Capítulo 2
—Estoy condenado. Lo sé. Mis errores me persiguen, ¿por qué me hiciste diferente? ¿Por qué mi carne es más fuerte qué mi espíritu? ¿Es mi pago por romper el silencio? ¿O es mi castigo por no hacerlo a tiempo? Con la muerte de los escogidos antes de la fecha, temo por ser el siguiente en la lista... Piedad, piedad, por favor... sé que escuchas mis oraciones, otórgame tu absolución.
Capítulo 2
El infierno solía ser descrito como un escenario lleno de fuego y podredumbre. Llamas que consumían todo a su paso e impregnaban cada parte de un insoportable hedor a azufre, y seres demoniacos que te torturarían sin descanso día y noche. Un lugar a donde los pecadores eran condenados como castigo por sus ofensas y por apartarse del camino de Dios.
Pero, ¿por qué fui enviado a este infierno terrenal? Aquí habitaba un lobo disfrazado de pastor. ¿Qué habíamos hecho nosotros para merecer estar aquí? A simple vista, el orfanato parecía un hogar dulce y acogedor, pero detrás de esa fachada éramos torturados por una persona que debería representar la voz de Dios. Ser huérfano fue lo único que hicimos. Algunos, como en mi caso, nunca conocimos a nuestros padres.
¿Por qué mi infierno era tan oscuro y frío? ¿Acaso me lo merecía?
Ahí, a punto de bajar la escalera para llegar al primer piso, no podía evitar pensar en lo que significaba el infierno. No era una buena señal, pero ya era demasiado tarde para retirarme. Mi corazón latía con tanta intensidad que parecía querer salir volando por mi boca. Mis manos temblaban de solo imaginar como iba a sumergirme en las tinieblas y me arriesgaría a sufrir semanas de los más dolorosos castigos si era atrapada.
¿La razón de todo esto? Estaba harta de vivir bajo las exigentes reglas del orfanato. Era prisionera de mi propio "hogar" y si me limitaba a quedarme con la cabeza agachada solo cargaría arrepentimientos.
Transformé todos mis temores en frustración y enojo, usándolos para engañar a mi cuerpo el suficiente tiempo para que pudiera actuar. Mientras mi sangre se calentaba de pensar en todas las injusticias que vivía en el orfanato, di los primeros pasos para bajar por la escalinata. Mis pies fueron recibidos por la alfombra áspera que servía para evitar que la madre Anna o los más pequeños se resbalaran. Seguí adelante con cautela, sin descuidar el peso con el que apoyaba los pies, ¡la madera no debía crujir!
La luz de la luna me abandonó por completo, dejándome en absoluta oscuridad. Sentía frío, pero sudaba y mis manos temblaban. Bajaba con cuidado, sosteniéndome del barandal para alivianar mis pisadas. Cada escalón me acercaba más a mi objetivo. Y a la habitación de la madre Anna.
Ella debía estar durmiendo, con la puerta sin llave, su biblia bajo la almohada y una linterna al lado, lista para acudir a cualquier sonido con su expresión más terrorífica. Parte de su arsenal eran su entrecejo fruncido como un acordeón y ojos negros que parecían drenarte el alma. Pero lo peor era su voz... aquella voz que se raspaba por su garganta. Penetraba en tu mente, sus amenazas te infectaban al igual que una enfermedad mortal, atormentándote día y noche.
Un escalón más. Otra pequeña victoria.
La luz tenue y plateada de la luna volvía para iluminar el pasillo del primer piso. Las siluetas negras de las mesadas y estantes madera me ayudaban a ubicarme. Sin siquiera pensarlo, logré salir de las escaleras y me moví deprisa hacia el lugar contrario al que se encontraba la habitación de la madre Anna. Justo en la otra punta, al final del pasillo, estaba la puerta que necesitaba.
El silencio me mantenía tensa, no paraba de voltearme y asegurarme que ningún foco se prendiera. Casi que podía sentir los ronquidos de la madre Anna saliendo de su habitación, su presencia me hostigaba incluso cuando dormía. Debía estar alerta al más mínimo sonido, si quería tener alguna posibilidad de huir en caso de emergencia.
