Soledad compartida

La primera impresión de Montevideo que se hizo Diego fue que era tan pueblerina como San José, pero en escala mayor. Estaba lejos de la locura y la desconfianza colectiva de Buenos Aires. Muy, muy lejos. Tanto, que le llevó menos de una semana conseguir trabajo como sereno en un depósito de máquinas para reparación de calles, a pesar de que no tenía referencias laborales, ni menos personales. Su nuevo jefe, el señor Bonilla, un cuarentón gordo y calvo, de voz rasposa de fumador y brazos como troncos, no le hizo preguntas, aunque se cuidó bien de mostrarle las cámaras de seguridad que cubrían el campo sembrado de máquinas amarillas, en diferente estado de conservación, y cercado con un tejido de alambres de los que se usaban para construir gallineros. El hombre no se molestaba en poner un cerramiento mejor porque el barrio, un suburbio al norte de Montevideo, estaba, según dijo mientras sacudía los brazos en un gesto dramático, lleno de malandras que le rompían cualquier alambrado para robarse igual una batería que después reducían para comprar pasta base, los atorrantes esos, ¡que ojalá los milicos los agarren y les den bastante palo para que se dejen de joder a los laburantes!

Después de un tiempo de verlo viajar en ómnibus, dos horas de ida y dos de vuelta, de lunes a viernes, desde la pensión donde había conseguido una pieza miserable y cara, hasta el depósito, el señor Bonilla se apiadó de él y le señaló un contenedor abandonado, de esos que traían los repuestos para arreglar la maquinaria. Era un pedazo de chatarra que en otro tiempo se había acondicionado para usar como oficina, y que luego devino en depósito de objetos en desuso:

—Si te animás a limpiar ese contenedor te dejo que lo usés para dormir —le dijo mientras señalaba el objeto en cuestión como si fuera un moderno apartamento.

«Parece que me tomó confianza», pensó Diego, a pesar de que no sabía si ese arreglo le servía más a él o a su jefe: iba a tener que quedarse allí los fines de semana aunque no fueran sus días de trabajo, y por puro compromiso tendría que avisar si veía movimientos sospechosos, por supuesto que sin cobrar horas extras. Además el contenedor estaba en un estado tal que daban ganas de rociarlo con kerosén y prenderlo fuego. Igual aceptó.

La limpieza le llevó una semana completa, gracias a la ayuda de la lluvia: sin nada mejor que hacer mientras esperaban a que el tiempo se arreglara, los otros empleados del señor Bonilla lo ayudaron a sacar pedazos de hierros irreconocibles, cajas de las cuales saltaban alimañas de todo tipo, un par de computadoras viejas con sus correspondientes monitores, torres e impresoras, y hasta un escritorio de metal tan pesado que casi les provocó una hernia de disco.

A fuerza de baldes de agua con jabón y mucho, muchísimo hipoclorito, aquel armatoste quedó más que decente y, después de que se pudo comprar una cama usada y una cajonera que le iba a servir para poner su ropa, en un remate, Diego se mudó al depósito.

Estaba contento: ese no era el mejor lugar del mundo, pero se iba a ahorrar la tarifa de usura de la pensión, y además tenía cuatro horas más para hacer lo que quisiera. Lo único que esperaba era tener suerte y poder quedarse en ese lugar una temporada larga.

                          ***

Las noches en el depósito de maquinaria por lo general eran tranquilas. Diego se acostumbró a meditar en soledad mientras recorría el alambrado, vigilando que no hubiera agujeros. Después pasaba un rato tras el monitor que mostraba las imágenes de las cámaras de seguridad, tomando café, y cuando le daba sueño hacía otra recorrida, linterna en mano. En otra época los rateros del barrio habían tenido en jaque al señor Bonilla con sus robos y destrozos, pero ahora, entre las cámaras y la presencia de un sereno, parecía que se habían calmado, al menos por el momento.

De día, en cambio, las cosas eran distintas: el turno de Diego se terminaba a las siete de la mañana. Cuando lo relevaba el señor Bonilla él salía a comprarse algo para desayunar y después irse a descansar, y cuando volvía, media hora más tarde, el depósito era un caos: los empleados ya habían llegado y estaban en plena actividad, encendiendo las máquinas para calentar los motores o saliendo para las obras. Después de un saludo apresurado, Diego se encerraba en el contenedor para no llenarse de tierra ni respirar los vapores de aceite y combustible a medio quemar, que lo dejaban tosiendo hasta casi echar el estómago, aunque a nadie allí parecía afectarle.

