Capítulo 23: Mentiras

Hernán se retira después de programar fechas para los exámenes sin que levanten sospechas sobre mi estado de salud. Me deja con la tarea de comunicarle a Máximo mi situación y asegurar su apoyo.

Cavilo sin rumbo por la habitación. De repente, una mujer de alrededor de treinta, ingresa a la oficina.

—¡Disculpe! —me llama sorprendida. Su mirada rehúye la mía—. No puede estar aquí sola, señorita. Es la oficina del Director.

—Y yo su prometida. No creo que sea adecuado pedirme que me retire, ni de aquí ni de cualquier sitio bajo su jurisdicción. —digo, y me sorprendo a mí misma llena de la natural arrogancia de un noble.

Los ojos de la mujer se abren con sorpresa, luego se tornan cristalinos y el color de su piel cambia hasta una tonalidad rojiza. Parece más avergonzada que ofendida, como si en realidad me debiera un respeto superior al de cualquier igual. Pero si ella es una creyente del sistema, yo soy una burócrata del mismo. Empuño mis manos con fuerza al escucharla tartamudear antes de dirigirse a mí de nuevo.

—Lo lamento tanto, señorita. No era mi intención... Yo... Yo no sabía quién era usted y... —su mirada se dirige al suelo.

En su lugar yo estaría enfadadísima. Una cosa es respetar los lineamientos de conducta y otra es interiorizarlos al punto de sonrojarse por dar una instrucción equivocada a una adolescente petulante.

—Lo dejaré pasar por hoy. Ya que aún no me he presentado oficialmente —digo, encogiendo los hombros—. ¿Qué espera? Ya puede retirarse.

Solo cuando la mujer se marcha, me regaño a mí misma por descargar mi enojo con una desconocida. Me sorprende mi propia crueldad. El horrible ser en que me estoy convirtiendo.

El rostro avergonzado de la chica da vueltas en mi cabeza, el deseo de correr tras de ella a disculparme crece con cada segundo. Pero ahí mismo choca la realidad de mi situación: no quiero mostrarme débil. Suspiro entre mis propias contradicciones, segura de que todas son excusas para rehuir la conversación con Máximo. Hablar con él me resulta aterrador. No puedo quedarme quieta; la ansiedad me empuja a mantenerme en movimiento de un lado a otro masticando mis uñas con frenesí. Debo hacerlo, enfrentar las consecuencias de mentir y contrabandear activadores musculares a través de Zoraida en el instituto.

De pronto Máximo entra en la habitación, sus ojos me fichan de inmediato. El silencio entre nosotros se prolonga por un par de minutos. Él espera mis palabras con discreción, entre suspiros ahogados y miradas penetrantes. Yo me deshago en preocupaciones, en ideas inconexas y temores incontenibles. Sé lo que debo hacer, no puedo permitir que comunique mi "asunto" a la familia real. He trabajado por años en este matrimonio y no perderé mis esfuerzos por un vano descuido. La única razón para tratar de cumplir con las expectativas de esta sociedad, ha sido la oportunidad de recibir un tratamiento especial al recibir el estatus de noble o, en el mejor de los casos, conseguir el exilio.

Cierro mis puños con fuerza y muerdo mi labio por dentro.

Si todo lo que necesito para obtener su ayuda es ir en contra de mis principios y humillarme un poco, entonces lo haré. Situaciones desesperadas requieren apuñalar tu orgullo con una delicada navaja de sensibilidad.

Agacho mi cabeza y miro a Máximo desde un ángulo bajo. Si decidí vivir a todo costo, debo aceptar el único camino que me existe. Me permito sentir la miserable melancolía que me corroe día tras día y, sin esfuerzo alguno, hago brotar lágrimas de mis ojos; escondo mi rostro entre el cabello, finjo que quiero ocultarlas y así espero el momento indicado para dejar que Máximo me vea.

