmín, la mirada encendida más llena de vida que nunca y un cosquilleo de placer que invade mis sentidos. «Soy un monstruo». Solo el cuerpo que he vaciado y mi propio reflejo son testigos de esta revelación. Y la noche que muestra la verdad de mi naturaleza: la noche transfigurada.

.

Fin. 





Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top