Capítulo 9
—¡Dame fuerzas en estos tiempo de necesidad, señor mío! ¡No defraudes mi esperanza! Ayúdame y estaré a salvo; así siempre cumpliré tus leyes. Concédeme un poco de tu poder, aunque sea un poco, mi voluntad es frágil y no quiero apartarme de nuevo. Debo comportarme, comportarme como los demás lo hacen. ¡Mantenme lejos de las ofrendas, que no entorpezcan mi camino! Aún puedo salvarme, tu misericordia es abundante, me has concedido una última oportunidad, solo debo sobrevivir hasta el día de celebración y podre demostrar mi verdadera fe.
Capítulo 9
Desperté con el cantar del gallo, mejor dicho, fui salvada por su sonido estruendoso. Estaba bañada en sudor y sentía que una presencia me observaba desde la oscuridad. Traté de levantarme, pero mis piernas temblaron y el vértigo me tumbó al suelo. Me arrastré desesperada hasta la ventana, anhelaba un poco de aire fresco. Para mi desgracia, me había olvidado que se encontraba sellada.
Los rincones de mi habitación me inquietaban, de verdad creía que alguien estaba ahí. Era una sensación muy familiar que siempre me acosaba luego de mis pesadillas. La sombra de la monja Adela jamás dejo de perseguirme, sin importar los años que pasaron desde la última vez que la vi.
Entre tropezones, llegué hasta la mesa de luz y prendí la lampara, su brillo fue un consuelo frágil para tranquilizar mi mente y ahuyentar mis miedos. Me recosté sobre la cama mojada y cerré los ojos intentando calmarme, era importante recuperar el aliento.
Siempre que mencionaba a Leito o Marquitos, era castigada con sueños horribles. No lograba recordar lo que sucedía en ellos, lo que me dejaba desconcertada y con una desagradable angustia recorriendo mi cuerpo. Estaba segura de que eran demasiados malos, tardaba algunos minutos en dejar de temblar y volver a la normalidad.
Los pocos que no lograba olvidar, tenían algo en común, no podía moverme y era invadida por un ser grotesco y monstruoso que me asfixiaba. Tan solo de pensarlo mi piel se erizaba y empezaba a sentirme acechada.
Los pasos pesados de doña Carmen retumbaron en el pasillo, anunciando su llegada a la escalera, la cual debía descender con precaución debido a su sobrepeso que le dificultaba las tareas diarias. A pesar de no haberme recuperado por completo, me preparé rápidamente y acudí a su ayuda. Mis responsabilidades no podían esperar, era hora de levantarse.
Doña Carmen y don Paco no supervisaban mis quehaceres, daba la impresión de que no les importaba. Solo me decían lo que debía hacer y dejaban que los completara a mi tiempo. Obviamente, los realizaba sin falta, aprendí en el orfanato a cumplir con mis obligaciones. Además, no quería echar a perder la libertad con la que nos premiaban.
El sol se alzaba en horizonte, regalando una pacífico y cálido saludo. La brisa de campo me acariciaba con ternura, reconfortando mi espíritu. Mis ojos se deleitaban con el inicio de un nuevo día, podía disfrutar de las maravillas de la naturaleza y su agradable recibimiento. El cantar de los pájaros mañaneros dibujaba una sonrisa en mi rostro, su alegría se esparcía por mis oídos.
El aroma a roció y tierra húmeda me acompañaba en mi corta caminata hasta los gallineros, donde mi primera tarea era recoger los huevos. Me desagradaba el olor a heno, gallina y excremento, pero por alguna extraña razón también me divertida. A mi lado llevaba mi confiable canasto de mimbre, áspero y liviano, perfecto para recoger lo que vine a buscar.
Las primeras veces me asombré con la cantidad de huevos, no esperaba que una sola gallina pudiera poner tres por día. Durante la semana, de doce gallinas sacábamos 252 huevos, los cuales Paco llevaba al pueblo para vender o intercambiar. Sin importar que tantos consumiéramos, sería imposible para nosotros gastar toda esa cantidad.
Otra de las tareas que me sorprendió fue el ordeño. La ubre se sentía fría y al apretarla la leche era caliente, era como si abriese un sache de leche, a temperatura ambiente, por una punta y lo apretase con fuerza. Me acostumbré rápido a hacerlo, aunque detesto, y nunca dejaré de detestar, el olor que quedaba impregnado en mis manos. Era intenso y muy difícil de quitar, además de ser muy particular, solo otra persona que lo conociera sería capaz de entenderlo.
