Parte 3

René Espinosa bebía su quinta taza de café junto a la cama de su esposa. La observaba dormir mientras ella luchaba por respirar.

―Por favor amor mío... despierta... tienes que despertar, tu hija te necesita...yo te necesito. ―Le susurró mientras las lágrimas poblaban sus ojos enrojecidos. ―Todavía recuerdo la tarde en que te conocí, sentada en el borde del puente sobre el arroyo. Lucías hermosa con tus cabellos dorados, yo tenía quince apenas, venía completamente sucio, cansado de trabajar en la cosecha... un completo don nadie. No podía creer cuando te vi. Tus ojos color cielo me miraron, y la sonrisa más hermosa que haya visto en mi vida se dibujó en tu rostro angelical, desde ese momento supe que eras el amor de mi vida, supe que pasaría el resto de mi vida contigo. Aunque éramos de mundos diferentes, tú la chica mas hermosa, yo un peón cualquiera, aún así, te fijaste en mí y mi miserable vida de pronto cambió para siempre. ―Una lágrima rodó por su mejilla y se precipitó sobre la delgada mano de su esposa. ―Tienes que despertar... no puedes dejarnos.―Suplicó nuevamente al borde del llanto, pero ella no respondió.

René comenzó a llorar, se acostó junto a ella y la abrazó. De pronto, la mujer abrió los ojos, con la mirada perdida, miraba hacia la nada.

―El diablo está aquí...―Susurró la mujer.

René se sobresaltó. ―Amor ... ¿Estás bien? Por favor... dime que estás bien.

―¿No lo sientes? El diablo está aquí y viene a llevarme...―Le dijo la esposa, esta vez dirigiendo una mirada llena de espanto y sufrimiento hacia su esposo. Sus ojos lucían enormes, casi salidos de las cuencas hundidas y ennegrecidas.

René sintió una sensación inexplicable de miedo. Sintió como un potente escalofrío recorría todo su cuerpo y lo hacía temblar incontrolablemente. Miró a su alrededor, la habitación estaba completamente oscura. Miró hacia la esquina ubicada junto a la ventana. Allí la negrura era total. Tenía la impresión de que aquella oscuridad ocultaba algo. Se sintió observado. Su cuerpo parecía ablandarse. Horrorizada, se puso de pie y se dirigió hacia el interruptor de luz.

Al accionarlo, esperó unos instantes que le parecieron eternos. La lámpara parpadeó un par de veces antes de encenderse por completo. El cuarto estaba vació, no había nadie allí más que ellos. René se acomodó en la cama junto a su esposa, con cuidado introdujo su brazo bajo su cuello, levantando el frágil cuerpo levemente, para que su brazo pasara hacia el otro lado. Con mucha delicadeza, la hizo girar hacia su lado para que su cabeza se apoyara en su pecho, y con su otro brazo, la abrazó.

―Todo estará bien...―Le dijo suavemente mientras la acariciaba. ―No te preocupes cariño, yo siempre estaré conti...―No pudo terminar la frase. La lámpara del cuarto parpadeó un par de veces y luego se apagó por completo.

Nuevamente aquella sensación de frío intenso se apoderó de su cuerpo. Él continuaba abrazando a su esposa mientras su vista intentaba penetrar la oscuridad del cuarto. De pronto, sintió como el cuerpo inerte de Isabel parecía deslizarse hacia un lado, como si alguien tirara de ella lentamente.

Al sentir que su mujer se deslizaba de su lado, René volvió a estrecharla entre sus brazos. ―¿Qué sucede cariño? Por favor dime...―Pero ella no respondió, tenía su mirada perdida hacia la nada, con sus ojos extremadamente abiertos que resaltaban en su rostro pálido.

René comenzó a llorar de desesperación. No lograba entender cómo el amor de su vida estaba en aquella situación, siendo consumida por dentro, marchitándose como una flor al llegar el otoño. Permaneció así, abrazado a ella, hasta que la luz del amanecer finalmente iluminó la habitación. Con sus ojos inyectados con hilos rojos de sangre, y unas profundas ojeras, René continuaba mirando a su esposa, no había apartado la mirada de ella en toda la noche. Aquella noche, había sido la más difícil de su vida.

-

Cuando Melisa fue al hospital aquella mañana, la escena que encontró la horrorizó. Su padre estaba parado junto a la ventana, mirando hacia el horizonte. Su madre estaba acostada boca arriba, con la mirada fija hacia el techo, con su boca abierta, casi como si estuviera dando un grito desesperado. Una enorme mosca, con ojos verdosos y brillantes, se había posado sobre su mejilla, ingresó a su boca y volvió a salir, pero ella no mostró ninguna reacción. Su cuerpo parecía sin vida, como si de una muñeca se tratara. La niña se acercó, su padre ni siquiera volteó a mirarla, quizás no quería que lo viera así, devastado, un hombre sin esperanzas.

―¿Mamá?―Preguntó, acostándose junto a ella. ―Por favor mamá... tienes que ponerte bien.―Su madre, parecía no escucharla, ni siquiera parpadeaba, era un ente sin vida. Lo único que permitía distinguirla de un cadáver, era su pecho expandiéndose y contrayéndose tenuemente al respirar.

