Capítulo 3
—Mi desidia me ha llevado hasta aquí. ¿Acaso mis oraciones se han vuelto inútiles? ¿Debo de cerrar mi boca y aceptar mi cruel destino? No me desampares, señor mío, aún te temo y me someto plenamente a vos, solo ruego para que no me desampares. ¿Acaso no eres tú quien otorga el querer como el hacer en nosotros? ¿Por qué me hiciste diferente y descarriado? Cubre mi espíritu con tu presencia y aliviana el peso de mis hombros, otórgame la paz que necesito en este momento de desesperación. No estoy listo para ser seleccionado como ofrenda...
Capítulo 3
Jamás sentí que Dios me escuchase. Sin importar que tanto rezara o lo buscara, siempre me ignoró. Con el paso de los años, dejé de creer en Él y me resigné a soportar las desgracias de mi vida. Si de verdad le importara, nunca me habría abandonado en este horrible orfanato, bajo el yugo madre Anna.
¿Alguna vez prestarás atención a mis plegarias?
La luz de la linterna se aproximaba con furia, cegándome como si se tratase de un faro en la oscuridad. Cerré los ojos y aparté la mirada, en un mísero intento de escapar de ella. Sin embargo, no había donde huir, la madre Anna venía directo hacia a mí.
Estaba segura de que este sería el único momento en el que mi piel tendría un color blanco leche. Podía sentir la amargura corriendo por cada una de mis venas, pronto los gritos de la madre Anna romperían el silencio frágil de la habitación.
Todas las niñas alrededor estaban desconcertadas, mirando con atención y miedo lo que sucedía. Recién se despertaban, no habían hecho nada, no tenían de que preocuparse, pero la mera presencia de la madre Anna las dejaba sin aliento y les había arrebatado el sueño.
Me encontraba resignada, aferrándome a la suavidad de las sábanas, tratando de que la delgada tela sirviera para protegerme. Era un pensamiento inocente y desesperado, nada ni nadie podía salvarte de los tortuosos castigos que imponía la madre Anna.
"Padre Nuestro qué estás en los cielos, santificado sea Tu nombre; venga a nosotros Tu reino...", rezaba una y otra vez, algo que no había hecho de manera sincera en mucho tiempo. Mi miedo me hizo recurrir a Él, en un manotazo de ahogado, esperando que sirviera de algo para apaciguar al demonio que se acercaba.
La madre Anna se detuvo al lado de mi cama y se quedó en silencio observándome. Luchaba contra mis lágrimas para que no salieran y me esforzaba por controlar mi respiración para no parecer culpable. Pero era en vano, tiritaba y mi pecho se contraía de manera errática, como si me tratase de un pájaro enjaulado.
Ella bajó un poco la linterna y dejó de encandilarme, permitiendo que pudiera distinguir su figura en las penumbras. Su pijama gris de una pieza la hacía parecer un espectro que deambulaba lleno de odio y resentimiento. En su arrugado rostro se dibujaba una sonrisa terrorífica, la misma que había visto cuando habló por teléfono.
¿Por qué sonreía? ¿Qué era lo que podía hacerla tan feliz? No lo sabía. Y estaba segura de que tampoco era bueno saber.
Sus mejillas apenas y tenían algo de carne, se hundían y dejaban ver sus marcados pómulos, junto a una desagradable verruga que estaba del lado izquierdo. La noche realzaba cada malévolo detalle de ella, convirtiéndola en algo mucho más espeluznante de lo que normalmente era.
No tuve la osadía de mirar más arriba, a sus ojos oscuros y vacíos, eran dos pozos sin fondo dignos de un verdadero demonio. Ya estaba condenada, debía tratar de no empeorar todo. Si eso era posible.
—¿Q-qué su-sucede, madre Anna? —pregunté con la cabeza agachada. Mi voz se partía en pedazos, me era imposible aparentar ignorancia. Además, tenía toda la boca seca.
Nada. No hubo respuesta. Solo un desolador y asfixiante silencio.
La madre Anna permanecía inmóvil, torturándome con su gélida presencia. Cada segundo era atroz y horripilante. Las dudas en mi cabeza aumentaban, pensando en todos los castigos que debería de estar pasando por la cabeza de ella en este momento. Parecía una lúgubre despedida de alguien que ya estaba muerto. Era mi entierro.
