6
Su ropa estaba totalmente empapada, sus zapatos deportivos destilaban agua por haber pisado cuanto charco encontró, el cabello se le pegaba a la cara haciendo que su visión fuera algo borrosa.
Dobló en una esquina y se agachó frente a un gran edificio empresarial para subirse un poco el ruedo del pantalón, escuchó el ruido del autobús y lo divisó una cuadra más arriba, si no se apuraba la dejaría; el próximo seguro tardaría bastante y Micaela no llevaba puesto flotadores. Así que se levantó y echó a correr.
Cuando ya estaba cerca levantó la vista para cerciorarse de que el semáforo estuviera en rojo, efectivamente era así, y es por eso que no se detuvo y cruzó.
Todo pasó en cuestión de segundos. Una corneta hizo que volteara a su izquierda, los faros de un auto cegaron sus ojos, el chirrido de unas llantas frenando en seco hicieron que su corazón se detuviera. Micaela cerró los ojos con fuerza y dejó escapar un grito ahogado hasta que unos brazos alrededor de su cuerpo la suspendieron del piso. En un instante fue arrojada y cayó con violencia en el pavimento mojado, se golpeó el costado derecho y la cabeza, el dolor era punzante, no podía abrir los ojos y le faltaba el aire. A su alrededor se escuchaban gritos histéricos, se tocó la cabeza y dolió, le dolió como el demonio.
Sintió pasos y alguien tomó su mano, trató de girar sobre su cuerpo para incorporarse pero el dolor en su costado no se lo permitió.
―No se mueva, ni se le ocurra moverse ―escuchó.
Micaela abrió los ojos con dificultad, un sujeto la tenía agarrada y su gesto desencajado y preocupado la alarmó. Con la otra mano sostenía un celular, el cuerpo le temblaba, e inmediatamente se lo llevó a la oreja. Ella se sentía muy aturdida y asustada.
―¿Emergencias? Quiero reportar un accidente... ―Silencio―. Sí, fue un arrollamiento, hay dos jóvenes heridos. Por favor, envíe ayuda de inmediato. La mujer está consiente, pero el hombre no se ve muy bien.
¿Qué? ¡Oh, Dios! ¿Dos? Debe ser el conductor. Pensó Micaela.
Pero un momento, ella no había sentido el impacto del auto. Le comenzó a doler más la cabeza. De pronto todo fue más nítido y unió las piezas...
Alguien me salvó, ese debe ser el otro herido.
El señor apretó un poco su mano.
―No te preocupes, ya viene la ayuda ―susurró para tratar de tranquilizarla―, me llamo Luis, estaba saliendo de mi trabajo y vi lo que sucedió. ¡Qué horror, casi me da un infarto! Y cuando ese hombre te arrojó y caíste prácticamente en mis pies... ―Su voz se quebró y Micaela se tapó la boca, ahogando un sollozo.
―¿Está... muerto? ―No pudo seguir reteniendo las lágrimas, el dolor que sentía en el cuerpo no se comparaba con el susto de imaginar que alguien había muerto por intentar ayudarla.
―No, no lo está. ―Micaela soltó el aire―. Pero si está inconsciente, y muy herido.
Luis, así dijo que se llamaba, miró hasta donde estaba el hombre tendido en el suelo, luego clavó sus ojos en los de Micaela.
―Hay gente ayudándolo ―comentó hiperventilando.
―Eso... está bien ―susurró ella.
Escucharon sonidos de sirenas. Luis se apartó un poco y los paramédicos la inmovilizaron y la subieron a una camilla. Comenzó a sentir los parpados pesados y poco a poco su cuerpo se fue relajando... Se estaba desmayando.
―Micaela, mi amor... abre los ojos ―escuchó a lo lejos.
La brisa marina llenó sus fosas nasales.
―Estoy aquí ―susurraron cerca de su cuello.
Unas manos la abrazaron por la cintura y sintió su pecho pegado a su espalda. Le daba paz... Pero al instante estaba siendo arrojada otra vez contra el suelo y su cabeza quemó. Abrió los ojos de golpe e hizo una mueca de dolor. Su madre estaba justo al lado, con los ojos rojos e hinchados.
¿Ella era la que me hablaba?
Todo era muy confuso.
―¡Gracias al cielo despertaste! ¿Cómo te sientes? Estabas soñando. ¡Qué susto me has dado! ―la reprendió llorando.