Secándose las lágrimas, Melisa se puso de pie y se dirigió hacia donde se encontraba su padre. Lo tomó de la mano y permaneció junto a él contemplando los bosques que se extendían hasta el horizonte, atravesado por las cristalinas aguas del río que se prolongaba como una enorme serpiente.

―¿Por qué está pasando esto papá?

―No lo sé hija... realmente no lo sé.―Contestó luego de un interminable momento de silencio.

Mientras estaban parados allí, mirando hacia la nada, no se percataron que alguien había entrado a la habitación. Finalmente, el sonido de un bastón golpeando contra el piso de cerámicas, los hizo percatarse del anciano que se encontraba junto a la cama de Isabela.

―Mis disculpas. ―Les dijo el anciano padre Abraham Scheidemann, el sacerdote de la localidad, al ver la sorpresa en sus rostros. ―Me he enterado que Isabela está muy enferma y he venido a verla. Espero que no les moleste.

―Buenos días padre.―Atinó a devolver el saludo René mientras se secaba las lágrimas y se acercaba extendiendo la mano para saludarlo. ―Disculpeme por favor.―Dijo avergonzado al notar que las lágrimas no dejaban de aparecer en sus ojos cansados y enrojecidos.

―Siento mucho lo que les está pasando.―Dijo el sacerdote mientras inspeccionaba cuidadosamente con su vista a la mujer que reposaba en aquella cama. Algo en su aspecto llamaba su atención. Algo no estaba bien, aquello no era una simple enfermedad. ―¿Qué le han dicho los doctores?

―Los doctores no saben lo que está pasando... Dicen que es algo de la sangre, que los glóbulos rojos desaparecen, aunque se le practican transfusiones diarias, nada parece hacerla mejorar. Realmente no sabemos qué esperar. La verdad es que ya no sabemos qué hacer... ―Se acercó al padre y habló en voz baja para que su niña no escuchara. ―Estoy asustado Padre.

―¿A qué le temes hijo?

―Anoche ella habló... me dijo que el diablo estaba aquí... en esta habitación. Nunca me he asustado tanto. Le parecerá tonto o producto del cansancio, pero realmente sentí que había algo en la habitación, algo que se está llevando su vida poco a poco.

El viejo sacerdote miró una vez más hacia el rostro pálido de la mujer. Ella estaba allí, mirándolo con sus ojos perdidos clavados en él. De pronto su boca abierta comenzó a moverse para formar una grotesca sonrisa.

―¿Mamá?―Preguntó Melisa al ver que su madre sonreía. ―Mamá. ¿Me escuchas?―Pero ella no respondió. Volvió a poner su mirada hacia el techo del cuarto, con sus manos cruzadas sobre su pecho como un cadáver.

El sacerdote se acercó a ella. Apoyó su mano sobre la frente y la sintió fría y tiesa. ―¿Qué ha pasado contigo?―Susurró.

La mujer volvió a posar su mirada en el sacerdote, esta vez hacia el crucifijo que colgaba del cuello del anciano. Hizo una ligera mueca de rechazo, como si aquel objeto religioso realmente la molestara en lo más profundo de su ser. El sacerdote se percató de ello y retrocedió unos pasos. La mujer volvió a su posición.

―Hijos, acompáñenme en una oración. ― Les dijo al padre y a su hija quienes miraban atónitos.

Ellos se acercaron, tomaron la mano del sacerdote y comenzaron a rezar el padre nuestro. La mujer continuó en su posición sepulcral.

-

Eran alrededor de las siete de la tarde del último día con vida de Isabella Espinosa. Su pequeña niña estaba sentada en una incómoda silla plástica junto a la cama. Las lágrimas no dejaron de fluir desde sus tiernos ojos marrones viendo como su madre se encontraba allí postrada, cada vez más frágil y pálida.

―¿Hija?―Escuchó de repente la niña y se sobresaltó. Al mirar hacia su madre, la encontró mirándola, extendiendo su mano derecha con dificultad. La niña se acercó y su madre tocó su rostro. Nuevamente parecía ser ella misma. ―Te quiero mucho hija.―Le susurró con dificultad mientras una delgada línea de lágrimas caía de sus cuencas oscurecidas por las ojeras.

―Mamí... yo también te quiero ―Le respondió la niña con una sonrisa de alivio. Por un breve momento, las esperanzas de que todo volviera a ser como antes, de que su madre volvería con ellos a su hogar donde serían felices durante una larga vida, parecían posibles. Pero aquello no era más que el momento de lucidez que tienen los moribundos antes de su hora final. Isabella intentó sonreír, pero no pudo, se encontraba demasiado débil.

La vida de Isabella Espinosa se apagó aquella tarde junto con los últimos rayos del sol que se ocultaba lentamente en el horizonte tiñendo el cielo de un naranja majestuoso. La niña lloró al ver que los ojos de su madre se cerraban por última vez. El padre corrió hacia su esposa, intentó despertarla, pero ya no había nada que pudiera hacer. Pronto las enfermeras entraron al cuarto y ellos fueron retirados mientras, intentaban revivirla inútilmente. 

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