Capítulo 4

—Yo, Héctor Aguirre, me postro ante vos, heraldo de la paz y la prosperidad; someto mi espíritu a tu incuestionable voluntad. Quita las tribulaciones de mi carne y bendice lo que podría ser mi último año de vida. Perdóname por mis herejías y... dame la fuerza para honrarte en el día de la selección. No confundas mi temor con falta de fe, solo soy alguien joven y débil. ¿Pedir por mi vida se considera blasfemia? No quiero morir, pero tampoco desobedecerte; ten compasión y absuelve mis transgresiones, por favor, ten compasión.


Capítulo 4

Era difícil dejar de soñar, de perseguir lo que siempre quise desde pequeña. ¿Por qué seguía pensando en ello a pesar de que ya no lo quería? ¿Cómo debería llamar a este sentimiento al qué me aferraba? No vinieron por mí cuando era niña y los necesitaba, me cansé de esperar. ¿Pero por qué aún sentía algo de emoción y esperanza cada vez qué venían visitas?

No quería irme. Tampoco quería quedarme. Estaba confundida.

Eran casi las 6 pm del sábado. Me encontraba en el salón de bienvenidas del orfanato, luciendo mi sonrisa más falsa y amable, teniendo cuidado de no exponer mis dientes y así no mostrar mis imperfecciones. Parecía una muñeca, impecable por fuera, pero hueca y vacía por dentro. Era un mero adorno. Llevaba un vestido de una pieza de color azul marino, el mismo que también usaba de niña y debía recogerlo para que me llegara hasta los talones. Ahora, con algunos retoques que tuve que hacerle, apenas y me cubría las rodillas.

Los mocasines beige me apretaban los pies y me raspaba la parte de arriba del talón. Eran duros e incómodos, quería tirarlos por la ventana. Mis rizos estaban esponjosos y brillantes, se podría decir que eran los únicos de buen humor en el lugar.

Debajo de mi vestido llevaba vendado los pechos, lo más apretado posible, era un mal hábito con el que me hice al crecer. Una forma tonta e inocente de querer aparentar ser más niña de lo que en realidad era, como si con ello pudiera llamar más la atención de las parejas que venían a adoptarnos. Nunca funciono. Y no sabía por qué me seguía aferrando a esa idea.

La espalda baja me dolía, estar de pie era una agonía constante, estuve los últimos tres días lavando a mano cientos de prendas. Aún no recuperaba la sensibilidad en los dedos, pero podía darme cuenta de que temblaban de nerviosismo. Estaba tan ansiosa como incómoda.

—Respirá, Juli, tranqui que no va a pasar nada —susurró Agustín, mirándome por el rabillo de su ojo, estaba parado a mi lado—. Si no podés hablar, déjame a mí —agregó, tomando mi mano y apretándola con más fuerza de lo normal. Él también estaba nervioso, pero quería ayudarme.

Agustín lucía una elegante camisa celeste, abotonada hasta el cuello, con un moño negro. Lo hacía parecer alguien más maduro, además llevaba el pelo mojado y casi, pero casi, que lo tenía bien peinado. El hopo rebelde de su frente no le temía al agua, ni a nadie, no se iba a dejar vencer.

Llevaba un short que le quedaba algo corto, toda la ropa que usábamos era reciclada y por lo general no había para chicos de nuestra edad. También parecía que le molestaban los mocasines negros, no dejaba de acomodárselos.

Mientras esperábamos en silencio, los segundos se hacían largos y tortuosos. No podía quitar los ojos de la puerta de entrada, quería que se abriera de una vez para terminar con esto.

Miedo, ansiedad, nervios, tristeza, rechazo y algunos toques de esperanza, era la mezcla de emociones que me agobiaban y terminaban dándome ganas de vomitar. Los días de visita eran demasiado estresantes, nunca pude acostumbrarme a ellos.

El picaporte de la puerta bajó y su sonido metálico era más que suficiente para que dejara de distraerme. La puerta se abrió de forma lenta y entró una pareja llena de entusiasmo. La mujer atrapó toda mi atención, tenía el cabello corto y de color rubí, bien estilizado y con un buen volumen en la parte de atrás. Su rostro era bello y simétrico, con cejas bien perfiladas, pómulos rosados y un mentón pequeño y en punta. Llevaba unos lentes de color negro y los labios parecían unos deliciosos caramelos, pintados de un rojo brillante.