"Olor a ubre de vaca", pensé con cara de asco mientras extraía la lecha en un balde. Había cuatro vacas de raza «Criolla Argentina», y me llevaba un poco más de media hora ordeñarlas, cada una de ellas dejaba entre 35 o 40 litros. De verdad no entendía como era posible que doña Carmen hiciera esto sola en el pasado.
Durante el desayuno, noté a Agustín en silencio, seguramente tuvo pesadillas al igual que yo. Pero él no era de contarme sobre sus problemas, debía presionarlo un poco para que hablase. Estaba preocupada, tenía que pensar en la forma de ayudar a que volviera a su ánimo habitual.
—Ya terminé con mis quehaceres, doña Carmen —le dije al acercarme a ella, estaba en un taburete lavando ropa en el patio de la casa. Llevaba un vestido de una pieza de color marino con flores rojas, junto a un delantal blanco para no ensuciarse y un sombrero de paja con un ala enorme.
—Veo que le estás agarrando la mano, eh. —Sonrió con dulzura y se detuvo para mirarme—. Poné a descongelar la carne del refrigerador y prepará un salteado de verduras.
—Sí, doña Carmen —asentí. Me quedé en silencio por unos segundos, estaba tratando de armarme de valor para hacer una petición—. Disculpe, doña Carmen. —Ella alzó una ceja confundida, sin perder su sonrisa—. Me preguntaba si podía cocinar un bizcochuelo.
—Julietita... —exclamó entre risas—. No necesitás mi permiso para todo. Ya te dije, mientras hagás tus tareas, podés hacer todo lo que querés. Mi pequeña, estás en "tu" casa, usa lo que necesités, siempre y cuando no sea algo exclusivamente mío o del viejo Paco —aclaró volviendo a su diligencia.
Mi corazón latía con fuerza, sentía las mejillas calientes y una extraña sensación de cosquilleo me impulsaba a salir corriendo de emoción. Por supuesto, me contuve, pero en el instante que entré a la casa y doña Carmen no me veía, exploté de alegría. Aquellas palabras regaban esperanza en mi espíritu marchito, me hacían sentir como una persona de verdad, no solo un simple objeto sin voluntad o aspiraciones. Aquí, realmente tenía la oportunidad de ser yo misma... de ser libre...
Me lancé hacia la heladera y me detuve para observar todo lo que había, se encontraba repleta de todo tipo de carnes: de vaca, cordero, cerdo, cabra, gallina... También lácteos y embutidos, en este lugar abundaba la comida, era un verdadero festín para los sentidos. Aunque me dijeron que podía servirme, experimentaba una ligera culpa al hacerlo, no estaba acostumbrada a ese tipo de tratos. Cegada por el entusiasmo que me envolvía, probé un trozo de queso y jamón cocido. Iba a parar ahí, incluso me tomé un segundo para observar mi alrededor, como si estuviera cometiendo algún delito, sin embargo, me permití un par de bocados más, era muy sabroso y no pude resistirme, la mezcla de carne y queso cremoso parecía deshacerse en mi boca.
Dejé descongelando en la bacha lo que me pidieron y comencé a preparar todo para el bizcochuelo, le daría a Agustín una sorpresa, quizás eso lo ayudaría a no pensar en el pasado. "Panza llena, corazón contento", solía repetir él, era una de sus frases. La mayoría de ellas eran similares, todas se relacionaban a la comida.
En mi mente, veía a Agustín con una sonrisa radiante y sus ojos de cachorro centellando, recuperando su vitalidad y humor, agradeciéndome por mi buen actuar. Me alagaba por mis dotes culinarios sin utilizar bromas o cumplidos indirectos, estaba genuinamente encantado. Mientras batía la masa y esta iba tomando forma, el aroma a vainilla parecía alentarme a que siguiera con mis pensamientos tiernos e inocentes. Era curioso, en el orfanato nunca podría hacer esto, ni siquiera podía imaginar que todo saldría bien. ¿Así era como se sentía ser feliz? ¿Realmente mi vida iba a ser así a partir de ahora?
El estómago se me revolvía, de una manera distinta a la habitual, me producía placer. Estaba impaciente, quería que llegara el momento de ver a Agustín sonreír y de poder pasar la tarde con él recorriendo las parcelas, sin ninguna razón en particular, solo disfrutar del tiempo.
