Parte 2

Al día siguiente, Melisa fue llevada por su madre hasta la pequeña escuela primaria del pueblo, distante a unos cinco kilómetros de su casa. La niña contemplaba la nube de polvo que se levantaba a medida que el viejo automóvil avanzaba por el precario camino rural que unía la ruta provincial Nro. 6 con la vieja Escuela Estatal, una de las más antiguas de la región. Según las historias, había sido fundada por los antiguos Padres Jesuitas que habían permanecido luego de que las Reducciones fueron abandonadas. Si bien el cartel frente al instituto menciona que ha sido fundado en 1918, algunos dicen que el edificio tiene más de 200 años, señalando que las bases de la construcción estaban realizadas con las antiguas rocas sacadas de las ruinas que permanecen ocultas en la espesura de la selva.

Melisa descendió del auto con resignación. Luego de darle un beso en la mejilla, su madre se alejó. La pequeña permaneció mirando como el viejo automóvil se alejaba por las solitarias calles del pueblo. Dando un suspiro ingresó a la escuela. Todavía estaba demasiado triste. Aquel día fue realmente difícil para ella. Poco a poco, la tristeza por su reciente pérdida fue reemplazada por una inexplicable angustia.

―¿Qué te sucede? ―Le preguntó de improviso Diego Vargas, uno de sus compañeros de clase, al verla sentada en el sector más alejado del patio durante uno de los recesos. Diego se acercó hasta ella caminando con dificultad, se detuvo a su lado apoyándose en sus muletas. ―¿Acaso estás triste?

―Lo estoy. Ayer mi perro fue atropellado y murió.

―Lo siento. Era un buen perro. Realmente lo siento.

―Pero no es eso lo que me preocupa... ¿Sabes que ocurre cuando alguien se muere?

―Bueno. Mi abuela murió hace algunos meses. ―Comenzó a relatar Diego, quien a pesar de ir al mismo grado que ella, era dos años mayor debido a que, por un accidente con un caballo, estuvo dos años prácticamente sin poder caminar. ― Realmente no entendí lo que pasaba. Parecía simplemente estar dormida. La habían colocado dentro de un cajón de madera. La vistieron con su mejor vestido. Todos hablaban a su alrededor, sirvieron café y contaban sobre lo buena que ella era y las cosas que hacía. Realmente solo parecía estar durmiendo, me acerqué a ella y le hablé, esperando que me respondiera. Intenté tomar su mano, pero la sentí realmente rígida y fría. Aún así no me parecía gran cosa.

―Entonces..¿ morir es como dormirse?

―Yo creo que sí. Al menos eso creí, porque nadie parecía preocuparse. Pero entonces, casi al final de la tarde, un coche alargado se acercó hasta la casa. Unos hombres se acercaron hasta el cajón y colocaron la tapa encima. Fue entonces que todos empezaron a llorar. En ese momento entendí que jamás volvería a ver a mi abuela. Mi papá y sus hermanos cargaron el cajón y lo colocaron dentro del auto alargado. El coche se puso en marcha y todos lo siguieron. El auto alargado se detuvo frente al cementerio, aquel lugar lleno de cruces y casas extrañas y viejas. Allí nuevamente bajaron el cajón. Lo levantaron y lo llevaron hasta el fondo del cementerio. Ahí había un hueco muy profundo. Yo mismo me paré junto a él y no pude ver el fondo, era demasiado oscuro. Luego de que el cura dijera unas palabras bajaron el cajón hasta el fondo usando unas sogas. Luego vino el momento en que comenzaron a cubrir el pozo nuevamente con tierra. Cada palada retumbaba en el cajón, todos lloraban, mi madre se arrodilló junto al hueco y comenzó a decir que no la taparan, que no le tiraran tierra. En ese momento, no pude evitar pensar en lo horrible que sería estar dentro de ese cajón, solo, en la oscuridad, sin poder moverte. No se que se sentirá morirse, si es como un sueño, solo espero no despertar dentro de un pozo cubierto de tierra.

Melisa tragó saliva. ―Yo solo no quiero que mis papás mueran. ―Dijo con inocencia.

―Yo tampoco quiero que eso pase. ―Le respondió Diego. ―Cuando tuve el accidente, ellos pensaron que yo moriría. Dijeron que no respiré por unos minutos, para ellos fue lo más horrible que les ha sucedido. Mi madre me dijo que si yo moría, ella moriría conmigo. Creo que eso pasaría si fuera al revés, si ella muriera, yo querría irme con ella.