—El que nada ha hecho, nada ha de temer, pequeña Julieta —dijo con su voz carrasposa, produciéndome un desagradable hormigueo en mis oídos—. ¿Qué te tiene tan consternada?
Antes de que siquiera intentara responder, una de sus manos se acercó a mí, emergiendo de la oscuridad como si fuese una sombra. Por reflejo, corrí mi cara esperando una bofetada, pero nunca llegó. Abrí los ojos con temor y me encontré con sus huesudos y largos dedos a unos centímetros de distancia, temblando a causa del poco pulso que la madre Anna tenía por su avanzada edad.
Para mi suerte, ella retiró su mano con delicadeza, parecía que había intentado tocarme, sin embargo, terminó arrepintiéndose y buscó el tacto de su rosario de madera. Jugueteaba con una de sus cuencas, mientras que yo no perdía de vista las venas pronunciadas que se formaban en el dorso de su mano.
—Mírame a los ojos —ordenó con una suavidad poco común en ella.
Lo dudé, me quedé paralizada deseando que todo acabase de una vez. La madre Anna no quiso esperar y me tomó del mentón, obligándome a que la mirara. Los ojos oscuros que siempre cargaban odio y un vacío indiscutible, ahora parecían tener un atisbo de felicidad dentro de ellos. Algo en su mirada había cambiado. No era pánico lo que me invadió en ese momento, era una mezcla de confusión y asombro, no esperaba observar algo así en la madre Anna.
Traté de tragar, pero sentía un nudo en la garganta. Me quedé absorta y con la boca abierta, no sabía que iba a suceder de ahora en adelante. La madre Anna sonreía y no parecía alguien enojada.
—Bienaventurados los que confían en el Señor, pequeña mía. Hoy, todos mis rezos serán para ti —anunció con ánimo—. Encomienda tu alma al Todo Poderoso y clama por escuchar Su voluntad, pronto tus rezos serán recompensados. Algo me dice que Él tiene grandes planes para ti.
Me soltó con fuerza y su risa espantosa tomó el protagonismo en la habitación. La madre Anna se fue sin decir una sola palabra más, poco a poco su risa se perdió en el pasillo y el lamento del suelo de madera acompañaban su despedida al crujir.
A pesar de que ella ya no estaba, seguía sintiéndome helada y con un malestar latente en mi cuerpo. Los escalofríos persistían en mi cuerpo, el estómago se me retorcía y la atmosfera era pesada y triste.
No hubo castigo. No hubo amenazas. No hubo gritos. Entonces, ¿por qué me sentía tan preocupada? ¿Qué era este mal presentimiento qué me hostigaba?
La sonrisa en el rostro de aquella anciana no se iba de mis pensamientos. Sus palabras parecían amables y esperanzadoras, pero por su tono y su actitud se volvían desconcertantes y peligrosas.
Debería alegrarme por no recibir castigo, por haberme salvado, ¿cierto? Pero por alguna extraña razón no estaba con ánimos de festejar. Esto estaba lejos de ser una victoria, era mucho peor...
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—Dios te salve, María, llena eres de gracia; El Señor es contigo. Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén —rezamos al unísono con los niños, antes de empezar la clase de las mañanas.
Ellos agacharon la cabeza y empezaron a hacer sus deberes. Los largos mesones de madera y las paredes de color blanco eran los mismos de siempre. Se mantenían impecables, sin rayones o manchas, era difícil de creer que niños fuesen tan cuidadosos y ordenados. Aunque claro, no era por gusto, los objetos y estructuras del orfanato aguantaban tantos años de esa forma gracias a las estrictas reglas y castigos que había para los desdichados que osaran ensuciarlos.
El sonido y olor de la tiza al rasparse en el pizarrón me relajaban. No había pegado el ojo en toda la noche, seguía intranquila por lo que sucedió. Mientras copiaba las tareas que debían realizar los niños, por fin podía acallar todas las preguntas que me habían estado torturando, tenía algo que me distrajera.
