Sin miedo a nada

Por primera vez en años, Benicio se sintió feliz en las dos modestas habitaciones que constituían su apartamento. Debajo del montón de cajas y envoltorios que se habían acumulado y que Diego fue sacando de a poco, había objetos que casi había olvidado. En un rinconcito contra la ventana puso la antigua mecedora en donde su esposa se sentaba a tomar sol en el otoño, mientras tejía para él, apurada para que no la agarrara el invierno, unos calcetines de lana bien gruesa. A Benicio no le gustaba usarlos, pero después de que ella se fue, víctima de una enfermedad cruel y dolorosa, comenzó a atesorar esos calcetines hasta el punto en que guardó sin estrenar los últimos que ella tejió trabajosamente, en sus últimos días, para que no se le rompieran y no perder así otro preciado recuerdo: ella protestando porque se le escapaban los puntos cada vez que Benicio le cebaba un mate, y él también quejándose por los colores tan chillones que ella elegía para el tejido.

En medio de la habitación principal Diego acomodó una mesa con dos sillas. Un florero antiguo de cerámica que tenía una esquina cascada pero aún servía, y al que le había puesto unas alegres florecitas del campo que crecían en un baldío cercano, le sirvió como decoración. Después preparó dos tazas de café porque debía hablar con Benicio antes de mudarse con él.

El mayor pensó que Diego le iba a contar el problema que tenía con su padre, pero se sorprendió ante una increíble historia de fobias y muertes. ¿Qué era eso que le estaba contando ese muchacho? ¿Su madre había muerto porque un ratón se le metió en la ropa? ¿Su padre tenía pesadillas en las que se despertaba gritando? ¿El dependiente de un supermercado en donde trabajó en Buenos Aires cayó muerto frente a él, y unas avispas salieron de su boca? ¿A un pasajero del ómnibus en el que vino a Uruguay le pasó lo mismo, pero con arañas? ¿El maquinista de uno de sus primeros trabajos en Montevideo? ¿Su tío...? ¿La inquilina de una pensión de San José..? ¿La doctora Velázquez también..?

Diego se había ido del depósito de maquinaria vial luego de una tragedia que hasta ese momento no se había atrevido a contarle a nadie. Le mintió a Andrea cuando dijo que el señor Bonilla no quería a Frank: en realidad la desgracia lo había alcanzado una mañana de lluvia en la que dormía profundamente en el contenedor del depósito, gracias a la falta de ruido. Uno de los maquinistas, aburrido porque debía esperar a que el tiempo mejorara para salir a trabajar, se quedó dormido en la cabina de su vehículo. Horas después, cuando salió el sol y el jefe lo fue a buscar, lo encontró muerto.

A las dos de la tarde Diego salió del contenedor, dispuesto a buscar algo de comida para él y para Frank, que iba, como siempre, pegado a sus pies, cuando se encontró con el revuelo en el depósito: el señor Bonilla se secaba los ojos en un rincón mientras hablaba con dos policías; un par de maquinistas se habían sentado en el suelo y se agarraban la cabeza. Un coche de la morgue judicial estaba estacionado en la entrada.

Sin poder mover un músculo, Diego contempló el rostro del fallecido maquinista mientras lo bajaban del vehículo y lo metían en una bolsa para cadáveres: tenía la misma expresión aterrorizada de los que habían muerto cerca de él, cuando se dormía.

-El señor Bonilla dijo que cuando abrió la puerta de la máquina, le salió volando un murciélago -comentó alguien-. Pobre compañero... Se debe haber muerto de la impresión.

-¡Qué desgracia! -respondió otro-. Pero, ¿cómo hizo un murciélago para meterse en la cabina?

Frank se pegó a las piernas de Diego como si sospechara que estaba ocurriendo algo malo. Olió el aire, lanzó un aullido y se echó a correr rumbo a la calle.

-¡Frank! -Diego corrió tras el perro, que no aminoró la marcha. Cuando lo adelantó casi por media cuadra y dobló la esquina rumbo a una avenida transitada, el muchacho pensó que lo iba a atropellar un auto.

Sin aliento, llegó a la esquina y vio a un anciano que había logrado sujetar a Frank y lo alzaba en brazos: el perro jadeaba tanto que ni siquiera se resistió al agarre de aquel desconocido.

-¿Es suyo? -le preguntó el anciano cuando Diego llegó hasta ellos. Él no podía hablar, pero le hizo que sí con la cabeza mientras extendía las manos hacia su mascota, que saltó a sus brazos y escondió la cara dentro de su chaqueta.

-Gracias... señor... -pudo al fin susurrar Diego. El anciano le respondió que no era nada, y le aconsejó que le pusiera a Frank una chapita identificatoria con un número de teléfono, por si se perdía. Rascó al perro entre las orejas, con una sonrisa afable, y antes de marcharse le dijo que no fuera tan travieso.

