Capítulo 42: Cena
Cada miembro de la familia es guiado por un mesero al lugar en el comedor que le ha sido asignado. Máximo y yo somos los últimos en sentarnos. Cuándo no hay reparos sobre el orden en la mesa, me dejo hundir en el acolchado de la silla, segura entre Máximo y Don Aquiles.
Veo con desazón, como después de toda la presión que he pasado organizando la cena, Damián se acerca al oído de Máximo, no a mí, para confirmar el inicio del servicio. Un corto susurro a su oído, una venía superficial y un ademán con la mano abren paso a bandejas de cristal y bullicio. Mientras Damián se encarga de supervisar la entrada de los paltos, Máximo aprovecha para resbalar su mano sobre la mía debajo de la mesa, dos golpecitos suaves sobre el dorso de mi mano buscan que relaje mi expresión. Mientras él se pone de pie usa la misma mano bajo la mesa para indicarme que me levante con él.
—Majestad —saluda en dirección al rey y se regresa hacia la reina—. Alteza. Familia. Gracias por estar presentes hoy. Aletheia.
Su mano se mueve desde mí hacia el público con delicadeza, algo cercano a una sonrisa se dibuja en sus labios. Recorro cada rostro con en un segundo, y luego los repaso uno a uno con una venia. Mis ojos alcanzan a detenerse coquetos en Caesar, que me devuelve el juego de miradas, luego termino por presentar mis respetos al rey.
—Majestad —alcanzo a decir, y pierdo el control de mi pierna derecha por solo una milésima de segundo que basta para tambalearme.
Máximo me sostiene por los antebrazos y evita que caiga; me enderezo tan rápido como puedo y me siento de golpe.
—Bienvenidos —dice Máximo y se sienta mi lado, como si nada hubiese pasado.
Las expresiones de los presentes no se alteran, pero yo me petrifico en espera de un murmullo o una palabra que me exponga. Mi muslo derecho comienza a adormecerse y la sensación baja despacio por la pantorrilla hasta mis pies. Apretujo la tela de mi vestido sobre las piernas y entierro mis uñas en mi carne insensible. Busco la mirada de Máximo y suplico ayuda sin éxito; me ignora. Retraída en la silla me muerdo el labio por dentro con fuerza para mantener estoica mi expresión facial.
—Máximo, cariño. Con el permiso de su majestad, ¿debo preocuparme por la señorita Aletheia? Luce tan pálida —comenta la duquesa Martina, tras recorrerme momentáneamente con la mirada, para regresar hacia la reina—. ¿No está de acuerdo, alteza? ¿No debería ir a descansar?
Las miradas de todos los presentes, incluyendo al personal se fijan en mí. Empuño mis manos bajo la mesa y sacudo la cabeza como puedo en negación, lista para contradecirla. Mi voz se atraganta lo suficiente para que alguien hable primero.
—Debo decir, duquesa, que no comparto su observación —contesta el rey—. La señorita Aletheia se ve radiante esta noche, pero espero no estar equivocado.
Alcanzo a dejar a medio camino una venia de asentimiento hacia el rey, cuándo la reina continúa.
—Su majestad tiene razón, Martina —La reina acomoda el mantel en sus piernas mientras habla—. Ya está servido el primer plato, pero si insiste y ella está de acuerdo después de comer, entonces me encargaré personalmente de que pueda retirarse a descansar.
—Se hará como deseen —contesta la duquesa después de bufar. Sus labios no muestras molestia o incomodidad porque su propuesta haya sido rechazada, por el contrario, se ve complacida con el curso de los eventos.
Suspiro aliviada al encontrarme libre de hablar y mucho más de tener que ponerme de pie. Un poco más relajada, le dedico una sonrisa agradecida a la duquesa Martina y agacho la cabeza para no llamar la atención.
Con la conclusión de la duquesa, el rey por fin levanta su tenedor para comer y los demás le seguimos tras su primer bocado. En una docena de minutos silenciosos, lo platos están vacíos y Damián organiza el servicio de la sopa. Sin embargo, antes de que el segundo plato llegue a la meso, de reojo me percato de la figura del duque Livio al levantarse de su silla, seguido por Don Aquiles.
El sonido del metal contra cristal hace que todos concentren su atención en la pareja.
—Puede que me adelante a la programación, pero antes de continuar con la cena quisieramos felicitar a mi hijo por su cumpleaños. Pronto serán veinte años desde que Máximo llegó a nosotros. Y cada séptimo día del año solo podemos agradecer que sea así. Majestad, hermano, temo que no me alcance la vida para pagar la felicidad que no has dado al permitirnos tenerlo a nuestro lado.
El rey asiente sin decir palabra alguna. Su mirada y la de todos los presentes pasan del duque a don Aquiles, quien sostiene su mano con fuerza, para ir hacia Máximo, que se ha puesto de pie.
—Gracias padre, papá —dice, encaminándose hacia ellos, para cerrar en un abrazo fraternal.
—Es bueno saber que nuestra familia es tan unida. Vamos, niño. Ven deja que yo también te felicite. —añade la reina, tras varios segundos.
