Capítulo 7

Llegaron. Ellos llegaron. Los vi. Parecían... inocentes e ingenuos. Oh, no, señor mío, por favor, quita las flaquezas de mi mente. ¡Por favor, te lo ruego, mantenme lejos de ellos hasta el día de celebración! No quiero y no debo reincidir en el mismo error. De ser necesario, esta vez, seré yo quien los asesine. ¡Los mataré de ser necesario! Si eso demuestra mi fe y gano tu perdón, lo haré ¡Lo haré, señor mío, lo haré!

Capítulo 7

—La tomás del pescuezo, le estiras el cogote y clavas el cuchillo de esta forma, por un costadito, donde está la yugular, no por el centro. —Carmen mostraba como debía matar a las gallinas—. ¿Entendiste? No dudés y atravesá el animal sin miedo, de esa forma no sufre.

Los ojos de ella se perdían en cada gota de sangre que caía, se quedaba ensimismada con una sonrisa enorme entre medio de sus cachetes carnosos. Solo por unos instantes desviaba su atención para ver el filo del cuchillo manchado, demostrando una vez más aquel extraño placer morboso que se escapaba de su cara.

La brisa de campo se encargaba de refregarme en el rostro el aroma a hierro que se mezclaba con el de la tierra. Eran las diez de la mañana y debíamos empezar a preparar la comida, estábamos en el patio de casa, al lado de unos postes de madera que tenían sogas atadas y unos conos de hierro colgando.

Las gallinas eran introducidas en los conos, dejando sus patas arriba y su cuello expuesto hacia abajo, de esa forma se las desangraba. Según Carmen, era para no arruinar la carne. Los animalitos se retorcían con desesperación e intentaban aletear en un intento inútil por escapar. Era cruel, pero lo que más me aterrorizaba de ese momento era Carmen con sus expresiones de deleite y profunda concentración.

No tenía dudas, disfrutaba de producirles dolor y ver la sangre caer.

—Agarrá una de las que está dando vuelta y subila al cono —indicó acercándose a mí, con su caminar lento y tambaleante—. Todo tuyo, nena —dijo al entregarme el cuchillo.

Lo tomé con inseguridad, evitando encontrarme con los punzantes ojos de Carmen, me observaba con aquella particular intensidad que me ponía incómoda. Sin mucho esfuerzo, agarré una gallina y la coloqué en la posición que me pidieron.

Sujeté su cuello y sentí los cartílagos y huesos que lo conformaban. Me dio repulsión, algunas partes eran blandas y flojas, se movían con mi toqué. Otras eran más duras y grandes, con la firmeza que se esperaría encontrar, era extraño y asqueroso.

Me detuve con el cuchillo a unos centímetros del animal, no podía darle el corte final. Sin darme cuenta, Carmen se paró detrás de mí y tomó con fuerza mi mano, empujándola para que atravesara el cuello de la gallina.

—Algunos sacrificios son necesarios, mi querida Julieta —susurró con aquel tono mórbido que la rodeaba—. Nosotros necesitamos comer, es parte del ciclo de la vida.

La sangre empezó a caer, ensuciando mis manos. El líquido era caliente, pero se enfriaba al instante, podía apreciar como la vida del animal se esfumaba con la misma rapidez. Sus fuertes patadas y aleteos cesaron en cuestión de segundos, y los últimos rastros de su vida creaban un charco de barro en el suelo.

—La próxima lo harás sola, ¿sí? —preguntó con dulzura, volviendo a su actitud de madre cariñosa.

—Sí, doña Carmen —asentí sin quitar la atención de mi mano.

—Ahora vamos a desplumarlos, trae los "bichos", yo te espero adentro con la olla de agua hirviendo.

Carmen me dio la espalda y se dirigió a la casa. De inmediato, solté el cuchillo y dejé escapar un suspiro largo. Tenía que hacer mis tareas, si no perdería todos los beneficios de estar aquí.

Así es, lo valía. Mataría cuanta gallina hiciera falta, porque por primera vez en mi vida podía experimentar lo que significaba ser libre. Llevaba un mes viviendo en el pueblo de San Gonzales y podía hacer lo que quisiera fuera del horario de trabajo. Los días eran intensos, llenos de tareas, sin embargo, una vez acabábamos, podíamos hacer lo que quisiéramos. Menos salir de noche.

Enero pasó en un abrir y cerrar de ojos, durante las mañanas me perdía recogiendo huevos, sacando leche o alimentando los animales que estaban cerca de la casa. Luego, preparábamos la comida con doña Carmen, lo que nos llevaba su tiempo. Siempre, pero siempre, se comía carne, ahora entendía lo de su sobrepeso. Si no tenía cuidado iba a acabar engordando, era difícil de resistirse, todo era muy sabroso, hasta el punto de que parecía sobrenatural.

Las primeras semanas no pude pasar tiempo con Agustín, llegaba al medio día, comía y partía de nuevo con Paco a seguir trabajando. Volvía unas horas después, con la cara llena de barro y pasto, arrastrando los pies y con un cansancio exagerado. Apenas soportaba mantenerse despierto hasta la cena.