Las horas volaron entre mis fantasías, cuando menos me di cuenta, Paco y Agustín llegaron para almorzar. El pequeño cachorro, con las alpargatas y la cara salpicada con barro, entró a la casa bostezando y estirándose, claramente fatigado. Intercambiamos algunos saludos, no más que eso.
Al sentarnos a comer, el silencio incomodo se adueñó de la habitación. Doña Carmen era la única que solía hablar y manejar la charla durante las comidas, aunque en esta vez solo se limitaba a observar sin decir una sola palabra. La mesa redonda permitía que estuviéramos cerca físicamente, pero de manera emocional nos encontrábamos a kilómetros. Los delicados adornos de tela tejidos a mano vestían la sala de manera enternecedora, era como si una abuelita dulce e inocente hubiese dejado su huella en cada rincón de la casa. Incluso las macetas y flores lucían sus propios cobertores.
Todavía no tenía la confianza, ni el valor para empezar una conversación en la mesa, con Agustín manteníamos una actitud sumisa, que poco a poco íbamos perdiendo. Sin embargo, sentía que necesitaba del permiso de doña Carmen para decir algo.
Los ojos de Paco por momentos se enfocaban en mí, con la misma timidez y furtividad de siempre. Al principio, durante el viaje y los primeros días, me resultó bastante perturbador, pero ahora no les daba importancia. O al menos trataba de no pensar en ello, tenía la suerte de que siempre estaba doña Carmen o Agustín. Nunca estaba a solas con él, y la simple idea de hacerlo me resultaba incomodaba y desagradable.
—Todavía no se levanten —dijo doña Carmen cuando terminamos de comer—. Queda el postre —anunció con una mirada cómplice, indicándome que fuera a buscarlo.
Me puse de pie rápido, tratando de disimular mi nerviosismo, por fin había llegado la hora de poner en marcha mi plan. Los ojos de doña Carmen me compartieron su entusiasmo y unos toques de compañerismo, sentí que me apoyaba.
Coloqué la bandeja con el bizcochuelo en el centro y observé como las miradas de todos se dirigían al postre, seducidos por su deliciosa apariencia y su aroma suave. Sin perder tiempo, empecé a cortarlo, revelando el relleno de dulce de leche que se escondía en su interior. Su apetecible fragancia nos invadió al instante, haciéndome agua la boca.
—Nunca había comido con dulce de leche —comentó Agustín con la boca llena y el mentón manchado. Su cara de satisfacción alimentaba mi ego.
—Uff, tenés que empezar a hacer más postres —agregó doña Carmen, aplaudiendo de manera rápida y silenciosa—. ¿Qué te parece, Paco?
—Hmm, rico —respondió sin mucha emoción, pero que no dejara de comerlo era la muestra perfecta de que le gustaba.
—¿Qué pasa, Juli? —preguntó Agustín sorprendido, inclinándose hacia mí—. ¿Por qué llorás?
Levanté los hombros y empecé a refregarme los ojos, no podía hablar. Por alguna extraña razón la emoción me superaba, sentía que estaba viviendo una escena familiar.
—De verdad está rico —siguió Agustín—. Sabés que no te mentiría con la comida —agregó risueño, con sus ojos color avellana llenos de vida.
—¿Es mejor que el qué me regalaste? —pregunté fingiendo tristeza para provocarlo a que me consolara.
—No hay comparación —exclamó con ánimo, sin dudar ni siquiera un segundo—. El que hiciste vos es el mejor que comí.
—Ay, son tan tiernos... —dijo entre risas doña Carmen—. Casi que quiero comerlos en este preciso momento.
Paco por primera vez se unió a su risa e intercambiaron miradas, con la misma complicidad con la que lo había hecho antes conmigo.
—Ya que estamos de buen humor. —Doña Carmen llamó la atención de todos—. Creo que es un buen momento para contárselos... —Con Agustín nos quedamos en silencio, atentos a lo que estaba por decirnos—. ¿Podés traerlos, Paco? —Solicitó. Paco subió las escaleras y al cabo de unos segundos volvió con un conjunto de ropa para cada uno—. ¡Ta da! La semana que viene empieza la escuela y ya están anotados —dijo con una gran sonrisa mientras aplaudía como solía hacerlo cuando se emocionaba.
Paco me entregó el vestido, era largo hasta los talones y de un gris sin brillo ni gracia. Debía usarlo por encima de una camisa blanca y con unos desagradables mocasines. La tela era dura, de poliéster, no era un tipo de ropa que usarías por gusto, sin duda, deberías de estar obligado para hacerlo. Desprendía una fragancia a nuevo, lo cual volvía más difícil que lo despreciara, después de todo, lo habían comprado para mí, no me estaban dando algo usado y viejo.
