Capítulo 5
—He hablado con el sacerdote Gustavo, su mirada álgida y su actitud displicente han confirmado mis sospechas: él lo sabe. Nada se le escapa en este pueblo, era cuestión de tiempo para que descubriera que soy el culpable del suicidio de las ofrendas de este año. Gustavo representa tu voz y tu juicio; ya no tengo dudas, mi penitencia se acerca. Quizás... también debería quitarme la vida...
Capítulo 5
El tiempo siempre fue cruel y nunca demostró misericordia. Los momentos de tranquilidad y felicidad transcurrían en un parpadeo, a penas y lográbamos disfrutarlos antes de que nos los arrebatasen de las manos. Perduraban en mi memoria y los utilizaba para soportar las injusticias y penurias de la vida, como si se tratasen de unos salvavidas que me permitían mantener a flote, con la esperanza de que pronto volverían tiempos mejores.
Pero, al final, vivía mi presente aferrada a un futuro incierto, con la ilusión de que conseguiría algunos momentos fugaces de alegría y dicha. Aunque, si soy sincera, cada día me costaba más visualizarlos. Me aferraba a otro imposible. Solo sé soportar y esperar, sin importar que tan duro se volviera todo, era lo único que aprendí.
Ahora, en medio de la habitación, junto a las demás niñas, nunca creía que esperar se volvería tan duro y terrorífico. El sol llevaba unas horas desde que salió y nos brindaba sus cálidos rayos de luz por la ventana, deshaciéndose de todo rastro de las tinieblas que trataban de devorarnos. Al ser un día domingo, teníamos una hora y media extra para dormir, lo cual por primera vez resultó ser un tormento.
—¿Por qué no viene la madre Anna? —preguntó temerosa Celeste, una niña de ojos pequeños y nueve añitos.
Ella estaba sentada a mi lado, tomada de la mano junto a otras niñas. El suelo de madera duro y frío fue nuestra única compañía durante toda la noche. Ninguna se atrevía a separarse, éramos una cadena humana, entrelazadas con nuestras manos para no perder la calidez ni la sensación de protección que nos brindábamos. Aún la atmosfera se sentía cargada de un latente malestar, ya no estábamos siendo acechadas o observadas por algo o alguien más, pero su presencia nos arrebató cualquier rastro de seguridad.
—Cuando sean las ocho y media —respondí a secas, forzando una sonrisa frágil en mis labios—. Debe faltar un poco más —repetí de nuevo, ya había perdido la cuenta de las veces que lo dije.
—¿Y si le paso algo a la madre Anna? —Otra de las niñas preguntó con una verdadera preocupación.
—Pobre del que intente hacerle algo a la madre Anna, seguro se arrepentirá —bromeé para tratar de subirles el ánimo. Aunque era lo que en verdad pensaba—. Solo aguantemos un poco más, ¿sí? —agregué acariciándole la cabeza a la pequeña.
En otros momentos festejaría si algo le ocurriera a la madre Anna, pero ahora era la única que podía rescatarnos, o mínimamente darnos algo de seguridad. Era difícil de explicar, sin embargo, no sé me venía ninguna otra respuesta a la cabeza, solo quería que ella apareciera y nos gritase por haber estado haciendo ruido por la noche.
Mi cuerpo temblaba y mi estómago se retorcía de tan solo recordar en lo que sucedió anoche. Mi piel se erizaba y tenía la impresión de que el aire se volvía más helado de nuevo. No, por favor, no quería volver a sufrir esa situación horrorosa, fue como vivir una pesadilla en carne propia. No me atrevía a mirar debajo de las camas, tenía impregnado ese mal presentimiento de que algo se escondía ahí.
Los ojos de todas se encontraban cansados y con unas notables ojeras, además, nuestros rostros aún reflejaban el miedo que nos agobiaba. Era como si hubiésemos estado semanas sin dormir y siendo explotadas por los trabajos arduos del orfanato. Sería difícil de creer que una sola noche de espanto era más que suficiente para dejarnos en tan deplorable condición.
El sonido de una llave entrando en la cerradura fue como música para nuestros oídos, alzamos la cabeza y concentramos nuestras miradas en la puerta, esperando con ansias que nos liberaran de nuestro encierro. Nos pusimos de pie de inmediato y corrimos hacia la madre Anna, hasta algunas niñas dudaron en si podían abrazarla o no.
Ella se veía imponente y un poco asombrada, le desconcertaba la manera en que estábamos actuando. Por un instante, sus muecas malhumoradas se ablandaron, dejando un pequeño espació a la duda. La madre Anna llevaba su túnica blanca y cofia gris, planchadas e impecables, con un dulce aroma a suavizante para ropa, mezclado con los sahumerios de mirra que utilizaba en su cuarto.
—¿Qué está sucediendo? —La madre Anna levantó una de sus cejas y puso su mano al frente, cual impenetrable barrera para que no la tocaran—. Exijo una explicación —ordenó con fiereza, se veía algo confundida, pero seguía manteniendo su actitud distante.