Los sábados hacíamos media jornada, lo que nos permitía tener toda la siesta para nosotros. Explorábamos los alrededores, sin irnos muy lejos, todavía no teníamos el valor para movernos tanto. Hoy, íbamos a ir al establo donde estaban los caballos, Agustín me prometió que iba a dejar que los tocara.

—Anda, citadina, sin miedo —dijo parándose a un lado del corral, trataba de imitar la tonada y los gestos de Paco.

—Oh, perdón, cierto que ahora sos todo un gaucho criao en el monte —respondí siguiéndole el juego—. Te falta la faja y la boina —agregué, dándole un vistazo a su atuendo.

Nos compraron mucha ropa, demasiada, podíamos usar un conjunto diferente cada día del mes si queríamos. Vestidos de una pieza, vaqueros, shorts, todo tipo de remeras... no sabíamos qué hacer con tantas prendas.

Agustín vestía con camisas, bombacha de gaucho y alpargatas, casi que parecía alguien de la zona. Aunque a comparación de ese tal "Héctor" que apareció el primer día que llegamos, le faltaba mucho para verse como un hombre, aún seguía teniendo el físico de un adolescente.

—Paco dice que si sigo trabajando bien me dará mi propio rebenque y facón —comentó orgulloso, sacando pecho—. Te aconsejaría que aprovechés ahora para empezar a portarte bien conmigo antes de que sea tarde.

Sonreí tanto que por un momento me olvidé de ocultar mis dientes, incluso Agustín se sorprendió. Debía ser que, cuando te sucedían tantas cosas buenas, no había tiempo para amargarse por tonterías.

—Ya, ya... ¿Me vas a ayudar a tocar el caballo? —pregunté acercándome al corral, olía a estiércol y paja, esperaba que fuese más limpio que el de las vacas.

—Claro, claro. Sus deseos son mis órdenes. —Empezó a chasquear los dedos y la lengua, llamando al animal. De inmediato, vino hasta nosotros, luciendo un trote elegante y poderoso— ¡Oh, oh! ¡Quieto! —gritó con autoridad, sorprendiéndome. El animal se quedó quieto a su lado.

Con temor, esperando las indicaciones de Agustín, acerqué mi mano y empecé a acariciarlo. Su pelaje negro era corto y suave, no podía dejar de tocarlo. El animal respiraba con fuerza, tenía la sensación de que se enojaría conmigo, por eso mantenía mi rostro algo apartado para evitar llevarme algún golpe.

—Qué bonito... —exclamé con el entusiasmo de una niña—. ¿Cómo se llama?

Agustín tardó en responder, lo que me resultó extraño. Me giré para verlo y estaba mirándome fijamente.

—¿Qué te sucede? ¿Tengo algo en el rostro? —pregunté limpiándome la cara.

—¡Ah! No, no, no tenés nada —respondió nervioso, evitando mis ojos—. Supongo que me distraje. Es... realmente difícil de describir, pero se siente raro tener esta libertad. ¿No te parece?

—Sí, es raro. —Volví a concentrarme en el caballo, entendía a lo que él se refería—. No estamos acostumbrados a ser feliz —comenté con melancolía.

—Bueno, somos jóvenes, podemos adaptarnos —contestó acercándose a mí y sumándose a acariciar el animal—. Es nuestro nuevo comienzo, nos lo merecemos —dijo con seriedad, reflejando una madurez que pocas veces había visto en él.

—Por fin tenemos la opción de elegir —dije sonriendo.

Salir del orfanato nos devolvió la esperanza. Carmen y Paco no eran personas malas, solo eran un poco excéntricos. Además, estábamos juntos con Agustín, eso era lo más importante. Mientras siguiéramos así, creía que nada nos detendría.

Durante el resto de la tarde paseamos por las diferentes parcelas, explorando con inocencia los terrenos, jugueteando con las pasturas y los animales que nos cruzábamos. La tarde terminó en un parpadeo, el sol comenzaba a ocultarse y eso significaba que debíamos volver. Una de las reglas más importantes era no andar de noche.

Corrimos y corrimos, riéndonos a carcajadas, disfrutando del viento y el aire libre. No estábamos lejos, no teníamos de qué preocuparnos. La vida de campo era mucho mejor de lo que esperaba, quizás, ni siquiera era necesario irse de aquí.

Antes de llegar a casa, Agustín se detuvo y se puso delante de mí.

—Tomá, guarda esto y escóndelo en tu cuarto, donde no lo puedan encontrar. —En sus manos tenía un martillo y una pinza.

—¿De dónde sacaste eso? —Arrugué el entrecejo y me preparé para regañarlo.

—Los traje del orfanato, son unas de mis inversiones —dijo con confianza, creyendo que eso lo indultaba.

—Debiste haberlos dejado, no me gusta que robés. —Mi voz estaba cargada de disgusto, al igual que mi mirada.