Sacudí mi cabeza de lado a lado y traté de concentrarme en mi objetivo. Aparté la mirada de la habitación de la madre Anna y me acerqué a la puerta de madera que tenía delante. Saqué mi trozo de plástico con cinta adhesiva e intenté introducirlo para encontrar el cerrojo. Los nervios no paraban de sacudir mi cuerpo y mi espasmódica respiración me preocupaba, apenas y podía evitar que no hiciera ruido.
Los segundos en la oscuridad eran largos y pesados, no llevaba la cuenta del tiempo que me estaba costando abrir. "Vamos, engánchate", me dije a mí misma mientras me mordía el labio inferior y entornaba los ojos por reflejo, intentando ver algo.
Finalmente, logré deslizar con éxito el cerrojo y exhalé aliviada. ¡Lo conseguí! Al instante, entré y cerré la puerta, dejándome caer exhausta sobre la madera. Mi mejilla descansaba sobre la áspera superficie rugosa de la puerta, impregnada de polvo. Ese olor me molestaba, se suponía que debían de limpiar bien y asegurarse de que todo quedase impecable. Más si no queríamos que las cosas que guardábamos en el almacén privado no apestaran a madera vieja y ese raro aroma a encierro.
Aquí se podía entrar una vez a la semana para limpiar, teniendo la supervisión estricta de la madre Anna y su constante revisión. Me sorprendía que hubiese dejado pasar esto, debía ser que algo la tenía distraída.
"La madre Anna ta nerviosa, tené cuidado".
La advertencia de Agustín vino de inmediato, no lo había dicho porque sí. Estaba a punto de voltearme cuando el suelo se iluminó, congelando mi corazón. Mi estómago dio un saltó y creo que por eso no pude gritar, sentía que no tenía aire en el pecho.
Al prestar atención, me di cuenta de que la luz provenía de detrás de mí. Me giré y me encontré con Agustín sentado, de manera tranquila, en un par de cajas que ya había acomodado contra de la pared.
—¿Qué hacés?, apaga eso —susurré, mejor dicho: "susugrité", era una mezcla de susurró y gritó, solo Agustín lograba que quisiera guardar silencio y alzar la voz al mismo tiempo.
—Solo quería verte —respondió sonriendo, poniéndose de cuclillas delante de mí—. No te movías y no lograba distinguir que hacías. —Dejó la vela en el piso y la tapó con ambas manos para tratar de ocultar su brillo—. Sí te llegaba a tocar quizás te asustabas y gritabas.
—Bueno, ya estoy acá, sigamos con lo nuestro. —Seguía frunciendo el ceño y clavándole mi mirada de regaño—. Tenés una mancha de tierra en el cachete —le indiqué perdiendo mi actitud embustera, no podía permanecer enojada con él.
Agustín se limpió con la manga y señaló hacia arriba, a un ducto de ventilación. El almacén no poseía ventanas y para evitar que todo apestara a encierro, habían hecho el ducto. Los estantes estaban llenos de cajas cerradas y en su mayoría etiquetadas con las cosas que tenía. Como se trataba del almacén privado, guardábamos aquí todo lo caro y que solo usábamos para cuando venían las visitas: ropa, sabanas, toallas... cualquier cosa que sirviera para aparentar que estamos mejor de lo que en realidad era. Varias cajas ya habían sido apiladas formando una escalera y la rejilla que impedía el paso ya fue retirada. Agustín tenía guardado en su posesión un destornillar y otras herramientas, cada una lo consiguió soportando un castigo diferente por "perderlas". Según él fueron inversiones que hizo. En parte tenía razón.
—¿Lista? —preguntó él poniéndose de pie y tendiéndome la mano.
Tomé su mano y acepté la ayuda. Me resultaba muy difícil mantener mi actitud de enojo con Agustín, su sonrisa era muy contagiosa y la luz realzaba su mirada dulce. Que llevara el pijama lo hacía ver un poco tierno.
—Vamos... —dije, pero él no se movía y empezó a actuar extraño, por lo general sería el primero en subirse y guiar el camino—. ¿Estás bien?
—Ah, sí, claro. Re bien —contestó esquivando mis ojos, mirando hacia la oscuridad—. Vos adelántate, yo voy detrás.
Entorné los ojos sospechando de él, ahora estaba segura de que ocultaba algo.
