Capítulo 10: Identidad

Cuando eres un común solo hablas de la vida de otros comunes, como celebridades, actores o tus vecinos; las personas que están al tanto de las familias nobles y sus linajes son pocas, mi familia no es una de esas. Aunque cada ciudadano de América conoce el rostro del rey y de la reina; y algunos incluso reconocerán a los archiduques (príncipes) o a los duques a cargo del territorio en que viven, de seguro nadie identificaría a un señor si este intentara mezclarse en una multitud. Con todo y eso, en el instituto nos enseñan las jerarquías y las posiciones sociales, sin embargo, a los nobles menores de veinte años, se les conserva la imagen protegida y no puedes saber como lucen a menos que los conozcas en persona. No es de extrañar entonces, mi total ignorancia sobre la posible familia de Caesar, cuya edad es cercana a la mía. Así que cuando propone identificarse a sí mismo, un cosquilleo recorre mi estómago.

—Aunque fueras el mismísimo rey, no te trataría con más respeto. Para mí siempre serás el hombre más molesto del mundo. —vocifero, intento ocultar mi curiosidad.

—Yo de ti, no hablaría tanto —Caesar me toma por los hombros a mis espaldas y nos encamina hacia la sala de estar—. Puede que debas tragarte tus propias palabras.

La barrera de energía traslucida, que conecta al patio con el interior de la casa, se desactiva cuando sus sensores nos detectan. Desde dentro, la voz de SIS nos da la bienvenida e invita a Caesar a pasar.

—¿Qué ha sido eso? —Nos detengo bajo el umbral de la barrera—. ¿Por qué SIS te reconoce? La primera vez que me habló fue para echarme de la cocina.

—Y no me quieres creer que te vas a tragar tus palabras. —dice, despeinando mi cabello.

Agacho la cabeza y miro al suelo. No quiero pensar en ello, pero sé las pocas razones por las cuales Caesar pueda estar aquí conmigo. Todas ellas le relacionan de cerca con Máximo, conmigo y con mi futuro. De entre las personas que podrían solicitar una reunión a solas conmigo, él solo puede ser una.

—¿Que eres? —pregunto, dándole la espalda. No quiero ver su rostro cuando conteste, porque sé la respuesta—. ¿Eres su primo, no es verdad? El hijo mayor del rey.

Presiono mis dientes con fuerza, contraigo mi rostro por un segundo y me olvido del dolor que eso me causa. Me giro de regreso hacia él.

Caesar sonríe y asiente. Su respuesta aprisiona mi pecho.

—¡No puede ser que un chico tan vulgar como tú sea un príncipe! —vocifero, me aseguro de mostrar la expresión más despreocupada posible.

—No soy príncipe, soy un archiduque ¿SIS, puedes verificar?

—Así es, su alteza real —responde SIS con cierta vehemencia—. En el reino de América, el título correcto para referirse a los hijos del rey es Archiduque. En la actualidad, este título es portado por los archiduques Caesar y Alejandro de casa de Granada y Dorado, hijos del rey Lucio III y su esposa...

—¡Suficiente! Creo que ya me ha quedado más que claro —interrumpo a SIS—. No debes remontarte a todo el árbol familiar. —Le respondo en un volumen cercano a los gritos, mientras descargo mi enojo contra ella.

Me arrepiento al instante, temo que Caesar notara mi abrupto cambio de ánimo. También me arrepiento de nunca haberme esforzado por descubrir su identidad.

—Con esa cara, me insultas más que si hablaras —murmura, mientras se dirige al sillón de la sala—. Espero que sea solo el shock, y no creas en serio que soy tan mal príncipe ¡SIS, ante de que hables solo apágate!

Tomo conciencia de mi gesto y me llevo las manos al rostro ¿qué clase de expresión estoy haciendo? ¿Tanto odio que no sea él mi prometido?