—No es como si allá les hiciera falta...

—Aquí tampoco te hacen falta.

—Nunca está de más estar preparado. —Una vez más, extendió las herramientas hasta chocarlas con mi abdomen—. Agarrá, tenelas por sí las dudas. —Sus ojos de cachorro aparecieron, buscando conmoverme.

—No las quiero —respondí, evitando hacer contacto visual. Él insistió un poco más, en silencio, consiguiendo ablandarme—. Bueno, la voy a guardar. ¡Pero nada de andar robando cosas! —Le enterré mi dedo índice en el pecho sin pensarlo.

—Sí, madre Anna. Menos mal que salimos del orfanato, ya empezabas a imitar sus gestos —comentó burlándose, sonriendo victorioso por salir impune.

El atorrante sabía manipularme, podía parecer un tonto, pero tenía en claro hasta qué punto podía presionarme. Y, para ser sincera, me agradaba esa parte de él. Me hacía sentir que me conocía lo suficiente como para actuar de la mejor manera conmigo, acorde a la situación.

Sin más que decirle, guardé las herramientas dentro de mi ropa y continuamos nuestro camino a casa. Intenté hacerle más preguntas, aunque no tuve respuestas, solo me dijo que las ocultara. Él siempre fue precavido, no sé para qué podía servirme un martillo y una pinza, sin embargo, iba a confiar en sus decisiones.



...........................................................



A la tarde siguiente, antes de que se hicieran las 20 hrs, Paco y Carmen nos encerraron con llave en nuestras habitaciones. Cada domingo hacían lo mismo y se iban en su camioneta. Las primeras veces podía verlos por mi ventana, pero luego pusieron rejas y bloquearon la persiana para que no pudiera abrirla. Extrañaba la buena vista y los rayos de sol que se colaban con alegría y calidez, no pude disfrutarlos lo suficiente.

Algo que noté de la pareja, era que tenían el mismo comportamiento obsesivo con los horarios que la madre Anna, seguían a rajatabla sus cronogramas, eran muy organizados y estrictos con esto. Gracias a eso sabía que volverían a las 22:30 hrs.

Me recosté sobre la pared y cerré los ojos por unos instantes para relajarme. Cada vez que respiraba podía disfrutar de la tranquilidad y paz que me envolvía. Solía aprovechar este tiempo para acomodar mi cuarto o probar los diferentes conjuntos de ropa que tenía. Cada vez que agarraba un vestido mi corazón palpitaba con emoción, sentir que algo te pertenecía era reconfortante.

—¿Te dormiste, Agus? —pregunté en voz alta, me sorprendía que hubiese tanto silencio en su habitación.

—No, estoy esperando —respondió del otro lado de la pared.

—¿Esperando qué?

—Tú tranquila, yo nervioso.

Los siguientes minutos me quedé con el oído apoyado en la pared, expectante de lo que iba a hacer. La curiosidad me invadía, pero no quería demostrarlo, por eso evitaba seguir preguntando.

De un momento a otro, unos fuertes martillazos rompieron el silencio y la calma. El sonido metálico hacía eco por los pasillos vacíos, se mezclaba junto a la risa traviesa de Agustín, era una extraña sinfonía que servía para anunciar que su plan estaba funcionando. Lo escuché agitado, cargando algo pesado y refunfuñando, ¿qué era lo que estaba haciendo?

El ruido desapareció de repente, trayendo de nuevo la calma a la casa. Aunque ahora no podía dejar de pensar en la travesura que debía estar haciendo.

—Toc, toc, toc —gritó Agustín golpeando mi puerta—. ¿Hay alguien ahí adentro?

—¿¡Cómo saliste!? —Me acerqué sorprendida a la puerta.

—¿Ves las bisagras que están del lado de adentro? Bueno, utiliza la pinza para agarrar la parte del perno que sobresale, ¿lo tenés?

—¡No voy a salir, nos meteremos en problemas! —gruñí al instante, cuál perro feroz enjaulado—. ¡Y tú deberías de meterte de nuevo!

—Una vez agarrás el perno con la pinza —continuó su explicación, ignorándome—, debés golpear la pinza con el martillo e ir sacándolo de a poco. Después, solo tenés que levantar la puerta y ya.

—¡Qué no lo voy a hacer!

—No te escucho, el sonido de la libertad me impide hacerlo —dijo riendo mientras se alejaba—. Si no hay nadie para controlarme, voy a ir a revisar el cuarto de doña Carmen y don Paco.

—¡No, no te atreverías! —Golpeé la puerta con fuerza para tratar de mostrar mi enojo.

—Ni vos te la creés —respondió en un tono burlón y provocativo.

Sus pasos retumbaban adrede en el pasillo, indicando su dirección hacia el cuarto de Carmen. El crujir de la manera me desesperaba, me ponía ansiosa. Él se tomaba su tiempo para extender mi agonía, disfrutaba sacarme de quicio.