—Sí estás asustado podemos parar —comenté en un tono burlón, mojando mis dedos y apagando la vela para dejar todo a oscuras.
—Las damas van primero. —Ignoró mi provocación, no necesitaba verlo para saber que estaba sonriendo. No era miedo lo que le sucedía.
Tampoco era momento para charlar, ni bromear, ni mucho menos perder el tiempo, por lo que levanté los hombros en señal de que no entendía qué le pasaba, aunque claro, él no iba a saber qué hacía ese gesto. Seguí adelante y comencé a escalar por las cajas, guiándome por mis manos y yendo con cuidado. No porque me preocupara caer, ni muchos menos que cedieran las cajas, solo que era incómodo moverse a ciegas. Confió plenamente en Agustín y en la pila que formó.
Entré al apretado conducto y fui invadida por el olor a acero oxidado. El metal era frío y solo llevaba el pijama para calentarme. Antes de continuar, escuché el sonido de una bolsa de plástico viniendo del almacén, Agustín se estaba guardando algo.
—No hagás ruido, pavo —susugrité, no podía girarme, apenas y podía avanzar arrastrándome.
Me sentía como una serpiente. Cada movimiento generaba un suave eco, imperceptible para los que estuvieran fuera del ducto, aquí en medio de estas cuatro paredes todo se escuchaba con mayor claridad. Agustín me seguía el ritmó, solo tardamos unos quince segundos en terminar el recorrido, podríamos hacerlo en menos tiempo, pero preferíamos ir lentos y seguros.
Otra rejilla impedía el paso. Introduje mis dedos por el pequeño espacio que había y quité los dos tornillos que estaban sueltos y listos para ser removidos. Caí con cuidado, con la sutileza de un gato callejero y ayudé a Agustín a bajar. Y, otra vez, escuché el ruido de una bolsa de plástico proviniendo de él.
—¿Qué robaste? —pregunté molesta.
—Sería incapaz de robar algo... —respondió haciéndose el tonto—. Me hiere que me trates de ladrón.
—Hmmm...
Con un encendedor prendió la vela y me sorprendió con una brillante sonrisa, en sus amielados ojos lograba ver que tramaba algo. Antes de que le siguiera haciendo preguntas, empezó a moverse, huyendo de mí.
Estábamos en la oficina privada de la madre Anna, rodeados por varios libreros llenos de conocimiento y antigüedad, los libros eran de todos los colores y tamaños. Algunos con nombres extraños, debían ser de otro idioma, la mayoría repetía una palabra en sus portadas "verum". Siempre tuve curiosidad por lo que significaba, pero sabía que preguntar me metería en problemas.
A un lado estaba un escritorio con varios papeles y agendas encima, todo muy bien marcado con papeles de colores, la madre Anna era alguien muy organizada y adicta a cumplir con los horarios establecidos. "La puntualidad es una virtud", era lo que siempre repetía. El teléfono personal de ella también se encontraba aquí, a diferencia del que había en los diferentes pisos, este era de una línea privada.
Al final del cuarto había una ventana, eran una de las pocas que no tenía rejas. Sus cortinas marrones de algodón me recordaban a las primeras veces que entré a este lugar, con la vista clavada en las calles y manteniendo la esperanza de que alguien viniera a rescatarme. Ahora, solo les di un rápido vistazo y una amarga sonrisa pasó por mis labios.
El suelo de madera era adornado con una alfombra de lana de un estilo sencillo, sin ninguna decoración, pisarla descalzo daba cierta comezón. Todos los muebles eran viejos, creía que eran los mismos con los que abrieron el orfanato, tenía entendido que la madera de quebracho era de las mejores del país, y se producían mayormente aquí, en una parte de Santiago Del Estero. ¿Qué empresa no querría apoyar a un orfanato cuando recién abría para quedar bien con el mundo...? Era publicidad de la buena. Creo que por eso se decía que las mejores épocas del orfanato ya pasaron, ahora eran pocos los que nos donaban cosas útiles.
El aroma dulce a sahumerio todavía se esparcía por el lugar, por un momento me desconecté de todo y disfruté de esa fragancia, pero luego recordé que era la misma que tenía la habitación de la madre Anna y me dio escalofrío de tan solo pensar en ella.
