Capítulo 24: Sacrificios

Maldigo y rezongo mientras bajo las escaleras a paso acelerado. La holollamada con mi contacto en la zona catorce, al norte del reino, está por comenzar.

—¿Máximo, puedes encender el holófono por mí, por favor? ¡Máximo!—grito apurada, cuidándome de no enredar mis pies con el vestido.

Los últimos cuatro días he sido tratada con normalidad, como si nada hubiese cambiado desde que Máximo se enterara de mi condición médica. Del doctor Hernán apenas si he recibido las dosis de medicamentos, que envió el mismo día de nuestro encuentro. Por su recomendación, sin embargo, mis rutinas de ejercicio se han visto intensificadas, y Máximo se ha puesto en la tarea de conseguir un entrenador personal. La incertidumbre por sus verdaderas intenciones sigue latente en mi mente, pero procuro mantenerme ocupada y no pensar en ello. Busco distracción en conseguirle hospedaje a Elora lo más lejos posible de su tía, más por su tranquilidad que porque considere algún peligro real.

Estoy en la curva a mitad del descenso, cuando al encontrarme de frente con Máximo y su padre sentados en el salón, me detengo en seco. Le reconozco al instante de las reconstrucciones tridimensionales que he estudiado. En un acto involuntario me apuro a revisar mi ropa y peinado, pero me obligo a dejarlo por saberme observada. Con todo y la vergüenza que siento de mi misma por lo importante que me resulta la apariencia, suspiro tranquila al confirmar que estoy presentable.

Sonrió con humildad ante los rostros expectantes delante de mí. Se me revuelve el estómago al recordar que he gritado de forma casual e irrespetuosa solo unos segundos antes.

—Bienvenido a casa —saludo, con entrenada amabilidad. Bajo mi cabeza y le acompaño con una corta reverencia—. Es un placer estar en su presencia.

Sin más que hacer, termino de bajar las escaleras con elegancia; por su parte, el hombre se pone de pie y me regala un saludo formal.

—Lamento presentarme sin avisar. No consideré que interrumpiría una reunión importante. —Su hablar es sencillo, su tono de voz calmo y elocuente.

Levanto la vista sorprendida. Reconozco a Máximo en sus maneras correctas y caballerosas, pero le echo en falta la amabilidad y emotividad de su padre.

—¡No tiene que disculparse! ¡Yo he sido sumamente impertinente, estar en casa no disculpa mis malos modales! —vocifero veloz, e inclino mi cabeza de nuevo en una venia más profunda y degradante.

—Baja y acompáñanos, Aletheia. Aun no te presento oficialmente a papá —dice Máximo que, sin moverse del sillón, usa sus manos para darme indicaciones de acercarme a ellos.

Asiento con la cabeza y hago como pide. Sumida en indiferente pleitesía, en medio del acto rutinario de nuestro trato. Sin embargo, no tomo asiente hasta que Máximo me invita a hacerlo, pero ya en ese momento me acompaña una expresión natural y serena. Tan afable como urgente es que me comunique para cancelar la holollamada.

—Acércate —indica Máximo con sencillez y roza el dorso de mi mano—. Papá, ella es Aletheia. De momento estamos comprometidos y la tengo bajo mi custodia, pero ya sabes que el rey y los duques esperan que se case con Caesar —dice, en dirección al hombre, sin ninguna reserva o ímpetu en sus palabras—. Aletheia, tengo el placer de presentarte a papá, Aquiles señor de Granada, consorte del duque Livio de Granada.

—Es un honor contar con su nombre —contesto sin demora.

Ambos nos levantamos para presentar nuestros mutuos respetos. Los ojos del hombre brillan entusiasmados. Yo detecto el fervor y la vida en su interior, los temores y amores humanizadores. Sonrió al sentir su presencia como algo confortable. Es un común como yo y como cualquier otro.

—El honor es mío, niña —Sin darme espacio a negarme o detenerlo, me abraza con fuerza—. Sé que no estas destinada a casarte con mi hijo, pero me alegra que no dejes que su rigidez corrompa tu espontaneidad. Después de todo, ¿qué sería de América si nos dejamos contaminar de sus vicios?

Mi sonrisa se congela y, aún entre los brazos del señor Aquiles, de soslayo examino la reacción de Máximo. Sus gestos son inamovibles, su expresión es cortés y de ningún modo parce sentirse afectado por la impertinencia de su padre. Al verle impávido, vuelvo a respirar.

—No te preocupes por Max, ya está acostumbrado a mí. ¡Oh! —Suelta mis hombros—Estabas en medio de algo. Creo que solo te estoy interrumpiendo. Anda, niña. Encárgate de tus asuntos. Hoy solo soy un mensajero del duque.