―Estoy bien, mamá. ―La voz de Micaela sonó pastosa.
―¡Te prohíbo que vuelvas a hacerme esto, hija! ―Se le escapó un hipido.
Micaela sabía perfectamente el motivo por el cual su mamá estaba tan aterrada, de hecho, no comprendía cómo es que la puso en una situación así por segunda vez.
―De verdad lo siento, mamá. ―Agarro su mano―. No entiendo cómo sucedió.
La señora Mariela acercó los labios a la frente de su hija y depositó en ella un beso sentido mientras lloraba más fuerte, sus lágrimas mojaron el rostro de Micaela, así que la joven la abrazó con fuerza. Pasó un buen rato para que lograra tranquilizarse.
―Voy a llamar al doctor, hija. Espera, no tardo.
Micaela asintió y su madre salió de la habitación. Verla llorar de esa manera le revolvió muchos recuerdos.
9 AÑOS DE EDAD
―¡Qué lindo es! ¿Qué nombre le vas a poner? ―le preguntó Raquel, sentada a su lado.
―Me gusta Spaik ―respondió mientras acariciaba las orejas del cachorrito marrón, su padre lo había llevado a casa como regalo de cumpleaños.
―¿Lo traerás cada vez que vengas al parque a jugar?
―Sí, eso creo. ―Sonrío.
―¿Puedo cargarlo?
―Ok. Solo cuida que no se escape, mi papá todavía no le ha comprado la correa. ―Y colocó al cachorro en las piernas de Raquel, luego se sacudió los pelos que tenía regados en su pantalón rosa.
―Hola. ―Se giró al escuchar una voz a su lado.
―Hola ―contesto amable hacia el niño rubio que le sonreía.
―Mi amigo el de allá... ―señaló cerca de los columpios―. Quiere mostrarte un truco de magia.
Micaela observó hacia donde le indicaba, otro niño movía su mano, saludándola, pero ella arrugó la frente cuando notó quien lo acompañaba. Justo a su lado estaba Melissa, la niña más odiosa, malcriada e insoportable del salón. Melissa siempre se encargaba de hacerle la vida difícil, la metía en muchos problemas y siempre la regañaban por su culpa; nadie le decía nada porque esa mocosa era experta en mentir y en soltar lágrimas falsas para luego reírse de ella. Le caía muy, muy mal.
―No quiero ir ―confesó sin apartar la mirada.
El niño rubio se dio cuenta de que ella no veía a su amigo sino a Melissa.
―¿Le tienes miedo a esa boba? ―Se burló.
―Claro que no ―contestó enfadada.
―¡Entonces vamos! ―Tiró de su brazo. Raquel corrió para alcanzarlos con Spaik entre las manos.
Cuando llegaron junto a ellos, el niño que Micaela no conocía le sonrió y las manos le comenzaron a sudar. Lo miró bien y se sorprendió, era muy lindo y tenía los ojos de su color favorito: azules como el mar. Sin entender porqué se sonrojó, él no dejaba de mirarla con curiosidad.
―¿Vienes a ver el truco? ―le preguntó, ella solo movió la cabeza de arriba abajo―. Siéntense aquí ―les ordenó a todos.
Todos lo obedecieron, excepto Melissa.
―¿Para que las llamaste? ―preguntó la niña odiosa mirando feo a Micaela.
―Porque sí, Melissa. Siéntate ya.
―No quiero ensuciarme sentándome en el suelo.
―Entonces vete si quieres ―le respondió el niño lindo, alzando los hombros, pero ella no se quería ir, así que de mala gana se sentó―. Bien, este es un collar mágico... ―dijo mostrándoles una cadena plateada que tenía un hermoso dije.
Micaela lo examinó con la mirada. El dije era un triángulo formado por dos manos, el dedo índice y el pulgar de cada mano se tocaban, los dos dedos del medio formaban un infinito; todos veían con curiosidad la joya "mágica".
―Es hermoso ―murmuró Micaela, él le sonrió de nuevo y ella sintió que el corazón se le aceleraba.
―Está embrujado ―comentó el niño rubio.
―No, no está embrujado ―contestó su amigo con reproche―. Solo cumple deseos, y también sirve para trucos de magia.
―¿Cumple deseos? ―Melissa intervino con burla.
―Sí, ya verán. Cierren los ojos y no los abran hasta que yo les diga. ¡No hagan trampa!