—¡Algo nos atacó durante la noche! —gritó una de las niñas.
—¡Un monstruo nos acechaba! —agregó otra.
El bullicio estalló y dejó en claro la desesperación y miedo al que las niñas habían sido sometidas, de lo contrario jamás hablarían de esa forma delante de la madre Anna. Seguían tratando de explicar lo que vivieron anoche, sin mucho éxito, todas hablaban al mismo tiempo.
—¡Silenció! —La voz áspera de la madre Anna nos congeló a todas y sus ojos negros llenos de ira nos advirtieron de que estábamos en peligro—. Julieta, quiero que me digas qué está pasando aquí —sentenció con toda su atención puesta en mí.
—Alguien intento entrar por la noche a la habitación —dije al instante, con la mirada en las niñas, buscando que me dieran el valor que necesitaba—. Parecía como si murmuraba algo detrás de la puerta. Alguna especie de maleficio o algo peor, era muy extraño y horrible.
—De seguro fue una pesadilla —respondió la madre Anna frunciendo el ceño—. La comida les debe de haber caído mal y no les dejo conciliar el sueño como de costumbre. Tú deber como la mayor debió ser de tranquilizarlas, no dejarte llevar por inocentes miedos de las más pequeñas —dijo con molestia, reprendiéndome frente a las demás—. Anoche estuve en mi oficina haciendo el papeleo, no recuerdo haber escuchado nada extraño.
—¿Ni siquiera el llanto de una de las niñas? —pregunté en voz baja, con la cabeza agachada.
—No, nada. Tuvieron suerte, de lo contrario se habrían ganado una penitencia por haberme interrumpido.
No le creía, era imposible que la madre Anna pasara por alto un llanto. En otras ocasiones hizo gala de su extraordinario oído, parecía un don diabólico otorgado para vigilarlos en todo momento. ¿O acaso había estado tan ocupado que de verdad no se dio cuenta de lo qué ocurrió anoche? ¿Era eso posible? Estas semanas estuvo actuando extraño, quizás si hubo algo que la distrajo.
—De todas formas, el día ya comenzó —exclamó la madre Anna juntando sus manos para crear un aplauso—. Hoy no tendrán escuela dominical, sin embargo, quiero que realicen todos los quehaceres que tienen pendientes. Estaré ocupada con las visitas, no quiero verlos procrastinando, ni mucho menos molestándome —amenazó tomándose unos segundos para señalarnos con uno de sus dedos huesudos—. Pobre del necio que despierte mi ira el día de hoy —gruñó con malicia y nos dio la espalda, debía ir a abrir la habitación de los niños.
Con las niñas dejamos la puerta abierta y fuimos a cambiarnos, que la madre Anna actuara tan despreocupada e igual de atemorizante que siempre era una especie de consuelo. Sus amenazas nos ayudaban a olvidarnos de lo que sucedió anoche, además de que su actitud aterradora era más que suficiente para dejarnos en claro que era mejor no provocarla.
El resto de la mañana fue perturbador, los ánimos en el orfanato estaban por los suelos y todos los niños se comportaban de manera pavorosa. El lugar se sentía invadido por alguna extraña presencia, no era solo una impresión o malestar, de verdad que había algo escondido en las sombras.
La madre Anna había quitado todos los crucifijos, cruces, rosarios y fotografías de santos y de Jesús que solían encontrarse por todo el orfanato. El lugar se había vuelto mucho más vacío de lo que esperaba, nunca le di importancia a todos esos objetos, pero era la primera vez que los retiraba a todo. ¿Era eso lo qué nos incomodaba realmente? ¿Faltaba su protección o su divina aura cubriéndonos? Quizás esa fue la razón de nuestras pesadillas. No lo sé, tenía mucho que pensar y sucedían demasiadas cosas desconcertantes al mismo tiempo.
Pronto sería la hora del almuerzo, me encontraba limpiando el comedor junto a otros niños cuando llegó Agustín y el grupo encargado de la cocina. Los niños pasaron de largo para preparar sus tareas y mi fiel amigo se detuvo para hablar conmigo.
Se lo veía apagado, sin su habitual ánimo. Sus ojos estaban cansados y sin brillo, parecía que le costaba caminar erguido, como si estuviera enfermo. Al cruzar miradas se esforzó por sonreír, lo que destacó aún más el esfuerzo que estaba realizando, su cuerpo no quería fingir bienestar.
—¿Te encuentras bien? —pregunté al instante, posando mi mano en su frente para asegurarme que no tuviera fiebre—. Estas un poco pálido y frío.
—Estoy bien —respondió tratando de sonar despreocupado—. ¿Vos, cómo estás?
—Creo que bien. —Me encogí de hombros y miré al piso—. Anoche fue todo muy espantoso.
—Nos despertó el llanto de una de las niñas. Supuse que la madre Anna iría a gritarles, pero nunca la escuché.