—¡Está bien! —grité derrotada, frunciendo el ceño—. Voy a salir. No hagás nada, espérame ahí.

—Con gusto.

—Estúpido e inquieto, niño... —murmuré mientras sacaba las herramientas de debajo del colchón, donde las había escondido—. ¡Más te vale que no terminemos metidos en problemas por tu culpa! —rezongaba a cada paso, apenas lo tuviera enfrente iba a golpearlo.

Tomé con la pinza el perno y empecé a sacarlo, miraba hacia todos lados y me encogía de hombros, preocupada porque alguien me escuchara. El aroma a polvo y óxido saltaba por mi cuarto, la bisagra era bastante vieja.

Cuando terminé, intenté levantar la puerta, pero era muy pesada. Agustín me ayudó desde afuera, sin él no habría podido. En el instante que dejamos la puerta a un costado, fui y le di un buen puñetazo en el hombro. Intenté pegarle más veces, pero se escabulló por un costado y bajó la escalera a toda prisa. Lo seguí por el comedor y cruzamos el largo pasillo hasta llegar a la cocina, donde se dejó atrapar.

—¡Tenemos que comportarnos ahora! —lo regañé, chuschandolo de la patilla.

—Bueno, ya... Lo siento, lo siento —rogó para que lo soltara—. Es que no me gusta estar lejos de vos —dijo entre alaridos.

—Ah, que basura que sos —exclamé, intentando no mirarlo y conteniendo mi sonrisa—. Sé que lo decís para comprarme —agregué al soltarlo.

—No, claro que no. —Expulsaba sarcasmo por cada uno de sus poros—. Sería incapaz de hacer algo como eso.

Agustín empezó a revisar las repisas, como si fuese el dueño de la casa, estaba envuelto en confianza, la misma que siempre solía tener cuando no había adultos cerca. Podía verlo concentrado, tenía en claro lo que buscaba.

El espacio era pequeño, la mesada de cerámica gris con manchones negros se extendía a lo largo, hasta toparse con el horno y la heladera. Había algunos estantes furtivos distribuidos por las paredes, ocupados por frascos con especias y alguna que otra maceta con flores que brindaba un acogedor aroma dulce.

La puerta que daba al patio estaba al final, era de madera y tenía una parte de vidrio por la cual se podía ver al exterior. Claro, durante el día, ahora la oscuridad consumía cada centímetro, dejando al pobre foco prendido de afuera con la misma utilidad que una bocina de avión.

—¡Aquí ta'! —dijo Agustín animado, cargando en sus manos una radio a baterías que utilizaba Carmen durante las mañanas—. Sabía que la había guardado por aquí.

—¿Tanto escándalo para eso? —Puse los ojos en blanco y me acerqué a él.

—Pos sí —contestó jugueteando con las perillas tratando de encenderla.

Su sonrisa dejaba escapar aquellos hoyuelos tiernos que siempre disfrutaba ver. Sus ojos color miel centelleaban de emoción, Agustín era rodeado por un aura energética y positiva que hacía mucho tiempo no veía encima de él. Llegué a creer que la había perdido, mejor dicho, que se la habían arrebatado. Sin embargo, ahora empezaba a volver.

—¿Qué sucede, tengo algo en el rostro? —preguntó, limpiándose la cara—. ¿Qué me mirás tanto?

—Tenés la misma cara de bobo de siempre, me parecía divertida —respondí apartando la mirada.

—Shh, no me distraigás, casi le agarro la mano a este cachivache.

—¿Te fijaste si tiene las pilas?

—¡Ah! —Se llevó las manos a la cabeza—. Bien visto, compañera.

Mientras buscaba en los cajones, una luz extraña y fugaz apareció a lo lejos, por fuera de la casa. Di un paso hacia atrás y me llevé la mano al pecho, me recordó a la linterna de la madre Anna. Dejé escapar un suspiro frío y rápido sujeté el antebrazo de Agustín.

—¿Estás bien? ¿Qué te sucede? —preguntó preocupado, mirando para todos lados—. ¿Escuchaste algo? ¿¡Vienen los Romeros!?

Negué con la cabeza y tragué grueso, hasta que por fin pude recuperar mi voz.

—Vi una luz afuera, era una linterna. —Señalé con mi dedo la ventana de vidrio de la puerta.

—¿Segura?

—¡Claro! Sé como se ve una linterna en medio de la oscuridad.

Agustín se acercó a la puerta con cuidado, tratando de ver algo sospechoso. Iba ganando más confianza a medida que los segundos pasaban y no encontraba nada.

—No hay de qué preocuparse. —Se giró para verme y me sonrió con seguridad—. Además, la puerta debe de estar cerrada con llave. —Sujetó el picaporte y abrió la puerta.

Ambos nos miramos sorprendidos, casi que se nos cae la quijada al piso. El silencio que nos consumió era una clara muestra de nuestro desconcierto. ¿Acaso los Romeros creían qué no íbamos a poder salir de nuestros cuartos y por eso no cerraron con llave las demás puertas? ¿Confiaban en qué no huiriamos? La madre Anna nunca cometería un error como este. ¿Era una especie de prueba?