Su vestido blanco y corto se amoldaba a su figura, estaba hecho exclusivamente para ella. Era como si fuese una avispa, con una cintura delgada y unas caderas grandes. En el instante que se paró delante de mí, su perfume me golpeó al igual que una bofetada, sin previo aviso. Era dulce, con aroma frambuesa, demasiado fuerte para mi gusto.

El hombre a su lado llevaba camisa blanca y pantalón de vestir gris. Los rasgos del rostro eran bien masculinos, con un mentón cuadrado y una mirada fuerte. Los ojos tenían el color del cielo, uno tranquilo y bello, tan claro como si nunca hubiesen conocido una nube.

—Buenos días, señorita —Me saludó con un extraño acento, nunca lo había escuchado, en especial la forma en que dijo "señorita", le costaba pronunciarlo—. Venir a ver encargada de recinto —dijo de manera afable, presumiendo su sonrisa encantadora.

—La madre Anna pronto estará con nosotros, le agradecería que pudiesen esperarla —respondí con cortesía, cuidando al detalle cada gesto que realizaba.

Enteder, no haber problema —contestó al instante, intercambiando miradas con su mujer—. Llamarme James Williams, saber disculpar si español no ser bueno.

Cada vez que hablaba me hacía sonreír, era gracioso y adorable al mismo tiempo. Me servía para aliviar la presión que me aplastaba.

—Soy Julieta y el chico a mi lado es Agustín —nos presenté—. Acompáñenme a la sala de espera, por favor.

Justo cuando iba a guiarlos, la madre Anna hizo su aparición. Abrió los brazos como si fuese a abrazar a las visitas y los recibió con mucho entusiasmo, era una persona muy diferente a la que conocíamos. Ahora si era una monja agradable.

Y, como siempre, en el instante que la madre Anna recibía a las parejas, ellos se olvidaban de que existía. James no volvió a mirarme, solo tenía ojos para la madre Anna. Mientras hablaban, ella empezó a guiarlos por el habitual recorrido del orfanato.

Con Agustín debíamos seguirlos desde atrás, por si la madre Anna necesitaba algo en particular. El sonido de los tacos de aguja de la mujer elegante retumbaba en los pasillos, se movía como si fuese la ama y señora de la casa, con una confianza desbordante y un meneo de caderas hipnotizante.

Miré a Agustín, quien se hallaba perdido en los movimientos seductores de cadera de la mujer, sus ojos destellaban curiosidad y picardía, y su sonrisa traviesa era mancillada por deseos carnales.

—Bonita, ¿verdad? —susurré inclinándome hacía él.

Las orejas de Agustín y sus mejillas se pusieron rojas, avergonzado de que lo atrapé con la guardia baja. No se atrevió a decirme nada, solo esquivó mi mirada, tratando de escapar del bochornoso momento.

No lo culpo, la mujer era cautivadora. Aunque lo más importante era que se trataba de una mujer, aquí solo estamos entre niños y Agustín era el único chico de diecisiete años, supongo que era normal que eso sucediera.

El perfume a frambuesa se impregnaba en cada pasillo y habitación que visitábamos en el recorrido, de verdad que era demasiado fuerte. Las preguntas que hacía la pareja eran las mismas de siempre: desde la edad de los niños, cuando habían ingresado y comentario sobre su crianza en el orfanato. Solo mostrábamos los primeros pisos y la planta baja, para que pudiesen atestiguar lo cuidado y limpio que estaba todo, así no quedaría dudas de que nos cuidaban "bien".

A diferencia de otros recorridos, este era mucho más relajado, el acento de James me fascinaba y por alguna extraña razón no podía dejar de apreciar sus ojos celestes y brillantes. Tenía una espalda ancha y la camisa resaltaba su cuerpo atlético. Su piel era blanca y tersa, lo que destacaba aún más su cabello dorado y corto.

Las visitas solían durar dos horas, no era mucho, pero suficiente para explicar todo lo que debían saber del orfanato y los niños. El último lugar al que íbamos era el patio, donde todos los huérfanos se encontraban jugando, obligados a actuar despreocupados y de manera inocentes por la madre Anna. Ella era bastante exigente con este pedido, cada niño debía estar en lugares que previamente se les asignó.