—Según ella no se percató, dice que estuvo ocupada en su oficina.
—¿Durante la noche? —cuestionó Agustín girando un poco la cabeza y arrugando el entrecejo.
Lo miré en silenció, dando a entender que pensaba lo mismo.
—¿Eso de la voz extraña y alguien intentando entrar es cierto? —preguntó Agustín preocupado, parecía que ya se enteró a través de los niños de lo que sucedió.
—Al comienzo tuve una pesadilla, y cuando me desperté todo se descontroló y se puso peor. Todo lo que dijeron las niñas es cierto. ¿A ustedes no le paso nada? —Por el aspecto que llevaba Agustín, de seguro sufrieron lo mismo, pero debía oírlo de su boca.
—Yo también tuve una pesadilla extraña. Aunque nosotros no escuchamos voces, ni nadie que intentará entrar.
—Agustín, no me mientas, tu rostro grita de cansancio y de que algo te está atormentando —dije mirándolo con cierta actitud de regaño y preocupación, no quería que me ocultara nada.
—Cuando escuchamos el llanto y nos despertamos. —Empezó a hablar con inseguridad, refregándose los ojos con la mano por el cansancio—, no pudimos volver a dormir. Incluso tuvimos que dejar la luz prendida porque sentíamos que algo extraño se movía por la habitación. Traté de no darle tanta importancia para no preocupar a los más pequeños, además de que en mi sueño hubo alguna especie de sombra que me observaba desde la oscuridad. Preferí adjudicárselo a mi paranoia para calmarme un poco y no empeorar todo.
—Es muy extraño que hayamos tenido pesadillas y que los demás niños también se sintieran de esa forma —comenté al instante, era una coincidencia demasiado grande para dejarla pasar—. Durante toda la mañana también, ¿te percataste de qué los peques continúan comportándose raro? —Él asintió, aunque de seguro hubiese preferido no hacerlo—. Van a todos los lugares juntos, cuando entran a una habitación dejan la puerta abierta y constantemente se voltean a ver a sus espaldas, como si algo los persiguiera. Y están muy empeñados en tener todas las luces prendidas.
Escucharme decir todas esas cosas me deprimía, no sabía a donde quería llegar, ni de qué me servía saber todo eso. Agustín tampoco estaba de ánimos como para hablar de algo así, ¿acaso había algo que pudiéramos hacer? ¿Por qué estaba ocurriendo todo esto?
—Quizás la comida tenía algo raro —dijo él en voz baja.
—¿Qué tiene qué ver? —Puse los ojos en blanco y suspiré con disgustó.
—Es lo que la madre Anna dijo, no sé qué otra cosa puede ser —respondió algo molesto, no quería seguir hablando del tema.
—Es algo que no debemos pasar por alto —insistí con firmeza, mostrando mi molestia por la actitud de Agustín.
—A veces es mejor no pensar tanto, de esa forma evitamos amargarnos —contestó con cierto desagrado—. Entiendo que te gusté pensar mucho sobre cada cosa que sucede, pero eso también te lleva a estresarte y a...
—No es como otras veces, Agustín —interrumpí enfadada, frunciendo el ceño—. Es algo grave.
Mi voz resonó en el comedor, generando unos momentos de silencio. Miramos a nuestro alrededor con la esperanza de no haber sido escuchados por nadie. La atmosfera entre nosotros dos estaba tensa, parecía que discutíamos.
—Estamos muy cansados, Juli —suspiró con pesadez, mirándome con suavidad—. Primero tenemos que tratar de calmar a los peques, descansar, y luego hablar cuando estemos más tranquilos —comentó dándome la espalda y yendo a ayudar a los niños en la cocina.
—¡Primero hay que hablar para saber cómo debemos actuar! —le grité enfadada.
Él me ignoró y se fue, dejándome con toda la rabia en la garganta. No debíamos esperar para tratar de averiguar qué estaba sucediendo. No quería quedar como la loca de la historia, entendía que muchas veces exagero y me complico por tonterías, pero esta vez era diferente.
Estuve toda la semana estresada con el comportamiento extraño de la madre Anna, no estuve durmiendo bien, el que me castigaran durante días lavando la ropa llevó mi cuerpo a estar muy fatigado, y mi mente no había logrado descansar por culpa del horario de visita. Sin embargo, estaba segura de que esto no era cosa mía y de mi imaginación.
En la hora del almuerzo, Agustín y yo comimos en mesas separadas, aún estaba molesta con él. Los niños estuvieron en silencio, sus rostros anhelaban que llegara la hora de poder irse a dormir en paz. Todos mantenían una conducta derrotista, similar a cuando nos ganábamos algún regaño muy duro. Las sobras de anoche seguían igual de exquisitas, aún quedaba comida a pesar de lo bien que nos servimos. La carne era demasiado sabrosa, nunca había probado algo tan bueno. El agradable aroma de la salsa, las especias y los fideos se combinaban de forma armoniosa, permitiéndonos disfrutar de la comida a pesar de la incomodidad que sentíamos.
