Capítulo 53: Mente en caos

Máximo ingresa los permisos al sistema a la velocidad que sus dedos se lo permiten. Yo froto con las yemas de los míos la parte trasera de mi cuello, en busca del origen de una pequeña molestia. Las puertas pierden compresión y una alarma me sobresalta, al fondo del pasillo unas voces comienzan a acercarse y, aunque en principio no entiendo sus palabras, mientras cruzo el portal se aclaran.

—¡Suéltenme en este instante! —grita una mujer, su voz es madura y estridente—. No tienen ningún derecho a sacarme de aquí ¡Soy una Marquesa!

La silueta de Belladona toma forma cerca, pero un campo magnético se interpone de la nada entre nosotras, justo cuando creo que está por vernos. Mi corazón se acelera ante la idea de ser atrapados, aun sin saber porque huimos. Observo la sala a la cual hemos entrado: la oficina de Máximo. Mientras yo me esfuerzo por entender que está sucediendo, él se conecta a la neuro-estación.

Me doy vuelta para salir, pensando en regresar a donde estaba, desconociendo el por qué he dejado mi camilla me aventuro a atravesar la entrada, pero el campo magnético me lo impide, choco contra el muro de distorsión y caigo el suelo por el efecto de repulsión. Solo tumbada en el suelo noto que ya no llevo el traje del hospital, y que mis sentidos han regresado a la normalidad, aunque no parece haber síntomas de agotamiento.

Los recuerdos de los últimos días se me presentan confusos y difíciles de rememorar. Máximo no se desconecta sino hasta pasados unos minutos, en los cuales soy incapaz de entender lo que está sucediendo. Al retirarse la conexión me abalanzó sobre él, llena de preguntas, pero me estrello contra un muro impenetrable de silencio. Máximo se limita a exigir que le siga, pero no pienso hacerlo después de todas las veces que me ha engañado. Ante mi insistente negativa me toma por los hombros intentando convencerme con su impenetrable mirada, con la severidad de sus gestos y la lógica de sus palabras. La imagen de Elora se dibuja en mi cabeza al tiempo que me duele un poco la cabeza.

Repentinamente un evento se forma en mis recuerdos vivido y claro. Soy yo, con el sol entrando por los ventanales amplios y traslúcidos del cuarto de hospitalización, y es Belladona, en un tiempo no tan lejano. Un remolino de gritos y reclamos se forma, con ella gritando. La memoria de aquel evento se vuelve inconfundible.

—Elora... —balbuceo, sin presentar más oposición a los brazos de Máximo, que me arrastran fuera de su oficina. Le sigo, sin mayor interés por nuestra situación—. ¿Dónde está, Elora?

—Olvídala —dice él, sin siquiera girarse en mi dirección—. Solo debes recordar nuestra promesa, es lo único que importa en este momento.

De repente rompo en llanto, lágrimas me inundan los ojos, mis pies se detienen y me tiró al suelo. Me llevo las manos al rostro, siento la humedad bajar por mis mejillas y mojarme las manos. No lloro por Elora o su bebé, sino por algo que no consigo recordar. Máximo me habla con calma.

—Recuerda —dice, bajando su cuerpo a mi altura—, recuerda tu decisión. Recuerda a Magdala, a Caesar, recuérdanos.

Él sabe lo que me pasa, me levanta por la cadera y abrazándome por la cintura me pone a caminar de nuevo. 'No hay tiempo' repite una y otra vez. Tras recorrer media docena corredores del personal, nos encontramos de regreso en una placa de programación. Mientras Máximo se conecta, yo permanezco quieta llevando mis manos al cuello, resbalándolas por la pequeña protuberancia. Frente a nosotros una extraña bajada con escalones se abre.

Máximo hala de mi brazo, rápidamente atravesamos el umbral, primero yo y luego él, de una puerta tradicional que se encarga de cerrar de inmediato y cuyos bordes se desdibujan hasta desparecer cualquier rastro de su existencia. Recuerdo, con la increíble certeza de un hecho, que estamos en un cincuenteavo nivel, doy un paso hacia atrás, cuándo Máximo me invita bajar con él. Intento razonar, hacerle entender que no es físicamente posible para mí soportar un descenso tan largo, las altas posibilidades de que pierda el control de mi cuerpo al hacerlo. Debo hacerle entender que necesitamos una plataforma. Pero él se niega. Pronto me encuentro siguiéndole. Aun cuando no sé por qué, hay algo que no me permite alejarme de él.

Unas escaleras en espiral nos esperan, en un profundo socavón con tenue y verdosa iluminación, en cuya entrada el olor a humedad combinado con moho inunda las fosas nasales. Estamos encerrados, Máximo comienza a bajar rápido y sin demora, marcando el camino con la luz un pequeño y misterioso objeto lumínico en su mano, una linterna según sus palabras, tan antigua como el mismo edificio.

