Capítulo 6: Bienvenida

Despierto invadida por un ardor desconocido en la parte media del abdomen, mi estómago no solo duele, sino que suena y se retuerce en mi interior. Me rio entre dientes por la sensación, pero no tardo en comprender lo hambrienta que estoy. No he comido desde el almuerzo de ayer. Me levanto despacio al notar palpitaciones en mi cabeza, un dolor creciente se apodera de mí mientras me acomodo al borde de la cama. Allí me detengo, espero adaptarme a el. Me sorprendo de lo bien que mi cuerpo ha respondido al estrés del día anterior.

El suelo en cerámica es frío, más frío que la madera de mi vieja habitación; para el área de mi cuarto basta con la luz procedente de la única ventana para iluminar. Froto mis pies unos contra otros en busca de calor y me arropo con las cobijas tibias. Levanto la vista hacia el reloj, son pasadas las once de la mañana. Ese hombre me va a matar cuando regrese.

Bajo en las puntas de los pies bien cubierta por cobijas, evito hacer ruido o tocar cualquier cosa. Debe ser tonto pensar que lo encontraré en cada esquina, pero todavía no quiero ser vista semidesnuda. Alcanzó el refrigerador sin demora, me zambullo en su interior con la intrepidez de una mujer hambrienta.

—¿Qué busca, señorita?

—¡Carajo! —grito y pierdo el equilibrio.

No respiro mientras caigo al suelo. Muevo mi cabeza en todas las direcciones en busca del origen de la voz femenina, al tiempo que me arrastro sobre el piso y termino arrinconada en una esquina del mesón, con las rodillas dobladas y todo el cuerpo escondido bajo las cobijas. No hay nadie alrededor.

—Soy el sistema inteligente de servicio acoplado al señor de esta residencia. Le informo, señorita, que no se encuentra en mis registros. Debo pedirle se retire o espere en la sala de estar a su derecha por la llegada del señor en: seis horas, cinco minutos y treinta y cinco segundos.

Soy capaz de respirar en paz tras la explicación de la máquina, pero no puedo creer como soy rechazada hasta por una casa. Había escuchado de los sistemas inteligentes, aunque jamás me topé con uno en mi vida; hace décadas dejaron de ser moda. Ignorando las instrucciones de la I.A llego a gatas hasta la nevera, cuya puerta sigue abierta, y sin levantarme tomo un par de manzanas. Justo a tiempo, porque la puerta se cierra de golpe.

—Le pido que colabore y tome asiento, de lo contrario deberé pedirle que se retire, señorita.

—¡Maldición! ¡Máquina! Aquí —Me levanto de golpe, dejo caer la cobija y señalo mi rostro—. Soy la nueva señora de esta casa, así que nada de echarme. Mi nombre es Li... Aletheia ¿Qué tu señor nunca me mencionó?

Sé que actúo como una niña caprichosa, pero no tengo idea de a dónde ir si me echan. Además, estoy semidesnuda y muero de hambre, dos manzanas no son suficientes para calmar mi estómago.

—Afirmativo, señorita Aletheia. Disculpe mi comportamiento, el señor ha dejado la siguiente nota, por favor verifíquelo sobre el refrigerador.

Tras un bufido de satisfacción, me giro hacia la pantalla mientras doy un primer mordisco a la manzana que sabe a gloria. Sobre el cristal se forma un mensaje:

"El carro rojo en el garaje ha sido preparado para ti, úsalo si necesitas salir."

Máximo

—Máximo— susurro. Ni siquiera sé si tengo permitido llamarle así.

Hay muchas cosas que son un misterio de mi prometido. Nunca entendí porqué se abstuvo de pedir mi mano en persona, tampoco consigo entender porque nunca se presentó en persona o trato de contactarme, aun cuando sé que lo tenía permitido. Lo poco que pude saber de él en estos cuatro años ha venido de la farándula y el internet. Pero, sobre todo, ¿por qué necesito un auto si no sé manejar?

Le resto importancia al mensaje e intento abrir de nuevo el refrigerador cuando la voz habla.

—Bienvenida, señorita Aletheia. ¿Qué desea comer?

Las últimas palabras son todo lo que necesitaba oír. Aunque es irónico que mi única bienvenida provenga de una máquina lista para de echarme que de mi propio prometido. En definitiva, esta casa tecnológica es demasiado retro para mi gusto.

Tras terminar de comer una avena desabrida, preparada por la cocina automática, me acerco a un paquete, que me indica la casa, sobre una mesa en el salón; adentro hay una camisa blanca, un pantalón corto e incluso una correa. Prendas masculinas. Dudo un par de segundos antes de apretar el paquete contra mi pecho y subir dispuesta a asearme; después de todo, es el primer gesto gentil que tiene mi prometido hacia mí, y no planeo levar la gargantilla metálica ni andar en ropa interior todo el día.

A eso de las tres de la tarde el aburrimiento me destruye. No es una buena idea ir de compras con mi apariencia actual, pensar en ser vista en público en este atuendo no solo consigue revolverme el estómago, incluso podría traerme problemas con su alteza —mi prometido—, al final, nuestra relación está abierta al público. Pero han pasado cuatro años desde mi oportunidad de elegir vestimentas sin pasar por la aprobación de mi tutora o alguna dama, así que no puedo perder la oportunidad de hacer algo por mí misma.

Con la firme decisión de salir del complejo, me encamino a buscar ayuda en alguna de las casas cercanas, aunque la noche anterior parecían deshabitadas.