El cuarto piso del orfanato estaba dividido en cuatro grandes salones para dar clases. Como veintiséis de los cuarenta y cinco niños estaban entre los trece y once años, se aprovechaba para darles las clases juntos, separando a los más pequeños en la habitación de al lado. Al ser una de las personas más grandes, me encargaba de enseñarles lo mismo que me dieron a mí cuando tenía su edad. Las primeras horas eran para leer y completar tareas sobre la biblia. Luego, la madre Anna se encargaba de dar el resto de materias. Agustín tenía el mismo trabajo en la habitación de al lado con los más pequeños.
Estaba acostumbrada a repetir una y otra vez los mismos rezos, y a enseñarle a los demás a hacerlo. Hacía un tiempo, cuando era pequeña, mi curiosidad y deseó por aprender de Dios fueron silenciados por la pendenciera actitud de la madre Anna, quien confundía mis inocentes dudas con inseguridad y falta de fe. Poco a poco dejé de hacer preguntas o interesarme en saber más, ya que siempre terminaba con algún castigo o escarmiento por parte de ella. Además, Dios nunca respondió mis rezos o peticiones, no creía que le importase lo suficiente como para prestarme atención o darme alguna ayuda. Al igual que mis padres, Él me abandonó desde que nací.
Los rezos se volvieron una simple tarea a completar y que debía cumplir para quedar bien con la madre Anna. Los recitaba en voz alta de la misma forma en que alguien saludaba a otra persona preguntando "¿cómo estás?", cuando realmente no te interesaba y se trataba de mera cortesía y rutina. Solo eran palabras vacías, sin significado o un verdadero interés. Iban dirigidas a la nada, a alguien que nunca las escucharía.
Mis ojos amarronados se enfocaron en los niños que volcaban toda su concentración en sus viejos cuadernos, heredados de antiguos compañeros con los que tuve clases. ¿Qué será de sus vidas? ¿Serán felices? ¿Tendrán una vida normal y amorosa junto a sus nuevos padres? ¿Los demás adultos fuera del orfanato serían igual a la madre Anna?
Desvié mi mirada hacia las ventanas, el cielo azulado parecía lleno de vida y el brillante sol calentaba la mañana con su presencia. Por un fugaz momento me sentí libre y una sonrisa apareció en mis labios. Todo lo que estaba fuera del orfanato parecía tan maravilloso. Alguna vez fui como los niños que tenía delante, con los ojos cargados de esperanza y una ardiente resiliencia, soportaba con buen ánimo todo lo que ocurría, creyendo que era cuestión de tiempo para que saliera de este lugar.
Pero ahora solo quedaba los restos de alguien resignada, que solo se mantenía en pie porque era lo único que podía hacer. La libertad no era una opción, y dentro de tres días estaba segura de que todo empeoraría cuando cumpliera dieciocho años.
El sonido de unos pasos proviniendo del pasillo me estremecieron, de seguro se trataba de la madre Anna que venía a controlar que estuviéramos haciendo todas las tareas. Para mi suerte, era Agustín quien se asomaba por la puerta, luciendo una amigable y animadora sonrisa. Tenía todo el cabello alborotado, tal cual como se levantó, iba bien con su personalidad revoltosa. Además, una mancha furtiva de tiza ensuciaba su mejilla.
—¿Qué hacés acá? —pregunté al acercarme, tratando de no mostrarme contenta por su aparición. Le hice una seña con el dedo para que se limpiara—. Sí la madre Anna viene nos va a regañar.
—Vine a ver cómo estás —respondió al instante, actuando despreocupado mientras se quitaba la mancha—. De seguro seguís pensando en lo de anoche. Nos salvamos del castigo, con eso es más que suficiente.
"Nos salvamos del castigo", no pude evitar rodar los ojos cuando escuché eso. Luego de que la madre Anna saliera de mi cuarto, fue al de Agustín para presionarlo de la misma forma en que lo hizo conmigo. Sin embargo, no dijo nada más o mencionó algún castigo. Aunque, si soy sincera, de seguro nos esperaba algo peor por su parte, era difícil pensar que nos hubiese dejado ir sin hacernos preguntas o sin someternos a algunas revisiones para cerciorarse de que estábamos en cama.