El patio era extenso, separado en tres partes: una con cemento, donde se podía jugar a la rayuela y a la pilla. Otro donde se encontraba el césped bien cuidado y suave, había algunos columpios y toboganes, también era perfecto para sentarse o usar las muñecas y muñecos que teníamos guardados. Y, por último, la parte de tierra y arena, donde los niños jugaban con la pelota o la tierra. Las niñas se encontraban por un lado y los niños por el otro, no solían juntarse para pasar las horas de juego.

El sol de la tarde nos iluminaba con su dorado apacible, pronto se escondería. El sonido de los niños jugando me sacaba una sonrisa, aunque sabía que la mayoría actuaba, muchos otros de verdad aprovechaban para divertirse. Me veía reflejada en la inocencia de las niñas que estaban sentadas en el césped con unas muñecas, cuando era más chica me veía igual. Pocas veces la madre Anna nos prestaba los juguetes, por lo que estaba segura de que ellas disfrutaban de la pequeña y rara oportunidad que se les otorgó.

Los cinco nos encontrábamos delante de la puerta trasera del orfanato, observando desde la distancia todo lo que sucedía y como los niños se divertían.

—¿Cuál niño ser menos atlético? —preguntó James con la vista en los niños que jugaban a la pelota.

—Hmmm... Julieta, responde al señor —dijo la madre Anna con su voz actuada que sonaba tierna y dulce, volteándose para mirarme.

—Creo que Gasparcito. —Me puse al lado de ellos y señalé al más orejón del grupo de los niños, Gasparcito se encontraba mirando al cielo, no le interesaba ir detrás de la pelota.

El pequeño se veía muy tierno con su camisita de color salmón y pantalones cortos. Su mirada centellaba de curiosidad al ver las nubes encima de él, y su actitud desapegada al partido de futbol le daba un encanto dulce y conmovedor.

James se acercó a su mujer y le habló en voz baja, ella asentía mientras se dibujaba una sonrisa en su rostro. Por unos instantes, la mujer levantó un poco sus lentes oscuros y liberó aquella deslumbrante mirada, sus ojos ámbares opacaban al sol y su brillo parecía el de dos enormes joyas que convertirían a cualquier persona normal en un ladrón codicioso.

Su mirada fue certera y penetrante, se clavó en Gasparcito por unos segundos, mientras todos a su alrededor parecíamos cautivados por ella. ¿Era acaso alguna clase de brujería? No lo sé, pero no quería dejar de verla, estaba encantada.

La mujer se acercó a James y le respondió en voz baja, alcancé a escuchar algunas palabras, pero eran en inglés. James asintió y empezó a reírse de manera animada, contagiándonos a todos.

—Ya ser suficiente, madre Anna —dijo James una vez se tranquilizó—. Me gustaría ir a completar los papeles necesarios.

—Me alegra escuchar eso —respondió ella con una sonrisa y armoniosos gestos de cortesía—. Por favor, vamos a mi oficina.

James extendió su brazo y la mujer se abrazó a él, ambos lucían satisfechos y emocionados. Seguimos a la madre Anna hasta la escalera y nos quedamos esperando en silencio. Una vez el chirrido de la puerta de arriba nos avisó que se habían encerrado en la oficina, con Agustín nos recostamos contra la pared y nos relajamos.

Él de inmediato se sacó los mocasines y suspiró aliviado.

—¡Al fin! Deberían encerrar en la cárcel al que inventó estas cosas —exclamó arrojando con fuerza los zapatos al piso.

—No te descuidés que todavía no terminamos —lo regañe entornando los ojos—. Además, no te veías muy incómodo de seguir a la mujer de James —agregué con malicia y una sonrisa burlona.

—Nada que ver... —Su rostro se tiño de rosado y con su mano se tapaba para que no lo pudiese ver—. Tenía una mancha en el vestido, me sorprende que no la hayas visto.

—¿Seguro qué era en el vestido? Tus ojos parecían atravesarle la ropa. —Verlo tan vulnerable era raro y no quería perder la oportunidad para molestarlo, se veía dulce cuando se avergonzaba.

Por unos instantes nos dejamos llevar por las risas, era nuestro pequeño escapé de los duros y horrorosos días en el orfanato. Servía lo justo para darnos la fuerza que necesitábamos para seguir adelante y no dejar que nuestros miedos se apoderaran de nosotros.

