Capítulo 45: Madre

Los firmes y disciplinados pasos de Helena hacen eco sobre los corredores y mella en mi cabeza, su cadencia pone ritmo a mis palpitaciones. El tiempo pasa demasiado lento. Mis manos comienzan a enfriarse, mis dedos adormecidos pierden movilidad. Sufro cada paso que doy desde el salón hasta su habitación.

La oscuridad inicial es como un descanso para mis sentidos, pero no dura. Arrastro mis piernas como puedo al sillón más cercano y ahí me dejo caer, terminando por fin el martirio de andar. Helena habla, pero todo lo que dice me resulta irreconocible, son solo balbuceos sobre temas que no deseo conocer. Sus sentimientos, su dolor, su acérrimo cariño. Puedo pasar por altos sus ofensas hacia mis padres, sus reproches sobre mi afecto, pero no puedo mantenerme indiferente cuándo insiste en que la llame madre. Helena es la reina, su alteza, la madre de Caesar, pero ella no es mi madre.

—¡No! —musito como en un grito—. ¡No la llamaré, madre! ¡No insista! —continúo, mientras sostengo mi cabeza con ambas manos, sin levantarla.

Empiezo a perder mis modales, mi cordura. ¡Le he gritado a la reina! Me aferro a mí misma tomando posición fetal y sigo gritando, desesperada por el fuerte palpitar en mi cabeza, con los ojos fuertemente cerrados, le ruego por ayuda.

Ella toma mi rostro en sus manos frías, levanta mi cara y nos enfrenta, con poco esfuerzo sus índices masajean mis sienes menguando mi dolor y haciendo que mis ojos se abran, sus pupilas están dilatas ante la sombra, sus ojos castaños vibran con fervor, su agarre se endurece.

—¡Mi hija, mi dulce hija! —Su mirada firme, sus manos presionando sobre mi rostro—. Sé fuerte, cálmate y escúchame.

Aprieto mis dientes tratando de mitigar la desesperación, de mantener imperturbable mi expresión. De escuchar. Pero me quiebro, sus masajes pierden efecto, cierro mis ojos y quito sus manos para sustituirlas con la mías, la alejo de un suave empujón. Grito y grito hasta lo más alto que mi garganta me lo permite, las lágrimas comienzan a humedecer mis ojos. Ella no hace nada por ayudarme. No mejoraré sin suministro de medicinas.

—¡Llámalo! —Mi voz suena carrasposa— ¡Dile que traiga mis medicinas! ¡Hazlo ahora! ¡Llámalo! ¡Llámalo!

No necesito decir su nombre, sé que sabe de quién hablo, pero el tiempo pasa sin que ella actúe. Intento levantarme, buscar una forma de amenazarla, pero mis piernas no tienen fuerza, mis brazos ya no pueden sostenerse firmes. Comienzo a desvanecerme.

—Ayúdame... mamá. —suplico al final. Resignada a seguirle el juego.

Dejo mis ojos entreabiertos, intento verla. Una sonrisa alarga sus labios y en su mano derecha reconozco un relicario de piedra rosa. Siento la garganta secarse, mi cuerpo quiere reaccionar al asombro aunque no lo consigue. Sus ojos permanecen fijos en mí, atentos a mi respuesta, muevo la mirada entre el pendiente y ella, una y otra vez. Extiende su mano en mi dirección, indicándome tomarlo. Trato de estirarme en vano, solo un temblor me recorre.

—No debes olvidarlo —dice con su amenazante sonrisa, poniendo el relicario entre mis dedos, ante mi incapacidad de tomarlo—. Solo esto puede mantenerte bien. Fue hecho para ti.

Con delicadeza activa el sistema de inyección, cerrando mi mano en torno al metal, recubriendo mis manos con las suyas. Recuerdo el día, el momento exacto en que Zoraida me entregó el relicario.

—Esto es de mi madre, no tuyo —digo, con la poca fuerza que comienza a invadirme. Entre memorias de la noche que dejé el instituto.

Su gesto cambia intempestivamente, sus cejas se unen, una arruga se dibuja entre sus labios y su nariz. Suelta su agarre dejando mi mano caer y el relicario termina en el suelo. Por primera vez la reina se comporta como una común, emocional y humana.