Obviamente, sonreí por respeto, el uniforme ofuscaba mis ánimos, pero la idea de ir a la escuela me entusiasmaba. Estaba empezando a tener la vida de una joven normal.
—Gracias, Doña Carmen y don Paco —respondimos al unisonó, haciendo una reverencia con la cabeza.
—No hay nada que agradecer —dijo doña Carmen sonriendo—. Solo no se metan en problema y recuerden las reglas que les enseñamos.
Asentimos una vez más y continuamos con nuestro día, todavía nos quedaban tareas por completar. Aunque sería difícil concentrarme, la escuela sonaba muy interesante. Ahí tendría el primer encuentro con otras personas del pueblo, además de jóvenes de mi edad, quizás, encontraría buenas amistades y compañeros con los cuales compartir mi nueva vida. No obstante, una delicada voz resonaba en mi interior, era como una semilla diminuta de duda e inseguridad que brotaba: "¿De verdad todo seguirá así de bien? ¿Acaso merezco disfrutar de todo lo que me sucede? ¿Es justo?", me cuestionaba en mi mente.
Lista o no, debía prepararme. ¿Qué era lo peor que podía pasar?
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Acompañados por los primeros rayos de luz de la mañana, Agustín y yo estábamos listos para emprender nuestro primer recorrido a la escuela. El cielo, teñido de tonos anaranjados, empezaba a deshacerse de toda la oscuridad, dejando a la vista las diferentes parcelas que nos rodeaban, separadas por alambrados. Un camino de tierra y piedra nos guiaba a través de su solitario recorrido. El viento fresco traía consigo el olor a humedad y flores silvestres, envolviéndonos con su sentimiento de libertad.
El uniforme, hecho con tela de mala calidad, era incomodo. Su gris opaco parecía drenar el entusiasmo, y la falda hasta los talones dificultaba mi caminar. Por otra parte, Agustín se veía más maduro, los tonos desabridos y apagados contrastaban con su actitud, creando un equilibro extraño. Él llevaba una camisa blanca con un chaleco gris y un pantalón de vestir del mismo color.
La semana transcurrió en un abrir y cerrar de ojos, anoche apenas y pude dormir algo. Al igual que cada domingo, fuimos confinados con Agustín en nuestros cuartos a eso de las 19 hrs. Pensé que eso me ayudaría a descansar, pero fue todo lo contrario, mi mente no paraba de fantasear con todo lo que podría suceder un nuestro primer día.
Mis únicas referencias sobre la escuela provenían de las películas que veía a escondidas y las lecciones impartidas por la madre Anna. De verdad esperaba que no sean de esta última forma, aunque no me sorprendería que estuviera destinada a seguir sufriendo con ese estilo de trato, hasta ahora todo marchaba demasiado perfecto. No creía merecerlo.
El cantar de los coyuyos volvía al ambiente rural menos vacío y desolado, si no fuera porque Agustín estaba a mi lado, estaría bastante aterrada de adentrarme por este sendero sola. No se veían casas, ni árboles, solo extensos cultivos que se perdían en el horizonte.
—Esos son los primeros brotes de Alfalfa —señalo Agustín—. Y del otro lado... creo que era maíz lo que cultivaban, no lo recuerdo bien.
—¿Cómo lo sabés? —le seguí la charla para mantener la mente ocupada y tranquilizar mis nervios.
—Supuestamente con ver las hojas de los primeros brotes lo podés identificar —exclamó entornando los ojos y apoyándose en el alambre—. Aunque no veo nada —agregó entre risas—. Don Paco me explicó un poco sobre los terrenos que nos rodean.
—¿Él te habla cuando están solos? —Levanté una ceja y lo miré con sorpresa.
—Na, casi nada —respondió de inmediato mientras seguíamos caminando—. Pero si contesta mis preguntas. Quería conocer un poco del lugar.
—No estarás planeando nada raro —dije con seriedad, dejando en claro que sabía sus intenciones.
—Siempre es mejor estar preparados. —Evitaba mis ojos, no podía ocultar su desconfianza hacía la familia Romero—. Todo a nuestro alrededor son tierras de cultivo y de crianza de animales.