La única forma de entrar aquí era por el ducto, o teniendo la llave principal. La puerta de esta habitación contaba con dos cerrojos y uno era muy diferente al resto, nuestro truco con los trozos de plástico no funcionaba ahí.
Agustín se movió hasta uno de los libreros y sacó la llave escondida en uno de los libros falsos que había oculto, justo en una de las esquinas de arriba. De verdad que este chico no podía quedarse quieto, dio con ese secreto en una de sus tantas escapadas nocturnas. Cuando llegó aquí por primera vez, revisó cada rincón y grieta, en búsqueda de cualquier cosa que pudiera usar contra la madre Anna.
Cada uno de sus movimientos iba acompañado del sonido de la bolsa de plástico, al principio fue gracioso, hasta un poco intrigante, pero ahora me molestaba, nos ponía en riesgo.
—¿Qué estás escondiendo? —pregunté acercándome a él y tomándolo del hombro para que se quedara quieto—. Nos van a atrapar por culpa de ese sonido...
—Tú tranquila, yo nervioso —dijo acercándose al escritorio con la llave.
Abrió uno de los cajones de abajo y sacó una pequeña televisión cuadrada y con dos largas antenas. La puso arriba para contemplarla, mientras sonreía como niño con regalo de navidad. Sus cejas se movían de arriba abajo, invitándome a disfrutar de un pecado culposo.
—Y bien... ¿qué vamos a ver hoy? —preguntó moviendo las perillas que tenía a un costado para sintonizar algún programa. Al comienzo todo era estática, pero con algunos movimientos extraños y cambiando la posición de las antenas, la imagen apareció—. Cada vez me cuesta menos hacerlo, aprendo al toque, ¿no? —agregó orgulloso, sin apartar sus ojos de la tele.
Solo me mantenía a su lado, puse los ojos en blanco por sus comentarios, lo mejor era no alabarlo, de lo contrario se le subiría a la cabeza. Además, estaba disfrutando del momento, verlo tan entusiasmado y alegré me hacía sentir... satisfecha. Todo el riesgo valía la pena por compartir un momento así a su lado.
Distraída con mis pensamientos, no me había dado cuenta de que Agustín ya hubo escogido una película. Parecía de vaqueros, no se escuchaba casi nada, debíamos estar pegados para tratar de descifrar lo que decían. Varias líneas raras se atravesaban por la imagen y titilaban de manera molesta, pero era parte del encanto de ver televisión, o eso creíamos.
Agustín sacó entre su ropa la condenada bolsa de plástico que traía escondida y la abrió delante de mí.
—Tomá, regalo adelantado de cumpleaños —dijo con una gran sonrisa, iluminada por la televisión y la luz tenue de la vela. Podía palpar el cariño y calidez que desprendía.
Un trozo de bizcochuelo se encontraba entre sus manos, estaba algo apretado y destrozado por nuestra aventura nocturna, de seguro fue difícil mantenerlo con vida tanto tiempo. No tenía palabras, de verdad que no me esperaba algo así.
—Si no lo querés me lo voy a morfar, eh... —agregó.
—G-gracias... —Mis manos se tocaron con las de él por un escaso segundo, lo que me hizo sonreír aún más.
No recordaba la ultima vez que comí bizcochuelo, el único postre que hacíamos era gelatina o budín de pan. Agustín no me quitaba los ojos de encima, estaba expectante a que lo probara. Sin más, le di un bocado.
—¿Y bien? —preguntó con los ojos bien abierto.
—Delicioso... —respondí y lo abracé con fuerzas.
El postre estaba bastante seco, la parte de arriba y abajo se le habían endurecido y no tenían sabor, de seguro fue por hacerlo con el horno demasiado fuerte para terminar rápido y que no lo atraparan. La parte del medio era esponjosa, un poco cruda. Sin embargo, era el bizcochuelo más delicioso que comí. O eso sentía en ese momento. Creía que debía ser de vainilla...
En medio de la oscuridad, en el peor lugar del orfanato, comiendo un bizcochuelo seco y con el miedo de que la madre Anna nos atrapara, agradecí por tener a alguien tan especial en mi vida. Sin él no estaría aquí, seguro ya me encontraría durmiendo, sin el peligro de un castigo. Pero gracias a Agustín mi vida tenía color. Quizás no sabor, o en este momento no era una buena forma de decirlo, pero si valía la pena seguir adelante. Sin importar que me encontrara en el peor lugar, entre sus brazos me sentía elegida y amada. Todo era mejor con su compañía.