Dormir era pretender demasiado: el contenedor tenía una ventana, pero Diego debía mantenerla cerrada si no quería que le entrara la tierra además del ruido. Para dormir ponía música en el celular y se colocaba unos auriculares, pero el suelo vibraba y hacía saltar su cama cada vez que una de las máquinas pasaba cerca. Después de unas semanas de agonía, el cansancio lo venció y terminó durmiendo a pesar de la falta de aire y la vibración. Estaba cansado pero tranquilo: creía que nadie lo encontraría en ese lugar tan apartado, y el señor Bonilla le pagaba puntualmente al final de cada quincena. Sábados y domingos el depósito quedaba cerrado, y Diego se daba una recorrida nocturna para tranquilizar a su jefe. Pero de día aprovechaba para  caminar por la zona: hacía ejercicio y de paso conocía un poco el barrio. Había descubierto un pequeño local de comidas caseras, sencillo pero limpio, atendido por dos mujeres que parecían ser madre e hija. Allí se comía barato, y Diego sentía un poco del amor de su hogar cuando le servían un plato de pasta con salsa o alguna comida de olla. Trataba de no hacer caso al cuchicheo de las mujeres, y esquivar los interrogatorios de la mayor:

—¿Cómo está? ¿Cómo ha pasado la semana? —le preguntaba mientras le lanzaba sonrisas de costado a la más joven que, roja de vergüenza, escondía la cara detrás de ollas y sartenes, y lo espiaba desde allí.

—Bien, gracias. —Diego no tenía mucho que decir: su vida eran cinco noches en vela, cinco días tratando de dormir, y dos días libres que no lo eran tanto. Su única diversión era comer por poco dinero, y su único deseo, vivir tranquilo. 

—¿Mucho trabajo? —La mujer estaba empecinada en averiguar sobre su vida, y él empecinado en no decirle nada:

—Sí, algo.

Diego luchaba contra la nostalgia cuando le parecía descubrir en aquellas comidas el sabor de las especias que usaba su madre. Había cambiado de ciudad varias veces, siempre dentro  de Argentina, por miedo a que la policía lo estuviera buscando si su familia había denunciado su desaparición. Por precaución rompía la tarjeta SIM de su teléfono y compraba una nueva cada vez. No sabía si eso servía para algo, pero le quitaba un poco el pánico cuando se mudaba. Varias veces pensó en llamar a su tía, pero nunca se atrevió.

Luego de comer un guiso de lentejas que calentó su estómago, y de tomarse un par de cervezas que le dejaron una sensación de vacío en la cabeza, se levantó de la mesa, le pagó a la mujer mayor sin mirar a la hija, y se fue rumbo a su otra cita obligada de los domingos: unas cuadras más adelante había una plaza, de esas que marcaban el centro de cada barrio de Montevideo: una manzana completa con árboles altos y añejos, caminos para gente que quisiera hacer ejercicio, asientos de piedra por aquí y por allá, y un rincón de juegos para los niños. Diego se había hecho amigo de dos perros callejeros que vivían en la plaza, merodeando entre la gente para buscar qué comer. Les llevaba un poco de comida aunque no le sobrara el dinero; esos pobres animales estaban peor que él, y lo recibían con tanto cariño, que Diego veía ese gasto extra como dinero bien invertido. Pero cuando llegó esa tarde a la plaza, se encontró con uno solo de los perros:

—¿Dónde está tu amigo? —le preguntó al animal, que se pegó a él con las orejas caídas y la mirada triste. El guardia de seguridad de la plaza lo reconoció y se acercó a hablarle:

—Tengo una mala noticia: al otro perro lo atropelló un auto. —Recién ahí Diego pudo entender la actitud del pobre animal: se había quedado solo después de presenciar la muerte de su compañero.

—Pobrecito… —le dijo, y después le rascó las orejas. Lo único que podía hacer por él era dejarle toda la comida que había llevado. Pero cuando emprendió el camino de regreso al depósito de maquinarias, el perro lo siguió.

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