Según lo que escuché de doña Carmen, San Gonzales era un pueblo pequeño dentro de la provincia de Santiago del Estero, ni siquiera figuraba en los mapas. Se encontraba entre Quirós y Recreo, por la ruta 157, tomando un camino sin señalización y oculto que pocos sabían que existían. Además, el terreno montañoso y lleno de curvas evitaba que la gente quisiera adentrarse hacía aquí. Por eso dependían exclusivamente de sus producciones y eran ellos los que exportaban la mercadería.
San Gonzales contaba con un poco más de quinientos habitantes, tenían una sola escuela que estaba algo apartada. Desde la casa de doña Carmen nos quedaba a cinco kilómetros, siguiendo un único camino, lo que significaba que tardaríamos cerca de una hora en llegar y otra en volver.
—Ya no es necesario huir —dije sin mucha seguridad—. Ahora estamos bien.
—Siempre es mejor estar preparados, Juli —repitió sin titubear, con la mirada al frente—. No nos tomarán con la guardia baja como hicieron el orfanato, eso lo sé muy bien —declaró con firmeza—. Si algo llega a salir mal, te sacare de aquí sin dudarlo.
—¿Tomarás un caballo y vendrás a mi rescaté? —pregunté con una sonrisa burlona.
—Por supuesto, hasta usaremos una cabra si es necesario —respondió entre risas.
—¿Se puede montar una cabra?
—Ay, esta citadina... —exclamó moviendo de lado a lado la cabeza, como si estuviese disgustado conmigo—. Mejor déjame hablar a mi en la escuela, me encargaré de volvernos los populares y así nadie se meterá contigo.
—¡no digas pavadas! —Le di un fuerte empujón en el hombro—. Te recuerdo que en el orfanato los niños preferían pasar más tiempo conmigo. —Levanté victoriosa el mentón—. No tengo de que preocuparme —dije en voz alta, apretando con fuerza el tirante de mi mochila, esas palabras iban hacía mí.
—También estoy nervioso —dijo Agustín sonriendo con timidez, encogiéndose de hombros—. Es algo nuevo para nosotros.
Me quedé en silencio, no esperaba que se sincerara de esa forma. De seguro notó mi nerviosismo y temor, por eso intentaba mostrarme que no era la única persona que experimentaba esas emociones.
—¿Creés qué serán cómo las clases de la madre Anna? —pregunté con mis ojos siguiendo mis pasos, tan solo mencionarlo era desagradable.
—En todo caso hay que verlo de manera positiva, sobrevivimos a ella, ¿qué puede ser peor? —contestó con su voz llena de ánimo—. ¡Estamos listos para lo que sea! —añadió dando un fuerte gritó.
Una sonrisa se dibujó en mi rostro por la divertida escena que me ofrecía Agustín, cuya voz se perdía en los campos desolados, contagiándome de su actitud risueña. Me di cuenta que debía seguir su ejemplo, pensar menos y actuar más. Era la forma en que él se mantenía positivo, su comportamiento energético no le dejaba tiempo para pensar y angustiarte con todo lo malo que nos rodeaba. Él había adoptado ese estilo de vida, imitando a como era Leito antes de que enloqueciera.
"Agustín no va a volverse loco y abandonarme, ¿verdad?", me cuestioné por un segundo mientras no le quitaba los ojos de encima. No soportaría perderlo.
Seguimos nuestra travesía, hasta que por fin llegamos. Era un edificio aislado que se alzaba en medio de toda la tierra y el polvo, negándose a ser enterrado en el medio de la nada. Tenía forma de una "T", me lo esperaba mucho más grande, en realidad parecía un extenso salón con varias habitaciones. Sus paredes de ladrillo se veían desgastadas por el pasar de los años y el caluroso clima. A su alrededor, había algunos huertos improvisados, de seguro era donde los estudiantes practicaban agricultura.
Nos detuvimos en la puerta principal, tomando unos segundos para prepararnos. Intercambiamos miradas y compartimos un leve gesto de confirmación. Nuestros pasos retumbaban por los altos pasillos, con suelos de cerámicas grises y negros, el interior estaba pintado de un blanco yeso. El aroma a polvo y a la tierra de los huertos estaba impregnando en el aire, creando una atmosfera ya cotidiana para nosotros.
El lugar parecía totalmente vacío y sin vida, los salones se encontraban todos cerrados y solo se escuchaba el eco de nuestro caminar. Llegamos hasta el final del pasillo, donde tenía una placa de hierro con la palabra "dirección". Aquí era donde doña Carmen nos indicó que debíamos dirigirnos para que nos asignaran nuestras clases.