—¡Por favor! —exclamo en tono desgarrador, al tiempo que levanto mi rostro lleno de tristeza y amargura—. No se lo digas a nadie.... —Mi voz tiembla, apenas si es audible.

En un movimiento inconsciente escondo mi rostro de nuevo.

—No lo haré, pero me encargaré de que recibas el mejor tratamiento posible —responde, tras el tiempo de una respiración, como si fuera esa la frase que tenía preparada incluso antes de escucharme—. Y deja de fingir. Si fuese a hablar, ni tus lágrimas falsas ni tu fingida tristeza, me convencerían de lo contrario.

Trago saliva, no sé cómo enfrentarlo ni la expresión o las palabras adecuadas. Intento pensar. No esperaba que accediera de frente y menos que notara mis mentiras. Levanto la mirada para dirigirla directo a sus ojos que permanecen tan impávidos como siempre. Mi mente sigue en blanco. No evado la vergüenza ni la humillación. Resignada en mi derrota, ajusto mi actitud al respeto que siempre le demuestro. Ignoro el terror que me invade y agacho un poco la mirada, por costumbre no por actuación.

—¿Gracias? —Me abrazo a mí misma—. No sé qué debo hacer o decirte ¿Qué es lo que quieres a cambio?

Abandono mi orgullo en un cajón. Temo su respuesta, pero temo más a mi propia muerte. Levanto el telón para hablar con honestidad. No planeo ocultarme en la fachada de inocencia frente a él. Si quiere algo de mí, se lo daré.

—No tienes nada que agradecer —Bufa—. Las razones que tengo para ayudarte, no las compartiré contigo. Pero me gustaría saber cómo lo has mantenido es secreto hasta ahora.

—¿Debo decírtelo? —pregunto con precaución. Le miro de soslayo mientras muerdo mi labio por dentro.

— Deberías, si quieres mi ayuda para que siga siendo un secreto —Sus ojos se agudizan.

No quiero mostrar todas mis cartas, ni siquiera sé si puedo confiar en él. Pero no estoy en posición de negociar.

—Tenía ayuda en el instituto para pasar los medicamentos que mi madre conseguía con mi antiguo doctor. Cuando salí, traje conmigo un relicario con algunas dosis ocultas, pero se terminó hace una semana —respondo con firmeza. Le miro directo a los ojos, cada vez más erguida—. No sé cómo se llama el medicamento, pero puedes hablar con mis padres.

—No es necesario, si existe algo que te ayude Hernán lo conseguirá —asegura Máximo, que no parece convencido con mi explicación—. Por ahora basta con que mi tío y Caesar desconozcan tu enfermedad. Si no te casas, perdería el trabajo de años. Aletheia, tú eres mi as bajo la manga —endereza su postura, se tensa—. Cuando estés casada, te cobraré este favor.

Su voz es firme y retumba en mis oídos en medio del silencio. En este momento, si confío o no en él es indiferente. Me tiene en sus manos. De nada vale preocuparme sino tengo una contramedida.

—Te pagaré, si vivo lo suficiente —bromeo con amargura, dejándome caer en el sillón junto a la ventana.

Siento que una carga abandona mi espalda, los grilletes de las mentiras y la máscara de inocencia ya no son necesarias frente a él, no del todo.

—Vivirás. De eso me encargo yo.

Bufo desanimada. Me molesta no saber a ciencia cierta lo que Máximo desea lo suficiente para rebajar su orgullo moral al nivel de un conspirador. Pero puedo ignorar mi molestia si me mantiene a salvo.

—¿Que le dirás entonces? —pregunto.

—La verdad, Aletheia. Esa verdad que tú y yo sabemos bien. Sufriste de un agotamiento psicológico debido a eventos recientes. Llevas semanas sin dormir bien, desde que Caesar te visitó y está la situación con tus padres. No es nada serio, pero requieres descanso permanente —Máximo suspira. Activa su estación de trabajo—. Con todos los problemas que causas, será un desperdicio sino no puedes dar como mínimo un heredero.