Todos obedecieron, así que Micaela también apretó los ojos con fuerza. De pronto, una boca se estampó en la de ella y abrió los ojos sorprendida por el contacto, el niño de preciosos ojos azules la había besado y sonreía; fue un beso rápido, pero el corazón se le salía por la garganta. Ese fue su primer beso.
―¡¿Que hacen?! ―gritó Melissa.
Micaela se apartó lo más que pudo de él, tenía los cachetes colorados, pero el niño solo seguía sonriendo. Raquel y el rubio no se dieron cuenta de nada, habían abierto los ojos y la miraban sin comprender. Melissa se levantó furiosa de la grama y el niño que acababa de darle su primer beso a Micaela se acomodaba en su lugar e ignoraba la pregunta por completo.
―Haré el truco una sola vez, así que presten atención... ―Alzó la cadena a la vista de todos, cerró el puño, y con la otra mano fue metiendo el collar en el huequito que quedaba arriba, hasta que ya no se veía―. ¿Preparados? Este collar desaparecerá cuando cuente hasta diez.
Manuel y Raquel asintieron entusiasmados, Micaela no dejaba de verlo a los ojos, sentía que los labios le hormigueaban por lo que él había hecho. Melissa estaba tan molesta que se agachó y agarró una pelota que estaba cerca de ellos, la agitó cerca del hocico de Spaik y luego la lanzó lejos, haciendo que callera en el medio de la calle. Spaik saltó de las piernas de Raquel y corrió tras ella.
―¡La magia no existe! ―dijo Melissa con los dientes apretados.
El susto invadió a Micaela y echó a correr para alcanzar a Spaik, pero todo fue en vano, un auto los impactó a los dos.
Se limpió rápidamente las lágrimas. Ese primer accidente había sido más doloroso, se ganó unos raspones feos y le agarraron siete puntos en el brazo, pero la tristeza no fue tanto por las heridas físicas sino porque la maldad de Melissa hizo que perdiera a Spaik de una manera horrible. Por más que Micaela pidió, el collar de los deseos no hizo su magia y su cachorro falleció esa tarde.
Pasó los dedos sobre el dije que guindaba de su cuello y suspiró... Lo había conservado todos esos años, apareció en el bolsillo de su pantalón, ella no tenía idea de cómo llegó allí ni tampoco de por qué lo había guardado. Bueno, tal vez porque ese día no todo fue espantoso.
Un señor con bata de médico entró sonriendo a la habitación, se acercó a la cama y la observó.
―Hola, Micaela, soy Carlos Da Silva, te atendí anoche cuando ingresaste por emergencia luego del accidente. Tengo que revisarte, ¿está bien?
Ella asintió. El doctor le revisó el vendaje que esta vez le habían puesto en la cabeza, también revisó su costado derecho, le informó que sufrió una contusión, pero que la tomografía no mostró daños. Le habían agarrado cinco puntos y tenía una costilla golpeada, le recetó analgésicos, un medicamento para desinflamar y mucho reposo.
―Mañana te daré el alta, seguirás mis indicaciones y todo estará bien. Tuviste suerte, Micaela, ese muchacho fue un ángel.
Se tensó al escuchar al doctor, miró sus ojos marrones con preocupación, por un momento se había olvidado de la persona que la ayudó.
―Doctor, ¿puedo preguntarle algo?
―Claro, dime ―respondió amablemente, y se sentó en la orilla de la cama.
―¿A él también lo trajeron a este hospital? ¿Sabe si está bien?
―Llegaron en la misma ambulancia. Él ahora está en el área de cuidados intensivos, llegó bastante herido. ―En su voz pudo notar preocupación.
La señora Mariela se dio cuenta de que Micaela estaba a punto de echarse a llorar y se acercó rápidamente para abrazarla con cuidado.
―Tranquila, hija ―musitó moviendo su mano de arriba abajo por su brazo―. No te preocupes ahora por eso, habrá tiempo para que le des las gracias.
―Bueno, si quieres te ayudo un poco ―dijo el buen doctor.
Micaela al escucharlo se sorprendió y lo miró expectante, él curvó los labios en una pequeña sonrisa, y dijo:
―Está en el piso cuatro, ala Este. Su nombre es Diego Dávila.
―Diego ―repitió Micaela, sintiendo cada letra de su nombre.
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