Paquirri
Diego llegó a Piriápolis pensando que le iba a resultar fácil emplearse en alguno de los hoteles para turistas de la ciudad. Pero aquello era un desierto: la avenida principal, que de un lado tenía los edificios comerciales y restaurantes, casi todos cerrados, y del otro una rambla custodiada por centenarias columnas de inspiración griega, pintadas de blanco, y con unas anchas escaleras de cemento que bajaban hasta la arena de una playa mansa y tranquila, estaba vacía. Dos o tres osados turistas, abrigados como para ir a esquiar a Bariloche, caminaban por la orilla del agua, resistiendo el aire helado que venía del mar.
Diego se asustó: ¿cómo iba a conseguir trabajo en esa ciudad sin gente? Conocía poco de Uruguay, y supuso, por error, que en ese balneario habría turistas todo el año. Recorrió las calles pidiendo cualquier trabajo en hoteles, restaurantes y supermercados; después de varios días se gastó el poco dinero que tenía, y terminó durmiendo en la calle.
***
Como Andrea suponía, no pasó ni un mes antes de que Benicio apareciera otra vez con Frank:
—¿Y ahora qué le dio de comer? —le preguntó, indignada. Apenas lo puso sobre la mesa de examinación, el perro comenzó a hacer arcadas, aunque no logró vomitar más que una saliva blanca y pastosa—. ¿No le dije que…?
—¡Yo no fui, doctora! —se defendió Benicio—. ¡Le juro que esta vez yo no fui! Es que tuve que salir y se lo dejé a Margot…
—¿Margot?
—Sí, Margot, una prostituta amiga de Diego…
Desde el mostrador del comercio llegó la exclamación de Lourdes, que por suerte no estaba atendiendo a ningún cliente:
—¿Así que aparte de traidor, ese tipo andaba con putas? ¡Era toda una fichita!
—No piensen mal —trató de excusarse Benicio, después de su espectacular metida de pata—. Diego no era el chulo de Margot, ni nada de eso. Solo eran amigos.
Andrea no podía creer lo que oía: ¿tenía tan poca capacidad para juzgar a la gente, que su ex empleado le había llegado a parecer una buena persona? Hasta había perdido horas de su tiempo tratando de enseñarle su oficio.
—¡Es un desastre ese tipo! —siguió bramando Lourdes, desde el salón—. ¡No se merece tener una mascota como Frank!
Andrea estaba de acuerdo con ella; ni Diego ni Benicio, y menos Margot, se merecían tener a ese perro:
—Deje a Frank conmigo —le propuso, y Lourdes pensó que a su amiga le había dado un ataque de demencia—. Yo puedo cuidarlo mejor que usted.
Estaba decidida a convencer a Benicio de que le dejara al perro, pero pensó que por lo menos el hombre se iba a resistir un poco. Todo lo contrario: se mostró aliviado por su oferta:
—Está bien. —Por un instante miró al perro como si le remordiera la conciencia, pero se repuso enseguida—. La verdad es que no tengo tiempo para cuidarlo. Hasta que Diego vuelva a buscarlo, es mejor que se quede con usted. Le prometo que mañana le traigo empanadas para agradecerle.
Andrea intentó decirle que no era necesario, pero una exclamación de Lourdes la interrumpió:
—¡Sí! ¡Venga cuando quiera!
***
Frank se quedó en la veterinaria, y a medida que Andrea le devolvió la salud, él le correspondió con un poco más de tolerancia hacia su persona. Pasaba todo el día en el local, haciendo amigos entre los animales callejeros que venían a buscar comida. En solidaridad con los de su clase, no le gustaban los que llegaban en brazos de sus dueños, vestidos como niños y oliendo a perfume; jamás aceptó que Lourdes le pusiera una capa para mantenerlo abrigado, y siempre prefirió dormir en una caja de cartón antes que en una cama comercial, de esas cubiertas de corderito falso. A la noche volvía con Andrea a la casa de sus padres. La primera vez llegó con un collar nuevo que tenía una chapita dorada con su nombre, pero igual el padre de la muchacha lo miró como si desentonara con el lujo que los rodeaba:
—¿Ahora traés el trabajo a casa?
La madre de Andrea se lo quedó mirando, y Frank le regaló una de esas sonrisas tontas que conquistaban a todo el mundo. Al hombre le lanzó un ladrido que lo hizo saltar del susto. Andrea se rió a carcajadas, y el autor de sus días se ofendió por su falta de respeto.
***
Cerca de la veterinaria vivía una anciana con su gato, paciente de Andrea: un ejemplar gris perla, gordo y dormilón. La señora solía llegar con el animal metido en un transportín, del que salía con cara de haberse echado una buena siesta por el camino. Nunca faltaba a sus citas para vacunas y tratamientos.
—Paco, Paquirri… —lo llamaba la mujer mientras le amasaba sus gordas mejillas de plata, para distraerlo cuando Andrea le aplicaba una inyección. El gato se quejaba un poco, pero se consolaba con una buena cucharada de comida húmeda.
Un día Andrea se enteró de la triste noticia de que la anciana había muerto: un hombre, que se presentó como su hijo, apareció en la veterinaria con Paco: había visto la dirección en su cartilla de vacunas. Tenía un aire de frialdad que contrastaba con lo cálida que había sido su madre:
—No tenemos dónde dejar al gato —le informó a Andrea—, no puedo llevarlo a mi casa porque tengo un perro que… —Después de darle un montón de razones por las que no podía tenerlo, le dijo que la familia había tomado la decisión de sacrificarlo.
—¿Cómo dice? —Paco había reconocido en Andrea la primera cara amistosa en días, y la observó con sus redondos ojos amarillos llenos de confianza. Le dio un ligero topetazo con su enorme cabeza, y la chica sintió una punzada en la boca del estómago. El gato tenía seis años y una salud excelente. Podía vivir el doble de eso y más, ¿y ese hombre tenía el descaro de pedirle que lo asesinara?—. ¡Yo lucho por la vida, señor! ¡La eutanasia se aplica a los animales enfermos que no tienen cura y están sufriendo!
—¿Entonces puedo dejárselo para que usted le consiga un nuevo dueño?
La chica estaba tan indignada que aceptó sin saber que se estaba creando un nuevo dolor de cabeza. Paco era precioso, muy sociable y cariñoso, pero nadie quiso llevárselo porque ya era adulto. De pronto Andrea se vio con dos mascotas a cargo que encima no confiaban el uno en el otro y se dedicaban a darle unos conciertos de bufidos y ladridos que la dejaban sorda.
La chica cayó en la cuenta de que no podía llevarse a Frank y a Paco a casa de sus padres. El destino la estaba poniendo ante una decisión que había postergado por años: irse a vivir sola. De lo contrario, si no quería que la enemistad de los dos animales pasara a mayores, iba a tener que rastrear a Diego Martínez para devolverle a su perro.
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