—¿Qué es esto? —preguntó Agustín, trayéndome de vuelta a la realidad—. Mirá, Juli.

Se agachó y recogió un extraño objeto que estaba tirado delante de la puerta. Estaba hecho de pelo hirsuto y tenía forma de cruz. Era de color negro y apestaba a sangre. No me atreví a tocarlo, me daba mala espina.

—Tirá eso, es asqueroso —dije arrugando la nariz y tapándome la boca.

—Parece pelo de cabra. —Empezó a inspeccionarlo, su curiosidad era más grande que su sentido común—. Tiene un palo de madera de base... y... creo que hay una letra tallada en el centro. Ayúdame a ver, sostenelo de los lados. —Puso el objeto horrible delante de mí, esperando a que lo sujetara.

—Estás loco, no voy a tocar esa cosa. —Lo aparté empujando sus muñecas.

—Dale, quiero ver bien —insistió, sin quitarle los ojos de encima a esa cosa.

Acepté apretando los dientes y evitando mirar. Agarré los extremos de la cruz con la punta de los dedos, tratando de tocarlo lo menos posible. Era áspero y húmedo, muy repulsivo.

—Hmm... es como si tuviera una "V" —comentó entornando los ojos y escarbando entre los bellos—. Ah, no, para, gira la cruz, que quede invertida —pidió sin preocupaciones, pensando que era algo emocionante y divertido para los dos—. Quizás sea una "A". Pero la cruz estaría al revés...

—¡Basta! —grité tirando el objeto al suelo—. No me gusta esto, déjalo afuera y vamos de nuevo a las piezas —dije asustada, todo se estaba volviendo macabro—. Si doña Carmen y don Paco vienen antes nos vamos a meter en problemas, de verdad no quiero arruinar lo que tenemos.

—Está bien —respondió de inmediato, sonriendo con suavidad—. Hagamos algo que te deje tranquila. —Devolvió la cruz extraña de donde la recogió, podría ser algo de Carmen y Paco, era mejor no cambiarlo de sitio.

Agustín se detuvo con la puerta abierta y la mirada perdida en lo profundo de la oscuridad. Respiraba con calma y mantenía expresiones reflexivas, por un momento se perdió en sus pensamientos.

El brillo de sus ojos desapareció y se cristalizaron como si estuviera a punto de llorar. Sentí un dolor intenso en el pecho, mi cuerpo compartía la misma angustia que él estaba sufriendo.

—Ya, Agustín, vamos adentro. —Tarde en darme cuenta de lo que sucedía, pero ahora tenía en claro lo que pasaba por su cabeza—. Es mejor no pensar en eso —dije preocupada, intentando no hablar del tema tabú que nos atormentaba.

—¿De verdad crees qué somos libres? —Su voz estaba llena de dolor.

—Tal vez. Es mejor disfrutar el ahora y no pensar en el pasado —respondí pegándome a él y apoyando mi cabeza en su hombro—. Estamos juntos y logramos escapar —murmuré, forzando una sonrisa en mis labios.

—Sí, nosotros sí lo logramos. Marquitos y Leito no —dijo con frialdad, cerrando la puerta.

Me apartó con cuidado y guardó la radio en la repisa donde estaba, su ánimo y curiosidad fueron destrozados cruelmente. En el orfanato teníamos prohibido hablar de Marquitos y Leito, mencionarlos era razón suficiente para sufrir un castigo.

Junto a ellos se esfumó la palabra libertad de nuestros pensamientos.

—Será mejor volver. —Él marchó en silencio hacia los cuartos.

Lo seguí por detrás, consternada con lo que pasaba, trataba de pensar en algo que nos animara, pero era difícil, a mí también me torturaba lo que sucedió. El silencio, que anteriormente significaba calma y comodidad, ahora se sentía como unos pesados grilletes con los que debíamos cargar. Sin importar que tanto intentáramos alejarnos, siempre aparecían de nuevo para torturarnos, estaban grabados a fuego en lo más profundo de nuestra conciencia.

Agustín me acompañó hasta mi habitación y empezó a ayudarme a colocar de nuevo la puerta. Antes de cerrar me dijo:

—Hasta mañana, Juli —me despidió con la mirada vacía y una sonrisa falsa.

—Sabés que no es tu culpa, Agustín. No lo fue —dije con firmeza, tratando de que le llegaran mis palabras.

—Sí, siempre me lo recordás. Gracias. —Juntos cerramos la puerta y luego de que él hiciera lo mismo en su cuarto, no volví a escucharlo.

Me acosté abatida sobre mi cama, tratando de no pensar en lo que había sucedido. Ni siquiera tenía ganas de ponerme el pijama, me quedé quieta, luchando contra mi conciencia y buscando recuerdos que me animaran. Las colchas más grandes eran de tela, picaban demasiado, pero igual no tenía ganas de moverme y acomodarme.