Los largos mesones lucían elegantes con los manteles turquesa y con flores rozadas, eran los más lindos que teníamos, su tela de algodón era suave y fácil de mantener limpia. No estábamos usando los platos de acero gris de siempre, ahora habíamos sacado los de cerámica de color azabache. Tal vez esa era otra de las razones por la que todos se encontraban tan concentrados en la mesa, no querían cometer ningún error tonto que los llevara a ensuciar el mantel o romper algún plato.
La madre Anna, junto con Carmen y Paco, no nos acompañaban, ni siquiera salieron de su oficina, tuvimos que llevarle sus porciones. Ella no solía encerrarse con nadie, la gente que venía a adoptar solo se quedaba durante el tiempo que recorrían el orfanato y tardaban en escoger qué niño se iría.
El resto del día transcurrió de manera lenta y pesada, me encargaba de acompañar a los niños a realizar sus obligaciones, controlando de que no dejaran nada a medias y de cierta forma que estuvieran más tranquilos. No querían estar dentro del orfanato, realizaban todas sus tareas rápido y buscaban cualquier excusa para salir al patio.
Estar con ellos me ayudaba a distraerme y no pensar en mi pelea con Agustín, ni en buscar una explicación a todo lo extraño que sucedía. Cuando llegó la tarde y el sol nos brindaba los últimos rayos de luz, habíamos terminado de limpiar cada cuarto y habitación.
—¿Podemos ir al patio a descansar? —preguntó Celeste, mientras bajábamos de la mano por la escalera del tercer piso.
—¡Sí, ya no tenemos nada que hacer aquí! —agregó otra de las niñas, con una mirada dulce y de súplica.
Asentí con una sonrisa y de inmediato las seis niñas que me acompañaban empezaron a bajar a toda velocidad. Casi parecía que querían huir y por fin habían encontrado la excusa para alejarse del edificio.
—¡No corran por las escalares! —Mi advertencia fue ignorada, les entró por un oído y les salió por el otro, su deseó de salir era mucho más fuerte que mi voz y mi autoridad.
Tampoco las culpaba, tenía ganas de hacer lo mismo que ellas. Pero en el instante que me dejaron sola, mi mente empezó a atormentarme de nuevo. Me detuve en el primer piso, donde se encontraba la oficina de la madre Anna. Mis ojos se posaron sobre su puerta, me sentía atraída por la curiosidad y la estupidez que latía en mi interior.
"Siguen encerrados ahí, ¿qué estarán hablando?", me preguntaba. Poco a poco mi respiración se aceleró y mi corazón empezaba a latir con rapidez. Una idea peligrosa se colaba por mis pensamientos, como un susurró nocturno y malintencionado. "Quizás debería tratar de escuchar lo que están haciendo".
Mi mano se agarró con fuerza del barandal de madera, mi cuerpo de manera instintiva rechazaba la tontería que estaba por cometer. Mis piernas parecían estar clavadas al suelo, no reaccionaban. El pasillo que siempre recorrí desde mi infancia se veía mucho más largo y grande, mis ojos me engañaban para que no me atreviera a ir hacia allí.
Ignoré todas las obvias advertencias, mi impulsó por saber que era lo que hacía la madre Anna era mucho más grande. Mi primer paso fue el más difícil de realizar, pero una vez lo conseguí recuperé el control de mis movimientos. Lentamente, me acercaba a la puerta, agazapada y con la guardia en alto, atenta a cada sonido que se colaba con la brisa. Podía sentir las gotas de sudor bajando por mi frente y mi espalda mojada, mis nervios se dispararon y me mantenía alerta, sabía que estaba haciendo una locura.
Sin darme cuenta, ya me encontraba cerca de la puerta y el eco distante de unos murmullos me indicaban que Carmen estaba hablando.
—Es lo que quiere el padre Gustavo. —Alcancé a escuchar—. Si tenés alguna duda, podés hablarlo con él.
"Solo debo acercarme un poco más", me dije a mí misma, preparándome para apoyar mi oído contra la puerta. Para mi mala suerte, justo en ese instante el picaporte de la puerta me advirtió que estaba a punto de ser abierta. Mi corazón dio un saltó tan fuerte que todo mi cuerpo lo imitó, me llevé ambas manos a la boca para contener mi gritó y deprisa salí corriendo en puntitas de pie para evitar hacer ruido.
Alcancé a llegar a la escalera y bajé a todo lo que mis piernas me permitían, pero antes de que pudiera escapar, la voz horripilante de la madre Anna me paralizó.
—Julieta —dijo desde arriba, asomándose por el barandal. Me di la vuelta de manera temblorosa y lenta—. Qué curiosa coincidencia —agregó con una sonrisa espeluznante entre su arrugado rostro, parecía estar de buen humor—. Quiero que vengas a mi oficina.