—¿Me vas a dar un poco? —preguntó sin soltarme.
—No, es mío —respondí sin dejar de masticar.
Él me arrojó la bolsa de plástico para molestarme. Luego de reírnos un poco, apagamos la vela y nos quedamos bajo la luz del televisor, viendo un mundo más allá del que acostumbrábamos. Por poco tiempo nos olvidábamos de que vivíamos en un orfanato y que era todo lo que conocíamos. Vimos vaqueros, vestimentas extrañas, sombreros y pistolas; indios con arcos y flechas, persiguiendo a los invasores. Incluso hubo un peligroso romance entre la hija del líder de la tribu y uno de los vaqueros que actuaba como un héroe.
Fue un momento de paz donde nuestras contenidas risas hacían sus fugaces apariciones. Nuestros ojos se desviaban por momentos de la televisión para cerciorarse que él otro lo estuviera disfrutando. Mi corazón palpitaba con fuerza, pero ya no era por temor. Tampoco sentía frío. Era extraño. De verdad parecíamos felices.
No sabía qué hora era, pero la película ya estaba por terminar, se encontraba en su clímax. El vaquero protagonista y la hija del jefe indio, estaban acorralados en una cueva. Ya no tenían a donde huir y debían luchar hasta el final por mantener firme su peligroso romance. Los indios y vaqueros les daban caza para evitar que siguieran con su amor.
El sonido del teléfono en el escritorio destruyó nuestro momento de paz. Fue estruendoso, casi como si gritara que había intrusos y llamara con esmero a la madre Anna para que nos castigara. Su agudo chillido se abría paso por todo el primer piso, sembrando terror en cada vibración que podía sentir. Con Agustín nos miramos, con los ojos a punto de saltar de nuestro rostro y la boca bien abierta, el mundo parecía paralizado en esas milésimas de segundos.
Rápido nos levantamos dando tumbos, él me ayudó a subir al ducto y luego fue a limpiar toda la evidencia que habíamos dejado. Estoy segura que mi cara se vería igual de aterrada que la de él, apenas y podía vislumbrar algo con la luz del televisor, pero no me quedaba dudas del pánico que estaba sintiendo Agustín.
Escuché con claridad la puerta de la habitación de la madre Anna abrirse, y apreté con todas mis fuerzas mis puños. Agustín apagó el televisor y lo guardo con llave a donde estaba. En medio de las tinieblas, con una precisión sobrenatural, logró esconder la llave en el libro que estaba y dejarlo en el lugar que le correspondía.
Las pisadas de la madre Anna venía con el lamento de la madera, cada crujido era una espantosa advertencia de que ella se acercaba. Mis pulmones se comprimían con fuerza, rogaba en mi mente que Agustín lograra salir a tiempo. Solo veía su sombra luchando en la oscuridad, con movimientos agiles y silenciosos.
La llave entró en el primer cerrojo, incluso ese asqueroso sonido era más horroroso que el del incesante teléfono. Agustín vino hasta a mí y lo recibí estirando mi mano para que subiera.
La llave entró en el segundo cerrojo.
Por un momento me arrepentí de haber entrado aquí. Podría haber dicho que no. Podría haber detenido a Agustín. Podría haber pensado en nuestro bienestar. Pero no, quería soñar con una vida más allá del maldito orfanato...
Agustín me dio la rejilla para tapar el ducto y subió agarrándose de mi mano. Luego se deslizó por mi lado de una forma que solo el pánico y la desesperación podían hacer posible, como si se tratara de un animal sin huesos y pudiera moldearse a voluntad para entrar a espacios estrechos.
La puerta se abrió casi al mismo tiempo que apoyé la rejilla en el ducto y la madre Anna fue corriendo a atender el teléfono. No podía soltar la rejilla, de lo contrario caería. Aprovechando que la madre Anna estaba de espaldas, con toda la atención en el detestable teléfono, introduje mis dedos por los huecos y fui calzando los dos tornillos.
La madre Anna prendió su lampara y atendió la llamada. Con la luz encendida pude verla: vestía su pijama gris y tenía todo el pelo desarreglado, cayendo hasta sus hombros.
