Capítulo 22: Verdades
Con los nervios a flor de piel, esa misma mañana, sigo las instrucciones de Caesar. Por mi cabeza pasan cientos de posibilidades para huir de aquella visita al hospital. No solo odio los centros médicos, pero sé los riesgos que enfrento al entregarme para ser estudiada como libro de historia. Todo mi trabajo y esfuerzo reducido a un simple examen médico, por un corto momento de debilidad. Maldigo a Máximo por seguir las normas, su ser estricto e inquebrantable me asquea. Le resiento lo que antes le agradecía, solo ahora entiendo que no habría de hacer ninguna pregunta sobre mi estado de salud porque no las necesitaba de mi boca, las obtendría de mi cuerpo.
Llego al centro médico, con el corazón luchando por salírseme del pecho. Han sido solo dos horas desde mi conversación con Caesar, pero la ansiedad las ha duplicado. Desde el carro puedo ver la figura erguida y soberbia de Máximo, detenido de pie frente al estacionamiento especial, en el punto donde me debo bajar.
No se mueve un milímetro hasta que el auto se detiene junto a él y debe extender su mano para ayudarme a bajar.
—Bienvenida —saluda sin emoción y engancha su brazo en espera de mío.
—Ha sido un trayecto más largo de lo esperado —comento. En mi interior se desata un debate, quiero llenarlo de reclamos y, a la vez, soy incapaz de actuar fuera de lugar.
De reojo aprecio el sistema de estacionamiento, he visto muchos antes, pero ninguno en tan buenas condiciones como este. Mi auto se convierte en una pieza más en el intrincado sistema de almacenamiento automático.
—Lamento escuchar eso, cariño. Me gustaría que nuestro hogar fuera más cercano a la ciudad.
Me detengo en seco y le miro a los ojos con el ceño fruncido.
—¿Cariño? —pregunto. De repente sus palabras y gestos son agradables, demasiado sospechosos.
—Sí, lo sé mejor que tú. No conseguiríamos una casa adecuada en la ciudad, pero me encantaría tenerte más cerca del trabajo. —Su penetrante mirada me basta para entender la situación.
Estamos en un edificio público, rodeados de cámaras. Mis ojos se deslizan son disimulo sobre los muros del corredor delante nuestro, engancho mi brazo al suyo para luego adentrarnos en este. Un zaguán blanco, con muros inteligentes del tipo transmisor-receptor nos rodea; ojos que vigilan cada movimiento desde todos los ángulos en todo instante, ojos de comunes.
—Lo sé Má... —¿Cómo se supone que lo llame en público?—... Ya me lo habías dicho. —digo e intento ocultar mi incomodidad con sonrisas y coqueteo.
Poso mi mano libre en su antebrazo, finjo estar exhorta en mi prometido. Continuamos una melodramática conversación de pareja y, por primera vez, agradezco mis experiencias en el instituto.
Al final del corredor nos espera una plataforma traslucida móvil. La usamos como trasporte a través de las zonas de personal, de restaurante y los puestos de técnicos computarizados. En menos de diez minutos nos encontramos frente a una puerta de apariencia distorsionada, sobre la cual unas letras brillantes dejan leer el nombre y título Máximo. Hemos llegado a nuestro destino.
Bajo de la plataforma y me detengo a esperar frente a la entrada, pero Máximo no se detiene y termino arrastrada tras de él. Me estremezco al descubrir que la puerta es un campo de suspensión líquido. El material se retrae para darnos paso y se expande de nuevo al final.
—¡Genial! —exclamo, pasando mi mano una y otra vez a través del umbral líquido.
—Amo tu puerta, deberías cambiar la del jardín —digo desconcertada. Abandono por un momento de mi papel.
—Déjate de niñerías, y agradece que no hay cámaras en mi oficina —contesta, lo que me regresa a la realidad.
—Lo siento —respondo avergonzada. Recuerdo el porqué de mi visita y la sensación de desasosiego regresa de golpe.
La oficina de Máximo es una estancia blanca y amplia. El único mobiliario consiste en una digiteca ensamblada al muro opuesto a la ventana vítrea del tamaño de una cara completa de la habitación.