Mi voz no salía, me había abandonado. Asentí tratando de disimular mi preocupación y subí la escalera cabizbaja. Ella me esperó con paciencia, sin quitarme sus ojos de encima. Una vez estuve a su lado, avanzó delante, manteniendo su buen porte en cada paso que daba. Su espalda era pequeña, similar a la mía, pero detrás de ese aspecto frágil y avejentado, se escondía una mujer poderosa e imperturbable, dudó que existiera alguien que pudiera hacerle frente. Su carácter era digno de una eminencia, y desprendía seguridad en cada una de sus acciones. Para mí, ella era la representación del maligno, aquel ser que, con su boca repudiaba, pero que cada uno de sus gestos y actitudes lo representaban a la perfección.
El chirrido de la puerta cerrándose sentenció mi encierro y quitó todas las distracciones de mi mente. Mi mirada no se apartaba de la alfombra de lana, sentía que acababa de entrar al matadero. El aroma a mirra que provenía del sahumerio me recordó que me encontraba en una de las habitaciones de la madre Anna, era su territorio.
—Eso fue rápido, qué bueno —dijo Carmen con entusiasmo, capturando mi atención—. Me alegro de verte, Julietita. Buenas tardes. —Me saludo con cortesía, a diferencia de su pareja que solo movió un poco su cabeza sin mucho esfuerzo.
Ambos estaban sentados, Carmen llevaba un vestido de una pieza diferente al de ayer, era azul marino con franjas horizontales de color blanco. Tenía el rostro algo maquillado, con pequeños toques de rubor en las mejillas y los labios pintados de un rosado brillante. Una dulce sonrisa se abría paso en sus carnosas mejillas, era muy transparente con sus expresiones.
Por otro lado, Paco era igual a la madre Anna, sus ojos cafés se clavaban en mí con frialdad, su arrugado rostro no parecía conocer lo que era demostrar emociones agradables. Tenía el mismo overol azul, aunque ahora lo combinaba con una camisa azul a cuadros. Su mirada me incomodaba, me hacía sentir juzgada y sucia.
La madre Anna tomó asiento en su silla y me indicó que quedara de pie al lado de las visitas. El escritorio de ella estaba repleto de papeles, no había rastro de su infaltable biblia o su rosario de madera. Algunos libros con aquel lenguaje extraño estaban apilados a un costado, llevaban separadores en algunas páginas, parecía que habían estado leyendo.
El silencio era incómodo, podía sentir la atención de todos sobre mí. Empecé a juguetear con mis dedos para tratar de calmarme un poco, ni siquiera podía tragar saliva con facilidad.
—Ve a tu cuarto y acomoda todas tus cosas, vas a ser adoptada —dijo la madre Anna sin previo aviso, su tono calmado la hacía parecer que estaba diciendo algo cotidiano y sin importancia—. Felicidades, pequeña Julieta, has sido escogida —agregó con una mirada perturbadora.
—¿Adoptada? —murmuré atónita, estaba totalmente en blanco.
—¡Sí! —Carmen levantó sus manos y empezó a aplaudir de manera rápida y casi silenciosa—. ¡Felicidades, vendrás con nosotros!
Sonreí por un momento, pero luego arrugué el entrecejo con preocupación. No sabía si debía estar feliz o emocionada, me encontraba muy confundida. ¿Era cierto? ¿De verdad me habían escogido? Por fin iba a poder salir del orfanato. Mi corazón se contrajo con angustia y me llevé la mano al pecho por reflejo, me dolía, significaba dejar a Agustín.
—Como ayer cumpliste dieciocho años, tuve que cambiar el papeleo habitual y me llevó más trabajo de lo normal —comentó la madre Anna trayéndome de nuevo a la realidad—. Solo lo menciono para que entiendas que eres un caso especial.
—Cambia esa cara, queridita —dijo Carmen notando mi preocupación—. No vendrás sola, también adoptaremos a Agustín. —Mi sonrisa volvió a mi rostro y mis ojos retomaron su brillo en el instante que lo mencionó—. Paco necesita de alguien joven y energético que lo ayude con los trabajos en el campo.
—Ve a preparar tus cosas, me encargaré de avisarle a Agustín. —La madre Anna se puso de pie y empezó a empujarme con delicadeza para que saliera de la oficina—. Te quiero lista para partir en quince minutos —ordenó al dejarme afuera y cerrar la puerta.
En el instante que quedé sola, salí corriendo a hacia la habitación donde dormía. Busque en uno de los muebles las pocas prendas que tenía y las deje sobre la cama más cercana. Las doblaba con rapidez, sin perder un solo segundo. Sin embargo, de un momento a otro, me detuve. Apreté con fuerza la remera y mi mirada se perdía en sus colores.
—Por fin soy libre... —susurré con melancolía.
Lo que tanto había esperado por fin estaba sucediendo. Lo que soñé y recé por años se me cumplía. Pero, ¿por qué no me sentía plenamente feliz? Mi entusiasmo se apagaba y daba fugaces apariciones para luego desaparecer y dejarme confundida. ¿Culpa? ¿Miedo? ¿Preocupación? ¿De verdad podía alegrarme por dejar a los peques aquí, en un momento tan duro?
