Capítulo 1


La historia nos enseña que los justos son los que deben pagar las trasgresiones de los pecadores, ¿debería regocijarme por el sufrimiento de los inocentes? ¿No se supone que son los pecadores los qué merecen sufrir? Perdona esta oveja descarriada, mi mente es confusa y no consigo acallar mis dudas. Perdóname por dudar de ti. Es tan solo que... ya no puedo soportarlo más. Concédeme tu ayuda y fortalece mi espíritu, que sus muertes ya no me afecten.

Capítulo 1

Desde que tengo memoria, he vivido en el orfanato Manuel Antonio, ubicado en la provincia y ciudad de Santiago del Estero, Argentina. No tengo apellido, solo soy Julieta. Cuando era niña, veía esto como una oportunidad, un espacio en blanco para que alguien me adoptara y pusiese su apellido al lado de mi nombre para darle el punto final a mi identidad. Con el tiempo, dejé de sentir esa necesidad, ya no era necesario; solo era Julieta. Hasta dejé de imaginar y soñar con apellidos que combinaran bien conmigo.

El orfanato llevaba el nombre del cura que luchó para su fundación, él era descrito como un hombre amable y bondadoso, al igual que todos los sacerdotes de los que solo se mencionaba su lado bueno. Con más de dos siglos de historia, el orfanato era muy conocido, aunque siempre solían mencionar que sus mejores épocas terminaron. Ahora, en pleno 1991, los diferentes apoyos financieros con los que contábamos se redujieron, o como decía la madre Anna: "Estamos secos". Más de una vez la oía quejarse por el actual presidente Menem, lo que me resultaba muy gracioso. Nunca voté, y tampoco tenía edad para hacerlo, pero sin duda lo haría por alguien que le trajera problemas a la madre Anna.

El orfanato Manuel Antonio era un edificio viejito, viejito, pero que se mantenía firme a pesar de todo. Ocupaba casi toda una cuadra, lo que nos otorgaba un patio delantero y trasero bastante amplio donde poder pasar los escasos recesos con los que contábamos durante el día. Las paredes del edificio eran de un amarillo girasol, lo que permitía ocultar ciertas manchas y que no se ensuciase demasiado. Tenía entendido que la última vez que lo pintaron fue veinte años atrás.

El terreno estaba cercado por una malla de acero y algunos pilares de ladrillos, lo que nos permitía ver al exterior. En mis diecisiete años —casi dieciocho—, jamás conocí otra parte de la ciudad. El orfanato era el único edificio alto en la zona, era un gigante de cuatro pisos que destacaba con facilidad gracias a que estamos rodeados por unas cuantas tiendas y casas más pequeñas. Estábamos bastante apartados del centro de la ciudad, desde la terraza se podía observar la ruta a varios kilómetros de distancia. No teníamos contacto con otras personas, era como si estuvieramos aislados y nos evitaran. 

La entrada del orfanato estaba decorada con un cartel de madera que mostraba su nombre, junto a un imponente portón negro por donde los vehículos podían entrar. Los visitantes eran guiados por un camino de adoquines grises hasta la puerta principal, bajo un par de árboles de chañar que brindaban una sombra refrescante. La copa densa de los árboles cambiaba de color según la estación, regalando diferentes bienvenidas: en primavera se pintaba de amarillo y se mezclaba con las paredes del orfanato, en verano mantenía un vivaz color verde, y otoño e invierno, pareciera que, al igual que a mí, no le gustaba el frío y se vestía de tristeza con tonos apagados y amarronados.

Éramos cuarenta "bendiciones" en el orfanato, como solía llamar la madre Anna cuando había visitas y actuaba con amabilidad. La mayoria eran menores de trece años, a excepción por dos corderitos abandonados y con mala suerte: mi mejor amigo y fiel compañero Agustín, y yo.

Comprendía que llamarnos "abandonados y con mala suerte" resultaba redundante, ya que éramos huérfanos al igual que todos, pero nuestro caso tenía cierta particularidad, en el orfanato Manuel Antonio ningún niño llegaba hasta los quince años sin ser adoptado. Era casi como una "rito" especial. Cuando uno se acercaba a esa edad, lo despedíamos con anticipación y celebrábamos pequeñas fiestas en su honor antes de que partiera. Incluso recuerdo que tuve mi propia fiesta, fue bastante extraño que nadie viniera por mí. Por eso, con Agustín nos ganamos el apodo de "los abandonados". Realmente curioso, ¿no? Y tal vez sonara egoísta, pero me alegré y me alegró cada día en que no se llevaban a Agustín, él era la única persona que realmente consideraba mi familia. Imaginar mi vida sin Agustín... sería como visualizar los árboles de chañar en invierno: triste y sin color.