Diego se sentó en el cordón de la vereda sin soltar a Frank, que se quedó quieto mientras su dueño derramaba lágrimas sobre su pelaje duro, como si supiera que en ese momento lo necesitaba más que nunca. Con todo el dolor del alma, unos días después le entregó la renuncia al señor Bonilla. El jefe creyó que se había impresionado por la muerte del maquinista, y no le dijo nada; le pagó lo que le debía, le dio unos afectuosos golpecitos a Frank en el lomo, y les deseó suerte.

Después de la confesión de Diego y de todas las preguntas que le hizo y que lo dejaron más confuso que antes, Benicio pensó en animales y situaciones peligrosas, y no logró recordar ninguna que le provocase miedo. En su niñez en el campo, los insectos no le molestaban, y las alimañas que se acercaban volando, corriendo o reptando, las cazaba con las manos y las lanzaba lejos, porque tampoco quería matarlas inútilmente. Se lanzaba a nadar en ríos y arroyos, se trepaba a los árboles sin miedo a caerse, y montaba a caballo para galopar de cara al viento, con la felicidad que daba el sentirse libre. Se quedó tranquilo pensando que nada lo podía afectar, y después razonó: le había tomado cariño a Diego, un cariño de esos que los hombres sin familia le toman a alguien que podría ser su hijo, y hasta ese momento había creído ciegamente en todo lo que le había dicho. Pero lo que el chico acababa de confesarle, que estaba seguro de que, de alguna forma, provocaba esas pesadillas y muertes, era demasiado extraño:

-Pará, pará -lo interrumpió-, ¿estás seguro de lo que decís?

-Sí -le aseguró Diego-. Por desgracia, todo es tal y como te lo estoy contando. Esa gente se murió a mi alrededor después de dormirse y tener una pesadilla, justo cuando yo también me dormí cerca. Por suerte no pasó lo mismo con mi tío y mi padre, y tampoco con Andrea, pero eso fue pura casualidad.

-¡Qué cosa de locos! -La taza de café de Benicio se había enfriado, pero igual le dio un sorbo. Después puso cara de asco-. ¡Esta porquería! -exclamó-. ¿Pero fuiste al médico?

-¿Cómo voy a ir a un médico, Benicio? -protestó Diego-. ¿Qué decís?

-Sí, sí, claro. Si le contás esta historia a alguien, seguro te meten en el manicomio -observó Benicio. Diego tampoco había terminado su café, y no se asombró por la actitud de su amigo, que se levantó con un movimiento enérgico y se fue directo hacia la mesada de la cocina, donde tenía la jarra eléctrica. Parecía que necesitaba tener las manos ocupadas-. Voy a calentar agua para hacer más café.

-Yo no quiero, gracias -musitó Diego, mientras pensaba a dónde se iba a ir esta vez. Ya no tenía muchas opciones.

-¡Dale, dejate de joder y toma otra taza! -exclamó Benicio, al tiempo que la jarra, que había comenzado a canturrear con el agua que se calentaba, lanzó un último chorro de vapor y se apagó-. Todavía tenés muchas cosas que explicarme.

-Primero tengo que encontrar un lugar donde vivir. Acá, contigo, es un riesgo y no quiero...

-¡Pero qué pedazo de boludo! -Benicio resopló mientras ponía el café instantáneo y el azúcar en las tazas-. ¿Qué clase de mala gente te crees que soy? ¿En serio pensás que te voy a dejar en la calle después de la limpieza que le hiciste a mi casa? ¡Y eso no sería nada! Aunque no hubieras juntado un papel del piso, igual sos mi amigo y tengo que ayudarte. De alguna forma nos vamos a arreglar.

A Diego casi se le saltaron las lágrimas:

-¿En serio me aceptás a pesar de lo que te conté?

Benicio se acomodó en la silla, y le alcanzó su taza:

-Mirá, muchacho, lo que me contaste es rarísimo, pero te voy a dar el beneficio de la duda. Esta noche vas a dormir acá, y después vemos qué pasa.

-¡Pero no...! -Diego se espantó ante la posibilidad de provocar una pesadilla en su amigo-. Dormí vos y yo me quedo despierto hasta que amanezca. Mañana voy a salir a buscar trabajo, y si puedo duermo un rato de tarde.

-No empecés -lo reprendió Benicio-. ¡Haceme caso! Dormí tranquilo y mañana vemos.

Diego vio a su amigo tan confiado, que sintió que no le había creído. Le hizo un ligero «sí» con la cabeza, y se preparó para pasar la noche en vela.

***

El sol que entraba por la ventana le pegó en la cara a Frank, que se despertó y lanzó un sonoro bostezo. Diego abrió los ojos y mecánicamente miró su reloj: la última vez que lo había visto eran las 3.30, y aún seguía luchando por no dormirse. Ahora eran las 7 de la mañana. Se había quedado dormido.

Se levantó de un salto. No había sentido ni un solo grito que llegara desde el dormitorio de Benicio y pensó, tratando de tranquilizarse, que tal vez era cierto que su amigo no le tenía miedo a nada. Abrió la puerta despacio, para no asustarlo, y la visión de su cadáver, tirado sobre la cama con el rostro gris y los ojos abiertos y aterrados, lo hizo caer de rodillas.

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