Capítulo 12: De camino


Máximo es la pura descripción teórica de un noble, aunque vaya contra sus propios deseos se mantiene firme en su palabra. Y es que llevarme de compras hoy, es mi capricho. Uno concedido antes de que yo fuera informada de nuestra verdadera relación y uno ante el que no ha presentado protestas aun después. En el fondo me arrepiento de haber pedido su compañía, pero la necesidad de darnos el tiempo de conocernos me resulta más convincente. Porque, al final, seguimos comprometidos y viviremos juntos unos meses más.

Han pasado muchos años desde que salí de compras o salí en general. La excitación destruye mi paciencia al punto de tenerme lista para irnos quince minutos antes de la hora programada, por lo que le espero sin poder contener el tamborileo de mis dedos sobre el capó del carro rojo, mi carro, mi llave hacia una vida con manchas de libertad. Manchas que planeo extender por todo el lienzo, comenzando por regresar al colegio y retomar mis clases donde las dejé cuatro años atrás, cuando ingresé al instituto prenupcial. Aunque quizá primero deba conversar con Máximo, Caesar y retomar los estudios de forma independiente.

Máximo cruza el umbral de la entrada al compás de la alarma de SIS, como si quisiera hacer gala de su intimidante puntualidad. Tras una desabrida mofa sobre mis acostumbrados retrasos, abre las puertas del auto y toma el lugar del conductor. Es la primera vez que veo un vehículo cuyo volante se retracta para abrir espacio a la pantalla de programación. Los vidrios se oscurecen a medida que avanzamos, hasta alcanzar la negrura completa metros después de cruzar al portón en madera. En la oscuridad del auto, solo la luz de la pantalla ilumina. Una inquietud recorre mi pecho al recordar que lo mismo ocurrió cuando llegué por primera vez, y que aún no tengo idea de dónde queda mi nuevo hogar. La preocupación se desvanece rápido, como tantas otras antes. Mi permanente estado de sosiego toma posesión de mí.

Diez minutos después de arrancar, Máximo está cruzado de brazos con el espaldar reclinado a más de cuarenta y cinco grados y los ojos cerrados. Solo por su respiración puedo saber que no duerme, pero quizá no tarde en hacerlo. Eso me hace pensar que se trata de un largo viaje, así que decido activar el sonido y vídeo individual de mi asiento, un par de movimientos leves frente a los sensores con mi mano bastan para tal fin. Desde la parte trasera de mi cabeza unos electrodos se acomodan en mi sien, la silla se recorta para ajustarse a mi altura y un sistema de visores personalizado desciende hasta mis ojos. Con el hardware ajustado, las conexiones neurales se fijan a mis preferencias y algunos ritmos musicales apaciguan mi viaje junto a vídeos de entretenimiento, uno que otro comercial se cuela entre canción y canción.

Para el momento en que alcanzamos nuestro destino he perdido la noción del tiempo. Los Jardines no tienen relojes públicos, pues los nobles llevan el tiempo en su cabeza con la precisión de una máquina. Y aunque quisiera culpar al sistema de entretenimiento, yo no podría calcular el tiempo con la misma habilidad. Espero en silencio la retracción del sillón para girarme en dirección a Máximo, que ya ha regresado a su posición inicial. Mientras él desactiva la polarización de los vidrios, SIS nos informa la llegada a nuestro destino tras un viaje de una hora y ocho minutos.

SIS nos da las indicaciones de acceso a nuestro destino: segunda puerta, a treinta metros de la entrada principal del ala oeste del centro textil. Terminada la información de base, los vidrios regresan a su tonalidad traslúcida y el volante se despliega de nuevo frente a nosotros, el sistema de seguridad se desactiva y las puertas se despresurizan dejándonos salir.

Ya fuera me detengo a detallar el estacionamiento al aire libre, un lujo que solo se ve en los Jardines. Un techo cobertor se despliega sobre nuestro auto cuando ambos salimos. La decena de vehículos aparcados palidece frente a la amplitud del área libre, y se alterna con la vegetación en crecimiento. En los centros de comercio comunes no hay zonas verdes y los estacionamientos son intrincados sistemas de parqueo mecanizado subterráneo.

Me atengo a las costumbres y dejo que Máximo camine delante como marca de la diferencia de nuestros papeles en la sociedad; y no por mi género sino porque nací como un común y así como yo le sigo a él, otros me seguirán a mí.