Yo era la única niña con el cabello rizado, quizás ese estilo no estaba de moda en la ciudad de Santiago Del Estero y por eso no me elegían. Tenía uno que otro diente chueco, por lo que evitaba sonreír abiertamente cuando llegaban visitas. La mayoría de las parejas, por no decir todas, que venían a adoptar, tenían la piel blanca, tal vez esa era otra de las razones por la que no se fijaban en mí. Según Agustín, era como una tostada que se pasó por algunos segundos, aún me veía bien.

Creo que al final nunca lo sabré. A veces era mejor no pensarlo, aunque resultaba difícil. Por suerte, mi vida era demasiada atareada y podía distraerme con ello. Cada día en el orfanato era guiado por un detallado y extenso cronograma. Todos trabajamos para mantenerlo limpio y en funcionamiento, rotando entre las diferentes actividades a lo largo de la semana: los lunes eran mis días de lavandería; los martes, la cocina; los miércoles, encargada de limpieza; los jueves, jardinería; los viernes, debía realizar el inventario y organizar los almacenes; Los sábados, ayudaba a la madre Anna con lo que necesitaba y domingo me encargaba de controlar que todos los niños hubieran cumplido con su trabajo durante la semana.

Arrancábamos cada día a las 7 am, salvó por los domingos, en los que podíamos quedarnos en cama hasta las 8:30 am. Esa hora y media de más me dio la fuerza necesaria para seguir adelante en invierno, los domingos se volvían mis días preferidos.

—Aquí tienes, Orejón —dije mientras le servía su porción de pastel de papa a uno de los niños.

El irrecistible aroma a papa y carne al horno era delicioso, por momentos tenía ganas de darle un mordisco. El vapor que se elevaba de la fuente resultaba tentador, era una sabrosa e insistente invitación para comerlo.

—¿Tiene aceituna? —preguntó el pequeño de cabeza pequeña y orejas grandes, sus ojos castaños ansiaban encontrarse con aquel verde y jugoso tesoro.

—¡Claro! Todavía nos podemos dar ese lujo, hay que aprovechar —respondí levantando en alto la espátula con una sonrisa.

Orejón empezó a celebrar, demasiado para algo tan simple, pero su entusiasmo se compartió en la fila que hacían para esperar la comida. Era lo que tenía la vida en el orfanato, cada pequeño detalle se valoraba y mejoraba el ánimo. Estar acostumbrado a lo poco nos enseñó a buscar cualquier excusa para sonreír.

El salón donde comíamos era el lugar más grande del orfanato y estaba en la planta baja, detrás de la sala de bienvenida. Aún conservaba ciertos detalles antiguos como los candelabros de hierro, que más de una vez los imaginé cayendo encima de nosotros, y unos mesones de madera un poco descoloridos por los años. Su color turquesa parecía enfermo, con varios lunares blancos donde había perdido la pintura, era como si tuviese varicela. Claro que, cuando recibíamos visitas, usábamos los manteles delicados y suaves, con símbolos florales, junto a las cortinas costosas que se guardaban bajo llave en el almacén.

Los ventanales eran enormes y se distribuían por todas partes para permitir que la luz del sol entrara por las tardes, mientras que por las noches se podía apreciar la luna y las estrellas, si el bullicio te dejaba. Siempre y cuando no estuviese presente la madre Anna, todo era un caos de risas y comentarios de todo tipo. 

Los que estamos encargados de la cocina eramos los últimos en comer, una vez que cada uno tenía su plato. A decir verdad, no me molestaba, prefería estar aquí, ya no encajaba con los pequeños de trece años. Todos los que estaban cuando ingresé ya partieron, incluso varios que llegaron después de mí fueron elegidos primero. No quería encariñarme con gente nueva para que luego tuviera que despedirlos, por eso mantenía mi distancia.

Mi mirada se perdía en todos los niños que disfrutaban de su comida y de esa efímera sensacion de hermandad. Era dulce y tierno. Sin darme cuenta, dejé de sonreir.