Tras relajar mis músculos faciales, me quedo viendo a Caesar, quien se recuesta triunfante sobre el sillón, con la más acusadora de mis miradas. ¡Yo ni siquiera sabía cómo apagar a SIS! Y viene él con todas sus ínfulas y la manda a callar en un parpadeo.

—Te odio —digo, en un intento por enfriar mi cabeza.

Lo que dije antes es cierto, no importa si es un archiduque, un común o lo que sea, Caesar es Caesar y nada va a cambiar lo que significa para mí.

—Sabes que no vine solo a decirte quién soy ¿Verdad? —Me invita a sentarme junto a él.

Mientras me acerco, Caesar recorre mi cuerpo de pies a cabeza al tiempo que sacude su cabeza y aquea su ceja con desaprobación. Me detengo a un paso suyo.

—Nunca habías llevado un vestido corto. —comenta, sin retirar la vista del doblez de la falda.

—¿Y a ti que te importa? —pregunto en medio de un bufido—. Solo mi prometido puede opinar de cómo me visto. Y hasta donde sé, no eres tú.

—Y si te pide que salgas desnuda ¿sales desnuda? —pregunta, con incredulidad.

—Si eso me pide, eso haré —respondo cruzándome de brazos, pues tengo la certeza de que yo lo haría—. Pero no creo que tu primo sea esa clase de pervertido.

—Yo tampoco lo pensé, y mira la ropa que te pide llevar en casa. Y tú, ¿qué clase de fiel servidumbre sigues? ¿Y que si no fuera tu prometido? ¿Si más adelante te comprometes con alguien más? —El tono de voz de Caesar sube con cada pregunta y sus manos alcanzan mis caderas.

—¿A qué te refieres? Él es mi prometido y es a él a quien debo complacer, mientras ese hecho no cambie, yo no cambiaré. Son mis reglas y me atengo a ellas. Y yo...

De repente todo tiene sentido. Caesar y su enojo, Máximo y su ausencia. Se vuelve obvio para mí la finalidad de esta visita.

Nos quedamos viendo en silencio. Sus ojos me miran llenos de respuestas. Permito que sus manos rodeen mis caderas y me acerquen hacia él. Cuando pierdo el equilibrio me dejo caer con suavidad sobre su regazo y abrazar por sus brazos, pero no le correspondo, por el contrario, me tomo mi tiempo para reflexionar.

—¿Cuándo es tu cumpleaños? —Me aseguro de conectar nuestros ojos al preguntar.

Caesar entiende mi punto y con su parpadeo reafirma mis sospechas. Una sonrisa de satisfacción basta para que yo comprenda el mensaje. Me levanto para tomar camino hacia la cocina, en busca de alguna bebida y de espacio para respirar.

—Y yo que siempre pensé que eras menor —suspiro—. ¡Qué estupideces digo! No estaría aquí de ser así.

Escucho mi propia voz al hablar y me alarmo al percibir los quiebres que toma de forma inconsciente. Es obvio que tenemos la misma edad, y si Caesar tiene dieciséis años como yo, no podría tomarme por prometida, es demasiado joven.

—¿Quieres que te deje sola?

Su pregunta me frena en seco, me giro hacia él, para encontrar su rostro angustiado y sus ojos fijos en mí. Es impacto de mi descubrimiento se convierte en una sonrisa enorme y genuina.

—No. Aun no te ofrezco nada de beber.

Me siento estúpida en cada forma probable, deseo de salir corriendo y esconderme en el más oscuro de los rincones, pero al mismo tiempo soy la mujer más feliz del mundo. Me siento humillada por mi comportamiento en los últimos días frente a Máximo, pero encantada de que no haya nada de qué preocuparme con él. Solo puedo culpar a mi idiotez de haber actuado con tal descaro.