Tras disculparme con Máximo, siguiendo todos los protocolos que una visita conlleva, me alejo en dirección al jardín trasero, desanimada por perder la oportunidad de hablarle a Igraine, mi conocida de la zona catorce. Con la certeza de haber ofendido su orgullo, meto las manos al bolsillo y busco mi comunicador. Nuestra conversación se reduce a una extensa disculpa y explicación de mi retraso e imposibilidad de usar el holófono. Suspiro aliviada al finalizar, siendo que hemos acordado un nuevo encuentro.

Estoy de espaldas a la casa con la cara frente al muro en piedra, agrego a mi calendario la fecha y hora de reunión, cuando una mano se posa en mi hombro. Doy un brinco hacia adelante y regreso mi cabeza de golpe en medio de un gritillo ahogado.

—¡Señor Aquiles! —aúllo, con la respiración entrecortada.

El hombre también da un paso hacia atrás, su mano se queda inmóvil en el aire, sus ojos permanecen abiertos.

—Lo lamento. —musita.

Permanecemos observando el uno al otro sin parpadear por algunos segundos. Hasta que nuestras expresiones se aflojan y sonreímos. Pero yo interrumpo mi risa al saber que se trata de un comportamiento inadecuado en mi situación. Me enderezo al instante y desdibujo de mi cualquier expresión impertinente.

—Lo lamento, yo no debí asustarme como lo hice —Aprieto los puños e inclino mi cabeza en profunda disculpa.

—Niña, niña. Cálmate, no te lo tomes tan en serio conmigo. Soy un hombre al que siquiera le dejan tomar un título. Me llaman señor, pero no porque tenga un señorío, sino porque es la única forma que se les ocurre para honrarme. —El hombre se acerca a mí, enganchando su brazo e invitándome con sus gestos a tomarlo—. Vamos, ¿Qué tal un paseo por tu jardín?

Nuestras miradas se encuentran, su ofrecimiento permanece firme ante mis dudas. Mi corazón se ablanda por su insistencia y cruzo mi brazo con el suyo, llena de expectativas por su interés.

—Yo sé más de ti de lo que imaginas, niña. Mi esposo y yo tenemos una buena relación y espero que sea igual para ti con el tuyo. —El señor Aquiles me pega hacia él—. En un par de años serás parte de esta familia y, aunque creas que he venido a visitar a mi hijo, es contigo con quién mi esposo me ha pedido conversar. Él y sus hermanos están muy preocupado por las amistades que has ido cultivando, en especial por tú cercanía a la sobrina de la marquesa Belladona. No hay nada de malo con la chica, pero su tía es un caso aparte. Temen que te involucres en situaciones que no son adecuadas para tu edad.

Mi corazón da un vuelco al escuchar sus palabras. No puedo creer que quieran controlar hasta con quién me relaciono. Procuro mantener la fachada, que mi rostro no demuestre lo que llevo dentro, ni la incomodidad ni el dolor que me causa la idea de distanciarme de la única amiga en quien confío.

— Yo... —Las palabras se atascan en mi garganta—. ¿Por qué me dice todo esto? La marquesa y yo no nos hemos encontrado más de un par de veces. Y Elora no... no tiene mayor contacto con ella tampoco. Yo no me interesaría por nada político ni social, dígale a su alteza que no tiene de que preocuparse. Elora es mí única amiga cercana en edad y me encantaría conservar mi relación con ella. Pero... —Me interrumpo a mí misma con un llanto descarado, carente hasta del más mínimo recato—. Pero si es lo que su alteza quiere... entonces... entonces yo...

No necesito continuar hablando. Mis lágrimas que en principio eran actuadas son cada vez más reales. Si debo renunciar a Elora lo haré, pero no sin luchar una batalla antes.

El padre de Máximo me escucha en silencio con una expresión amena y tranquila. Primero usa su mano para palmear mi espalda con cariño y luego me envuelve en sus brazos hasta cuando dejo de llorar. Que yo aceptara este compromiso no significa que sea ciega ante las irregularidades. Sé que quieren mantenerme alejada de cualquier persona.

—¿Ya te sientes mejor? No quise ser duro contigo. Solo soy el mensajero. —Su mano acaricia mi cabeza, con el mismo temor que Máximo lo ha hecho.

Me limpio las lágrimas y rehuyó su mirada. 'Calma' repito en mi cabeza. Me libero de los brazos del señor Aquiles y me alejo, pero él agarra mi mentón y me acerca de regreso.

—Los nobles son diferentes a nosotros —dice, clavando sus ojos en mí—. No intentes entenderlos, porque no podrás. Los sentimientos son lo último en lo que piensan cuando toman una decisión. Máximo ha comunicado lo intranquila que regresas cada vez que la visitas y aunque no encuentra potestad para negarte verla, si ha reportado tú malestar. Tus tíos no quieren involucrar a Caesar, el archiduque te defiende sin cuartel en cuanto puede. Y Magdala no es una opción ¿cierto? La baronesa es una amiga en común.