Cuarenta minutos después no hay rastro de dolor, cansancio o debilidad en mi cuerpo. Es como si estuviese curada, pero palidezco ante la idea de que sea una ilusión, un salto de adrenalina. Me detengo en un descanso entre escalones, insegura de las razones para seguir, tocó de nuevo mi nuca segura, sin saber el porqué, de que allí yace la respuesta. Máximo se limita presentar una protesta a causa de mi desobediencia, me toma de la mano y nuevamente tira de ella hacia los escalones que parecen infinitos, un eterno deja-vú, un descenso sin final. Recuerdo a Belladona culpándome, pero no la causa, mi cerebro no quiere que recuerde, porque cada vez que lo intento rememorar sus palabras siento mis ojos humedecerse, aunque las lágrimas no se resbalan.

Estamos llegando a los últimos escalones cuando me siento estúpida por seguir a Máximo, sus palabras, sus mentiras y sus engaños me refrescan el odio, con tantos escalones he tenido oportunidad de reflexionar. Me libero de su agarre y emprendo una carrera escaleras arriba, hacia la marcación del séptimo piso, a pocos escalones. Ya allí golpeo con fuerza las paredes, palpo el área en busca de una terminal tratando por todos los medios de salir. Un inexplicable golpe de energía me invade.

Máximo se acerca por detrás. Mis intentos de encontrar una salida han sido en vano. Sus manos me llevan, sin que yo me oponga, de nuevo hacia abajo al final del inquietante espiral. Miro hacia arriba, segura que algo anda mal conmigo, al corroborar la extensión abrumadora que he recorrido sin sentir dolor o cansancio. Solo ahí, de pie, oponiéndome a los tirones de Máximo hacia abajo recuerdo nuestra promesa. Ya sé porque le sigo.

—Dijiste que sería diferente, que yo sería diferente—digo, con la voz calma regresando mi mirada a la suya—. Pero no es así. Yo solo... solo me siento perdida. Como si algo me faltase.

Me observo abrir y cerrar mis puños, los mismos que he usado para golpear la pared. Sé que si hay algo distinto, mi cuerpo es distinto.

—No lo recuerdas... —Máximo duda—... Al menos no todo aún.

Frunzo el ceño en su dirección, pero él se gira de regreso a tomar camino asintiendo con su cabeza. Agarra con fuerza mi muñeca resbalándose entre los escalones faltantes.

Finalmente salimos del espiral encontrándonos con una única puerta tradicional, sobre ella un pequeño anuncio de letras verdes luminosas indica la salida. Del otro lado un corredor con el techo bajo, olor a humedad, musgo entre las baldosas, pintura desgastada, pequeños charcos en el suelo y maleza creciendo por todas partes nos da la bienvenida. Con mi primer paso a su interior una corriente de frío recorre mi cuerpo desde mis pies descalzos. Mis manos pierden movilidad segundo a segundo, tomo conciencia de que sólo uso el vestido blanco que Máximo compró para mí, lo único que evita que el calor me abandone es una tela espesa sobre mis hombros, que apenas me cubre hasta las caderas. Me envuelvo en ella, guardando tan bien como puedo mis manos del álgido aire del corredor.

—Camina con cuidado. Esta parte del edificio es antigua y ha estado en desuso por décadas —me advierte Máximo, sin voltear a verme. Yo trato de aferrarme a mis palabras y continuar siguiéndole—. Algunas partes pueden estar sueltas o rotas. También debe haber insectos...

—¡Cállate! —grito, inmediatamente me llevo las manos a la boca. Máximo se detiene, sus ojos están desorbitados. Yo jamás le había gritado de esta manera—. Es... jamás he visto uno y estoy descalza... ¿Por qué estoy descalza? ¿Por qué tenemos tanta prisa? Dijiste que lo tenían todo planeado y...

Una punzada atornilla mis sienes, un dolor focalizado y punzante a cada lado. Recuerdo a Elora, su sonrisa, su enorme, redonda y horrible panza. Me pongo en cuclillas e inclino hacia adelante, el contenido de mi estómago amenaza con devolverse, las náuseas no se detienen. En mi cabeza Belladona llora, sus ojos están aguados y su maquillaje corrido. Ha envejecido una década en pocos días.

—¿Por qué llora Belladona? —pregunto, aunque no quiero saber las respuesta.

Veo mis manos, que tiritan, pero no por el frío.

—Porque su sobrino ha nacido muerto —responde Máximo, su mirada resulta amenazante desde mi ángulo.

La luz de las diminutas ventanas en lo alto de los muros es débil, las sombras que proyectan le dan un aspecto lúgubre. Casi puedo pensar que para él, la muerte del bebé no significa nada.

Me toma unos minutos tragarme mí culpa, mi tristeza ante los recuerdos y continuar. Debo obligar a mis pies andar y a mi cabeza a centrarme. Ya había decidido dejar todo y a todos atrás una vez, y estoy segura de que puedo hacerlo de nuevo.

Con renovado aire emprendo camino, paso a paso hacia la salida. Intento entender como he podido olvidar todo esto. Intento pensar, pero entre más pienso más consiente soy de que olvido a alguien, su cabello rubio ilumina mis memorias, su risa despreocupada resuena en mis oídos y el calor de sus labios revive los míos. Mi corazón duele al pensar en él, recorro mi boca con los dedos. ¿Cuándo nos vimos por última vez?

Al final del pasillo la iluminación es más fuerte y más blanca. Cegadora. Los segundos pasan antes de que logre adaptarme a ella. Identifico de inmediato el lugar al que hemos llegado: el estacionamiento. 

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