El temblor de mis manos me impide preparar café en silencio, el golpeteo de la vajilla retumba en mis oídos como un reloj que cronometra el tiempo límite para permanecer escondida con la excusa de cocinar. Del otro lado, Caesar mira hacia el exterior, y así nos evitamos mutuamente. Me casaré con él, pienso y tiemblo de vergüenza y felicidad.

—¿Viviré con él los próximos dos años? —pregunto sabiéndonos a ambos consientes de la situación.

Tendré que esperar hasta que Caesar cumpla dieciocho años, para comprometernos.

—Esto es solo algo temporal. En cuanto pueda me aseguraré que te mudes con mi tío —afirma. Siento sus ojos clavarse de nuevo en mí.

Sin atreverme a verle continúo sirviendo las tazas de café. El temblor en mis manos comienza a menguar, pero mis dudas no hacen sino aumentar.

—¿Por qué él? —pregunto, mientras limpio el borde de las tazas.

—Porque hará lo que sea por obtener el favor de mi padre.

Una risilla escapa de mis labios.

—En eso nos parecemos —susurro, y sé que Caesar ha escuchado, aunque no lo demuestre.

Caesar aún no tiene edad para comprometerse, pero en dos años, cuando cumpla la mayoría de edad, no habrá ningún impedimento si desea hacerlo; incluso si es con quien alguna vez fuera la prometida de su primo. Cuando ambos tengamos dieciocho años, nada aparte de Máximo se interpondrá entre nosotros. La situación no es difícil de entender, pero ¿por qué tomarse tantas molestias conmigo? Caesar no tenía edad para pensar en una prometida cuando Máximo solicitó mi mano, hace cuatro años.

—Fue mi padre, si eso es lo que tu silencio busca expresar. Él te eligió para mí. No sé bien como llego a un arreglo con Máximo, él no fue su primera opción, pero edad le permitía comprometerse en ese entonces. Mi primo solo vio la oportunidad y la tomó. Ahora estamos en deuda con él. —Los ojos de Caesar me trasmiten su vergüenza, su temor a mi reacción.

Yo jamás me enojaría con él por algo en lo que sé no pudo interferir. Ni él ni yo, éramos demasiado pequeños.

—Él tenía veinte años. Tú y yo solo doce.

—Me enteré unos meses después, y de inmediato quise conocerte. —Se apresura en ayudarme a llevar las tazas—. Cualquiera diría que eras toda una dama, pero ver en lo que te has convertido. Nadie me creería si te vieran caminar descalza sobre el césped húmedo, SIS tendrá un problema para limpiar el suelo.

Miro el camino desde la entrada, está sucio, incluso hay partes con hierba pisoteada. También miro a Caesar con gesto de espanto, luego reímos juntos.

—Gracias —murmuro, cuando las risas han cesado—. Gracias por seguir tratándote como hasta ahora.

Esa tarde Caesar se despide de mí con un beso en la mejilla. Yo le veo alejarse recostada sobre el marco de la entrada, con un rostro afable que culta el manojo de nervios en mi interior. Solo me retiro cuando los portones de madera se cierran de nuevo. El sonido de mis movimientos no genera eco, son lentos y pesados. Dentro dejo cerrar la puerta tras de mí, pero no me alejo, en su lugar mi espalda se resbala despacio sobre ella. Veo los dedos al final de mi pierna extendida, se mueven cual si fueran ajenos. Suspiro, mi mentón descansa sobre mi rodilla, la doblada, y sobre la cual también reposan mis brazos extendidos.

El suelo está frío.

Siempre hay pequeños eventos que pueden alteran tu cotidianidad, pero ¡Dios, que pequeñas cosas me han alterado hoy! Llevo una semana convenciéndome sobre cuán obediente, condescendiente, dulce, servicial, amable, y "amorosa" debo ser con Máximo, sin siquiera aproximarme con mis mayores esfuerzos a construir entre nosotros una relación cercana a lo normal, para que ahora, de la nada, me entere sobre nuestro no casamiento.

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