—¿Por qué no miras la ciudad, mientras arreglo tu examinación? Los visitantes suelen disfrutar la vista desde este lugar —dice Máximo, al tiempo que señala con su mano en dirección al ventanal.
Con un movimiento de cabeza acepto su sugerencia y me acerco al cristal. Mientras mi mente se derrumba con el deseo inmanejable de preguntarle porque no me ha advertido de lo que iba a hacer, la vista panorámica me conquista. Los edificios y construcciones se expanden más allá de donde alcanza la vista y continúan hasta el horizonte en una mezcla borrosa con el azul del cielo; incluso el campo gravitacional separador, de nuestra zona y la reserva ecológica, es visible.
El silbido del aire siendo descomprimido me regresa a la posición de Máximo, quien espera el despliegue de un macizo puesto de trabajo neuronal. Desde el suelo se elevan un sillón y decenas de pantallas flotantes e hilos de control. La mayoría de los hilos se prolongan hasta los dedos de máximo y los restantes se atan a su cabeza y ojos. Máximo toma asiento, sus manos se mueven veloces de punto en punto, girando sobre su posición en procesos de unión de información. Es una estación de trabajo simultáneo anticuada, de un tipo que solo los nobles y sus cerebros modificados pueden controlar. Máximo es un adulto, un noble y este es su mundo.
—El médico ya viene —dice. No se detiene a verme, pero de repente el silbido de la descompresión vuelve y el piso donde estoy de pie se abre dando paso a un sillón múltiple—. Siéntate y espera.
La familia real está a cargo del sistema de Salud a nivel nacional. Desde el comienzo de la monarquía se encarga del ministerio de bienestar social. Ahora con la separación de las dos casa menores, los Granada se encargan de la salud, mientras los Dorado se ocupan del recién llamado ministerio de la familia. Me desagrada pensar que mientras Máximo algún día velará por el sistema de salud de todo el reino, yo solo puedo aspirar a estar casada.
Después de unos 5 minutos de debates internos, sin avance ninguno de mi parte, una silueta borrosa se forma en la puerta. Máximo dirige sus ojos a mí y, con un gesto de su mano, el líquido se repliega para dar paso a un hombre mayor, canoso y achacado. Como imaginaba a todos los doctores jóvenes y llenos de vida, la edad de hombre me causa desconfianza. Quisiera decir algo en su contra, pero no soy capaz de objetar la elección de Máximo ni de incomodar a un abuelo.
El anciano carraspea un momento cuando intenta hablar. Oculto mi verdadera opinión con una sonrisa en cuanto su mirada se dirige a mí. Una sonrisa dulce y comprensiva, casi natural. No me dan confianza los médico viejos, pero me agradan la personas de su edad, que han vivido miles de historias que quizá yo no logre ver.
Me incomodo al ver al hombre inclinarse con humildad frente a Máximo, nunca vi a un señor de su edad bajar la cabeza frente a alguien tan joven.
—Señorita —dice, con una pequeña venia en mi dirección—. Será un placer atenderla. El señor me ha indicado que su estado de salud no es bueno. Soy Hernán García y, creo que puedo llamarme a mí mismo, el medico de confianza de su familia. —Continúa el hombre.
Me desespera en exceso su formalismo ¿Cómo te acostumbras a ancianos tratándote como alguien superior? Siempre he considerado la sabiduría de los años como algo que merece mi mayor respeto.
—Espero que Max no haya exagerado. —No sé cómo se supone que hable de él, enfrente suyo y ante un señor mayor. Pero por sus ojos mirándome fijamente con el ceño fruncido, supongo que no debo ser tan pegajosa.
Aunque fingir la unión de una feliz pareja es seguir la corriente a su actitud anterior y no hay más nobles presentes. Solo este viejito adorable.
—Por supuesto que no, su prometido parece muy preocupado por su salud —dice el señor sonriendo de forma consecuente.
Realmente me llena de calidez, verlo me recuerda a mi abuelo que murió mientras estaba en el instituto sin que pudiese despedirme de él.