Por la noche, al acostarse, Melisa dejó nuevamente la luz encendida. Permaneció en silencio mirando hacia el techo de la habitación, pensando. Intentó imaginarse cómo sería estar dentro de un cajón, lo horrible que se sentiría no poder moverse. Luego imaginó que ponían a su madre y a su padre en uno de esos cajones. Pensó en que si eso pasara, ella se pondría en el cajón junto a ellos, solo debería llevar algo de comida, quizás un poco de arroz, pan y galletas, y algo de agua, con eso debería bastar para vivir allí, dentro del cajón junto a sus padres. Su mente de niña inocente intentaba entender, y mientras más trataba, la angustia crecía. Poco a poco, crecía en ella un sentimiento de que lo inevitable pasaría.

Esa noche esperó a su madre, pero ella no vino. Preocupada se levantó de la cama. Afuera, el viento soplaba con intensidad sacudiendo con violencia los cultivos. Melisa se acercó hasta la ventana y observó hacia afuera. Las sombras de la noche lo cubrían todo. El contorno del espantapájaros apenas era visible por sobre la silueta de las plantas de maíz que parecían danzar frenéticamente ante cada ráfaga de viento. Cuando se disponía a cerrar las cortinas, la niña creyó ver a una persona, parada junto a la tumba de su perro. Fue un instante en que la figura de un hombre desnudo, alto, y con la piel terriblemente pálida, pareció estar parada allí afuera, observando con ojos que parecían brillar como los de un gato. La impresión hizo que Melisa retrocediera unos pasos. Al volver a mirar, aquel hombre ya no estaba.

Aterrada, corrió hasta la habitación de sus padres. La puerta estaba abierta. Al entrar encontró a su madre acostada. Junto a ella, estaba su padre, sentado alcanzándole un vaso de agua y una pastilla.

―¿Estás bien mamá? ―Preguntó la niña preocupada olvidándose incluso de aquel ser que creyó ver en la oscuridad.

―Tu madre está bien hija. Solo está un poco cansada. ―Le respondió su padre.

Melisa se acercó junto a ella. Estaba algo pálida, y parecía como si le costara respirar. Ella intentó hablar, pero sobrevino una potente tos.

―¿Qué te sucede mamá? ―Volvió a preguntar. ―Estabas bien durante el día y cuando me llevaste a la escuela.

―No te preocupes hija. ―Le respondió ella finalmente.―Hoy desperté con un poco de malestar y en lugar de descansar, me la pasé haciendo las cosas de la casa. Creo que mi cuerpo solo me está pidiendo que descanse y eso haré... Ven a darle un beso a tu madre. ―Le dijo mientras levantaba los brazos en su dirección para abrazarla.

Melisa se acercó y dio un gran abrazo a su madre. ―Te quiero mucho mamá.―Le dijo luego de darle un beso en la mejilla.

-

A la mañana siguiente, Melisa se dirigió a la habitación de su madre, dispuesta a saludarla, pero su padre la detuvo en la puerta.―Tu madre está dormida, será mejor que la dejemos descansar.―Dijo.―Hoy yo te llevaré a la escuela. Ve a desayunar y prepara tus cosas.

Melisa, aunque estaba seriamente preocupada, obedeció. Luego de desayunar, se subió al automóvil. Mientras se alejaban, no pudo evitar permanecer observando la casa hasta que la perdió de vista a lo lejos.

―Mamá está bien hija. ―Le dijo su padre al ver su cara de preocupación. ―Solo es cansancio, o quizás alguna comida que le ha caído mal. Verás que cuando vuelvas de la escuela, ella ya estará bien.

―Papá no quiero que mamá se muera.―Dijo con lágrimas brillando en sus ojos color café.

―¿Por qué dices esas cosas? Tu mamá no morirá. Sé que estás triste por lo de tu perro, pero te prometo que ella estará bien.

―¿Cómo puedes estar seguro?

―Porque la conozco. Ella es muy fuerte, es mi razón de vivir además de ti. En los largos años que llevo de conocerla, ella siempre lo ha superado todo. Incluso soportó largos años esperando que yo volviera del servicio militar. Cada semana ella me enviaba una carta diciendo lo mucho que me quería y que resistiera, y eso hice, resistí siempre pensando en que al volver, ella estaría esperándome. Por eso sé que ella resistirá, lo hará por nosotros. Siempre nos imaginamos siendo ancianos, estar sentados en el pórtico viendo el atardecer mientras tu llegas, convertida en toda una mujer. Incluso nos imaginamos en lo que te convertirás, quizás una doctora importante, una actríz famosa o Dios no lo permita, en una política de renombre.

