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Lo veía gritar,
(pero en silencio).

Sus brazos estaban marcados,
(de nuevo).

Corregía sus pensamientos,
una y otra vez.

No decía nada, no le hablaba a nadie, maldecía en esa oscuridad violenta.

Pero a él.

Sólo a él.

Pues decía que la culpa era suya.

Sólo suya, cómo alguna vez lo fue ella, suya.

Y ahora no es nada, no suya sino nada.

Peor que la nada.

Si es que existe algo peor que tener el corazón roto y en llamas.

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