Los ojos amielados de Agustín me brindaban toda la atención y el amor que creía no merecer. Su compañía era reconfortante y sus gestos siempre demostraban preocupación e interés. No me molestaría quedarme en el orfanato, si podía seguir a su lado.

El chirrido de la puerta en el primer piso apagó nuestro cálido momento; Agustín de manera torpe y desesperada se calzó los mocasines. Los dos nos paramos erguidos y con la frente en alto, listos para recibir cualquier orden de la madre Anna. Mirábamos hacia arriba de la escalera, esperando a que la madre Anna hiciera su detestable entrada con su rostro arrugado y malhumorado.

—Traigan a Gaspar —ordenó con frialdad, no necesitaba fingir si las visitas no estaban cerca.

Sin perder tiempo, fuimos a cumplir la petición. Esa tarde, antes de que anocheciera, nos reunimos junto a todos los niños en el salón de bienvenida, el que se encontraba al lado de la entrada. Todos despedimos a Gasparcito, quien se veía como un animalito temeroso e inseguro, adentrándose a un territorio nuevo. Sus ojitos marrones buscaban el apoyó de los niños con los que mejor se llevaba, ellos le daban palabras de alientos y lo despedían con emoción.

Aunque Gasparcito era reservado, mostraba ser muy alegre y travieso cuando se sentía cómodo. Solo tenía nueve años, era normal que reaccionara de esa forma. Aquí lo apodábamos Orejón, sus orejas resaltaban demasiado y se extendían hacia afuera como alas.

James se acercó a él y le colocó una campera, cerrándosela hasta el cuello. Luego, al ponerse de pie, con delicadeza apoyó su mano en el hombro de Gasparcito y le sonrió con amabilidad. James con suavidad lo alentó a despedirse de los demás y lo acompañó mientras salían del orfanato junto a la mujer elegante.

Las voces de aliento y apoyó de todos nosotros eran casi tan ruidosas como el sonido de los tacones de la mujer de James. Cuando la puerta se cerró y dejamos de verlos, un silenció incómodo se adueñó de la sala. Todos sabíamos lo que significaba: la madre Anna dejaría de fingir ser amabilidad.

Sin decir una sola palabra, todos se fueron de manera ordenada a atender sus quehaceres. Mientras todos se iban, la alegría del momento parecía algo tan distante como en un sueño. Cada vez que adoptaban a alguien, lo disfrutaba, pero luego sentía cierta pesadez en el pecho y en cada latido de mi corazón. Eran suaves lamentos de angustia y celos que me comían por dentro.

—Agustín y Julieta, los quiero en la entrada —dijo la madre Anna mirándonos con sus ojos aterradores. La piel se me erizaba de manera automática, mi espíritu estaba adoctrinado y sometido a su voz áspera.

Nos dirigimos a la entrada sin saber para qué nos quería. Pero antes de llegar, cuando pasamos delante de ella, me sujetó con fuerza de la muñeca y me detuvo.

—Ni se te ocurra arruinarlo, ¿entendido? —susurró con un palpable odio y desbordante maldad, podía sentir su aliento a menta en mi mejilla.

El pánico me dejo sin palabras, tenerla tan cerca me estremecía todo el cuerpo, me sentía congelada y sin fuerzas, incluso me costaba respirar. Era su manera cruel de advertirme de un porvenir doloroso y decirnos que no toleraría ningún fallo. Se aproximaba algo importante.

La madre Anna me soltó el brazo con desprecio y se fue al salón de al lado, aún sentía su mano fría alrededor de mi muñeca, como si fuesen unas dolorosas esposas que me aprisionaban. La sala de bienvenidas se volvía pequeña y asfixiante, mis manos temblaban y mis ojos se llenaron de lágrimas.

—Ey, Juli, mírame —Agustín me tomó por los hombros y se puso delante de mí—. Debés soportar, no nos hará nada si cumplimos con lo que nos pide. No te asustés, estoy aquí con vos —agregó dándome un abrazó furtivo y rápido.

Luego me agarró la mano con suavidad y guio mis pasos a la entrada, no teníamos tiempo que perder. El cálido toqué de Agustín me aliviaba, me sacaba de los grilletes mentales que me atormentaban y me traía de vuelta a su lado.