—No lo sé, Agus. —Miré al suelo y apreté los puños con cierto desagrado—. Fue demasiado extraño lo que sucedió.
—¿Te arrepientes, pequeña pecadora? —dijo de manera burlona para provocarme—. Si querés podés confesar tus agravios conmigo —agregó levantando el mentón y con la frente en alto—. Quizás no sea tan buena "monja" como la madre Anna, pero creo poder escuchar tus preocupaciones.
—Ya... no seas, pavo —Le di un pequeño empujón en el hombro—. Te estoy hablando en serio.
—Y yo también, Juli. Si hay algo que te preocupa de verdad debes decírmelo, estoy para escucharte. Estoy aquí.
Sus ojos se clavaban en mí para demostrar la convicción de sus palabras. Podía palpar su preocupación e interés por apoyarme.
—La sonrisa de la madre Anna me sigue molestando —respondí al instante—. ¿Alguna vez la viste sonreír de esa forma?
—¿Te asusta qué actúe como una persona normal? —Alzó una de sus cejas y se llevó la mano a la barbilla—. Lo qué me resulta más extraño es por qué nos dejó ir tan fácil. Creo que tuvo que volver a contestar la llamada.
—En la llamada... —Miré hacia atrás, asegurándome que los niños siguieran concentrados en sus cuadernos y no pudiesen escucharme—. Le dijeron algo sobre un "suicidio".
—Habrá muerto alguien que no quería. Aunque no me sorprendería que en realidad no quisiese a nadie...
—No es eso. Al comienzo reaccionó sorprendida, casi que se desmayaba. Estaba hablando con un hombre... "padre Gustavo", si no recuerdo mal —mencioné con inseguridad—. Luego, le dijeron algo que la trajo de vuelta y la puso feliz.
—Juli —dijo en voz alta, apoyando una de sus manos en mi hombro—. Deja de darle tantas vueltas a eso, no podemos saber de qué se trata y solo te vas a terminar volviendo loca. —Sonreí de manera forzada, sabía que tenía razón, pero no era algo que hiciera por gusto—. Te conozco, sé lo mucho que te enfrascas con ese tipo de cosas, solo déjala pasar esta vez, ¿sí?
—Lo sé... Es qu...
Él levantó la mano para llamar mi atención.
—Nuestro peor enemigo está en la mente, la duda da paso a las malas decisiones.
—Hiciste tu tarea bíblica —comenté sorprendida porque usará de referencia algo que vimos hacía poco. Por lo general, Agustín rechazaba cualquier tema relacionado a Dios, era de algo de lo que no hablábamos.
—Reza cinco Padres Nuestros, dos Ave María y el salmo 51, desde el versículo uno al quince. Con eso serás absuelta de tus transgresiones, joven Julieta —dijo bromeando para cambiar de tema.
—Está bien, cura Agustín. Voy a tratar de no pensar en lo de anoche y disfrutar de que nos salvamos.
—Por cierto. —Se apoyó en el marco de la puerta adoptando una postura más relajada. Se podía escuchar de fondo el sonido de las voces de los niños, quienes habían terminado su tarea y estaban aprovechando el tiempo libre para hablar entre ellos—. ¿Cómo crees qué termino la película?
—¿Eh? —No me esperaba esa pregunta, por lo que tarde un poco en procesarla—. ¿Acaso importa?
—¡Sí! —contestó con firmeza, sin perder su actitud amigable—. Sirve para revelar nuestra manera de ver el mundo. Es una forma de soñar; ¿la pareja termino junta? ¿Lograron escapar y consumar su amor? ¿Fueron asesinados y murieron tristes? Etc, etc...
—No lo sé, no he tenido tiempo para pensar.
—¿Cómo te hubiese gustado qué termine? —insistió—. Que no sepamos el final nos permite soñar con la resolución que más nos agrade.
—Hmmm... supongo... qué felices, creo.
—¿Creo? —Él entornó la mirada y cruzó los brazos.
—¿Vos cómo te imaginas qué termino? —pregunté con curiosidad, tratando de escapar de mi ignorancia.