Melisa sonrió.―No quiero ser una política.―Exclamó.

―Gracias al cielo hija. Tienes toda una vida por delante y nosotros estaremos para tí en cada paso que des.

Aunque su padre logró tranquilizarla, aquel día en la escuela pareció interminable. Melisa sentía como la preocupación le removía el estómago y le oprimía el pecho. Diego se acercó nuevamente hasta ella.

―¿Qué te sucede?―Preguntó mientras apoyaba las muletas y se sentaba en el suelo del patio junto a ella.

―Mi mamá está enferma.―Respondió mientras secaba una lágrima que se formaba nuevamente en sus ojos.

―¿y eso qué? Los adultos se enferman todo el tiempo. ¿Cual es tu preocupación?

―Siento una sensación extraña. Esta vez siento que será diferente. No quiero que nada le pase a mi mamá.

―Creo que estás exagerando. Créeme hay cosas peores que una gripe o un dolor de estómago.―Hizo un gesto señalando sus muletas. ―Tú mamá estará bien.

Cuando el horario de clases terminó, Melisa permaneció bajo la sombra de un lapacho que crecía en la vereda frente a la escuela. Esperó allí a que alguno de sus padres lo buscaran como hacían cada día. Pero los minutos fueron pasando. Pronto, todos los otros niños ya se habían marchado. La escuela estaba a oscuras y solitaria. Al mirar hacia las ventanas de las aulas vacías no pudo evitar sentir miedo. Sintió como si desde dentro, alguien la observaba.

Finalmente, luego de casi dos horas de espera, con los ojos repletos de lágrimas que intentaba ocultar, vio a lo lejos como su pequeño automóvil se aproximaba. Su rostro se iluminó de repente. Pensó que habían tenido un desperfecto mecánico y eso los había atrasado, después de todo, el viejo automóvil fallaba frecuentemente.

Pero la sonrisa que se le había dibujado tenuemente se borró tan pronto como vio el rostro triste de su padre. Tenía un semblante sombrío y lleno de preocupación. ―Lo siento hija.―Le dijo su padre mientras Melisa subía en el asiento del acompañante.―No he podido buscarte antes. Tuve que llevar a tu madre al hospital.

―¿Qué le sucedió a mi mamá? ―Preguntó la niña sintiendo que sus peores miedos se hacían realidad de manera repentina.

―No se sentía muy bien. Intentó levantarse de la cama, pero estaba muy débil. La encontré desmayada en el piso de la habitación, así que la llevé de inmediato al hospital. Ahora está en observación. ¿Crees que podrías quedarte en casa de tu amigo Diego?

―¿Puedo ir contigo?―Preguntó con sus ojos completamente anegados por lágrimas.

―El hospital no es lugar para niños.―Le respondió su padre.

―No importa papá. Prefiero estar ahí junto a mi mamá. Prometo portarme bien y permanecer quieta, pero por favor déjame ir contigo.

Su padre aceptó. Juntos se dirigieron al hospital de San Antonio. Antes de entrar, la niña observó las paredes de ladrillos desgastados que formaban la fachada del viejo edificio, uno de los más antiguos del pequeño poblado junto a la iglesia y la escuela.

Permanecieron sentados en sillas de plástico baratas en la precaria sala de espera. La niña sentía un inexplicable miedo que la hacía temblar tenuemente, como si de una fría tarde de invierno se tratara. Luego de varias horas, sus párpados comenzaron a pesarle. Poco a poco sus ojos se fueron cerrando hasta quedarse profundamente dormida, con su cabeza apoyada en las piernas de su padre.

―Despierta hija.―Escuchó llamarla a su padre. Todavía somnolienta, miró a su alrededor, desconcertada. Tardó unos segundos en recordar que estaba en la sala de espera del viejo Hospital.

El doctor Claudio Toth, un joven de no más de 35 años de edad, vestido con un guardapolvos blanco, como los que usaban los alumnos en las escuelas, hablaba con su padre. Por más que intentó, no pudo oír lo que decían. Finalmente, el doctor los dejó pasar. A su madre la habían pasado a la sala común de internación, así que ya les era permitido visitarla, e incluso quedar con ella durante el día o la noche.