—¿¡Padre Gustavo!? ¡Qué acabas de decir!? —gritó llevándose la mano a la boca y desplomándose sobre su asiento. Su mirada se estrelló contra el piso y por primera vez la vi como una anciana vulnerable y frágil. Fue extraño, quedé hipnotizada con aquella imagen.
Iba aprovechar el desconcierto de ella para empezar a retroceder y huir de ahí, pero no podía dejar de verla. Sin importar que supiera que debía salir deprisa, sentía que algo me forzaba a seguir escuchando. ¿Curiosidad? ¿Estupidez? Ambas. Pero ¿cuándo tendría otra oportunidad de presenciar a la madre Anna sin su habitual careta?
—¿Cómo qué se suicidaron? —su mandíbula temblaba y se llevó la mano a la boca.
"¿Suicidio?", me sorprendí por escuchar esa palabra. ¿Quién habrá muerto para causarle esa reacción a la madre Anna? La imperturbable mujer que siempre mantiene la misma cara de odio en casi todo momento, desde que se levantaba, hasta que se iba a dormir, las veinticuatro horas de los siete días de la semana, de los doce meses del año. Solo fingía sonreír cuando llegaban visitas, era solo una careta, sus ojos oscuros y malévolos jamás reflejaron un atisbo de alegría. Lo sé, porque siempre que llegaba gente nos permitía mirarla, y no podía dejar de hacerlo y preguntar "¿cómo podía mentir de esa forma una monja?".
—Sí, padre Gustavo, lo entiendo, lo entiendo... —dijo recargando los codos sobre el escritorio—. ¿Cómo desea proseguir, padre? —Ella se levantó de golpe como si hubiese vuelto a la vida—. Aja... aja... —asentía con ánimo, la lampara a su lado realzaba sus expresiones y las sombras maquillaban de manera macabra su cara—. ¡Sí! ¡Es tal como dices! Tenemos el tiempo suficiente para remplazarlos... —Para mí desgracia, por primera vez en mi vida la vi sonreír de verdad.
La forma en que sus labios levantaban sus arrugas y sus ojos acompañaban aquella mueca era horripilante. En el centro de mi espalda me sacudió un escalofrió como nunca antes había experimentado, parecía corriente eléctrica que iba a cada parte de mi cuerpo, hasta enterrarse en lo más profundo de mis huesos. Los peores miedos eran aquellos hacía lo que uno no conocía, ni podía entender. Sabía de sobra de lo que era capaz una madre Anna amargada y llena de odio, pero no podía imaginar de lo que sería capaz de dibujar una sonrisa en aquel demonio.
Los ojos de la madre Anna se alzaron al techo, como si estuviese agradeciendo alguna especia de mensaje divino que le acababa de llevar. Y, justo en ese momento, miró hacia el ducto.
Parecía... que me estaba mirando.
Mi sangre se congeló y sentí como si a mis pulmones le arrebataran todo el aire. No debería de poder verme, estaba oscuro y era una anciana con algunas cataratas, ¿verdad? O eso quería creer, mejor dicho, rogaba porque fuese así.
Lentamente empecé a retroceder, cada uno de mis músculos estaba duro y frío, similar a cuando recién te despertabas en una madrugada en pleno invierno. La madre Anna no se movía y entornaba los ojos en mi dirección. Ella empezó a acercarse, al mismo tiempo que yo huía y dejaba que las sombras me devoraran.
—Espere un segundo, padre Gustavo. —Fue lo último que escuché de ella.
Salí del lado del almacén y las cálidas manos de Agustín recibieron mi descenso. Él ya había acomodado todas las cajas y la puerta de salida estaba entre abierta.
—¿¡Por qué demoraste!? —susugritó con enfado, no podía verlo, pero su tono era bastante claro.
No respondí, mi garganta estaba seca y me temblaba los labios. Él me tomó de la mano y me guio hasta salida. Cerró la puerta con delicadeza y recorrimos el pasillo agazapados lo más deprisa que podíamos, evitando todo lugar en donde la madera crujiera. Justo cuando subimos los primeros escalones, la madre Anna salió de su habitación. El chirrido de la puerta fue agudo y cruel, toda mi piel se erizo al instante. La luz de su linterna ilumino todo el pasillo, dejando a la vista cualquier detalle, y con ello cualquier desdichado que se cruzase en su camino.