En ese instante, Agustín se llevó las manos a la cabeza y su rostro cambio de repente: apretó los dientes y se mostró preocupado. Por unos segundos presencié la misma mirada de pánico que puso anoche cuando estábamos en la habitación de la madre Anna y los cerrojos de la puerta se abrían.
—Tenemos un problema —dijo afligido, con la voz temblorosa e ignorando lo que estábamos hablando—. Un grave problema... ¡La bolsa de plástico quedo allá! —Con sus manos estaba a punto de arrancarse los pelos.
Y no lo culpo, me encontraba igual de angustiada. ¿Era eso lo qué me tenía tan preocupada? Quizás a eso se debía mi malestar. ¿Cómo pudimos olvidarnos algo tan importante?
—Hay que ir a buscarla —propuso Agustín con desesperación, dejando de lado cualquier rastro de cordura—. Voy a bajar y me mando de una.
Estuvo a punto de voltearse para correr, pero lo detuve.
—¿Estás loco? —Casi gritó, por lo que me volteé para asegurarme de que todos los niños siguieran en sus lugares—. La madre Anna debería de estar acomodando su cuarto y preparando todo para las clases de las 9:30. En cualquier momento puede venir y tenés que estar en tu salón, con los más pequeños.
Sí, esa era la respuesta más obvia, Agustín también lo sabía. Nos encontrábamos acorralados y con el tiempo en nuestra contra, esa era la razón de que propusiera algo tan arriesgado. Para colmo, mi mente estaba en blanco. No se me ocurría nada, ni una mísera idea.
—Hay que hacer algo para que la madre Anna nos llevé a su oficina —dije lo primero que pude—. Es la única chance que tenemos, mientras nos regaña o insulta, deberíamos de agarrar la bolsa y ocultarla.
—Entiendo. Veré la forma d...
—Déjalo en mis manos —interrumpí, no quería que se metiera en más problemas, siempre era quien me salvaba, ahora era mi turno—. Confía en mí, ¿sí? —supliqué con una frágil sonrisa que se esforzaba por ocultar mis dientes, y una mirada de cachorro, similar a la que él solía hacerme.
—Confió en vos —asintió devolviéndome el mismo gesto que permanecía en mi rostro—. Solo... no hagás nada muy loco. Recordá que la madre Anna está actuando extraño.
—Tú tranquilo, yo nerviosa —Los dos nos despedimos moviendo la mano y volvimos a nuestras clases, intentando actuar despreocupados.
Lo siento por los niños, pero debía apresurar la tarea e íbamos a entrar en modo "a todo gas" para llegar a cumplir con el horario. Al cabo de varios minutos, la madre Anna nos "bendijo" con su presencia. Era la misma e intocable eminencia de siempre. Su buen porte la hacía lucir brillante y poderosa, su cofia blanca ocultaba su cabello cubierto de canas y realzaba su rostro arrugado y malhumorado.
En el instante que entró a mi salón, se adueñó de las miradas de todos y me ordenó sentarme a un costado, entregándome una hoja con mis deberes, mientras seguía con la clase para los más pequeños. Ella explicaba sin una pizca de tacto, debías de prestarle atención y entender lo que decía, de lo contrario te ganabas algún castigo.
Nadie se atrevía a mirarla a los ojos, ninguno era tan tonto, ni tan valiente, como para hacerlo. Sin embargo, me sentía observada por la madre Anna. ¿Ya me descubrió? ¿Qué le sucedía qué me miraba tanto? Sus ojos se clavaban sobre mí, me ponía de los nervios. Trataba de convencerme de que era mi imaginación, sin embargo, sabía de sobra lo horripilante que era el tener a la madre Anna vigilándote, con su enojo a punto de estallar por algún error que cometiste.
El pecho me dolía y no podía concentrarme en mi hoja. Las funciones lineales y cuadráticas me gustaban, solían mantenerme ocupada y con toda mi atención volcada en ellas, pero ahora no solo debía pensar en una forma de entrar a la oficina del primer piso, también tenía que soportar la agobiante mirada de la madre Anna.
Mis manos sudaban y el lápiz de madera se escapaba entre mis dedos, mi pierna no paraba de moverse y mi respiración era larga y profunda. Era como si estuviese encerrada en una claustrofóbica prisión, sin siquiera un poco de aire que me refrescara.