Cuando la niña entró a esa sombría habitación de hospital no pudo evitar que, nuevamente las lágrimas cayeran desde sus ojos, rodaran por sus mejillas y terminaran en el piso de cerámicas grises. Allí estaba su madre, acostada. Lucía increíblemente pálida, casi de una tonalidad gris. Tenía profundas ojeras. Sus pulmones se hinchaban tomando aire y luego lo expulsaban pausadamente, como si realmente estuviera luchando por respirar. Parecía ser otra mujer, una que llevaba años enferma, y no la dulce joven llena de energía que le daba sus besos de buenas noches y la arropaba con dulzura cuando llegaba la hora de ir a dormir. Hasta sus cabellos dorados como la luz del amanecer habían perdido su color.

La niña y su padre la contemplaron horrorizados. Permanecieron parados junto a ella, tomados de la mano. Ninguno podía creer como aquel ángel se había convertido en aquel ser que dormitaba en aquella fría cama. Intentaron hablarle, pero no hubo respuesta. Ella seguía sumida en un profundo sueño.

―¿Qué le pasa a mamá? ―Preguntó angustiada, sintiendo como sus peores pesadillas se volvían realidad frente a sus ojos.

―No lo sé.―Se limitó a contestarle su padre. En el fondo se encontraba tan angustiado como ella, pero intentaba mantener la calma viendo como el amor de su vida se marchitaba como una hoja seca en el otoño. El doctor le había explicado que su esposa tenía una rara enfermedad en su sangre. Sus glóbulos rojos habían desaparecido casi por completo de un día para el otro. Era algo demasiado extraño. El doctor insistió que nunca antes había visto algo como eso. Se le hicieron transfusiones, pero aún así, su condición no mejoraba.

Aquella noche, Melisa se quedó dormida en el sillón junto a la cama en la que se encontraba su madre. Su padre caminaba de un lado para el otro como un animal enjaulado. Cada tanto, llevaba su mano hacia sus ojos quitándose las lágrimas para que su hija no lo viera llorar.

La niña se despertó de repente. No sabía bien qué hora era. Quizás solo se había dormido unos minutos, o quizás, habían sido horas. No estaba segura. La habitación estaba en completa oscuridad. Buscó a su padre pero no lo vio. Quizás había salido a hablar con el doctor, o quizás había salido a fumar. Ella lo había visto fumar a escondidas detrás del granero, esperando que su madre no se enterara. Con todo lo que estaba pasando, lo más probable era que estuviera afuera llenando sus pulmones de humo de tabaco, intentando estar lo suficientemente calmado para afrontar la situación.

Melisa miró hacia la ventana. Las cortinas flameaban suavemente movidas por la brisa. La pálida luz de la luna se colaba entre ella iluminando tenuemente el cuarto. Mientras agudizaba su vista intentando que se adaptara a la escasa iluminación, miró en dirección a la cama de su madre. Pudo ver la silueta que se dibujaba bajo las sábanas amarillentas. El cuerpo de su madre estaba mirando hacia el techo, completamente recto y rígido. Vino a su mente la imagen de una momia que había visto en una vieja película en blanco y negro. Se puso de pie, dispuesta a acercarse a su madre, pero entonces notó algo. Un pequeño bulto negro se hallaba junto a la cama. Al principio no distinguió que era. Parecía ser algo pequeño que apenas sobresalía, pero al acercarse un poco más, horrorizada notó como el pequeño bulto se ponía de pie. Una figura alta y encorvada apareció ante ella. Las cortinas flameaban con más fuerza mientras una potente ráfaga de viento, frío como una noche invernal entraba al cuarto. Entonces dos ojos amarillentos resplandecieron en aquella figura. Melisa dio un grito de espanto y corrió hasta el interruptor de la luz. La lámpara parpadeo un par de veces antes de encenderse por completo. El cuarto estaba vacío. No había nada allí.

Su padre entró corriendo derramándose un poco de café hirviendo que traía en un vaso de telgopor.

― ¿Qué sucede hija? ―Preguntó mientras sacudía su mano para aliviar el dolor del café quemando su piel.

―Había alguien aquí papá.―Dijo la niña asustada.―Junto a la cama de mamá... había alguien.

El padre apoyó el café en la mesa junto al sillón y se acercó. Su esposa estaba profundamente dormida. No había nadie junto a ella. Luego miró por la ventana, hacia el exterior. Tampoco vio nada. Solo la luna que se asomaba tras una delgada línea de nubes.