—Ánimo, Juli, no cocinás tan mal —dijo Agustín parándose delante con el plato a la altura del pecho y su sonrisa contagiosa—. Como soy tu favorito vas a darme doble porción, ¿verdad? —agregó, señalando un trozo que era más grande que los otros. Él parecía un cachorrito utilizando su mirada tierna para conquistarte.

Y lo lograba. Sus ojos de color miel siempre me animaban, eran mi debilidad y mi consuelo. Me resultaba gracioso que siempre tuviese alguna mancha en la cara, sin importar la actividad que realizara, se ensuciaba con algo. Ya era mi costumbre señalarle ese detalle para que se limpiara. No tendría problemas con su suciedad mientras no tapasen sus hoyuelos traviesos que se formaban al sonreír.

Agustín tenía dos grandes enemigos: el peine y la paciencia. Era imposible que llevase el cabello arreglado, sin ese hopo rebelde que se le formaba en la frente. Y, en cuanto a la paciencia, nunca se podía quedar quieto. Siempre debía estar haciendo algo para descargar toda la energía que portaba. Si nos habremos metido en problemas por su culpa, pero también gracias ello nos divertimos juntos.

—Esta semana no creo que te funcione —respondí entornando los ojos y posando la espátula sobre un trozo pequeño de pastel de papa.

—Oh... vamos, Juli. —Empezó a parpadear e inclinó la cabeza—. Prometo darte otra porción cuando me toque cocinar.

—Siempre decís eso y me terminás usando para que te la guarde y la comas—refuté sin cambiar mi actitud embustera.

—Pero eso es porque vos no te lo acabás, no porque te lo quite. —Sonrió victorioso, sabiendo que no podía recriminarle aquello—. Ya sabés lo que tenés que hacer... —agregó, acercando el plato para que lo sirviera.

—Bueno, bueno... —Ya tenía pensado darle esa porción, la había separado para él, pero era más divertido de esta forma.

Él festejó, tratando de que los demás no se dieran cuenta, aunque dudaba que alguien lo estuviera mirando, ya no había fila y todos los niños estaban en sus mesas, concentrados en sus platos. Él, muy astuto y atorrante, vino al último para evitar que lo acusaran por tomar ventaja.

Agustín me agradeció, pero antes de irse su expresión se volvió seria. Dio un vistazo rápido alrededor para cerciorarse que no hubiese nadie escuchando y dijo:

—Ten cuidado esta noche. —Su tono estaba cargado de preocupación y su mirada era demasiado firme.

—¿Estás seguro? —susurré, sin cambiar mi postura para disimular que todo estaba bien.

—Solo tené cuidado, la madre Anna ta nerviosa últimamente —agregó mostrando temor en sus ojos—. Ayer la escuché discutir por teléfono con alguien, incl...

La puerta principal se abrió, atrayendo las miradas de todos con su chirrido agonizante. La madre Anna acalló todo el ruido con su presencia. Todos los niños se transformaron en lo que parecían robots, con movimientos mecánicos y ordenados. Sus ojos no se apartaban de la mesa y mantenían la cabeza agachada. Hasta evitaban hacer ruido con sus cubiertos al momento de recoger la comida. Las miradas brillantes y el estruendoso ánimo había sido ofuscado por la fría presencia de la madre Anna.

Ella caminaba con elegancia y un buen porte, desprendiendo autoridad en cada paso. Todo su cuerpo estaba cubierto por la túnica gris que siempre llevaba, incluso su pijama era parecido, jamás la había visto con algo diferente, ni podía imaginármela con otra ropa. Su cofia blanca llegaba hasta sus hombros, ocultando su cabello. En su cuello lucia el mismo rosario de madera hacía años, era como una extensión más de su propio cuerpo. Estaba segurísima que ese rosario tenía más edad que todos los presentes juntos.

El rostro de la madre Anna era mancillado por algunas arrugas y verrugas, tenía setenta y cuatro años, pero lejos de traerle alguna dificultad, era un recordatorio de su vasta experiencia. Sus ojos negros irradiaban una sensación de peligro que te carcomía los huesos si llegabas a ser objetivo de su mirada. Estaba terminantemente prohibido hablarle si no era para algo importante, y mucho menos mirarla a los ojos.