Si Agustín fuese a gritar, sería por lo fuerte que le apretaba la mano. Todos mis miedos se comprimían en aquel acto desesperado. Cada escalón que subíamos, se igualaba con cada paso de la madre Anna acercándose a nosotros.
Era una carrera perdida. Lo sabía. Era cuestión de tiempo para que llegué a la escalera y nos encontrara. Arrodillarse en maíz por horas iba a ser demasiado leve; Sostener los libros pesados con los brazos tendidos sería lo más cercano a un premio que nos podía dar, quedaba descartado. ¿Comer el alimento rancio? No, tampoco. Podrían ser los golpes con tablas envueltas en toallas para no dejar marcas, pero faltaría algo más. Solo un castigo se me venia a la mente y que era perfecto: la asfixiante bolsa de plástico.
Estaba a punto de romper en llanto, ya no podía más con los nervios, cuando milagrosamente la luz se detuvo y la madre Anna metió su llave en el almacén privado. Aquellos escasos segundos nos dieron la ventaja suficiente para subir la escalera. Ella entró al almacén; nosotros nos separamos en el pasillo del segundo piso, y cada uno fue a su cuarto. Ella debería de estar dándole un vistazo rápido para cerciorarse que todo estuviera bien; nosotros sacábamos nuestro trozo de plástico para abrir la puerta de nuestro cuarto.
Pero no conseguía hacerlo...
Mis manos se sacudían de lado a lado y la desesperación me volvía inútil y torpe. El plástico se me cayó y cuando lo levanté la cinta había quedado despegada. Desesperada miré hacia Agustín y con la luz tenue de la luna entrando por la ventana pude ver como su silueta entraba a la habitación. Quedé sola en medio de la oscuridad.
Escuché a la puerta del almacén cerrándose y di un sobresalto.
Busqué entre mis bolsillos otra porción de cinta y se la pegué al plástico cómo podía, había quedado chueca y demasiado corta, pero no tenía tiempo para corregirlo.
Los pasos de la madre Anna se acercaban y su linterna alumbró toda la primera parte de la escalera. Esa maldita luz, era la famosa "luz al final del túnel". La que decían que veías cuando morías. Si me alcanzaba, quizás de verdad iba a ser lo último que mirase.
Luchaba contra el cerrojo, mientras rogaba en mi interior por más tiempo y que mi cuerpo dejara de temblar. Cada pisada que escuchaba subir en el escalón era como un frío clavo para cerrar el ataúd en el que sería enterrada. La luz se acercaba y mi miedo empeoraba a cada segundo.
Cuando todo parecía perdido, lo logré; el cerrojo se jaló hacia atrás y casi volvió a meterse por completo, pero parecía que a veces la suerte si me sonreía y no llegó a perderse en el interior de la puerta.
Entré y cerré la puerta, para luego irme corriendo a mi cama, dejando la sutileza de lado. Algunas niñas se despertaron por mi culpa y alzaron la mitad del cuerpo para tratar de ver lo que pasaba. Me hundí en mis sábanas, tapándome hasta el cuello en un mísero intento de sentirme más protegida.
Escuché como la llave entraba en la puerta y la madre Anna la giraba para cerciorarse de que estuviera cerrado. Luego, el espantoso chirrido de la puerta anunciaba la entrada de ella al cuarto. Tenía que actuar como el resto de niñas, por lo que me levanté mientras me refregaba los ojos y ponía cada fibra de mi cuerpo a esforzarse por ocultar mi agitada respiración.
Solo podía ver la luz intensa que provenía de la linterna, era la luz al final del túnel que se acercaba hacia mí. Sin hacer preguntas, sin decir una palabra, la madre Anna venía en mi dirección. Tenía en claro lo que había venido a buscar.
Recé, una y otra vez, pidiendo perdón por mis estupideces y que me dieran otra oportunidad. No recuerdo la ultima vez que lo había hecho de manera sincera, pero fue instintivo, como si se trataran de mis ultimas palabras...
"Padre nuestro que estas en los cielos, santificado sea tu nombre..."
"¿Vas a escucharme está vez?"
Fin del capítulo 2
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