Sacudí mi cabeza de lado a lado y seguí doblando mi ropa. No debía pensar en eso, era mi gran oportunidad, la que tanto esperé. Siempre fui la que vio a otros niños irse, la que nunca escogían, todos mis antiguos hermanos y hermanos me dejaron. Los peques de ahora los cuidaba porque era mi responsabilidad, pero siempre mantuve mi distancia para no ser lastimada cuando se fueran. Lo sabía, era horrible cada vez que ocurría, por eso endurecí mi corazón. Lo sentía por ellos, pero ahora era mi día.
Suspiré descargando toda mi angustia y traté de transformar mi actitud, no había nada que pudiera hacer por ellos. Además, solo debían esperar, pronto serían adoptados. Si yo pude aguantar por dieciocho años, cinco más que cualquiera de los otros niños, ellos también podrían hacerlo. Aunque mi único problema no era los niños, tenía miedo del tipo de personas que serían Carmen y Paco. Solo deseó que sean mejores que la madre Anna...
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Ya era de noche y me encontraba parada en el salón de bienvenida del orfanato, con la espalda erguida y mi mochila a mi lado. Todos los peques se habían reunido a mi alrededor para realizar la típica despedida. A diferencia de otras veces, los ánimos estaban por el suelo. No había palabras de aliento, ni una despedida calurosa, sus rostros reflejaban temor y desolación, era como si los estuviera abandonado a su suerte.
No era justo. Yo no tenía la culpa. Se suponía que deberían alegrarse por mí, quizás no era el mejor momento para dejarlos, pero a mí también me gustaría que me despidieran como a los demás.
Carmen bajaba por la escalera, con cuidado y sosteniéndose del barandal, su cuerpo regordete le dificultaba la tarea. Sus piernas no contaban con la fuerza necesaria para descender por su cuenta, por eso Paco la ayudaba. Ella no dejaba de sonreír, era la única que parecía estar alegré en el orfanato.
Detrás venía la madre Anna y Agustín, él mantenía la cabeza agachada y se lo veía distante. ¿Así me veía yo? Tenía la impresión que mi rostro se hallaba igual de confuso.
—Bueno, Julietita, es hora de irnos —dijo Carmen al detenerse a mi lado, le faltaba un poco el aliento—. Despídete de todos.
Me giré para mirar a los demás y alcé la mano con timidez e inseguridad. Todos me correspondieron el saludo de la misma forma. Con Agustín cruzamos miradas, pero no dijimos nada, había una notable incomodad entre nosotros. No nos dieron el tiempo ni el espacio para que habláramos, todo ocurría demasiado rápido.
Carmen y Paco salieron del lugar, todos le seguimos el paso, marchando en fila. En la entrada del orfanato, justo al lado de los dos árboles de chañar, se encontraba una camioneta vieja y corroída por el óxido, su color celeste era casi blanco, daba la impresión de que llevaba abandonada varios años. Lo único que relucía era su logo plateado con la palabra «Hilux».
—Adiós, hijos míos —dijo con delicadeza la madre Anna, ahogando una risa extraña.
Ella sonreía de manera espeluznante, sus ojos negros centellaban con tal fuerza que, la hacían ver como una monja amorosa. Sus dientes amarillos se abrieron paso en sus labios, no podía contener lo que parecía ser su alegría. Miré a Agustín por reflejo, ambos nos hallábamos sorprendidos y desconcertados.
—Adiós, madre Anna. —Nos despedimos por respeto, no se me ocurría nada más que decir.
Subimos a los asientos de atrás de la camioneta y dejamos nuestra mochila debajo. Teníamos buen espacio, el vehículo era bastante grande. Su asiento de cuero estaba gastado, tenía algunos agujeros por donde se le escapaba la gomaespuma de color amarillo. Apestaba a aceite y tierra, el aromatizante de pino que colgaba del espejo retrovisor no podía deshacerse de los demás olores.
—Bien, ya estamos listos —comentó Carmen una vez consiguió acomodarse en su asiento—. Enciende el cacharro, Paco.
El motor empezó a vibrar y a dar batalla, no quería arrancar. Luego de un par de intentos, Paco logró encender la camioneta. Comprimí mis manos con fuerza, de verdad estaba a punto de irme. Mis ojos se posaron en la entrada del orfanato, donde todos los niños me regalaban su última mirada. Sonreían de manera forzada, la madre Anna los abrazaba intentando crear una escena conmovedora para quedar bien con las visitas que se iban.
Poco a poco, empezamos a alejarnos y su imagen se volvió más pequeña. En cuestión de segundos, ya no podía distinguir sus rostros, lo que me puso muy nerviosa y me llenó los ojos de lágrimas. Una parte de mí quería festejar, pero otra se hallaba preocupada.