Golpeamos la puerta con sutileza, como la de alguien que no quería ser escuchado, la escuela daba la impresión de estar abandonada. Escuché una silla siendo arrastrada y el sonido de una persona acercándose para abrirnos. Sonreímos con Agustín, el desconcierto y las dudas de estar en el lugar equivocado desaparecían con cada paso que se aproximaba.
La puerta se abrió y sentí como mi corazón se detuvo en seco. Retrocedimos un paso, el temblor en mis piernas casi me tumbaba al suelo y me impedía salir huyendo. Aquellos ojos enormes y perturbadores, que me perseguían en mis pesadillas, habían vuelto para atormentarme. Ni siquiera podía articular palabra alguna, nunca imagine encontrarme con ella de nuevo.
—¡Que grata sorpresa verlos de nuevo! —exclamó la monja Adela con entusiasmo, clavando sin piedad su mirada espeluznante en nosotros—. Han crecido bastante. —Tragué saliva y mantuve la cabeza agachada, esto debía tratarse de un sueño horrible—. Adelante, sean bienvenidos —añadió, indicándonos que entremos a su oficina. Con Agustín permanecimos inmóviles, nuestra piel se volvió pálida por el miedo—. No me hagan repetirlo —amenazó, perdiendo su tono amable.
Era como regresar al orfanato, donde todo lo bueno que habíamos construido en el mes que llevábamos viviendo con los Romeros se desvanecía de repente. Nos invitó a sentarnos con aquella cordialidad hipócrita que las monjas usaban para ocultar sus verdaderas intenciones. La oficina estaba repleta de escritorios y libreros abarrotados de documentos y papeles, apenas había lugar para nosotros tres. Un escritorio de madera y con algunos cuadernos encima nos separaba de la monja Adela, aunque, si fuese posible, desearía estar aún más lejos, a varios cientos de kilómetros.
¿Qué iba a hacernos? ¿Iba a castigarnos de alguna manera? ¿Amenazarnos? No podía parar de recordar en todo lo que nos hizo en los tres días que estuvo de visita en el orfanato. Solo eso necesitó para grabar su asquerosa presencia de por vida en nosotros.
La monja Adela no vestía su túnica ni su cofia, lucía una camisa de vestir y una pollera del mismo color que nuestro uniforme. Seguía viéndose joven, con un rostro cargado de malicia y su mirada penetrante que buscaba doblegar nuestro espíritu. Sus ojos se mantenían bien abiertos, como si fuese un animal al listo para atacar en cualquier momento. Era una mujer malvada, a diferencia de las demás monjas, Adela se divertía con nuestro sufrimiento.
—Ahora que los tengo a los dos, ¿por fin van a confesar? —preguntó con una sonrisa sardónica en sus labios, apoyando ambas manos en el escritorio para inclinarse hacia nosotros.
—Ya no somos tus prisioneros y no tenemos que rendirte cuentas —respondió Agustín con voz temblorosa pero una actitud decidida.
Quedé sorprendida. ¿De verdad había escuchado bien? El miedo se reflejaba en el rostro de Agustín, sus manos se cerraban en puños y uno de sus pies no dejaba de moverse por el nerviosismo. Luchaba por mantener la compostura y aparentar fortaleza.
—¡Oh, al cachorro le salieron los colmillos! —Su risa burlona y exagerada retumbaba en la habitación. Una sonrisa gigantesca se esparcía por su rostro, era como si acabase de encontrar un nuevo juguete—. En parte, pequeño, tienes razón. Ustedes han sido absueltos de su transgresión, su pecado ya fue pagado y eso lo saben bien, ¿no es así?
»Sin embargo —añadió, caminando hasta estar delante de Agustín—. Recuerda que incumplir las reglas tienen su castigo. —Con soberbia, ella se acercó hasta quedar delante de él—. Dame una excusa, comete alguna falta, o intenta desafiarme de alguna manera, y es muy probable que te rencuentres con aquel niño... —dijo en voz baja, deleitándose en cada una de sus asquerosas palabras—. Soy la preceptora del colegio de San Gonzales, Adela Pérez, seré la encargada de asegurar de que se comparten en la escuela y cumplan con sus tareas.
Sin perder más tiempo, salió de la habitación indicándonos que esperásemos en silencio. La única ventana al final del cuarto estaba cerrada, sentía que nos habían encerrado en un lugar donde el aire no circulaba. Las paredes se inclinaban hacia nosotros, como si fuesen a derrumbarse y aplastarnos en cualquier momento. Mi corazón se estremecía con cada palpitar, y poco a poco mis sollozos se adueñaron del protagonismo del lugar. Me ahogaba por la opresiva y claustrofóbica sensación que se apoderaba de mí.