Su voz carrasposa era capaz de erizarte la piel y hacer temblar tu corazón, incluso se rumoreaba que podía matarte solo con gritos e insultos. Provocar su ira significaba una tortura lenta y dolorosa durante semanas. No solo te obligaría a arrodillarte en granos de maíz por horas, o a sostener libros pesados con los brazos extendidos, también podía sacarte en medio de la noche durante invierno para mojarte en la terraza y que aguantaras hasta que saliera el sol. Agustín enfermó de fiebre por varios días luego de esa experiencia, pensé que de verdad se moría. 

—Luego hablamos... —dijo Agustín, buscando refugio entre los demás niños y tomando su lugar para comer en silencio.

Mis ojos se centraban en el pastel de papa, mientras escuchaba los pasos de la madre Anna marchando por la sala, inspeccionando que todo estuviese bien. Tenía curiosidad con lo que acababa de decir Agustín, ¿de verdad se la veía nerviosa? ¿Quién fue el desafortunado qué la hizo enojar? El último recuerdo que tenía de alguien que discutió con ella era de la hermana Sofía. Pocos días después, se fue y nunca volvimos a saber de ella. Era una mujer joven y agradable, algo que pareciera no ser permitido aquí. Antes de su partida, se veía demasiado triste, jamás olvidaré la mirada de angustia con la que se despidió una noche. Era como si supiera que algo malo le iba a pasar.

Conocí pocos adultos en mi vida: uno de ellos era la madre Anna. Otro fue la hermana Sofía, junto a tres monjas más que estuvieron acompañándonos por poco tiempo. Y, por último, algunos adultos que venían para adoptar a alguien. Llegaban en parejas, muy risueños y agradables. Amables y educados, bien vestidos y perfumados. Desprendían entusiasmo en cada palabra y gesto, conquistando los sueños y expectativas de los huérfanos. Sin embargo, siempre actuaban de la misma forma que la madre Anna. Y sabía de primera mano que eso solo era una vil cuartada.

Desde que noté ese detalle, nunca volví a ver a las familias del mismo modo. Mi mayor miedo era que todos los adultos fuesen iguales, fingiendo amabilidad y dulzura, para luego mostrar su verdadera naturaleza cuando estuvieras a solos con ellos.

La hermana Sofía era un caso extraño. Ella nos trataba mal delante de la madre Anna, pero a escondidas era amable y compasiva. Miraba para otro lado y evitaba delatarnos de ser posible. ¿Por qué fingía? ¿También le temía a la madre Anna? Pero ella también era una adulta, ¿cuál era la necesidad de vivir aquella mentira?

El pastel de papa se enfrió mientras me perdía en mis pensamientos. Recordar a la hermana Sofía me confundía demasiado. Había tantas preguntas sin respuesta que mi mente solo las ocultaba bajo la alfombra, encubriéndola con todas las actividades que realizaba durante el día. Pero cuando todo se calmaba y quedaba sola, regresaban a mí para torturarme. Hacía mucho que no lograba irme a dormir con una sonrisa, sintiendo que fue un buen día.

—¿Sucede algo, Julieta? —preguntó la madre Anna parándose delante mío, con su mirada fría puesta sobre mí.

No me atrevía a levantar la cabeza, mis ojos se mantenían firmes en su túnica gris.

—N-no, madre Anna, todo está bien —respondí nerviosa, ignorando los fuertes golpeteos de mi corazón—. Solo estoy algo cansada —agregué con una sonrisa forzada.

—No divagués mientras atendés tus quehaceres —dijo con molestia. Podía ver sus dedos delgados y huesudos entrelazados y apoyados contra su abdomen, con venas prominentes y violáceas en el dorso de su mano—. Debés consagrar toda tu atención a las diligencias que llevás acabo para cumplirlas con excelencia. Descuidarlas sería una afrenta a tus hermanos y hermanas.

—Sí, madre Anna, lo siento —asentí cabizbaja, contando los segundos para que se fuera.

Ella se quedó parada en silencio, asfixiándome con su presencia. Sentía como se me helaba la sangre de tan solo imaginar sus ojos oscuros sobre mí. Tragué grueso y me esforcé por controlar mi respiración, debía actuar con normalidad, no había hecho nada malo.

Los segundos pasaban, pero no se iba, algo estaba sucediendo. Por un instante, consideré en alzar la mirada, pero me contuve, sabía que con eso provocaría su ira. No éramos de su agrado, Agustín y yo habíamos causados demasiados problemas y soportamos innumerables castigos. Además, teníamos diecisiete años, ya no deberíamos estar en el orfanato. De seguro debía estar buscando alguna excusa para sacarnos a patadas de aquí.