—¿Cómo te atreves a llamar madre a esa mujer delante de mí? ¿Crees que tiene siquiera los recursos para conseguirte un tratamiento? Este...—señala el relicario—... ha sido un regalo de tu padre y mío para mantenerte saludable. Nosotros, y solo nosotros podemos curarte.

Curarme. Siento mi rostro relajarse, mi mente descansa de solo pensarlo. ¡Curarme! La idea de ser libre de este sufrimiento me despierta. Sé que mis padres jamás podrían hacerlo, pero ¿qué hay del rey y a reina? Comienzo a dilucidar lo que conlleva que me acepten como su hija. Se me revuelve el estómago con mis propias ideas. ¿Acaso estoy dispuesta a vender hasta mi amor fraternal? El dolor físico se desvanece mientras otro dolor se muestra, el dolor de mi conciencia toma su lugar mientras yo decido mi apuesta.

Yo sé lo que busco, aquello que quiero más que nada en el mundo. Si no tiene vida, no tienes nada. Levanto la mirada, segura de lo que debo hacer. Lleno mis pulmones de aire, aun no tengo la fuerza de levantarme, pero puedo hablar.

—Gracias —digo, mis labios se mueven pero el resto de mi permanece estática, excepto por mis ojos que fijo en los suyos con toda la dignidad que me queda—. No sé cómo debo reaccionar, ni que debo decir. Madre, lamento gritarle. He dado un horrible espectáculo, sé que debo disculparme. ¿Aceptará mi arrepentimiento? No logro pensar bien cuando sufro una crisis.

La reina suaviza su gesto. Entonces lo entiendo: ella hará lo que requiera para ganar mi afecto. Y así entiendo que conseguiré lo que deseo. Si desde un principio todo lo que he hecho por cuenta propia ha sido en vano, entonces solo debo dejar que las cosas fluyan como han debido de fluir.

—No te preocupes, cariño mío. Sé todo lo que has tenido que sufrir por nuestra culpa, pero debes quedarte tranquila, pronto podremos devolverte todo el esplendor que un noble debe tener.

Sus palabras carecen de sentido para mí, pero finjo comprensión mientras dejo mis piernas colgar en la silla y reclino mi cabeza para descansar los músculos de la espalda. Las cosas comienzan a tomar sentido una a una en mi cabeza, todos los misterios detrás del asilamiento, de mi pronta elección y de mi prematuro compromiso.

La reina camina hacia el respaldo de la silla, pone sus manos sobre mi cabeza y acaricia mi cabello. Como quisiera pensar en ella como pensaba en antes, como pensaba de ella hasta ayer. Quizá podría quererla como a una madre.

Mi madre y mi padre se presentan ante mis ojos, sus cabellos rubios vibrantes llenan mis recuerdos, hilos dorados bailan en mi mente. Los brillantes cabellos de Caesar me hacen espabilar.

—Caesar —digo, girando tanto como puedo hacia la mujer—, hábleme de él. De sus padres.

Mis palabras no encuentran cabida en Helena, sus manos se detienen y sus labios se fruncen. Sé por qué lo hace, o al menos lo sospecho. Ella se aleja de mí en dirección a la ventana, se toma su tiempo antes de hablar, observa hacia afuera por algunos minutos.

—No tienes que preguntar lo que ya sabes—dice, con su voz de regreso al tono usual. Aún sin dirigirse a mí—. Un bebé por otro, una hija por un hijo. No creo que haya ningún misterio sobre su origen y sus padres. Ellos te criaron a ti, nosotros le criamos a él.

Helena se regresa para verme, con sus ojos afilados mucho más serenos.

—No hay nada más en esa historia que debas saber.

Mi respiración comienza a fortalecerse, lo suficiente para que me decida a levantarme, pero antes de que tome el impulso de hacerlo, la reina habla de nuevo.

— No importa que el chico sea un común, mi Aletheia. Lo he criado yo misma para que sea el adecuado para ti, le he visto crecer y convertirse en lo más cercano que un común puede ser a un noble. Puedo confiar en él, porque él confía en su madre. Pero de ese otro joven. Para empezar es demasiado mayor.

Sus palaras me dejan fría, sin energía para levantarme. ¿De qué habla?