Máximo se aleja de sus padres y se dirige a su alteza, a quien saluda con un beso en la mano. La reina se limita a dar un abrazo sin contacto a Máximo, para una demostración de cariño extraña y formal. De pronto, la estoica cena toma un aire más familiar, Máximo recibe la felicitación por su cumpleaños de parte de todos los presentes.
—¡Un cuarto de siglo, primo! El tiempo es escurridizo —vocifera animado Alecto, que lo abraza con entusiasmo, entre bromas privadas que no alcanzo a escuchar.
La diferencia entre la emotividad de cada miembro es clara. A parte de sus padres, solo Alecto demuestra un verdadero entusiasmo al tenerlo cerca y, mientras que el duque Lucio resulta el más reacio a acercarse a él, la felicitación de Caesar es animosa, como una verdadera familia. Sin embargo, me sorprendo cuando el archiduque Alejandro salta sobre él exaltado y lo acompaña en brazos hasta que están de regreso a sus lugares originales en la mesa.
—Aletheia, también debe saludarte. Vamos, ponte de pie. —me incita el niño. A lo que yo me niego incómoda con la petición, miro con terror hacia Máximo quien el sacude la cabeza a espaldas del niño. Regreso la mirada a Caesar, que solo se burla de la situación.
—Su hermana ya me felicitó más temprano, alteza —miente Máximo, ayudando al niño a sentarse en su silla en lugar del encargado.
— ¡Jum! Supongo que era de esperarse. Yo también te llamé temprano ¿Ahora podemos comer el pastel? —continúa el niño.
—No te libraras de la cena tan fácil, hermanito. —vocifera Caesar desde el otro lado de la mesa—Ale. ¿Preparaste el pastel? —pregunta.
Cuando me giro a responderle de nuevo la presencia del rey me recuerda el lugar en que me encuentro.
—¡Claro que sí! Es una tradición... alteza real—digo dubitativa, un poco altiva pero sin olvidar mi lugar.
—No te preocupes mucho por los formalismos en la mesa—añade el rey —Es una celebración familiar, podemos relajar los modales.
Respondo al rey con una ligera inclinación de cabeza. Después, me impulso sobre la mesa para ponerme de pie. Un ligero vacío me recuerda que no siento la pierna, por lo que en lugar de alejare me las arreglo para permanecer de pie apoyada en ella. Ordeno con mi mano izquierda que traigan la torta y retiren los platos vacíos.
—Duquesa —llama la reina—, pienso ahora que tenía razón. La señorita Aletheia se ve muy cansada. ¿No te habrás sobrexigido, mi niña?
Sacudo la cabeza enérgicamente, mientras el pastel entra por la puerta principal y lo sigo de reojo.
—Su majestad tiene razón —dice una voz a mis espaldas—. Señorita, no se ve muy bien. Sus manos están temblando.
Siento un escalofrío templarme la espalda, el duque Licinio que había permanecido en silencio es quien logra aterrarme con su observación. Apreto los puños para contener los temblores e intento hablar.
—Hermano —continua el duque—, debería dispensarla de su obligación en la mesa.
—¡Pero no se puede perder e pastel, tío! —asegura el niño.
Mientras el rey habla con el archiduque, me doy cuenta que don Aquiles trata de hablarme. Su mano alanza mi vestido por debajo de la altura de la mesa. Me giro para escucharle, pero el rey llama mi nombre el mismo tiempo.
—... retirarte ¿está bien?
—¡Por supuesto! —respondo de golpe, sin tener idea de que me han pedido.
Con ayuda de Máximo me las arreglo para sentarme, cuando el pastel está ubicado sobre la mesa. Solo para darme cuenta que la reina se acerca a mí.
—Deja que te lleve a descansar un poco, la duquesa Martina tiene su cuarto muy cerca. Yo misma te acompañaré.
La piel se me eriza al sentir su tacto frío sobre la piel desnuda de mi cuello. Su voz que no cambia sin importar sus palabras, nos excusa, a ella y a mí para retirarnos del salón, no sin antes detenerse para reclamar a Máximo, con la dulzura que su voz parece imprimir en sus palabras estridentes y venenosas, por dejarme preocupar hasta el agotamiento.
Las manos de la reina son frías, huesudas y más jóvenes de lo que uno esperaría de una mujer que ha dado a luz a dos nobles. Sus pasos son lentos y pesados, su indiferencia a los comunes que nos sirven y abren paso, es natural. Sus ojos aguileños son todo lo opuesto a lo que presentaba para mí en mis tiempos en el instituto.
Camino tras de ella, siempre manteniendo una distancia prudencial, que evite que se forme una conversación entre ambas. No pregunto a donde vamos y me dejo guiar. Nos detenemos frente a un cuarto de entrada oculta como la de Caesar, donde me exige entrar en cuanto se abre la puerta, pero solo cruzar el marco, cierra tras de mí la entrada. Su voz suena fuerte desde afuera indicándome que descanse.
Adentro solo hay una cama pequeña, un sillón acolchado y una ventana redonda con vista al océano. Más una habitación común que una noble.
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