No deseaba volver a tener pesadillas con ellos, ya que últimamente todo iba bien y no quería estropearlo. Sin embargo, ver a Agustín afligido cerca de la puerta me recordó aquella noche en el orfanato. Era un domingo, la madre Anna y la hermana Sofía estaban en su habitual sesión espiritual, lo que nos otorgaba una hora sin su supervisión.

La lluvia caía intensamente, y las gotas golpeaban con tal fuerza las ventanas y paredes que hacían difícil que pudiéramos hablar entre nosotros por el ruido ensordecedor. La mayoría estábamos en el comedor, mientras que otros se paseaban por los pasillos y la sala de bienvenida.

Tenía once años y siempre estaba rodeada de las niñas de mi edad, eran mis hermanitas. El ruido constante de la lluvia nos permitía gritar o cantar sin molestar a la madre Anna, por lo que aprovechamos para disfrutar de juegos de mano como el "Pata Sucia". Era lo que estaba de moda, se consideraba el hit de primavera.

Pata Sucia fue a la feria,

a comprar un par de medias,

como media no había,

pata sucia se reía,

Ja, je, ji, jo, ju,

Pata sucia eres... ¡tú!

—¡Fati sale de la ronda! —gritamos al unísono, riéndonos a carcajadas.

—¡Sabía que te apestan los pies, tengo mi cama a tu lado! —agregó Luci.

Éramos más de once niñas, resultaba muy desafortunado que te tocase salir al comienzo del juego, debías esperar a que todas las demás terminaran para volver a entrar. Lamentablemente, no pude disfrutar mucho, fui la siguiente en ser escogida como el Pata Sucia. Ahora ya no podría cantar ni burlarme de las que perdían.

Me quedé en silencio por algunos segundos, pero me aburrí rápido, quería pasar a la siguiente canción. Mientras esperaba, miré a mi alrededor, curiosa por ver lo que hacían los demás niños. Como siempre, los varones se estaban golpeando, jugando a las "manitas calientes".

Me daba gracia cuando arrugaban la nariz y apretaban los labios al recibir un golpe, eran tontos y brutos, pero también eran divertidos. Para observar de lejitos. Faltaban algunos chicos, lo que significaba que debía encontrarlos. Me pareció divertido buscarlos, como si fuera una especie de juego.

Fui al salón de bienvenida y encontré a varios sentados en los sillones, charlando de manera tranquila. Solo faltaban dos, lo cual me pareció extraño, uno era Leito, él siempre estaba metido en los grupos, pocas veces estaba solo. Aunque estos últimos días se estaba comportando extraño. Me daba un poco de miedo estar cerca de él.

El otro niño que no estaba era Agustín, él llevaba más de tres años en el orfanato, tenía entendido que sus padres fallecieron en un accidente y al no tener más familiares lo mandaron aquí. No hablaba mucho, era risueño y tímido, se juntaba con el grupo de los niños más grande. Era como la sombra de Leito, no se apartaba de él, ni siquiera ahora que estaba enloqueciendo.

Hicimos un par de quehaceres con Agustín, nos llevábamos bien, era divertido cuando empezaba a hablar. Era el único de los varones con el que solía pasar tiempo, casi todos los días separábamos un pequeño tiempito para juntarnos. Su pelo alborotado y la expresión de sueño con la que cargaba por las mañanas era algo que me sacaba una que otra risa.

Subí las escaleras, de puntitas de pie, era la costumbre apoderándose de mi cuerpo, la oficina y el cuarto de la madre Anna estaban en este piso. Mi corazón se aceleraba con el simple hecho de cruzar por aquí, fue por unos segundos, pero el peligro acechaba en cada rincón.

Los cuadros de santos, la Virgen y Jesús, que estaban repartidos por las paredes, eran testigos silenciosos de las atrocidades que ocurrían en el orfanato. Hasta se podría decir que eran cómplices, nunca nos ayudaron, sin importar que tanto les rezáramos.

Cuando llegué al segundo piso sentí como si me quitara una mochila grandota de la espalda, ya no estaba tensa y podía respirar con calma. Me dirigí a los cuartos de las niñas, revisando que estuvieran vacías, mi misión detectivesca seguía en pie.

"Nada, de nada", me dije a mí misma mientras me apoyaba en la pared y me asomaba por la puerta. Luego, miré hacia el ala de los chicos, al otro extremo del pasillo, las mujeres no debíamos ir hacia su lado, al menos que tuviéramos una buena razón.

El ruido de la lluvia ocultaba mi presencia, era mi aliada en esta misión. ¿Qué buen detective dejaría un caso a la mitad? Solo tenía que avanzar un par de metros y darle un vistazo veloz. En el peor de los casos, la madre Anna me haría arrodillar en maíz por media hora.