—Quita esa expresión de tu rostro. ¿Esperabas que no lo supiera? Eres mi hija, la hija del rey. No hay nada relevante en tu vida que yo no conozca. Entiende, cariño, que tu apego hacia ese hombre es desastroso. Ese jovencito no vela más que por su niña enferma. Si de mí dependiera jamás te habría permitido convivir con él, pero es tú padre quien siempre tiene la última palabra.

¿Qué es lo que sabe? ¿Cómo se ha enterado? ¿Quién pudo... ?

Me muerdo el labio al descubrirme engañada. Un escalofrío me recorre la médula. Igraine. No puedo contener el terror de haberme equivocado. ¡Elora! Necesito saber de ella.

—Usted tiene razón, ateza, yo no he debido... — digo, segura que debo dejar el lugar de inmediato.

—¿No preguntarás como me he enterado?

Necesito comunicarme con Magdala. Debo salir, necesito ir a mi habitación.

—¡Oh! Madre, no es necesario. Confío plenamente en su opinión.

Intento de todas las formas posibles dar por terminada mi conversación con la reina. No necesito confirmar quien le ha comunicado acerca de mi confusión con Máximo, solo lo he conversado del tema con una persona, y no sería un verdadero problema su falta de confidencialidad, sino fuera porque la charla que mantuvimos en la madrugada de año nuevo no es el único secreto que compartimos. Elora debe estar camino al norte en compañía de Magdala para reunirse con ella, con Igraine.

— No deberías confiar tan abiertamente en las personas. Igraine ha estado trabajando para mí desde que hizo los arreglos para su compromiso hace ya varios años. Después de todo muchas mujeres me deben sus privilegios. Mi Aletheia, me alegra saber que te preocupas por tus amigos, pero no debes interferir en lo que no conoces, cariño mío.

Sus palabras retumban en mi cabeza, ella lo sabe, no dejará que me comunique con ellas. Hay más, sé que hay cosas que aún no sé.

Doy un respingo cuando escucho la puerta de la habitación se abrirse. Me petrifico al ver que es el rey quien ingresa. Compruebo que algo está mal cuándo detrás de él, entran Zoraida y Damián.

—Esposa, tú tiempo se ha terminado. —dice, con un gesto compasivo. Ella parece decepcionada, pero no dice nada—. Espero que hayas desahogado tus emociones. Porqué debemos llevarla ahora.

Mis ojos pasan veloces de él hacia Zoraida, cuya mirada es soslayada y opaca, luego a Damián que desborda comprensión. Ambos caminan hacia mí, presionándome contra la silla me toman por los brazos y la cabeza para pegarme contra el respaldo. Zoraida me susurra en advertencia que no intenté zafarme, que todo estará bien. Pero no le creo, ni a ella, ni a la reina ni al rey.

—¡¿Qué sucede?! —grito, intentando con todas mis fuerzas soltar el agarre, pero ellos depositan una ampolleta sobre mi anillo— ¡No! ¡Por favor, no! ¡Mamá!

Grito, muevo mi cabeza y brazos tanto como puedo pero el agarre es fuerte y yo comienzo a perder la posibilidad de poner resistencia. Me baño en lágrimas, brotan sin contención, sin reparos, no hay dolor esta vez, solo impotencia. Muerdo con fuerza, como si quisiera quebrar mis propio dientes, tenso toda la musculatura de mi cuerpo, pataleo. Y gruño, en último gesto de desesperación. No puedo. Haría cualquier cosa para ser dueña de mi destino, para escoger lo que quiero y lo que no. Pero no puedo. De nuevo siento como el adormecimiento me quita toda posibilidad de elegir, ya no por mi enfermedad, pero por ellos.

El rey y la reina observan cómo me desvanezco, como mis fuerzas se esfuman y mi consciencia se tambalea, hablan calmados el uno junto al otro, al estilo de un viejo par de socios. No sonríen, pero su tranquilidad, su satisfacción aumenta mientras yo dejo de moverme, mis lágrimas se secan y mis gritos se acallan. No quiero perderme, no quiero desaparecer entre los artilugios que otros preparan para mí, quiero decirles que les dejaré escoger, que haré lo que me pidan; sólo quiero que me dejen fingir que es mi decisión. 

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