―No hay nadie aquí hija. Quizás has tenido una pesadilla.

―Pero... lo vi, papá. Había alguien aquí... tienes que creerme.

―Escucha. Sé que estás pasando por mucho. Estás preocupada por mamá y estás asustada. Yo también lo estoy, estoy asustado como nunca lo he estado. Este hospital da miedo, no es un buen lugar para que esté una niña. Mamá estará bien, pero mañana necesito que te quedes en la casa de tu amigo Diego. Ya he hablado con sus padres y están de acuerdo.

―Pero no quiero irme. Quiero estar con mi mamá...

―Lo sé. Sé que quieres estar aquí, pero no es un buen lugar para estar. Te quedarás con tu amigo y vendrás a verla más tarde... Necesitas comer, dormir y sobre todo darte un baño.―Intentó emitir una sonrisa fingida, pero la comisura de sus labios apenas se movió en su rostro cansado. ―Ahora ven. Intenta dormir un poco más. Por la mañana vendrán a buscarte.

Padre e hija se acomodaron como pudieron en el incómodo sillón. Su padre se quedó dormido en poco tiempo. Estaba exhausto. Pero Melisa no pudo volver a dormirse. Permaneció mirando hacia su madre. La imagen de las cortinas flameando como fantasmas blanquecinos, la ponía nerviosa. Se levantó y se dispuso a cerrar las ventanas. Miró nuevamente hacia el exterior. El hospital se hallaba casi a las afueras del pueblo, sobre una colina. Desde allí podía ver las amarillentas luces de las casas. También podía ver el camino de tierra que se abría paso a través del bosque, más allá del límite del pueblo, y que conducía hasta el cementerio de San Antonio. Parecía irónico que el hospital fuera el último edificio antes del cementerio, como si se tratara de la última parada antes del destino final. Cerró las ventanas y puso la pequeña traba, con la esperanza de que aquel trozo de metal sirviera para mantener fuera a cualquier cosa que anduviera en la oscuridad.

Se volvió para dirigirse nuevamente al sillón junto a su padre, cuando vio a su madre sentada en la cama. Lucía perdida, miraba hacia todas direcciones, como si buscara algo que hubiese perdido.

―Mamá.―Dijo la niña, con una mezcla de emoción y miedo.―¡Estás despierta!

Pero su madre no le respondió. Continuaba en búsqueda de aquello que no se podía ver. Su respiración se agitaba, como si se encontrara desesperada. ―¡Mamá!―Volvió a llamarla.

Al escuchar el grito de su hija, el padre se despertó de improviso. Vió a su esposa con los ojos desorbitados, como si de una demente se tratara. Corrió hacia ella y la sujetó de los hombros.

―¿Te encuentras bien?―Preguntó. ―Isabela ¿Puedes escucharme?

Ella seguía sin contestar. Su respiración se agitaba más y más. Pronto comenzó a dar gritos desesperados, como si fuese una madre a quien le arrebataron su bebé al nacer. Su esposo intentaba calmarla. Pronto entraron a la habitación el doctor y dos enfermeras. La niña fue sacada fuera mientras no podía dejar de ver aquella imagen de su madre dando alaridos angustiados. La puerta del cuarto se cerró trás ella evitando que viera a su madre.

Pasó casi una hora sentada en la incómoda silla de plástico de la sala de espera, junto a la habitación de su madre, hasta que al fin su padre apareció. Se sentó junto a ella en silencio. Tenía la mirada perdida con lágrimas que comenzaban a brillar bajo sus cansados párpados.

―¿Papá? ―Preguntó asustada. ―Por favor dime qué ha pasado. ¿Papá?

―No lo sé... ―Fue su fría respuesta. Luego puso sus manos sobre su rostro y comenzó a llorar desconsoladamente. Melisa jamás lo había visto así. René Espinosa tenía toda la apariencia de un hombre rudo, con su rostro cubierto por una tupida barba, sus grandes músculos producto de un arduo trabajo en la cosecha y sus manos enorme como platos, no era del tipo que llora fácilmente, pero allí estaba, desbordado en un mar de lágrimas. Aquella situación era demasiado para él. Esta vez fue la niña quien intentó tranquilizarlo, se acercó hasta él y lo abrazó.

―Todo estará bien papá. ―Le susurró deseando con todas sus fuerzas que fuera verdad.

-

Melisa permaneció pegada a la ventana de la casa de los Vargas observando como el automóvil de su padre se alejaba.