—Me retiro.
— ¿A dónde vas? —pregunto sin pensar.
Su mirada me deja claro cuánto prefiere verme callada, pero no puede decirlo, no delante de un común.
—¿Prefieres que me quede? ¿Aun cuando ni siquiera te has dignado a explicarme que te pasa? —Eso suena como un reclamo típico de pareja, pero yo leo más allá, a Máximo realmente le molesta mi reserva, aun cuando no lo demuestre.
—No es algo que deba saber alguien a parte el doctor —digo escapando por la tangente. Una discusión de pareja, eso es todo lo que debo aparentar— ¿No vamos a un consultorio? —Cambiando el foco de mi atención al anciano.
—¿No quiere que nadie se entere o me equivoco, señorita? —pregunta Hernán.
En un segundo recorro cada esquina de la estancia con mis ojos, corroboro sin esfuerzo que no hay cámaras ni grabaciones, tal como Máximo aseguró. Este lugar es la casa de muñecas de Máximo, aquí ni Caesar ni el rey pueden intervenir, el control le pertenece. Le miro con preocupación, no sé si puedo o no confiar en él. Le informó al rey de la situación de ayer, pero no ha dejado que me atiendan en casa o en un consultorio, donde los resultados serían asequibles para cualquiera.
Sus ojos permanecen imperturbables, sus pensamientos son una neblina espesa para mí. Máximo sale de la habitación sin decir una palabra más. Muerdo el interior de mi labio inferior, me preocupa no saber a qué atenerme con él.
Hernán se me acerca con paso lento. Arrastra detrás de él una terminal de diagnóstico portátil. La consulta no se desvía de las preguntas de rutina, corrobora los datos consignados en mi expediente, cada síntoma y estudio que ha sido adjuntado, así como las fechas y el nombre del médico a cargo de mi caso.
—Una enfermedad neuromuscular degenerativa —lee el anciano. Frunce el ceño mientras se peina el bigote con los dedos—. ¿Sabe que esos no es posible, señorita? Estas enfermedades se eliminaron del genotipo humano hace al menos doscientos cincuenta años. A menos que sufra de una mutación aleatoria en sus genes y, si fuera así, jamás habría pasado el examen para ingresar al instituto pre-nupcial.
Me siento palidecer, de repente me falta el aire y me cuesta hallar las palabras correctas. No quiero que nadie lo sepa, nadie puede saberlo. No pueden echarme sin darme algo a cambio. He sacrificado cuatro años de mi vida para obtener un tratamiento de mejor calidad al de un común o cómo mínimo para ser exiliada. Solo acepté este compromiso para buscar una cura. No quiero morir. No quiero no hacer nada, no puedo aceptar que no sea una enfermedad conocida y tratada en el pasado.
—Debe existir algún tratamiento ¿No son los médicos a cargo de los nobles expertos en neurología? —pregunto desesperada. Siento ardor en mis ojos, picazón en mi nariz y la humedad de mis lágrimas—. Sus cerebros también se degeneran con la edad. ¡Debe haber algo que pueda hacer!
—Señorita Aletheia —espeta, manteniendo un tono de voz controlado—. Usted no es una noble, es una común. Su cerebro también es un cerebro común. No es posible extrapolar tratamientos tan delicados entre especies. Si quiere que sea honesto, lo mejor que puedo hacer por usted es realizar nuevos estudios y hacer el seguimiento de su caso... —El anciano guarda silencio por un momento, su mirada está cargada de compasión—. Y hacer todo esto con extrema discreción, para no interferir con su matrimonio. Pero sin investigación a nivel genético, es poco lo que se puede hacer.
—Usted solo propone dejarme morir sin que nadie se entere —Limpio la lágrima que cae por mi mejilla—. La investigación genética ha estado prohibida los últimos dos siglos. Usted solo hará estudios para almacenar junto a los existentes. Yo ya sé que mis neuronas motoras se degeneran, que mis músculos se debilitan y, que en algún momento cercano, mi corazón o mis pulmones fallarán. Moriré y a usted no le importará.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top