Di una mirada rápida por la escalera, revisando que no hubiera nadie, luego continúe con mi travesía. Cada paso aumentaba mis nervios y dibujaba una sonrisa más grande en mis labios. Sentía la satisfacción de cumplir con mi misión al encontrar a los niños que faltaban, resolviendo el enigma del domingo de descanso

Me detuve delante de la puerta para respirar y calmar mi ansiedad, debía tener cuidado. Estaba a punto de dar una ojeada sigilosa por el agujero de la cerradura, cuando Leito y Agustín salieron, tomándome por sorpresa. No pude reaccionar a tiempo, terminé cayendo hacia atrás, quedando sentada en el suelo.

—¿Juli? ¿Qué estabas haciendo? —preguntó Leito, estirando su mano para levantarme.

Su cabello rubio ceniza brillaba con la luz del pasillo, era buen mozo, con gestos decididos y mirada cálida. Sus ojos café desprendían una vivaz energía que animaba a cualquiera que fuese objetivo de ellos. O, mejor dicho, solía ser así, ahora parecía una persona totalmente distinta, con la piel más pálida, ojeras pronunciadas y un nerviosismo constante en cada uno de sus gestos.

Tenía catorce años, volviéndolo uno de los más grandes del orfanato, por lo que era uno de los niños con mayor responsabilidades y tareas a seguir. Quizás el estrés era lo que lo estaba consumiendo, sí los más pequeños cometían un error, él también sería castigado. Esa era la forma para que mantengamos el orden y las reglas en el orfanato.

—Nada, nada —respondí tratando de actuar con ingenuidad, poniéndome de pie—. Los estaba buscando.

Agustín estaba detrás de Leito, callado y con una actitud desconfiada, trataba de ocultarse. Ese comportamiento no era habitual en él, además, parecía estar abrazando algo, pero no quería que viese lo que era.

—¿¡La madre Anna me llamó!? —Leito actuó asustado, intercambiando miradas nerviosas con Agustín.

—No, no, no. —Moví rápido las manos de lado a lado—. Solo faltaban ustedes y tenía curiosidad de donde estaba.

—Uf —suspiró de manera exagerada, volviendo a su ánimo efusivo—. Pensé que me había metido en problemas. Ahora bajamos, espéranos en el salón.

—¿Por qué tienen puestas las mochilas que nos dan cuando somos adoptados? —cuestioné, moviéndome un poco para observarlos mejor e intentar adivinar que llevaba Agustín.

Leito dudó, tardó unos segundos en responderme, se veía como alguien acorralado. La lluvia empeoró, casi como si fuese una señal de mal augurio y quisiera unirse a la atmósfera de desconcierto que me ahogaba. Ellos se comportaban evasivos y con una inquietud palpable, haciéndome sentir preocupada y con una escalofriante sensación de peligro.

—Mejor vete abajo, Juli. —Leito me tomó del hombro y trató de guiarme para que me fuera—. Has de cuenta que no nos viste y prometo devolverte el favor.

Él trataba de sonar animado, pero su cara estaba en desacuerdo con lo que intentaba aparentar, su antigua sonrisa contagiosa era una imitación barata y sin gracia, sus ojos no poseían el brillo y calidez con la que solía iluminarnos. Algo lo tenía muy preocupado.

Antes de que me sacaran, me giré rápido para tomar por sorpresa a Agustín y agarrar lo que estaba ocultando. Ambos forcejeamos un poco, hasta que le quité las sábanas que llevaba. Estaban unidas a través de nudos, no eran muchas, pero con ellas podían bajar desde el segundo piso.

—¿¡Están pensando en esc...!?

—Shhh, no grités. —Leito me tapó la boca mientras se volteaba para mirar las escaleras—. Iremos a buscar ayuda y a contar como nos maltratan en este horrible orfanato —dijo con seriedad, al mismo tiempo que apretaba sus puños para contener su rabia.

—No creo que sea una buena idea, la madre Anna se volverá loca.

—Solo deben aguantar un poco, volveré con la policía. Además, nadie sabe que me voy, no podrán culparlos de nada.

—Pero es el deber de todos cuidarnos y controlar que se cumplan las reglas. —Ni siquiera pensaba antes de hablar, una de las reglas más importantes era no salir del orfanato. No quería ni imaginar el castigo que nos esperaría si desobedecemos—. Nos culparán por no haberlo evitado.

—Juli, tranquila. —Sonrió con suavidad, mirándome a los ojos—. No tardaré mucho, quizás una noche o dos. Estamos lejos de la ciudad, pero si llegó a la ruta podré pedir ayuda.

—¿Y qué hay de las casas que nos rodean? ¿Por qué no vas ahí en vez de huir tan lejos?

—Con Marcos y Fátima estuvimos observando los alrededores, la gente que vive por aquí es extraña. Siempre que pasaban por frente del orfanato pareciera que nos vigilaran. Además, hicimos una prueba de hablar con uno de los que habitualmente recorren la zona y no quiso responder ninguna pregunta que nos diera direcciones o ubicaciones.