La madre Anna terminó de escribir en la pizarra y salió del salón. Debía ir al curso de Agustín para entregarles su parte de la tarea. Casi al unísono, todos en la habitación soltamos un suspiro. No era la única que se sentía aliviada. Por un momento, con los niños intercambiamos sonrisas divertidas y uno que otro comentario en voz baja para hacer más leve la situación.
Cuando se acercaban las doce del mediodía, la madre Anna finalizó la clase y todos huyeron del salón lo más calmado que podía parecer. Era mi oportunidad de poner en marcha la única idea que se me había ocurrido, por lo que me armé de valor y me dirigí directo a la madre Anna. Cada paso que me acercaba a ella me apretaba el corazón con más fuerza.
El sonido de los niños me abandonó y me dejo sola, a merced del temible guardián del orfanato Manuel Antonio. Mis ojos se enfocaban en sus zapatos blancos, eran mi anclaje para no sucumbir ante la devastadora mirada y gestos adustos de la madre Anna.
Antes de que la presión me devorara, tragué grueso y dije:
—Madre An...
Ella levantó su mano, dejándome en claro que debía guardar silencio. Mantuve la cabeza agachada y apreté los puños a la espera de su desagradable voz.
—Me urge hablar contigo, Julieta —anunció sin previo aviso, dejándome sorprendida—. Ve de inmediato a mi oficina, el tiempo apremia.
¿Nos descubrió? ¿Iba a anunciar su castigo? Nunca tuvimos la oportunidad de escapar. Su tono de voz era de escarmiento, lo que no me dejaba espacio para dudar. Me quedé helada, con los ojos perdidos en el suelo. La madre Anna se retiró del lugar, dejándome con mi miseria. Era los últimos segundos de paz antes de la tormenta, otra forma de torturarnos psicológicamente.
"Confió en vos".
Las palabras de Agustín resonaron en mi cabeza, sirviendo como un bálsamo para mi espíritu herido. Todo el miedo que me paralizaba desapareció por un fugaz momento, dejándome pensar con claridad. Si de verdad la madre Anna nos hubiese descubierto, no esperaría hasta el final de la clase para anunciar nuestro castigo, sería capaz hasta de sacarnos a rastas.
—¡Eso! Todavía hay tiempo —dije en voz alta.
De inmediato, tomé varias tizas del pizarrón y las partí en trozos diminutos, mi plan seguía en marcha. La madre Anna ahora iría a su oficina, debía actuar deprisa. Bajé desde el cuarto piso hasta la planta principal y fui a la cocina a buscar una bolsa de plástico. Parecía que mis pies volaban de lo rápido que se movían.
Guardé la bolsa con las tizas en mi bolsillo y fui a la oficina que se encontraba en el primer piso. Tomé los últimos segundos para respirar y tratar de tranquilizarme antes de llamar a la puerta. Golpeé con sutiliza la madera dura y la voz áspera de la madre Anna me dio su permiso.
Entré ignorando el asqueroso hormigueó que se esparcía por mi cuerpo. La madre Anna se encontraba al final del cuarto, junto a la ventana y las cortinas de algodón. Su mirada se perdía en el cielo brillante y azul, algo ocupaba sus pensamientos. Avancé por la alfombra de lana y me detuve delante del escritorio, escudriñando cada rincón del suelo en búsqueda de mi objetivo.
Justo en un costado, debajo del escritorio, sobresalía la bolsa de plástico que venía a buscar. Mi corazón empezó a martillar contra mi pecho, disparando mis nervios y confundiéndome con lo que debía hacer. ¿Era ahora cuando debía recogerla? ¿Debía esperar? Sí la madre Anna se sentaba en su silla y miraba al suelo lo vería. ¿Tenía que arriesgarme mientras estaba lejos y de espaldas?
—Julieta —dijo la madre Anna, acallando todas las voces de mi cabeza—, pronto cumplirás dieciocho años. —Se giró y empezó a caminar en mi dirección, a paso calmado, disfrutando del poder que la recubría—. ¿Sabés lo que significa? —preguntó tomando asiento detrás del escritorio e invitándome con un gesto a sentarme.