—¿A ella también le piden lo mismo? —pregunto, interrumpiendo el dialogo del señor Aquiles.

Él solo sonríe, una sonrisa triste y explicativa. Solo yo debo alejarme de ella.

—Por eso me han enviado a mí. Máximo no podría transmitirte lo mismo que yo, ninguna mujer podría hacerte entender la importancia de lo que hacemos —El señor Aquiles me suelta el mentón, su expresión se suaviza y sus manos se resbalan hasta mis hombros—. Los nobles, ellos no tienen nada que les pertenezca. Desde el momento en que son engendrados hasta el día que mueren, tienen la única función de reemplazar a sus padres en el cargo asignado y dar vida a la siguiente generación. No pueden escoger lo que estudian, ni su trabajo, ni su vivienda, ni nada aparte de a quien amar, a quien tener en sus vidas y que los acompañe. Incluso si se trata un hombre a quién eligen, el deber de procrear sigue firme. Ellos no pueden escapar de sus obligaciones. Caesar no puede hacerlo tampoco, y él realmente quiere casarse contigo, pero si no acatas lo que te piden no será posible.

Las palabras del señor Aquiles, me secan. No hay nada que pueda discutir, es bastante claro la amenaza que ponen en mí: hago lo que me ordenan o me sacan de aquí. Me quedo muda por un momento, estancada en los ojos penetrantes del hombre, llenos de sorpresa ante mí expresión destrozada ¿Acaso es tan malo crecer lleno de lujos, tener personal a su servicio y una carrera asegurada? ¿Casarse con quien se quiera, tener buen techo y familia? Ese sacrificio del que habla, no es nada. Yo soy la que sacrifica todo lo que le es querido. La que se rebaja hasta cualquier punto.

Me tomo solo una respiración para recomponerme y enterrar cualquier duda debajo del mantel.

—Entonces no nos volveremos a ver —afirmo, con mi corazón hecho pedazos y mi rostro alegre.

Nada me impedirá casarme, nadie me impedirá vivir. Ni mis propios sentimientos lo harán.

—¡No, no! Has entendido todo mal. Solo te piden que no vuelvas a reunirte con la baronesa en privado. Está bien que frecuenten sitios públicos y eventos concurridos juntas. Nadie quiere aislarte, pero no se sabe que ideas comparta con su tía y te quiera inculcar aprovechando su intimidad.

—Está bien, señor Aquiles. Sea como sea, comuníquele a su alteza, el duque Livio, que acataré sus instrucciones.

Mis labios hablan por sí solos, intento ocultar tanto como puedo el temblor de mi voz.

—No lo hagas —escucho decir. El tono de voz y el semblante del señor Aquiles cambian, se oscurecen—. No te cases te causa es dolor. Mi esposo no quiere que te lo diga, nadie querría. Es solo que no soporto ver el sufrimiento ajeno. Los nobles no son amables, no son dulces, y aunque te amen y llenen de lujos no basta a menos de que tú también los ames. Niña, no, Aletheia. No te mortifiques en vano, tienes una familia que te ama. Máximo no te dirá lo que yo te digo, él es uno de ellos. Es mi hijo y lo amo, pero sus motivos están más allá de cualquier razonamiento. Niña, una vida corta y feliz puede ser mejor que una vida entera en desolación.

Doy un paso hacia atrás. Mi corazón deja de latir. Máximo ha compartido mi secreto con él. Lo sé. Él lo sabe y de seguro todos también. Mi cara se desconfigura y se rompe. Él sonríe. Yo ni siquiera sé qué clase de gesto estoy haciendo.

—Pero dejémonos de frases trascendentales, que eres tan joven —Su expresión regresa a la normalidad—. Y Caesar es un chico encantador, es fácil olvidar quien es en realidad. Seguro serán muy felices juntos. He escuchado como habla de ti.

La despreocupación del hombre me frena antes de hablar. Me convenzo de que su comentario fue algo al azar. Imagino lo mejor y construyo mi fachada de nuevo, más fuerte e imperturbable que antes.

—Es usted muy amable, señor.

—Bueno, vine de mensajero, no para amargarte la tarde—una risilla e escabulle de sus labios—. Para eso basta con mi hijo.

—No tiene usted en muy buen concepto a Máximo. —comento a modo de broma.

—Niña, es mi hijo, no un oasis de simpatía. Es buen muchacho, todo un casanova cuando era más joven, pero completamente falto de tacto y emotividad. No creas que todos los nobles son así de intransigentes, esa es una característica de su personalidad que... Olvídalo, es mejor que regresemos. Max quiere llevarme a casa de camino y ¿Cómo rehusarse a pasar tiempo con él?

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