»Somos prisioneros, Juli, tenemos que salir de aquí cuanto antes. Hay muchas cosas extrañas, la madre Anna lee libros y reza en un idioma diferente cuando está sola, y si fingís que la escuchaste por accidente y preguntas sobre lo que hacía, te reprende sin razón alguna. Incluso, hace poco, la escuché hablar por teléfono sobre sacrificios y ofrendas, luego, a los pocos días, vinieron visitas y adoptaron a Fernando.

Leito hablaba demasiado rápido y movía mucho las manos, sudaba a pesar de que no hacía calor y se lo veía muy afligido con lo que contaba. Su respiración era errática, estaba desesperado. Mientras más recordaba, más se podía ver el sufrimiento que cargaba.

—Estás exagerando —exclamé, dando un paso atrás, estaba asustada, verlo enloquecer era horrible—. Deberías calmarte e ir a...

—No lo entendés, Juli —interrumpió de inmediato, muy exaltado—. Eres demasiado inocente, no has notado todo lo que sucede. Deberías dejar de ignorar lo que pasa y prestar atención. Juli, debemos salir de aquí antes de que sea tarde. Me he metido en la oficina de Anna y vi todos los documentos y papeles que tiene, están hechos de forma que solo ella pueda entenderlo. Ni hablar de lo que habrá en su habitación, pero es imposible entrar ahí. ¿Por qué una monja tendría tantos secretos y sería tan cautelosa con lo que tiene?

—N-no lo sé... Quizás no quiere que...

—Ay, Juli —suspiró resignado, no le agradaba ninguna de mis respuestas—. Solo aguanten, los voy a sacar de aquí. La madre Anna no volverá a lastimarnos.

Me dio la espalda y miró a Agustín, dándole la señal de que debían moverse.

—No se vayan, por favor —pedí, plantándome con firmeza—. No hay que hacer enojar a la madre Anna. Estás actuando muy raro, Leito, tenés que tranquilizarte.

—¿¡Yo soy el raro!? —Se dio vuelta de golpe y me enterró su mirada desesperada, pensé que iba a golpearme por lo alterado que estaba—. Ustedes lo son. Aceptan todo lo que sucede como si fuese normal. —Agarró a Agustín de la muñeca y se dirigieron a una de las ventanas que daba al exterior.

—¡No, Agustín, por favor, no vayás! —grité sujetándolo del otro brazo.

—No grités —me regañó furioso Leito, empujándome para que soltara a Agustín—. Si la madre Anna nos atrapa estamos muertos.

—No lo sigás, Leito no está bien. Todo esto va a salir muy mal, Agus. —Lo miré con toda la preocupación que mis pequeños ojos podían cargar, aguantándome las lágrimas—. No hay que provocar la furia de la madre Anna.

—¡Nosotros vamos a salvarlos! ¿Qué parte no entendés?

Leito abrió la ventana y el sonido de la lluvia se intensificó, sumergiéndonos en una atmósfera deprimente. El viento soplaba con fuerza, parecía una advertencia de la naturaleza para que no nos atreviéramos a salir.

Agustin se hallaba confundido entre la tormenta de locura que cargaba Leito y mi benevolente petición. Sus ojos iban y venían, siendo llevados por la inseguridad de seguir a quien admiraba o proteger a los que eran considerados sus hermanos y hermanas. Su falta de valor para tomar una decisión sacaron de quicio a Leito, quien en medio de su errática actitud dejó en claro que no tenía malas intenciones.

—Quedaté, si dudás no servís para arriesgarte —dijo, dándole la espalda a Agustín.

Agustín buscó en mi mirada la respuesta que debía tomar. Se lo veía triste y desahuciado, sin saber qué camino elegir. Me acerqué a él y tomé su mano, sonriéndole con sutileza, tratando de que se sintiera acompañado.

—No te vayás —susurré.

—Me quedó, Leo. Lo siento. —Decidió, agachando la cabeza avergonzado, quizás sentía que estaba abandonando a su compañero.

Leito se acercó a él y lo abrazó con fuerza, teniendo unos segundos muy intensos de cariño.

—Voy a volver por vos. Y por vos también, Juli —agregó, dándome un abrazó más ligero.

Ató la sábana a uno de los muebles del pasillo y descendió por la ventana. Cuando estuvo abajo, Agustín deshizo el nudo y le tiró la soga improvisada, por si luego la necesitaba.

Ni siquiera la ruidosa lluvia lograba romper nuestro silencio lúgubre, se sentía como una derrota para ambos y el presagio de algo muy malo para todos en el orfanato. Tratamos de volver con todos los demás, pero nuestra actitud nerviosa nos evidenciaba que estábamos tensos.

El mal clima sirvió para que la madre Anna y la hermana Sofía bajarán la guardia, ellas siguieron con sus actividades sin darse cuenta de la falta de uno de los niños. Ni siquiera en la cena, lo que le otorgó varias horas de ventaja a Leito.

Pero, cuando cayó la noche y descubrieron la falta de uno de nosotros, empezó el verdadero infierno...


Fin del capítulo 7 

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top