Nos quedamos de pie, delante de la puerta de entrada del orfanato, a la espera de la madre Anna. Estábamos en silencio, uno muy tenso y duro, tenía un extraño malestar recorriendo por mi cuerpo. Desde hacía unos días que tenía un mal presentimiento, pero ahora se intensificaba despiadadamente. ¿Se debía a la amenaza de la madre Anna? ¿A lo cansada qué estaba? ¿Eran la envidia qué tenía por Gasparcito? Él solo llevaba un año en el orfanato y ya lo escogieron, aunque me alegraba por él, una parte de mí no le parecía justo. Además, ¿James y su mujer de verdad eran tan buenos como aparentaban?

El pecho se me cerraba y me faltaba el aire, cada pensamiento me hundía más en mi angustia. Aún persistía el fuerte aroma a frambuesa en mi nariz, lo tenía impregnado. La ropa me irritaba y el dolor de espalda no cesaba. No era solo mi menta la que sufría, mi cuerpo también se encontraba muy estresado. Seguro se debía a todo eso.

Miré de reojo a Agustín y estaba un poco pálido. Algunas gotas de sudor perlaban su frente y recién cuando me tocó sentí sus manos sudadas. También estaba inquietó, pero no de la forma en que era habitual en él, algo más lo atormentaba. Lo conocía lo suficiente para poder ver a través de su sonrisa forzada y disimulados gestos, no le gustaba preocuparme.

—Ya sobrevivimos a la peor parte —murmuré con dificultad, superando el nudo en la garganta que tenía—. No sé qué nos pedirá la madre Anna, pero el día ya se acabó.

Traté de apoyarlo, que supiera que estaba a su lado. Era lo que hacíamos, juntos nos enfrentábamos a nuestros temores. Él me miró por unos instantes y asintió con dulzura, mis palabras parecían tener cierto efecto.

El picaporte de la puerta nos sorprendió, alguien estaba por entrar. Pensé que se trataba de James, quien de seguro olvidó algo. No pude ocultar mi asombró cuando entró una mujer regordeta y más anciana. Llevaba un vestido largo de color cereza y flores blancas. Era de piel morena, fue la primera vez que vi a una pareja que no era rubia ni blanca. Una sonrisa enorme realzaba sus mejillas anchas, tenía muy poco maquillaje, no parecía que quisiera llamar la atención. Su cabello era rizado y corto, con algunos mechones blancos que se infiltraban con rebeldía.

A su lado estaba un hombre delgado, con un overol azul y una camisa roja a cuadros. Se veía algo arrugado y viejo, debía tener más de sesenta años. Su cabello era todo blanco y su rostro me recordaba mucho al de la madre Anna.

La mujer regordeta se llevó las manos a la cara, como si quisiera contener su emoción y sus ojos café brillaban con intensidad, no se apartaban de mí. Su mirada era fuerte, no me hacía sentir miedo, ni disgusto, pero si me ponía incómoda, no sabía cómo reaccionar.

Avanzó hasta a mí con paso lento y algo dificultoso, su tamaño le impedía moverse de manera ágil. Sin el menor de los cuidados y con total confianza, me sujetó las manos con sutileza y me saludo con un beso ruidoso.

Toqueteaba mis manos con curiosidad, como si las estuviese examinando y su atención estaba puesta en esa tarea.

—Oh, vaya, me gusta lo que siento —afirmó la mujer con una voz animada y juguetona—. A mí no me engañas, eres alguien muy servicial.

Su acento era el mismo que el de nosotros, un santiagueño bien marcado, hacía énfasis en las "S" y hablaba rápido sin modular mucho. Por lo general, las parejas venían de otros lugares, diferentes a Santiago Del Estero.

—Eso creo... —dije con nerviosismo, tenía demasiadas cosas para analizar y la mujer no me daba respiro.

—Encima modesta, toda una mujercita —agregó junto a una risa delicada—. Ah, donde están mis modales —reaccionó sorprendida, dando un paso atrás—. Me llamó Carmen Romero y este bello potro a mi lado es Francisco Torre, le dicen Paco. —Le dio una dulce caricia en el hombre a su pareja, quien solo asintió y apenas sonrió—. Anda, no seas tímido, Paco, saluda a los niños.

Él me saludó alzando la mano y manteniendo su distancia, lo cual correspondí de la misma forma. Luego, el hombre se acercó a Agustín estirando su mano para estrecharla, los dedos de Paco eran toscos y gruesos, con muchos cayos. Tenía manchas de tierra y aceite a los lados de la uña, pero no era porque fuese alguien sucio, era las manos curtidas de un hombre que vivió toda su vida en el trabajo. De lo contrario su pelo no estaría tan brilloso y limpio, la ropa la llevaba bien planchada y olía a suavizante. Y la pareja tenía un rico perfume floral que apenas y se sentía, lo cual agradecía, quería deshacerme del olor a frambuesa.

