02. La pasión de los Jeon
Abril.
Esa noche el viento fresco hacía bailar con esmero el cabello negro de Jeon Jungkook. El cuerpo del joven yacía sentado sobre la pista de atletismo que lo había visto crecer. Estaba rígido cual tronco de cerezo, sus manos sudaban frío al contacto con el tartán del suelo rojizo y una extraña sensación recorría su interior. Había algo extraño, algo diferente: el ambiente de aquella noche se experimentaba muy tenso, aun cuando la primavera reinaba por sus alrededores.
Jungkook observaba las estrellas sin lograr ponerles la atención suficiente, pero intentaba perderse en ellas solo para dejar de pensar, pues los nervios se lo estaban comiendo vivo y sabía que ese sentimiento no le hacía ningún bien. Conforme pasaban los minutos, las emociones del pelinegro se acrecentaban: sentía como su estómago se estrujaba y su corazón latía con rapidez.
—Nadie dijo que fuera fácil, hijo, pero el día de mañana debes ponerme orgullosa.
Rememoró las palabras que la señora Jeon Heeyon, su madre, le dijo aquello muy temprano ese día. Su piel se erizó sin remedios y se abrazó a sí mismo para intentar reconfortarse.
La familia Jeon era reconocida en Seúl por mantener un linaje excelente de deportistas y atletas natos. Ante aquello, Jungkook no se quedaba atrás.
En Corea, era conocido como el Golden Maknae por ser el miembro más joven de los Jeon, el más destacado y con increíbles talentos. Se trataba de un atleta de alto rendimiento con fascinación por la pista de carreras. Él era un velocista asombroso, siempre dedicado y competitivo, y podía demostrarlo, pues jamás había perdido una competencia. Su familia y amigos lo admiraban, lo tomaban como el ejemplo que se debía seguir, pero Jungkook no sabía cómo sentirse frente a eso.
—Lo harás bien, eres el campeón de la familia.
Inhaló y exhaló exageradamente el oxígeno que lo rodeaba. Sentía demasiada presión ante lo que se acercaba a pasos agigantados, puesto que uno de los días más importantes de su vida estaba a unas horas de comenzar.
Jeon Jungkook tenía un sueño: anhelaba con su alma y corazón poder ganar las olimpiadas, cosa que ningún miembro de su familia logró jamás.
Los noticieros, espectáculos y programas de deportes alegaban firmemente sobre el competidor favorito de la nación. Aunado a ello, algunos analíticos del atletismo habían establecido que ganaría la final del campeonato que se avecinaba al día siguiente: ese en el que se decidiría si el Golden Maknae podría representar a Corea en las Olimpiadas del año siguiente, o no.
—No nos decepciones, niño. Confiamos en ti.
Eso le dijo su primo la última vez que lo vio.
Y no eran para menos los nervios que experimentaba: los Jeon estaban muy al pendiente de los pasos que daba Jungkook. Ellos también querían verlo ganar, querían que llegara tan lejos como se pudiera.
El pelinegro no quería sentir aquello. Se había preparado durante toda su vida para ese momento, pero nunca imaginó que un revuelo de sentimientos intensos lo invadirían horas antes de mostrarle al mundo lo bien que hacía su trabajo.
Cerró los ojos y deseó que aquel momento pasara lo más pronto posible. Quería escapar. Estaba tan ansioso que, si no se calmaba, su corazón se le saldría corriendo del pecho. En contraste, también codiciaba estar en la pista, preparado para correr como nunca antes lo había hecho.
Jungkook percibió con los ojos cerrados un destello en el cielo nocturno. Los abrió inmediatamente, ofuscado, percatándose de que no había nada distinto: las estrellas se podían apreciar claramente desde la pista de atletismo, como cualquier otro día.
Las gradas a su alrededor estaban iluminadas tenuemente por la luz de la luna llena y yacían deshabitadas como era usual. El pelinegro ya estaba acostumbrado a ello, pero nunca se había sentido tan solo en aquel estadio perteneciente a su familia.
—Procura traer el oro para los Jeon, Golden Maknae, procura darle el oro a tu padre.
Las palabras de su abuelo resonaron en su mente sin ninguna razón, entonces recordó a su progenitor, ese hombre que lo educó y lo amó bastante, ese que murió cuando Jungkook era un niño en un accidente automovilístico, donde el pelinegro también estuvo presente.
Sintió que su pecho le dolía, él deseaba más que nadie ganar el oro y poder dedicárselo a su padre, era lo menos que podía hacer, pero aun sí no lo ganaba, en el fondo sabía que su padre ya estaba completamente orgulloso de él.
Sus ojos se cristalizaron ante la tenue imagen que conservaba en su mente del hombre que le dio la vida. Lo extrañaba bastante, a pesar de que ya habían pasado 13 años de aquel acontecimiento que traumatizó al joven prodigio: aún seguía doliéndole como si hubiera sido ayer.
De pronto, su celular sonó. Era un mensaje de su madre que le pedía regresar a casa tan pronto como pudiese, pues necesitaba descansar todo lo posible antes del gran día.
Jungkook suspiró cansado y tomó fuerzas de donde no las había para ponerse de pie. Decidido, atravesó la pista de atletismo en dirección a la salida del estadio, pero antes de abandonar el sitio, echó un último vistazo, esperando que el día siguiente fuera el mejor de su vida.
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