Sostengo el aire al escucharlo, congelada de incomodidad. Yo sé a lo que se refiere y no soy capaz de admitir que, posiblemente, nunca pueda tener un hijo. Las mentiras se siguen acumulando, soy demasiado cobarde para hablar con honestidad. La misma necesidad de tratarle como un superior me hace imposible comportarme con soltura y confiar en él. Nuestras mentiras atan y retuercen nuestra relación, pero sus motivos me asustan y mantienen cautelosa.

— ¿Cómo lo mantuvieron oculto? —pregunta de nuevo, girándose en mi dirección.

Me sobresalto al escucharlo. No quiero hablar más con él. No quiero que pregunte, porque no sé cuánto más sea prudente revelar.

— Te lo acabo de decir, tenía a alguien ayudándome desde dentro.

—No los síntomas. ¿Sabes que los expedientes de salud son revisados antes de elegir a alguien? No hay forma de que lo pasen por alto.

Me congelo al escuchar de las revisiones y constatar que coinciden con las palabras de Don Hernán. Pero no soy la única consternada, en los ojos de Máximo leo la incertidumbre. Me mira con preocupación, aun sin compartir sus pensamientos entiendo lo que expresa.

—No sabía que revisaban toda mi información ¡Lo juro! —vocifero incómoda. Sí él no sabe ¿qué puede esperarse de mí?

— ¡No seas ingenua! No aceptarían a una mujer que no pueda cumplir sus funciones; todo el historial médico es revisado. Es imposible que no supieran de tu condición —Máximo frunce el ceño, camina errático por la habitación mientras mueve sus dedos inquietos—. Algo anda mal, me falta información —murmura.

— ¿Que te molesta? —pregunto, aunque sé que no me contestará.

Pero lo hace.

—Creo que sabían de tu enfermedad desde el principio ¿Cómo se llamaba tu médico? —pregunta, mientras desaparezco de su vista.

Me tiembla el labio al responder. Quiero saber lo que pasa por su cabeza, lo que le causa tanta consternación.

—Doctor Daniel Botticelli —afirmo sin vacilación, pero la sonrisa en sus labios impide que pregunte algo más.

Lo observo en silencio, busco una respuesta a su súbito cambio de ánimo.

—Vete ya —dice de repente. Ya no presta atención a mi presencia.

Me obligo a tragarme mis preguntas. No puedo confiar él por completo, pero tampoco hay algo más que pueda hacer. Levanto mi mentón y preparo mi fachada de arrogancia antes de dirigirme a la entrada.

—Ni lo digas. Solo asegúrate de disculparte por mí con tu asistente. Desahogue mi enojo con ella... y bueno, solo hacía su trabajo. —susurro al final, ya dándole la espalda a Máximo.

—¿Qué pasó?

No planeo darle la cara. Así que respondo de espaldas.

—Digamos que quiso echarme de tu oficina, pero terminó siendo ella la echada.

— ¿Cuál de las asistentes? —pregunta, en un tono que suena como resignación.

—Pensé que solo tendrías una —admito, girándome de nuevo hacia él, ya en la puerta—. La súper obediente, quizá unos 29 años. Sé que está mal, a veces hasta yo puedo ser una idiota.

—No se puede evitar, eres una adolescente. Los adolescentes no se comportan adecuadamente—Sus ojos me miran con desaprobación—. Pero de todas, tenía que ser ella. Ema quería presentarte a su hermana menor que acaba de entrar en tú antiguo instituto.

—No volverá a suceder —digo, mientras recuerdo mi última charla con Caesar—. Deberías excusar mi malestar al relacionarlo con mi periodo, eso le dije a Caesar esta mañana. —Aclaro, antes de perderme en los corredores del centro médico.

A veces puedo ser una idiota.


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