¿Esa mujer volverá a estar a cargo de nosotros? ¿Nos acecharía de la misma manera? No. No era posible. Habíamos escapado del orfanato, no era justo que nos encontráramos de nuevo con ella.
—Ella ya no puede hacernos nada, te está intentando asustar —dijo Agustín, inclinándose para consolarme. Su mano se apoyaba en mi hombro y sus ojos se veían compasivos y temerosos—. Respirá, no pasa nada —añadió con dulzura.
Mentías. Lo veía en tu mirada.
Lo conocía lo suficiente para saber cuando mentía. Sin embargo, sería egoísta cerrarme en mí misma y abandonarlo en este momento tan difícil. Debía soportar estos sentimientos abrumadores y apoyar a Agustín, él también se hallaba igual de consternado, solo que aparentaba fortaleza para apoyarme.
La idea de huir cruzaba por mis pensamientos, aunque sea por un breve instante, debía tener en cuenta las posibilidades. Esa mujer solo traía desgracias consigo, su presencia era un augurio de muerte, después de todo, estuvo presente y participó de lo que ocurrió aquella fatídica noche.
Miré de reojo la entrada, lo escuchaba claramente, otra vez, como si estuviese sucediendo de nuevo. Unos gemidos desgarradores y suplicas desesperadas sacudían la puerta. ¿Qué más podía hacer ese día? Era solo una niña asustada. No era mi culpa. Ni de nadie. Era lo que le ocurría a los que rompían las reglas. Obedecer, teníamos que obedecer si era que queríamos evitar el mismo castigo.
Empecé a temblar y me refugié entre los brazos de Agustín, los sonidos me torturaban y cada segundo que pasaba me sumía en la angustia de revivir aquellos momentos terribles.
—¡Los escuchó de nuevo! —grité mientras lloraba.
—Solo ignóralo —respondió abrazándome con fuerza—. Pronto terminará —añadió con amargura. Estaba segura que él también podía escucharlo, de lo contrarió no me abrazaría con tanto afán.
La puerta se abrió, provocándonos un sobresalto. Adela entraba con una gran sonrisa en su rostro, deleitándose del pavor que nos atormentaba. Se quedó observándonos por unos segundos, examinando cada una de nuestras muecas, como si quisiera atesorarlas en su memoria.
—Tranquilos, he venido para llevarlos a sus clases —anunció manteniendo su ánimo morboso—. Solo aquellos que incumplan las reglas deben de temerme. Pero ustedes no lo harán, ¿no es así? —preguntó con su característico tono burlón.
Hizo un gesto con su dedo para que nos acercáramos, al mismo tiempo que salió de la habitación. Sin separarnos, avanzamos con cautela, dejando un par de pasos de distancia de ella. Nos guio por los pasillos a un ritmo lento, su figura era la de una mujer pequeña, similar a como lo era yo. Me percaté de que Agustín era más grande, quizás ahora teníamos una oportunidad de defendernos, ya no éramos los niños de hacía siete años atrás.
Por un momento, sentí un pequeño rayo de esperanza. Sí, era posible, no nos doblegarían de la misma forma.
—Aquí es tú salón, jovencito. —dijo Adela, interrumpiendo mis pensamientos y trayéndome de nuevo a la realidad. Se acercó a nosotros con brusquedad y nos separó con fuerza, apartando a Agustín—. Entra y siéntate donde te indiquen, tu profesor se encargará de responder cualquier duda que tengás. Y vos, Julieta, irás al otro salón.
Sin darnos tiempo a responder, empezó a empujarme por detrás, alejándome de Agustín. Me giré para mirarlo y entonces me di cuenta que nada había cambiado. Él lucía igual a cuando era niño y se quedaba paralizado por el miedo. Sus ojitos temblaban y parecían gritar de tristeza, pero no tenía el valor para alzar su voz.
Y no podía culparlo, me sentía igual de vulnerable que él, a merced de la mujer que tenía a mi lado. Aunque nuestros cuerpos hubieran crecido, era evidente que nuestros espíritus seguían sometidos a la voluntad de ella. Siempre habíamos sido sus prisioneros, y eso parecía que nunca iba a cambiar.