Atravesamos el portón del orfanato y perdimos de vista a los niños. Mi nueva vida estaba por empezar y me encontraba incluso más perdida que antes. Busqué consuelo en Agustín, sus ojos se mostraron compasivos y podía ver en su rostro que me decía "no te preocupes, estaremos bien". O eso quería pensar. Asentí, como si le respondiera y me limpié las lágrimas.
Levanté la cabeza y miré al frente, al camino de tierra por el que andábamos. No podía ver a Carmen, ella se sentaba delante de mí. Sin embargo, a través del espejo retrovisor, me encontré con los ojos de Paco, parecía muy empeñado en observarme. Sentí un escalofrío grotesco caminándome por el cuerpo y corrí el rostro hacia la ventana.
"Ellos son buenos, ¿verdad?", me pregunté con temor. No quería pensar en que todos los adultos actuaban igual que la madre Anna. Esta pareja era muy diferente al resto de visitas que habían venido, no eran blancos, ni rubios. Tampoco tenían ojos de color o acentos extraños. Paco no era animado, aunque Carmen si cumplía con las mismas actitudes de los demás adultos que vinieron.
En un par de minutos salimos a la ruta, no había más casas a nuestro alrededor y las luces de los coches se abrían pasó en medio de la noche oscura. Las estrellas y la luna brillaban en el cielo, era una imagen bella. Los campos vacíos y la falta de iluminación dejaban que la naturaleza tomara el protagonismo. El sonido de los autos yendo y viniendo me distraían del ruidoso motor de la camioneta, el cual no parecía muy confiable.
Apoyé mi mano en la ventana helada, podía ver mi reflejo en ella. Sonreía con melancolía, todo me resultaba muy extraño. Una vez más, traté de mirar al frente, pero me sentí atraída por los ojos de Paco en el retrovisor, seguía observándome. Él, al encontrarse con mi mirada, la apartó con rapidez, lo había tomado por sorpresa.
Volví a enfocarme en la ventana, me sentía muy incómoda y me desagradaba la forma en que me veía. ¿Era mi imaginación? ¿Acaso él estaba preocupado por mi actitud distante y pavorosa? Recién acababan de adoptarme y ya lo estaba arruinando. Quizás se debía al silencio que nos rodeaba, Carmen no decía nada, tampoco tenía la intención de hacerlo. Paco nunca fue muy comunicativo. Y, en mi caso, no tenía el valor para hablar con Agustín, era como si estuviera aprueba y no tuviese el permiso para decir algo.
Viajamos con esa atmosfera agobiante por un par de horas, cruzamos un par de pueblos, pero no hubo nada interesante para ver. Todavía no creía que fuese real que acabara de salir del orfanato.
Me sorprendí cuando salimos de la ruta y nos metimos por unas calles de tierra que parecían ocultas en medio de la nada. Sin señales o advertencias, era un camino furtivo y sin mucho cuidado. Los pozos y las constantes curvas le daban trabajo a Paco, los movimientos incesantes empezaron a producirme náuseas. No tenía el valor para decirlo, debía aguantar todo lo posible para no vomitar o quejarme.
Nos adentrábamos a las profundidades del monte, lejos de todo rastro de civilización. Algunos pájaros extraños volaban cerca de las luces del coche, hasta parecía que querían robarlas. Se llevaron uno que otro buen golpe, produciendo la risa de Carmen.
Luego de unas interminables horas, llegamos a un motel extraño y casi abandonado. Su cartel titilaba débilmente, daba la impresión que se apagaría en cualquier momento. Se llamaba "Motel Carloncho". Contaba con un estacionamiento de cemento, donde paramos. No había nadie más, no se encontraba ni un rastro de vida en toda la zona.
—Bajen sus cosas, pasaremos aquí la noche —dijo Carmen bajando del coche con la ayuda de Paco. Con Agustín asentimos y los seguimos por detrás, hasta llegar a la recepción. Las paredes del edificio eran de color almendra, o eso creía, la iluminación no era buena y el polvo se apoderaba de cada rincón.
Un hombre de cejas pobladas salió a recibirnos, tenía una boina de gaucho y camisa celeste. Su nariz era grande, se abría paso entre su peludo rostro, adornado con una frondosa barba y bigote.
—¡Carloncho, ya estamos de vuelta! —saludó Carmen, con su característico ánimo.
—¡Eso veo! —Quizás sonreía, su barba ocultaba al completo sus labios—. ¿Ellos son...? —Su mirada se enterró en nosotros, estaba llena de curiosidad.
—Así es. Ellos son —respondió con orgullo, mirándonos con la misma intensidad que el hombre.
Todos se quedaron en silencio, observándonos con una particular atención. Di un paso a un lado, acercándome a Agustín, me sentía sofocada.
—No te asustés, jovencita, es solo que... esperábamos tu llegada —dijo Carlocho—. El padre Gustavo estará feliz d...
—Ya, ya, estás hablando de más. —Carmen frunció el ceño y le hizo un gesto para que se callase.