Paco estrechó el saludo con demasiada fuerza, ya que Agustín dejo escapar unas muecas de dolor.

—Ta' blando el chico, a este le falta, vieja —dijo Paco mirando a Carmen con serenidad.

Antes de que Carmen respondiera, la madre Anna ingresó a la sala, sonriendo y abriendo los brazos con alegría. Saludo con entusiasmo a la pareja, mientras intercambiaban comentarios rápidos sobre el viaje que ellos hicieron. Aun así, Carmen aprovechaba cada oportunidad para mirarme, eran agobiante y raro, me ponía muy incómoda. No tenía la audacia para mantener mis ojos al frente, solo la esquivaba con vergüenza.

—Se nos hizo un poco tarde por culpa del cacharro viejo, y no estoy hablando de Paco, eh —agregó Carmen tapándose la boca al reír y dándole un toquecito en la mano a su pareja—. Esa camioneta anda cuando quiere, hace renegar nomas.

—Lo importante es que consiguieron llegar. —La madre Anna se mostraba interesa y preocupada, a decir verdad, no parecía estar fingiendo, sus ojos dejaban escapar un pequeño destelló de vida, diferente al que tenía con James—. Deberán quedarse esta noche —declaró con amabilidad y una mueca tierna—. Mientras los demás niños preparan la cena, los chicos que tenemos aquí delante le mostraran su cuarto.

—¡Oh, por favor! —exclamó Carmen con fuerzas—, me gustaría ser yo la que les cociné a los pequeños.

—No es necesario, ell...

—Insisto —interrumpió Carmen, con firmeza y autoridad, por un instante la sonrisa de la madre Anna se borró—. Trajimos bastante carne y verduras para compartir, solo necesitaría una pequeña ayuda —agregó, clavándome su mirada.

La madre Anna aceptó, hasta pareció que agachó la cabeza y luego volvió a fingir su actitud amable. Estaba segura de que la tomó por sorpresa, al igual que a mí. Sin embargo, jamás me esperé que la madre Anna se quedara callada. Ella era quien daba las órdenes y ponía las reglas, me quedé atónita al verla con una actitud sumisa. Mis ojos buscaron a Agustín, él se hallaba igual de confundido.

—Mientras Paco y Agustín bajan las cosas, porque no me llevás a la cocina, Julieta —dijo Carmen sin quitarme los ojos de encima.

Por un momento arrugué el entrecejo desconcertada, no recordaba haberle dicho mi nombre o el de Agustín, quizás en medio de todo lo que sucedía me presenté, pero no estaba segura. Mi mente estaba llena de preocupaciones e inquietudes, saltando de una a otra con momentos de asombro y confusión.

—No te vayás a romper, chango —le dijo Paco a Agustín, mientras salían del orfanato e iban por la comida y equipaje.

Carmen me tomó del brazo, de la misma forma en que James lo hacía con su pareja, y me pidió que la llevara a la cocina. La madre Anna se quedó parada, en silencio, observándonos desde atrás. Sentía una punzada en la nuca, como si se tratasen de sus ojos deseándome alguna especie de mal. Fue grato dejarla atrás, me quitaba un enorme peso de encima.

La cocina era blanca, con varias mesadas de cerámica distribuidas por el cuarto. Teníamos muchos estantes de maderas y bien organizados, los platos y cubiertos estaban de un lado, y las especias y condimentos de otro. Contábamos con varias heladeras en un rincón y los hornos de acero inoxidable lucían impecable.

El aroma a artículos de limpieza y lavandina era una clara señal de su buen y constante cuidado. El piso de mosaicos grises reflectaba las luces del techo, hasta se podía comer en el suelo sin ningún problema.

—Vaya, la vieja Anna es brava, eh —comentó Carmen maravillada—. Los debe tener cortito para que todo se mantenga así de bien.

No respondí nada, ni siquiera sonreí, aunque lo quería hacer. Debía evitar mencionar cualquier comentario sobre la conducta de la madre Anna con los demás adultos, de lo contrario podría terminar desapareciendo como sucedió con Marquitos.