La espalda de Máximo atraviesa la entrada en madera tallada y hierro forjado que le dobla en altura. En el interior las paredes de mármol contrastan con el material rojizo semi-traslucido del suelo, que deja entrever las plantas inferiores. De inmediato levanto la mirada y ciño la tela de la falda contra mis piernas, suspiro aliviada al descubrir que la superficie reflejante del techo no permite ver nada hacia arriba. Al final del vestíbulo un barandal da contorno a un balcón redondo. Me apresuro hacia allí emocionada y salto sobre la barra de metal hasta dejar la mitad de mi cuerpo colgando hacia adelante. Hay tres pisos inferiores y cinco superiores; aunque soy incapaz de calcular el área del lugar, no tardo en entender su valor dependiente del diseño y no del tamaño. Cuando identifico al lado opuesto un acuario que ocupa un muro completo, no me detengo a pensar y corro hacia allí.

Rodeo el balcón a toda velocidad, y me permito frenar de golpe contra el cristal blando. Mis ojos ni siquiera parpadean al distinguir dentro del agua cientos de criaturas moverse.

—¡Son peces! —grito en dirección a Máximo—. ¡Nunca en mi vida había visto algo vivo además de humanos! Pensé que estaba prohibido interferir en la vida animal.

No puedo retirar mis ojos ni mis manos del cristal, cuya propiedad maleable imita la sensación agua. ¡Que no daría por que uno de los peces se acercara lo suficiente para tocarlo!

—Y está prohibido tal como te enseñaron. Pero hay algo más que debes aprender Aletheia, es bueno que sepas de una vez que para los nobles, a mayor jerarquía menos prohibiciones.

Las palabras de Máximo hacen que me gire de golpe hacia él. Un escalofrío recorre mi espalda. Me quedo viéndole en silencio, aun con las manos sobre el cristal ondeante. Su semblante se torna oscuro por un instante, pero regresa a la apatía sin demora.

—Pero esta área se conecta a una antigua represa, así que cuando se construyó el comercio se pensó en una forma de compartir el entorno con los animales de la región, por lo que un extremo del mismo colinda con la represa, aunque ahora el nivel es más bajo debido al desvío del agua hacia un río cercano. Con algo de suerte podrías ver un ave sobrevolando la mitad salvaje de la cúpula. —me explica Máximo, en un exitoso intento de relajar el ambiente.

—Entonces ¿estamos bajo el campo de distorsión magnética? —pregunto, caminando de regreso al balcón.

—Si, de este lado se puede decir que estamos dentro de la reserva.

—La reserva ¿eh?

Máximo espera, de brazos cruzados y en silencio, el tiempo que tardo en darme por vencida sobre ver un ave. Con el mal sabor en la boca por mi oportunidad perdida comienzo a andar de nuevo hacia el interior del edificio. El lugar es ondeante, lleno de curvas y arcos, la mitad cercana a la entrada es de exhibición, la otra mitad compone los comercios.

Mientras caminamos recuerdo los vestidos de las nobles que visitaban el instituto, y formo una imagen clara mis objetivos de compra. Después de todo, la vestimenta es una parte fundamental cuando se trata de estatus.

Máximo pasa de largo la entrada a la segunda tienda en el camino, pero yo me detengo frente a ella, es algo distinto a lo que busco, pero me siento inquieta por entrar.

—La segunda puerta del ala oeste. Hemos entrado por el este, así que aún estamos lejos —me explica con calma—. ¿Es acaso que quieres algo de esta tienda?

—Tiene pantalones —indico, señalándolos con mi dedo índice—. Nunca he visto a una noble usarlos, hace mucho tiempo que yo no tengo ninguno.

—Son deportivos, si vas a ejercitarte bien podrías llevar uno. No es como si estuvieran prohibidos. No entiendo porque no lo usan.

—Eso es porque tus dos padres son hombres —le digo, al tiempo que ruedo los ojos—. Es una regla no dicha entre las nobles, que no usamos pantalones. Pero imagino que lo deportivos son una excepción.

Sin mucho más que decir, ni de mi parte ni de la suya —que acepta mi punto sin discutir—, continuamos nuestro camino.

La sensación del aire proveniente de la reserva no me causa molestias, para ser una zona de alta reforestación ubicada sobre las válvulas de filtrado del núcleo de la ciudad y siendo abundante en oxígeno por estar cerca de la frontera, yo no percibo cambio alguno. La simbiosis entre vida salvaje y civilizada era algo del mundo antes de la división, ahora un impenetrable muro magnético nos divide.

En nuestro camino hacia la tienda, no encontramos a nadie.


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