—Julieta... —dijo con su voz carrasposa, produciéndome escalofríos—. Dentro de unos días cumplirás dieciocho, ¿sabes lo qu...?

Un cubierto cayó al piso y su sonido metálico retumbó en la sala. Por unos instantes la madre Anna se volteó, liberándome de la opresiva presión que me sofocaba y que apenas me permitía respirar.

—¿Quién arrojó eso? —preguntó frunciendo el ceño, su arrugado entrecejo parecía un acordeón comprimido. Sus ojos escudriñaban cada rostro en búsqueda del pobre desafortunado.

—Lo siento, fui yo, madre Anna. —Agustín alzó la mano y mantuvo la cabeza agachada—. Quise empezar a juntar los platos, pero se me escapó un tenedor —agregó.

—Lavarás solo todos los platos si tanto deseas ayudar —sentenció la madre Anna, un castigo leve, demasiado, estaba segura de que Agustín estaría sonriendo al escuchar eso. Solo podía ver la espala de la madre Anna, no me atrevía a moverme de mi lugar.

—¡Por supuesto, no se preocupe! Dejaré todo reluciente —respondió Agustín con entusiasmo, sin perder su tono sumiso.

La madre Anna fue y regañó durante algunos minutos más a Agustín. Luego, se fue del salón, dejando a todos amargados por su presencia. Hasta le quitaba el buen sabor a la comida, arruinando la cena. Ahora solo quedaba irse a bañar y a acostar, rezando para que mañana pudiéramos deshacernos del malestar que nos dejó.

Mientras los demás se levantaban de su lugar, serví mi porción de comida y fui a sentarme sola para comer, por fin era mi turno. Aunque no tenía hambre, había perdido el apetito.

—¿Te lo vas a comer? —preguntó Agustín yendo a mi lado.

—¿Cómo podés tener hambre luego de qué te regañaran? —Gracias a él volví a levantar la cabeza, encontrándome con su mirada tierna de cachorro. Tenía una mancha de comida en el mentón, lo que me hizo sonreír. Le hice un pequeño gesto con el dedo para que se diera cuenta.

—Ese es mi secreto, soporto los regaños porque estoy bien alimentado —respondió limpiándose—. Panza llena, oídos sordos.

—La frase no es así. —Le di un pequeño empujón, mientras trataba de contener mi risa.

Sin pedir o esperar aprobación, él hundió su tenedor en mi pastel de papa y me arrebató un buen trozo. Empecé a forcejear con Agustín, intentando evitar que concretara su robo, pero fue en vano, al instante se lo llevó a la boca.

—Otro bocado más y creo estar listo para uno de los castigos más duros de madre Anna —dijo riéndose, persistía en su intento por subirme el ánimo.

—Gracias por salvarme, tonto—murmuré, mirando hacia otro lado para no toparme con su sonrisa burlona—. Podés comer un poco más si querés —dije corriendo mi plato hacia él.

Agustín no respondió nada, solo clavó el tenedor en la comida y la acercó a mi boca.

—Tenés que comer, no te descuidés, ¿sí? —Su voz sonaba más cariñosa de lo normal, cuando se preocupaba se comportaba muy dulce conmigo.

Le saqué el tenedor de la mano y empecé a comer por mi cuenta. La papa y la carne estaba fría, había perdido mucho sabor, y justo la porción que elegí parecía que no tenía la tan codiciada aceituna. Pero seguía estando delicioso, quizás era porque Agustín estaba a mi lado y todo era mejor con él.

—No te hagás drama, estoy bien —afirmé retomando mi ánimo, ya no iba a pensar en la madre Anna.

—¡Esa es la actitud! —gritó al ponerse de pie—. Será mejor que vaya a lavar todo, estaremos en problemas si la madre Anna vuelve y me encuentra aquí. —Me dio unos pequeños golpecitos en el hombro como despedida y se preparó para irse—. Recordá, Juli, tené cuidado esta noche.

—Tú tranquilo, yo nerviosa —respondí al instante, demostrando seguridad.