Escuché el sonido de la puerta de atrás y un hombre robusto sujetó de la muñeca a Agustín y lo hizo entrar. Quedé sola con Adela mientras avanzábamos por el pasillo desolado, cada paso que nos alejábamos me hundía más en la soledad y desesperación, no pensé que fueran a separarnos.
—Este es el tuyo. —Señalo con el dedo una puerta de madera con un número y letra pintada "3B" —. La próxima vez que vengás solo debés entrar y ubicarte en el centro del salón —añadió a secas—. Hay alguien que esta ansiosa por verte —dijo entre risas, abriendo la puerta y tirándome adentro, como si fuese un pedazo de carne y estuviera alimentando unos lobos.
Miré aterrada a mi alrededor, esperando lo peor, pero me encontré con varios jóvenes sentados en sus pupitres, absortos en sus cuadernos. Parecía como si no existiera, me ignoraban por completo de una manera muy anormal.
Las ventanas abiertas dejaban entrar los rayos del sol, iluminando la habitación con claridad mientras la brisa que se colaba llevaba consigo el olor a tiza. Ver a los demás cabizbajos y estáticos me recordó a los niños cuando se preparaban para la llegada de la madre Anna.
Me tapé la boca con las manos para evitar gritar, ¿acaso la madre Anna sería nuestra profesora? Un espeluznante escalofrió me recorrió desde la nuca hasta la punta de los pies, eso no era posible, ¿verdad? Adela había dicho que alguien me esperaba para asustarme, le gustaba jugar con nosotros.
Traté de saludar a al resto de chicos, pero ninguno siquiera levantó la mirada, parecían muñecos sin vida. Volví la vista hacia la puerta, la idea de huir me tentaba, sin embargo, no sería tan tonta para romper las reglas. Mucho menos con Adela supervisando los pasillos y los alrededores de la escuela, era una cazadora feroz y tenía un instinto muy agudo.
Me sentía fuera de lugar, como un pez fuera del agua. Avancé hasta la silla vacía que me esperaba en el centro de todos los demás estudiantes, casi que tenía mi nombre grabado en ella.
El único sonido que rompía el silencio de la sala era el "tic, tac" de un reloj en la pared, retumbaba una y otra vez, sin descanso ni misericordia. Parecía un molesto metrónomo que marcaba un ritmo cruel y agobiante que todos debíamos seguir.
Los pupitres metálicos, de un color blanco y de un beige claro, sin una mancha o dibujo, me recibieron con su frio y duro tacto al sentarme, haciendo que me diera cuenta de que la sala se encontraba más helada de lo que uno esperaría en pleno verano. Mis piernas no dejaban de moverse y jugueteaba con mis dedos por los nervios, mis ojos iban y venían en todas direcciones, la presión era aplastante, y ese condenado reloj no dejaba de hacer ruido.
Unos estruendosos pasos resonaban por el pasillo, indicando que alguien se acercaba a nuestro salón. Apreté la mandíbula y dejé escapar un suspiro largo y pesado, el sonido del caminar era terroríficamente, similar al de madre Anna. El estomago se me revolvía, las náuseas me invadían y empecé a sudar. Mi mirada no se apartaba de la puerta mientras deseaba una y otra vez equivocarme.
Una mujer entró haciendo gala de su autoridad, con un andar poderoso y un porte distinguido, adueñándose de toda la atmosfera. Me quedé sin aliento al reconocerla, era la monja Rosa, pero sin su vestimenta de eclesiástica. La responsable de todo lo que ocurrió aquella noche en el orfanato, y quien dio la última orden...
Todos los estudiantes cobraron vida de inmediato y se pusieron de pie al mismo tiempo, dejándome sola y desconcertada. Con dificultad, los imité de manera torpe, sobreponiéndome a los temblores de mis piernas.
—Buenos días, profesora Rosa —exclamaron al unisonó, haciendo una reverencia. Esperaron en esa posición por unos segundos, hasta que les ordenaron sentarse.
—Hoy tenemos una nueva estudiante —dijo Rosa, con su voz desabrida y distante, sin siquiera mirarme—. Bienvenida, Julieta. Espero que aún recuerdes lo que te aconseje hace varios años, de lo contrario tu estadía aquí será corta y dolorosa.
Me encogí de hombros y agaché la cabeza desesperada, asentí una y otra vez, esperando que con esa respuesta fuera suficiente para complacerla. Jamás podría olvidar sus palabras, ni mucho menos cuando le ordenó a la madre Anna que nos mostrase lo que pasaba con los que incumplían las reglas...
Rosa era la principal responsable del asesinato...
Fin del capítulo 9
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