―No te preocupes. Tú mamá estará bien.―Le dijo Diego mientras apoyaba su mano en el hombro de su amiga. ―Recuerda que los adultos se enferman todo el tiempo, luego vuelven a la normalidad como si nada hubiera pasado.

―No lo sé. Nunca la había visto así. La forma en la que me miraba... parecía como si no fuera mi madre... además... pasó otra cosa.

Melisa esperó durante todo el día, pero su padre no regresó. Al caer la noche, se acostó en un colchón en el piso, colocado junto a la cama de su amigo. Permanecía en silencio mirando hacia el techo.

―¿Estás despierta? ―Preguntó Diego desde la cama.

―Sí. No creo que pueda dormir. Estoy demasiado preocupada y tengo miedo.

―¿A qué le temes? Tu madre solo está enferma, ya se pondrá bien. Seguramente mañana iremos al hospital junto a mis padres para visitar a tu madre.

―No creo que sea una enfermedad Diego. Aquella noche creo que vi algo en la habitación, algo que ya había visto antes.

―¿Qué has visto? ―Preguntó Diego intrigado asomando su cabeza desde la cama.

―La noche en que murió mi perro, creí ver a alguien junto al árbol bajo el cual lo enterramos. No se quien era. Era un hombre alto, pálido, miraba fijamente hacia mi ventana. De un momento a otro, no lo vi más. Pensé que era un sueño... pero anoche en el hospital, creo que lo he vuelto a ver junto a la cama de mi madre.

Diego tragó saliva. ―¿Quién crees que era?

―No lo sé, pero creo que le está haciendo daño a mi madre. Intenté decirle a mi padre, pero pensé que no me creería. Estaba demasiado nervioso y alterado.

―¿Crees que era un espíritu?

―¿Como un fantasma?―Preguntó Melisa sintiendo como los vellos del brazo se le erizaban por completo.

―Eso exactamente, un fantasma, quizás hasta un demonio. Alguna criatura de la noche... este pueblo está repleto de historias como esas.

―¿Tú crees en esas cosas?

―No sé en qué creer, pero mi padre me contó una vez... creo que me dijo que fue en el año 1982... no lo recuerdo con exactitud, lo único que recuerdo de aquel relato es que yo era solo un bebé. Aquel año, hubo una gran tormenta que casi borró a San Antonio del mapa.

―También he oído sobre la inundación. Fue dos años antes de que yo naciera, he escuchado que las calles se convirtieron en torrentes.

―Si, todo el mundo sabe de la inundación. Esa noche hubo muchos desaparecidos, muchos fueron atribuidos a la tormenta, pero algunos juraron ver espectros corriendo sobre las casas, por montones, arrastrando a las personas que se encontraban desprevenidas.

― ¿Cómo eran estos espectros?

―Mi abuelo me dijo que eran como niños, pero su aspecto era sombrío, completamente negros, incluso la parte blanca de sus ojos... pero ellos no eran lo peor. Mi abuelo me juró en aquella ocasión que vio una enorme serpiente, salida de las profundidades. Una criatura que algunos llamaron, "la madre del agua"... Pero como te estaba diciendo, no sé en qué| creer. Ya sabes como son los adultos, siempre intentando asustar a los pequeños con sus historias.

―Pero aquello que vi, no era una serpiente, y no era como uno de esos espectros que mencionas, los ojos de aquel hombre parecían brillar en la oscuridad. No se de que se trate, quizás solo me lo imaginé, pero siento que algo malo le está pasando a mi madre.

―Solo quédate tranquila. Verás como tu madre se recupera muy pronto.

Aquella noche, Melisa no pudo dormir. Su joven mente era atormentada por pensamientos y en el centro de todos, estaba su madre, gritando desde algún lugar oscuro, estaba atrapada. Parecía estar dentro de un ataúd extendiendo su mano para que ella la ayudara.

Eran alrededor de las 3 de la mañana. Melisa se puso de pie y se acercó a la ventana. El sonido de los grillos y el tenue silbido del viento eran los únicos sonidos que se percibían en la soledad de la noche otoñal. Sobre los campos, la luna llena brillaba amenazante, como si fuera el enorme ojo de una bestia que todo lo observa. La niña miró hacia la oscuridad de los campos, su mirada sondeaba las figuras que proyectaban su sombra dibujando siniestras figuras. Intentó ver aquel ser, pero no lo consiguió, al menos aquella noche, nada acechaba en lo oscuro.


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