Él se despidió y se fue a la cocina. Cuando quedé sola suspiré con pesar, tenía un mal presentimiento. Aún sentía la piel erizada y la voz de la madre Anna retumbaba en mi cabeza, como si se tratase de un presagio ominoso. Me refregué los ojos y se lo adjudique al cansancio, un buen baño me aliviaría el malestar...



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A las 10 pm todas las luces del lugar se apagaban y debíamos estar en cama listos para dormir. Las habitaciones del orfanato estaban en el segundo piso, donde había ocho cuartos y dos baños para tan solo cuarenta "bendiciones". Nos dividian en hombres y mujeres, ocupando solo dos habitaciones. 

Durante las noches, el silencio se adueñaba de los pasillos oscuros y largos, nadie podía salir de los cuartos, estábamos encerrados con llave por "nuestra seguridad". Si surgía algún problema, debíamos gritar, la madre Anna tenía su habitación en el primer piso y poseía un oído agudo y un sueño ligero.

La sábana me incomodaba y no podía dejar de moverme de lado a lado. El aroma a champú de coco se mezclaba con el de jabón blanco de las frazadas. Según Agustín, mi cabello rizado me otorgaba una ventaja a la hora de acostarme: "no necesitaba de una almohada, ya que mis rulos servían para amortiguar mi cabeza". No sabía cómo se le ocurrían tantas tonterías, pero siempre lo recordaba al acostarme y me sacaba una sonrisa.

Tenía calor, pero si me destapaba me hacía frío. Mis piernas me dolían, cualquier posición me molestaba. El delgado y duro colchón nunca ayudaba, solo se podía dormir en el gracias a lo cansada que terminaba los días.

Los minutos en la oscuridad transcurrían de manera extraña, a veces se sentían largos y tediosos, otras pasaban demasiado rápido, siempre lo opuesto a lo que uno quería. No había reloj que me ayudara a descifrar la hora con exactitud, pero mi cuerpo ya se había acostumbrado, tenía como un cronometro interno. El sonido suave y relajado de la respiración de las demás niñas me sumergía en una atmosfera calmada y de paz. Muchos de los pequeños que apenas llegaban parecían desmayarse, y eran los mismos que teníamos que sacudir para levantar a la madrugada, cuando escuchábamos la campana y la madre Anna venía a liberarnos de nuestro "tranquilo" encierro.

En medio del silencio, mi mente se llenaba de preguntas: ¿Qué será de la vida de la hermana Sofía? ¿Estará bien? ¿Por qué estaba tan triste la última vez que la vi? ¿Cómo estarán los demás niños qué adoptaron? ¿Les habrán tocado adultos agradables qué no fuesen mentirosos como la madre Anna? ¿Por qué nunca me escogieron? ¿Qué sucederá cuándo cumpla dieciocho dentro de cuatro días?

"Ya nadie va adoptarme..." fue lo último que cruzó por mi mente. Abracé con fuerza la almohada para sacarme la frustración que me consumía, al final, aprendí de la madre Anna y los demás adultos, que todos necesitamos de unas mascaras para protegernos. En mi caso, no quería preocupar a Agustín y fingía que no me importaba que nadie me escogiera. Incluso servía para engañarme a mi misma, pero solo hasta que llegaba la noche y la hora de dormir. Aquí, entre medios de todas las niñas, me sentía sola y desamparada.

El crujido de la madera proviniendo del pasillo me liberó de mis pensamientos. Un destello de luz iluminó fugazmente la parte inferior de la puerta y el picaporte se movió con sutiliza, tratando de evitar que hiciera ruido. Dejé escapar un suspiro largo y fingí estar dormida de costado. Mis ojos se cerraron con demasiada fuerza, al igual que apretaba mucho las manos bajo las sábanas.

La madre Anna continuó su ronda, ya era la tercera vez que verificaba que todo estuviera cerrado. Circulaba por las noches como si fuese un guardia custodiando unos prisioneros. Me daban escalofríos de siquiera imaginármela con su túnica gris y la luz de una linterna resaltando todas sus muecas horribles en medio de la oscuridad.

A veces, su voz aterradora resonaba como un eco suave por todo el orfanato, entonando canticos religiosos. Sus alabanzas parecían los fúnebres rezos que se les dedicaba a los difuntos en un velorio. Era su forma de advertirnos sobre lo que sucedería si se encontraba con algún desafortunado en medio de sus rondas.