La primera casa donde ingreso colinda por la derecha con la nuestra, allí presiono el timbre y espero. Nadie responde, después de unos minutos un nudo se forma en mi garganta. Me muerdo los labios mientas me dirijo a la segunda casa, donde tampoco encuentro respuesta. Visito casa tras casa, cada vez con el pulso más acelerado, pero la escena se repite en una a una de las doce edificaciones. Hiperventilando, intento abrir sin éxito el portón principal. A la luz del día soy capaz apreciar detalles esquivos la noche anterior, entre ellos el bosque espeso sobre el perímetro del condominio, cuyos límites están trazados por muros en roca. No es difícil suponer que desde cierta distancia este lugar no es visible.

Con el silencio de ayer y la soledad de hoy, solo hay una conclusión posible: estoy sola. Renuncio a la idea de alguien quien abra e intentó acceder al interior de una de las casas, lo cual consigo sin ningún esfuerzo al solicitarle a SIS, la I.A, acceso. Metro a metro reviso el interior de un par de viviendas. Los amoblados están limpios pero intactos, dejando en evidencia su desuso. Entonces, una punzada en mi pecho me abre la posibilidad de que el carro rojo no encienda. Antes de notarlo corro en dirección al garaje.

¿Qué está pasando?

Frente al auto me detengo a recobrar el aliento, me tiembla todo el cuerpo, miro su color vibrante y resbalo mis dedos sobre la pintura. Me pertenece. Es mi primera vez como dueña de un vehículo o cualquier forma de transporte. No dudo en subirme, la puerta abre con mi huella digital sin poner resistencia. No quiero saber nada más de este lugar, estoy agotada de tanta conmoción. Me siento en la silla del conductor y espero por un encendido similar al del carro que me trajo la noche anterior, pero no lo hace. Presiono todos los botones e incluso le pido ayuda a la I.A, pero con cada segundo adentro mi ímpetu por abandonar el condominio se crece, pero olas de terror comienzan a remplazarlo; terror de avergonzarme a mí misma y avergonzar a Máximo.

Permanezco ahí, ya sin ánimo tomo el volante y me reclino, me siento estúpida e inútil. De pronto se activa un pitido constante y fácil de ignorar. El tiempo viaja inadvertido como testigo de los deseos que me carcomen el alma esculpidos de frágiles sueños de libertad.

No sé cuánto paso en mi trance, pero para cuando vuelvo en mí aún tengo la cabeza tirada sobre el volante del auto. Mis brazos no quieren moverse, la fuerza de gravedad es más poderosa que mi voluntad. Podría quedarme quieta para siempre en espera de lo desconocido, olvidar allí las avaras preocupaciones consumidoras mi energía, dejar de escuchar los golpecitos sobre el vidrio a mis espaldas e ignorar por completo los gritos atenuados por el cristal. Gritos, detrás de ellos el pitido del carro reclama atención. El rostro de Máximo luce vivo por primera vez, su ceño incluso parece fruncido, sus labios alcanzan una velocidad inelegible. Pensar que en solo un día he conseguido exponer tales emociones fuertes impropias de un hombre de su rango. Una risilla escapa furtiva de mis labios. Al fin podremos hablar.

Me levanto y el pitido se desvanece, su único recuerdo es el zumbido en mis oídos que marca mi aturdimiento. Abro la puerta con calma, pero el brusco movimiento con el cual Máximo agarra mi brazo funciona como una alarma. La realidad me golpea descarada. ¿Para empezar, porque ese carro tiene manubrio? ¡Es toda una antigüedad!

En el interior de la casa, ignoro de principio a fin la charla de Máximo. Miro por las ventanas al jardín como el sol se ha ocultado. Tengo hambre y sed. Un cosquilleo comienza a subir por mis piernas, están cada vez más pesadas, poco a poco pierdo el control de ellas. Hasta que fallan. Caigo al suelo de golpe, en el proceso consigo sostenerme del sillón, mi pecho se detiene ahí. Máximo se queda de pie, sus ojos me miran fijos en busca de respuestas. Respuestas inexistentes. Por un instante pienso que va a ayudarme, su cuerpo alcanza a inclinarse, pero se detiene y se marcha en dirección a la segunda planta con un simple <<Te espero arriba>>.

—Imbécil.

Toma un rato hasta que el pitido en mis oídos se desvanece por completo. Mi disgustó, sin embargo, sigue intacto. Aún sentada en el suelo, usando el camisón y la bermuda, me cuestiono las razones de un hombre como Máximo para tomarme como prometida, pero antes que importarme sus razones, repaso las mías para quedarme a su lado. El paso del tiempo convierte la debilidad en quejas estomacales y dolor de cabeza. No importa lo que él haga, yo debo ganarme mi sitio junto a él. Cuando tengo fuerza suficiente decido cocinar algo para él y para mí, con la esperanza de ablandar su humor con comida.

Preparo sándwiches para los dos. Como uno antes de subir, para retomar energía. Sé que mi única opción es hablar con él, pero más allá de que entienda o no su enojo —no debe ser agradable llegar a casa y encontrar a tu prometida durmiendo mientras un pitido se escucha a lo lejos— soy incapaz de entender su falta de interés hacia mí, lo que me pone en una situación delicada.

Frente a la puerta del estudio, muerdo mi labio interior antes de anunciarme. Necesito respuestas, pero eso no implica dejar de lado los modales; la prudencia y la obediencia ya las tengo talladas en el hueso —Soy una buena chica—. Doy un par de golpes sobre el vidrio y hablo.

—Traigo —Dudo por un momento. Tomo aire y cierro los ojos—... sándwiches. No soy buena en la cocina, la verdad no sé cocinar, así que por ahora solo puedo preparar esto. Prometo que mejoraré.

Agacho la cabeza, mi vida depende de él, recuerdo.

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