Nuevos arreglos

Andrea vivía cómoda en la casa de sus padres: tenía su propia habitación con baño privado, casi un monoambiente por el que no tenía que preocuparse ni por la limpieza, que hacía la empleada doméstica. Alguna vez habló de colaborar con los gastos de la casa, pero su padre se ofendió ante la sugerencia; el hombre tenía una mentalidad antigua: le parecía que tenía que ser el proveedor, hasta el punto en que su esposa nunca había trabajado más que en la administración del hogar, y por supuesto, él jamás había aceptado ni aceptaría dinero de su hija por cosas que creía que solo le correspondían a él.

Andrea nunca había pensado en vivir sola, y el dinero que ganaba lo reinvertía en la veterinaria. Con la llegada de Paco a su vida, las cosas habían cambiado. La idea de independizarse de sus padres y no tener que darles explicaciones, comenzó a gustarle. Aparte ya tenía treinta años, y era hora de hacer su vida. A los veintinueve no había tenido esa necesidad; se sentía distinta, todavía dentro de los veinte, pero pasar de golpe a los treinta fue como haber cumplido diez años juntos. Paco y Frank, esas nuevas responsabilidades que habían llegado a su vida, era la excusa perfecta: debía darles un hogar.

La antigua casona en donde vivieron Paco y su fallecida dueña, estaba a la venta. Lo que pedían por ella no era excesivo, más que nada porque, habitada toda la vida por esa señora mayor que de seguro no había tenido fuerzas ni dinero para hacerle arreglos, estaba poco menos que en la ruina: las paredes se habían descascarado y en algunos lugares hasta se les veían agujeros por los que asomaban los ladrillos de la construcción; los pisos, cubiertos por baldosas antiguas y rajadas, también necesitaban un cambio, y los baños y la cocina se veían como de la época de la colonia. Pero la casona era enorme: los ventanales de la sala daban a un jardín que, con un poco de cariño, podía transformarse en una belleza; los dormitorios eran de buen tamaño; en la cocina hasta se podía bailar de lo grande que era, y, lo mejor de todo, al fondo había un gigantesco patio que despertó la imaginación de la chica: rodeado de muros altos que garantizaban que los vecinos no se iban a molestar, era el lugar perfecto para construir un hotel de mascotas, servicio que se había puesto de moda en los últimos tiempos: cuando la gente se iba de viaje, en vez de dejar a sus animales en casa y al cuidado de conocidos o vecinos, los llevaban a esos hoteles por los que pagaban una buena cantidad de dinero para asegurarse de que, en su ausencia, estuvieran seguros y atendidos por profesionales.

Andrea había investigado el tema, y no se decidió más que nada porque para ella, que debía estar sí o sí en la veterinaria, le era imposible dividir su tiempo para atender también el hotel. Pero encontrar a Diego le dio el empujón que necesitaba:

—Puedo tomarte a tiempo completo y pagarte más, porque voy a poner un negocio —le había dicho, esperando que aceptara; Diego podía ser la diferencia entre que ella se decidiera a comprar aquella casa y refaccionarla. De lo contrario, Frank podía quedarse con ella en la casa de sus padres mientras ella buscaba otra solución, pero Paco tendría que vivir en la veterinaria, cosa que no era buena ni saludable para él.

Cabizbajo, Diego volvió con ella al apartamento. No tenía más remedio que seguirla si no quería pasar el resto del invierno bajo las escaleras de la playa de Piriápolis, y terminar apareciendo en los diarios por aparecer muerto por hipotermia. Frank caminaba dando saltitos a su lado, y cada tanto le lanzaba una de esas sonrisas tontas que le devolvían un poco el alma al cuerpo. 

—Pasá. —Andrea no quiso entrar primero: le parecía que si dejaba a Diego atrás, se le iba a escapar de nuevo. Pero el muchacho parecía resignado: sin decir una palabra, atravesó la puerta y se sentó cerca de la ventana, desde donde se podía ver el mar, a lo lejos:

—Qué lindo es este lugar —comentó en voz baja—. Me imagino que en verano debe ser mejor…

No se miraron mientras iniciaban una charla intrascendente, como para rellenar con algo el espacio muerto. Andrea se sintió extraña, como si hubiera metido en su casa a un completo desconocido. Y en realidad Diego sí era un desconocido, porque ni siquiera en sus conversaciones en la veterinaria, cuando parecía más distendido y dispuesto a hablar, le había contado algo de su vida: 

—Sí, es lindo… —Andrea observó, distraída, la línea que dividía el cielo del agua, entrecortada entre los edificios.

—¿Alguna vez viniste en verano? 

—Una vez. Me quedé con los padres de un amigo. —La palabra «amigo» era un eufemismo: Andrea había pasado dos noches de pesadilla años atrás, en la casa del padre de un ex novio, divorciado de su madre y con una nueva esposa que, usando la excusa de que necesitaba ayuda, la agarró de empleada doméstica. Su novio, más preocupado por no perderse el partido de fútbol en la tele que por ella, no se interesó en defenderla, y eso les costó una pelea de las tantas que iban a tener antes de separarse definitivamente—.  Mis padres tienen casa en Punta del Este. Cuando puedo voy a pasar unos días allá.