Tan solo recordarlo me estrujo el corazón, no debía pensar en él, ni en Leito. Sus nombres estaban prohibidos y me traían pesadillas cada vez que los mencionaba. Sacudí mi cabeza y me concentré en la labor que tenía que realizar.

Agustín y Paco ya habían dejado todo en la mesada, eran muchas verduras y un gigantesco trozo de carne de vaca. Nunca vi un pedazo tan grande, estaba sorprendida.

—Viene de nuestro campo, se ve bien, ¿verdad? —dijo Carmen acercándose a mi lado. Solo asentí, me encontraba muy nerviosa y la mirada tan intensa de ella me perturbaba—. Bueno, antes de empezar, hay que cortar y ablandarla. —Se acercó a la carne y le dio una fuerte cachetada, su chasquido dibujo una sonrisa en los cachetes carnosos de la mujer—. ¡Así se sabe que fue una buena cachetada, por el sonido! —exclamó orgullosa.

Sí, lo sabía muy bien, y de primera mano. Muchas veces escuché ese ruido cuando la madre Anna nos abofeteaba.

—Anda, dale tú también, Julietita. —No me atrevía a hacerlo, solo me encogí de hombros y aparté la mirada—. Sin miedo, sirve para desahogarse, piensa en alguien que te desagrade. —Acercó su rostro hasta mi mejilla y se preparó para susurrarme—. En la madre Anna, quizás... —Rápido se hizo hacia atrás y empezó a reír.

No, no me resultaba gracioso. Era incómodo y alarmante, su actitud risueña me resultaba muy extraña. Por lo general los adultos siempre actuaban así cuando venían, pero algo en Carmen me inquietaba de una manera inusual. Quizás se debía a mi extrema desconfianza en los adultos, por momentos quería reírme de como actuaba, pero luego recordaba que debía tener cuidado con la forma en que reaccionaba.

Por un momento sucumbí a la mirada de Carmen y di un paso al frente, dejándome llevar por su ánimo e ignoré las voces en mi cabeza, no quería pensar en nada, ni nadie, solo desquitarme para sacarme el malestar que me agobiaba. Le di una fuerte cachetada a la carne, tanto que me hizo doler la palma. Era suave y fría, fue una sensación rara, dejarse llevar se sentía muy liberador.

—¡Muy bien! Te veías muy tensa, quería ayudarte a relajar —comentó Carmen—. Si vamos a manejar cubiertos con filo, hay que tener cuidado. —Levantó el cuchillo más grande y brillante, su hoja reflejaba el rostro de la mujer—. Esto... puede cortar la piel como si fuese papel —agregó apuntándolo hacía mi abdomen, lo que me hizo dar un paso atrás—, lo sé con darle un simple vistazo, soy buena reconociendo cuchillos. —Su voz sonaba extasiada, parecía que ocultaba un placer morboso al ver el filo.

Era mi imaginación, ¿verdad? Ella era una dulce y risueña mujer, no debía compararla con la madre Anna. Tenía que dejar de pensar en ello, de lo contrario jamás podría ver de buena manera a nadie. Pero, sus ojos cafés de verdad me provocaban cierta desconfianza y peligro.

—Voy a hacer unos fideos con tuco —dijo Carmen mientras se preparaba para cocinar—. ¿Cuántas bendiciones hay?

Aquella palabra me arrebató el aliento y me erizó la piel. Nadie nos llamaba así, solo la madre Anna. No era casualidad, algo ocultaba esta mujer. Era diferente al resto de pareja, demasiado. Incluso la trataban de otra forma y parecía tener ciertos privilegios, no era solo mi imaginación.

Mis manos temblaban demasiado, por lo que Carmen no me dejó usar cuchillos, me mandó a preparar las verduras y los fideos. Su mirada me seguía con especial atención, me observaba sin perder ningún detalle. Poco a poco se volvió espeluznante y el silencio empeoraba todo. No quería estar ahí. Pero lo único que podía hacer era lo mismo que hice siempre: aguantar. Debía soportar hasta que termináramos de cocinar, algo que sería una larga y pesada tarea...


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Luego de sobrevivir a la cocina, disfrutamos de una de las mejores comidas que probé en mi vida. Fue exquisita y podíamos repetir todo lo que quisiéramos. Nunca pensé que podía comer tanto, ni nunca imaginé de todo lo que Agustín lograría comer, cerca de cuatro platos. Era verdad eso que decía Agustín: con panza llena era más fácil ignorar las preocupaciones. O eso creía.