—No, madre Anna —respondí buscando una posición cómoda en el cojín de la silla de quebracho. Si estiraba mis pies podía pisar la bolsa de plástico en el suelo, pero su sonido me dejaría al descubierto.
—¿Cómo ha respondido el Señor a tus plegarias? ¿Cuál es la dirección en la qué quiere que encomiendes tu alma?
No dije nada, mi silencio era una clara respuesta, junto a una mirada apagada y sin esperanza.
—La falta de fe te ensordece ante la voz de nuestro Creador. La incertidumbre que mora en tu alma da lugar al pecado y a una vida descarriada de la senda correcta, hija mía. ¿No has aprendido nada en estos años?
—No es eso, madre Anna. —No debía de culparla, de lo contrario se enojaría— Solo estoy confundida, no sé qué es lo que quiero o puedo hacer.
—Oh, ya veo —exclamó dejando escapar un suspiro—. "Fíate de Jehová de todo tu corazón, y no te apoyes en tu propia prudencia"; proverbios capítulo tres, versículo cinco —Cada vez que citaba un pasaje bíblico lo detestaba aún más. No podía creer que se atreviera a hablar de Dios y sus enseñanzas, siendo una mujer tan repudiable—. Solo necesitas tener fe para por caminar por el mar de dudas y soportar los turbulentos vientos. Si no confías en el Señor Jesús, te caerás al agua y te ahogaras. Jesús le dijo a Pedro antes de salvarlo "Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste? —Mientras más explicaba, más nauseas sentía—. ¿Por qué dudás, Julieta? —Su mirada se enterró en mí, con una amabilidad disfrazada, ansiosa de que me equivocara en alguna palabra a la hora de responder para revelar su verdadera naturaleza violenta.
¿Cómo decirle qué no me esperaba nada fuera de este orfanato? Ni siquiera me podía imaginar lejos de Agustín. ¿Qué podría hacer una huérfana qué nunca fue elegida? Desde pequeña fui abandonada, mis antiguos hermanos y hermanas fueron adoptados. Los adultos me daban miedo, temía que fuesen igual de mentirosos que la madre Anna. ¿Acaso había un lugar para mí?
"Usted me arrebató la poca esperanza que tenía".
Claro, como si pudiese decirlo en voz alta. Solo levanté los hombros en señal de que no sabía qué hacer con mi vida.
—Hmmm —su tono sonaba molestó, la atmosfera se volvió pesada al instante—. Me has decepciones, Julieta, esperaba más de alguien... tan singular. —Su desabrida voz parecía burlarse, por alguna razón se estaba conteniendo—. Podría recomendarte para que estudies y te formés en un instituto de monjas que queda en una ciudad cercana. Tengo mis contactos y de seguro agradecerían que llegué alguien joven. Además, al haberte criado en un orfanato, sabés de sobra las necesidades de los desamparados. Y podrás empatizar con los niños de mejor forma al haber vivido la misma desolación que ellos.
Apreté con fuerza los dietes y mis puños, no me agradaba lo que escuchaba. No quería demostrar que detestaba la idea, de lo contrario la madre Anna haría de todo lo posible para hacerlo realidad. Pero, ¿acaso tenía otra opción?
Ir a un instituto de monjas, recomendado por ella, era lo peor que me podía suceder. Sin duda habría más mujeres igual miserables que la madre Anna. No solo eso, desde un inicio podían dedicarse a hacerme la vida imposible si la madre Anna lo pedía.
—Tenés unos días para meditarlo y dedicarle tus rezos al Señor para que te guie —dijo la madre Anna para romper el silencio—. Hasta entonces, creo que queda claro que no quiero problemas de ningún tipo, ¿entendido?
Asentí. Era lo único que estaba a mi alcancé en ese momento. No esperaba ese tipo de charla, pero sabía que pronto ocurriría. A decir verdad, la estaba esquivando. Era una manera de ocultarme, si evitaba decir en voz alta y escuchar a las propuestas tomando forma, tenía la impresión de que tal vez no fueran a ocurrir. Pero ahora que se habían materializado, ya era una garantía de que iba a suceder.