—¿Y Punta del Este también es lindo? —Diego sabía algo de esa ciudad: era el balneario más importante de Uruguay, y en enero solía llenarse de turistas argentinos y brasileños. Él nunca había ido porque era muy caro para su familia, que prefería vacacionar en Mar del Plata. No pudo evitar que las imágenes de su niñez en la playa llenaran su cabeza: su madre, con un traje de baño antiguo y un sombrero de ala ancha que podía cubrirla a ella y a toda su familia, saltando en la orilla porque el agua estaba muy fría, y su padre dormido bajo la sombrilla mientras él, con un pequeño balde de plástico y una palita, se dedicaba a cubrirlo de arena. Sacudió ligeramente la cabeza mientras buscaba algo que decir; aquellas imágenes dolían más que una migraña. Tenía que quitarse la sensación de incomodidad y las ganas de salir huyendo—. Nunca fui.

—También es lindo. —Andrea se retorció las manos y miró a su alrededor, como si quisiera calmarse memorizando la disposición de cada uno de los muebles del apartamento. ¿Sería mejor cocinar algo o pedir comida hecha? Jamás había cocinado nada que no fuera papas fritas con huevo frito, que se hacía por la cuenta cuando no había nadie en la cocina de la casa de sus padres—. ¿Tenés hambre?

—No… —Diego se moría de hambre: el yogur y las frutas de la noche anterior no le habían dado para mucho, y tampoco había desayunado—. Bueno, un poco sí.

—¿Qué querés comer?

—No sé… —musitó el chico, súbitamente avergonzado: si quería saciar su apetito tendría que ser gracias a la generosidad de su ex jefa—. Puedo cocinar, si querés.

—¿Sabés cocinar? —Andrea se sintió aliviada de no tener que hacer papas fritas y huevos fritos para dos. Iba a pasar vergüenza si se le rompían las yemas, cosa que le pasaba bastante seguido—. Podemos ir a comprar las cosas al supermercado. Vos hacés la comida y yo lavo los platos. ¿Te sirve?

—Me sirve. —Restaurada su dignidad, Diego respiró más tranquilo—. ¿Te gustaría algo en especial?

Al final se decidieron por una carne al horno con papas, una ensalada simple de lechuga y tomate, y una botella de vino. Diego resultó ser un cocinero más que aceptable, en parte por haber visto a su madre en la cocina y en parte por los años de soledad, que lo habían obligado a valerse por sí mismo.

—¡Está buenísima! —Andrea tomó un gran sorbo de vino tras la porción de carne, en su punto, que le recordó la que se hacía en su casa—. ¿Nunca se te ocurrió trabajar como chef? 

—Hasta para ser chef se necesita un diploma. —Diego tomó un pequeño sorbo de vino: no debía perder el control, y, sobre todo, no podía dejar que el alcohol le diera sueño—. Y tampoco sé hacer tantos platos. Pero hablando de trabajo, ¿me dijiste que ibas a armar otro negocio?

—Sí. —Andrea le explicó sus planes: la compra de la vieja casa para remodelar, y la construcción del hotel de mascotas—. Puedo ofrecer pensión para animales pequeños de todo tipo: gatos y perros, por supuesto, pero también mascotas exóticas. No sabés la cantidad de bichos raros que tengo como pacientes… 

Diego escuchó con interés, y lo sorprendió la propuesta laboral de la chica: quería ponerlo al frente del hotel. Le ofrecía un salario más que decente a cambio de su dedicación total al cuidado de las mascotas:

—...si el negocio se hace muy grande, podemos contratar a un ayudante. Pero por ahora tendrías que encargarte de todo vos solo.

Diego se enfrentó a un dilema: si trabajaba de día, ¿cuándo iba a dormir? Y, peor que eso, ¿dónde iba a hacerlo? La propuesta le encantó, porque significaba el fin de su vida nómade y solitaria. Pero por eso mismo no podía aceptarla. No tenía cómo justificar su decisión, y le dio a Andrea una respuesta que ni él se creyó:

—Solo puedo trabajar de noche, o a lo sumo medio horario de mañana o de tarde. Sé que es difícil de entender, pero solo duermo de día.

—¿Qué?, ¿sos noctámbulo? Pero, ¿no podés acostumbrarte a tener un ciclo de sueño normal?

—No. No puedo. De día mi cabeza no funciona bien, y necesito dormir. Lo siento… —Diego ya se había dado por vencido, y pensaba en sus posibilidades: quedarse en Piriápolis y aguantar bajo las escaleras de la playa hasta que llegara el verano. 

—Está bien. —Andrea tenía otros planes: se terminó su copa de un sorbo y le hizo un gesto de asentimiento con la cabeza—. Volvé conmigo a Montevideo, que le vamos a encontrar la vuelta. ¿Sabés algo de albañilería?

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