Me desperté en medio de la noche, bañada en sudor y con la boca seca. Contuve mi gritó, tuve una horrible pesadilla: una figura amorfa y sin cuerpo salía de debajo de mi cama y se arrastraba hasta mi boca, asfixiándome con rudeza y sumergiéndome a una desesperación horripilante. Cada segundo era interminable y doloroso, era como si me estuviesen arrebatando el alma junto a todo el aire que había en mi cuerpo.

Lo sabía, no debí haber pensado en Marquitos, ni muchos menos en Leito. De seguro... Leito sufrió de una manera peor a la que acababa de experimentar. Era mi subconsciente atormentándome por no haber hecho nada para ayudarlo.

La oscuridad me engullía y no me permitía ver nada, las siluetas de las niñas durmiendo en sus camas me asustaba, tenía la impresión que se asemejaban a ese ser espeluznante que salió de debajo de mi cama. Estaba muy cansada, pero luchaba para mantener los ojos abiertos, si me dormía de nuevo volvería a tener pesadillas. Mis parpados me pesaban y mi mente se perdía en diferentes pensamientos que aparecían de manera fugaz, cobrando color y forma en cada parpadeó. 

Empecé a refregarme la cara con fuerza, mientras escuchaba el sonido de la respiración de las demás. Parecían inquietas, algo las atormentaba, ¿me volví a dormir y estaba soñando? Las niñas se movían de lado a lado, como si algo las estuviera intentando sujetar. No se asemejaba en nada a la atmosfera silenciosa y de paz que normalmente nos cubría por las noches.

El picaporte de la puerta bajo de forma lenta, tratando de no hacer ruido, no se trataba de la madre Anna, ella lo movía sin cuidado, inspeccionando que estuviera cerrado. Ahora, parecía que alguien quería entrar, pero se llevó la sorpresa de que estaba cerrado.

Mi estomago se retorció y me tapé con las sábanas, el ambiente se sentía raro y lúgubre. Casi de inmediato, una voz empezó a hacer eco, era un susurró maligno que iba tomando más poder, hasta convertirse en una especie de cantico religioso y extraño. No lograba entenderlo, pero mi cuerpo era sacudido por incesantes escalofríos, no tenía dudas, se trataba de algo demoniaco.

—O, domine mi, benedic hanc oblationem. Ut anima eius parata sit ad diem electionis; ut fides eius flectatur ad veritatem cognoscendam; ut caro eius locum det desideriis humanis et succumbat voluptatibus mundanis. Omnia sint in gloriam tuam, magnus domine pacis et prosperitatis.

Aquella voz, que comenzó colándose con sutileza por la noche, había cobrado fuerza y poder. Era imponente y retumbaba por el cuarto, volviendo cada sombra más grande y espantosa. El aire se transformaba en frías caricias, helándome cada huesos. Las pequeñas a mi alrededor, se sacudían en sus camas, sus ojos estaban en blancos y en sus rostros se dibuja el pánico.  

En mi desesperación, estuve a punto de rezar, no sabía que más hacer. Algo o alguien estaba detrás de la puerta acechándonos. Una de las niñas se despertó entre lagrimas, lo que pronto causa la misma reacción en varias de las más pequeñas.

No tenía el valor para levantarme y prender la luz, no podía. Estaba paralizada. Otra de las niñas logró llegar hasta el interruptor y nos rescató de la oscuridad. Al mismo tiempo, todas nos juntamos en el centro de la habitación y nos abrazamos. No era un sueño, ni mucho menos una pesadilla, era algo peor. Tratamos de calmar a las más exaltadas, era difícil, ninguna de nosotras se encontraba bien.

Mi voz temblaba y sentía todo el cuerpo congelado, la atmosfera era desoladora y no me salían las palabras. Nos quedamos con la luz prendida, todas juntas, esperando a la madre Anna. Ella de seguro escuchó los llantos y llegaría para castigarnos.

—Quiero salir de aquí —sollozó una de las pequeñas, acurrucándose en mi pecho.

—Ya vendrá la madre Anna a... rescatarnos —dije sin pensarlo.

No podía creer que esperaba que la madre Anna fuese a salvarnos. Sin embargo, ella nunca llegó...


Fin del capítulo 4

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