Sumergida en la angustia de mi futuro, me puse de pie y dejé caer apropósito la bolsa que traje con trozos de tizas. Su sonido alertó a la madre Anna, y antes de que ella hiciera algo, me agaché para recoger lo que se me cayó, al mismo tiempo que agarraba la otra bolsa que dejamos con Agustín.
—¿¡Qué tenés ahí? —gritó la madre Anna poniéndose de pie.
Antes de levantarme, guardé la bolsa vacía en mi bolsillo y le di la que tenía tizas.
—¿Y esto? —preguntó conteniendo su ira, sin siquiera mirarla a la cara sabía que su entrecejo estaría fruncido.
—Son las tizas que ya no servían del salón.
—¡Mientes! —exclamó con molestia y rodeó su escritorio para ponerse a mi lado—. Antes de terminar la clase vi el estado en que se encontraba cada tiza, ¿pensabas qué no me iba a dar cuenta?
Negué con la cabeza y me mordí el labio para aguantar. Ella me sujetó con fuerza de la muñeca y me obligo a levantar la mirada.
—¡Estabas robando! ¡No sé para qué querías las tizas, pero no voy a permitir que hagás este tipo de cosas! Por un momento creía que ibas a ser útil para algo, pero resulta que no aprendés sin importar el castigo. —Su voz taladraba mis oídos y hacía añicos mi espíritu frágil, estaba a punto de romper en llanto.
Se dio la vuelta y buscó embravecida entre las carpetas que se encontraban en su escritorio una regla de madera amarilla de un metro. Cada uno de sus movientes irradiaban un iracundo deseó de castigar.
—¡Levantá tus manos! —gritó cual horripilante demonio, con la regla en alto, lista para utilizarla como arma.
De manera obediente y resignada, hice caso. Cerré los ojos con fuerza y apreté los dientes listos para soportar los contundentes golpes que se venían. Ella no iba a detenerse hasta qué la regla de madera se sintiera como hierro hirviendo.
Sin embargo, no sucedió nada. Poco a poco escuchaba como la respiración de la madre Anna se calmaba, era profunda y larga, buscaba contenerse. Extrañada por lo que sucedía, abrí los ojos temerosa, suplicando por piedad de manera silenciosa.
—No —susurró entre dientes la madre Anna, volviendo a su actitud de monja imperturbable—. Debés estar inmaculada para este fin de semana. ¡Quiero que laves toda la ropa, los manteles y cortinas del almacén privado y los tengas listo para el sábado! —sentenció en un espeluznante rugido, liberando todo el enojo que había logrado contener.
—Sí, madre Anna.
—Lo harás sin ayuda —agregó, hundiéndome su huesudo dedo en mi pecho—. Y ni se te ocurra fallarme, o ya verás. Este sábado tendremos visitas.
¿Visitas? Por lo general se anunciaban con más tiempo.
La madre Anna me sacó a empujones, insultándome en cada toqué que me daba. Una vez sola en el pasillo, no pude controlar mi llanto y las últimas lagrimas se deslizaron por mi mejilla. Una sonrisa forzada adornó mi rostro, se podría considerar una victoria. Lavar todo a mano era un castigo demasiado leve a comparación de lo que pudo haber sido. Al fin tenía una buena noticia.
Pero algo revoloteaba en mi cabeza, enturbiando todos mis pensamientos. Jamás la madre Anna se hubo detenido de un castigo. Hasta tenía la impresión que buscaba razones ridículas para atormentarnos, como si le produjera algún tipo de gozó extraño. Miré mis manos, temblaban, deberían de estar rojas y llenas de moretones, palpitando por el dolor. ¿Por qué? ¿Por qué no podía disfrutar de estos cambios tan repentinos en la madre Anna? Me llenaban de una sensación agridulce, preocupante y peligrosa. Era un terror diferente al que conocía y por eso me desconcertaba.
Mi mundo estaba a punto de cambiar y pronto iba a tener que enfrentarme a unos de mis peores miedos. Al final, nunca me hubiese imaginado que, en realidad, la madre Anna no era tan mala si la comparaba con otras personas.
Que inocente fui...
Fin del capítulo 3
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