—Perdón, perdón, mejor me callo. —Agachó el cabeza arrepentido—. Ya sabés cuáles son sus dos habitaciones —comentó, entregándole dos llaves con un llavero de madera y un número grabado.
Antes de irnos, Carmen pidió algo de comer, nos dieron una bolsa con varios sanguches de miga adentro. Fuimos al cuarto número seis y entramos los cuatro. Me indicaron que me sentara en una de las dos camas y Agustín se acomodó en la otra, quedamos enfrentados.
Carmen se dejó caer a mi lado, haciendo temblar el colchón, casi que rompe el soporte y las patas de la cama. Las sábanas estaban desgastadas y viejas, sin duda hacía mucho que no venía nadie aquí. El lugar olía a encierro, era una mezcla de aire caliente y madera añeja.
El ventanal que daba hacia afuera no se podía abrir, estaba clavado. Las cortinas de verde moho eran muy delgadas, se podía ver a través de ellas las siluetas del cartel del motel y la camioneta a lo lejos.
Paco trajo una mesa plegable y la colocó en el centro, donde apoyó toda la comida. Los sanguchitos se veían deliciosos, pero no tenía apetito, apenas y se me habían pasado las náuseas.
—¿Q-quieren que rece para bendecir los alimentos? —dije armándome de valor, intentando romper el silencio.
Carmen se echó a reír de manera exagerada, no esperaba esa reacción de parte de ella. Tampoco era como si hubiese dicho algo gracioso, por lo que la observaba desconcertada.
—Déjame darte tu primer consejo como... la persona responsable de ti —exclamó sin perder su ánimo. Luego se puso seria y acercó su rostro hacia mí—. Ya no necesitas rezar más. Y no debes hacerlo frente a la gente con la que vas a estar conviviendo —agregó con la misma sonrisa perturbadora que hizo cuando miraba el cuchillo en la cocina del orfanato—. La madre Anna ya no está aquí, no estás obligada a nada. —Me dio un toquecito suave en el hombro para relajar el momento y empezó a comer.
A decir verdad, me agradaba la idea de no tener que rezar. Supongo que a donde íbamos no eran practicantes o gente católica. Aquello me sacó una sonrisa, cuando pensaba en la religión o en gente religiosa se me venía a la mente la madre Anna. Ahora tenía la esperanza de que no me encontraría con personas similares a ella. O por lo menos eso quería crear.
Después de que Carmen y Paco terminaran de comer, se fueron a la habitación de al lado y nos dejaron solos, no sin antes cerrar con llave la puerta. Esto último me pareció de lo más normal del día, hasta podría decirse que familiar. Lo importante ahora era que por fin iba a poder hablar con Agustín de todo lo que nos estaba sucediendo. Lo necesitaba.
Sin embargo, cuando apagué la luz y me acosté, antes de que pudiera sacar todo lo que me estuve conteniendo, vi la silueta de Paco pasar por el ventanal y detenerse frente a la puerta. Él se quedó ahí, quieto, sin moverse. Los segundos pasaban y Paco seguía en el mismo lugar. Empecé a sentirme acechada y por un momento recordé lo que sucedió anoche en el orfanato.
—¿Agustín? —susurré en medio de la oscuridad, metiéndome debajo de la sabana.
—Shh, nos están observando —respondió en voz baja—. Debe estar controlando que nos quedemos dormidos...
La madre Anna solía hacerlo cuando nos regañaba y quería asegurarse de que nos fuéramos a dormir temprano. No era algo de otro mundo, pero que fuese un hombre que desconocía me resultaba espeluznante.
El tiempo parecía detenido, me sentía impotente y vulnerable ante la situación. La presencia de Paco era cruel y asfixiante, no necesitaba mirar para saber que todavía seguía ahí. Empecé a replantearme la idea de ser adoptada, mi inocencia me había cegado y me hizo olvidar de que estaría conviviendo con gente extraña y que no conocía. Ahora que lo pensaba, era bastante obvio que sucederían momentos así de perturbadores y extraños.
Ya no había vuelta atrás, y tampoco era como si tuviese elección. Solo debía soportar. Por fin logré escapar del orfanato, eso era lo importante. La única manera de hacerlo era siendo adoptada, de lo contrario, intentarlo por otro método era imposible.
Leito era la prueba de ello y el castigo al que fue sometido sirvió como una lección inolvidable de lo que les sucedía a los que eran atrapados. De inmediato, me llevé las manos a la cara y me refregué con fuerza. Otra vez estaba pensando en Leito, su nombre estaba prohibido y mencionarlo me traería de nuevo pesadillas. Cerré los ojos con fuerza y puse todo el empeño que podía en tratar de dormir. Mi cuerpo se sentía cansado, solo debía conseguir callar mi mente.
Para mi desgracia, esa noche a penas y podría dormir algo. Las manos de Paco dejarían grabada en mí un imborrable y grotesco sentimiento, mucho más horroroso que cualquier otro...
Capítulo 5
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