Esperé un par de minutos hasta que por fin era mi momento. Me levanté con cuidado, de puntitas de pie para no hacer ruido. Me acerqué a la puerta mientras ignoraba los fuertes golpeteos de mi corazón y el miedo que trataba de detenerme.

Agustín descubrió un método ingenioso para engañar a la madre Anna y así lograr escapar de su encierro: utilizando una tira de cinta adhesiva y un trozo delgado de plástico que se deslizara por un costado de la puerta, justo por la abertura que había entre el marco. Aunque sonaba extraño y poco creíble, me quedé sorprendida una vez lo vi funcionar. Quizás se debía a que las cerraduras eran viejas y habían perdido su firmeza, la verdad no lo sabía.

Introduje el trozo de plástico y empecé a moverlo de lado a lado, intentando enganchar el cerrojo. Fue una lucha intensa y corta, no podía ver nada, lo que lo hacía más difícil. Una vez conseguí  —ya que sentía como el plástico estaba encajado—, jalé con cuidado hacía atrás. Debía proceder con cautela, ya que la puerta quedaría sin llave si el cerrojo se volvía a meter por completo a la cerradura, y la madre Anna se daría cuenta de que la abrimos.

Con la puerta abierta delante de mí, me quedé paralizada, era mi última oportunidad para detenerme. Inhalé hondo y el aroma a lavandina que provenía del suelo de madera parecía insistirme para que saliera. Cada segundo desperdiciado era doloroso, no podía darme el lujo de quedarme sin hacer nada.

Sin pensarlo más, me adentré al pasillo y cerré la puerta. Ya no había marcha atrás. La luz de la luna se colaba por una de las ventanas, otorgándome una iluminación tenue que servía para diferenciar siluetas y lugares. No más que eso. Tampoco era que hiciera falta, conocía el lugar a la perfección.

Los cuadros con figuras de los diferentes santos y de Jesús me observaban en silencio, sus ojos blancos se imponían entre la oscuridad, dando la impresión que se movían para seguirme. Nunca logré acostumbrarme a ellos, pero por lo menos ahora podía ignorarlos sin sentir remordimiento por mis constantes transgresiones. 

Avancé con cuidado, evitando los lugares donde la madera crujía, los tenía bien estudiados. Mis pies descalzos se estremecían al sentir el suelo frío, un paso en falsó era una sentencia de muerte. Era como si me adentrara a un suelo minado, donde cada sonido sirviera de alarma para despertar al mismísimo demonio.

El pasillo parecía estrecho, demasiado, las sombras lo engullían con facilidad y me sumergían en un mundo donde mis sentidos estaban al límite. Mis ojos iban y venían en cada dirección, atentos a todo movimiento, con el nerviosismo saliendo de cada uno de mis poros.

Justo a la mitad del pasillo, se encontraba la escalera que guiaba a los demás pisos. Mi corazón se contraía y mi estomago se retorcía de angustia al mirar hacía abajo. Sentía como si una gélida brisa saliera de la oscuridad y me acariciara con malicia. Mi cuerpo reaccionaba aterrado, sabía que en el primer piso estaba la habitación de la madre Anna. Estaba a punto de adentrarme la cueva del lobo.

¿De verdad vale la pena el riesgo? A veces vivir en la ignorancia puede darte una falsa felicidad. A veces resulta mejor no ir a donde te no te llaman. A veces... uno toma decisiones que le cambian para siempre la vida.

Esa noche sería un antes y un después, mi vida nunca volvería a ser la misma...


Fin del capítulo 1



Nota del autor:

Buenas! Primero que nada, se agradece que hayan leído el primer capítulo. Espero que les guste y que tengan ganas de seguir. Segundo, Francia jajaja. Ahora si, en serio. Esta nota es solo para mencionar un pequeño detalle, como buen argentino que soy, la idea es que la obra mantenga un poco de la jerga de mi país, incluyendo el voseo. Por ende, muchas palabras se acentúan de diferente forma:

Ejemplo: Necesitás saberlo, por si nunca leíste con ese estilo. Si lo tenés presente, quizás podás ver algo nuevo. ¡Mirá bien y disfrutá!

Solamente en los diálogos. Puede que alguna que otra palabra se me escape o la escriba en neutro, en todo caso, ahí estaría un error, a no ser que los persona es estén hablando de manera formal.

No te hagás drama si no conoces los modismos argentinos, hay muy pocos para no saturar.

Saludos <3.

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