Mentiras y verdades
Diego por fin había logrado sentirse a salvo en un lugar, como lo estuvo en el depósito de maquinaria vial: se quedó en casa de Andrea con la única compañía de Frank, mientras se hacían las reparaciones. Podía dormir sin preocuparse por el horario; se metía dentro del saco de dormir, a veces con el celular para ver una película o escuchar música, antes de que le viniera sueño, siempre con el fiel perro atento a cualquier movimiento extraño.
Pero esa noche, después de la involuntaria confesión de su jefa, no logró dormirse. Había salido de la veterinaria sin rumbo fijo, y demoró un rato en llegar a la casa. Tenía la cabeza tan llena de pensamientos oscuros, que no entendió lo que le decían los albañiles ni la gente de la pintura. Respondió a todo que sí, como un autómata, y se sintió aliviado cuando el día terminó y todos se fueron. ¿Qué podía hacer para que su jefa no tuviera inclinaciones románticas hacia él? Podía mentirle otra vez, decirle que tenía una novia en Argentina, de la que estaba enamorado y con la que pensaba reencontrarse algún día. No, eso era muy estúpido; si nunca había comentado nada, ¿cómo iba a sacar ahora una novia de la galera? Tenía que ser otra cosa, de lo contrario la única solución era irse otra vez. Pero eso tampoco era conveniente; él no conocía mucho Uruguay, y en eso Andrea le llevaba ventaja: ya lo había encontrado en Piriápolis con bastante facilidad. Aparte existía otro detalle: no tenía dinero.
«¿Y si le digo que soy gay?», pensó. «No es mala idea. Puedo decirle que en vez de novia tengo, o más bien tenía, un novio en Argentina. Eso no estaría mal. ¿Me creerá?». Después pensó que eso era aún más estúpido y sacado de la galera que la idea de la novia.
Darse cuenta de que lo de Andrea no era lástima o ganas de ayudarlo le dio un mal sabor de boca. Su insistencia en buscarlo no tenía nada que ver con amistad o buenas intenciones: era atracción física. Nada más.
Después de una noche de vueltas en la cama, para completar el panorama a la mañana siguiente se apareció el señor Velázquez. Había adelantado un día su visita, seguro, pensó Diego, gracias a la discusión telefónica con su hija. Venía con su prepotencia y sus exigencias de siempre:
-¿Dónde tenés los papeles que te pedí ayer? -le soltó, sin darle ni los buenos días-. Quiero verlos ahora.
El tono de mandato y la mirada de desconfianza que le lanzó causaron una revolución dentro de la cabeza de Diego. Ya no estaba dispuesto a que ese hombre lo tratara como si fuera una basura:
-Revisar esos papeles no es asunto suyo -le respondió con el mismo tono-. Yo no soy su empleado. Si quiere saber algo de las cuentas de esta casa, vaya y pregúntele a su hija.
El señor Velázquez se quedó sorprendido, mirándolo como si no reconociera a aquel insecto tímido y retraído del día anterior, que agachó la cabeza ante cada una de sus palabras:
-¡¿Esas son formas de hablar?! ¡Acordate de que soy el padre de tu jefa! -exclamó-. ¡Muchacho insolente! ¡Le voy a decir que te eche a la calle, a vos y a ese cuzco escandaloso!
En ese momento Diego tomó su decisión: ese hombre no iba a dejarlo en paz, y su hija tampoco. Aún no tenía idea de a dónde iba a dar con sus huesos, pero, si quería estar en paz, lo mejor era irse:
-Dígale lo que quiera. Igual no voy a trabajar más para su hija.
Después de la sorpresa ante su anuncio, el señor Velázquez hizo un gesto afirmativo, casi como si hubiera adivinado lo que había ocurrido entre Diego y Andrea. Le dijo que eso era lo mejor, y que se fuera cuanto antes. Le habló con un tono más calmado, casi amigable, y hasta le ofreció dinero. Lo único que Diego tenía en los bolsillos era orgullo, y no se lo aceptó.
***
Benicio vivía en un apartamento de dos piezas, tan llenas de cosas, que apenas cabía su cama y algunos muebles. Una pequeña cocina a un costado de la habitación principal tenía la mesada llena de vasos y platos, limpios pero en completo desorden, como si su dueño considerara que guardarlos era un trabajo inútil, porque igual los iba a usar más tarde. El baño, tan pequeño que la ducha estaba sobre el inodoro, tenía montones de ropa a medio secar, colgada en ganchos clavados, con descuido, a la pared. En los rincones de la habitación principal y de la más pequeña, el dormitorio de Benicio, se amontonaban bolsas de las que él no quería deshacerse, porque, según su criterio, todo podía servir algún día. Así conservaba recuerdos que ya ni sabía de qué eran, prendas de ropa que le parecía que aún estaban buenas, aunque siempre se ponía lo mismo, y toda clase de cacharros que para lo único que servían era para cortar el paso. Allí fueron a parar Diego y Frank, a un rincón en el que, después de apartar las bolsas y barrer el piso, Diego pudo poner su saco de dormir, la cama del perro y su valija. Esa noche durmió mal, con miedo a que le saltara una cucaracha encima. Las palabras de los Velázquez le daban vueltas en la cabeza: «¿mi padre cree que voy a dejarme manipular por alguien sólo porque me gusta?», «Diego se acercó a vos por mi dinero». Si fuera otra clase de persona, podría haber hecho eso, acercarse a Andrea y vivir tranquilo a costillas de ella. Pero él no era así; por más que estuviera en desgracia, no iba a ir en contra de sus principios para vivir más cómodo.
Benicio estaba intrigado por lo que le había ocurrido. Al otro día, mientras Diego se encargó, después de un desayuno de café y un par de empanadas frías, de tirar a la calle la mayoría de sus bolsas, él, resignado, se sentó en una banqueta que ni sabía que aún tenía, y que había aparecido abajo del montón de bultos, y trató de averiguar:
-¿Qué pasó, muchacho? ¿No estabas supervisando los arreglos de la casa de la doctora?
-Ya no. -Diego tomó una de las bolsas, una cosa enorme y pesada, llena de lo que parecían ser tachos de plástico-. ¿Esto te sirve para algo?
-Y... Podrían servirme.
-No. No te sirven. -Cuando Benicio ponía cara de duda, lo que encontraba Diego se iba a la calle. El mayor lanzó un suspiro:
-¿Pero ya no es más tu jefa? ¿Qué pasó? ¿Se pelearon?
Diego le terminó contando la verdad, y se ganó sus burlas:
-Nunca aceptaste ser el chulo de Margot, que no tenía un peso. Eso lo entiendo, pero ahora que una mujer rica gusta de vos, ¿tampoco te sirve?
Frank ladró ante sus risotadas. Diego estaba tan fastidiado que tomó una bolsa sin mirar lo que tenía adentro, y se encaminó a la puerta. Benicio empezó a los gritos: quería revisarla primero. Pero el chico no le dio tiempo. Cuando volvió de la calle se sentó a descansar en una silla que también había aparecido bajo las bolsas. Mientras trabajaba había reflexionado; antes de instalarse con su amigo, tenía que contarle la verdad. Después le iba a dar la opción a que lo recibiera y lo ayudara, o que lo echara al diablo.
***
Andrea lloró media hora en brazos de Lourdes. En un momento su amiga la soltó y fue corriendo a cerrar la veterinaria: si algún cliente veía a su jefa en ese estado, iba a pensar cualquier cosa: que la habían robado, o que había perdido algo de gran importancia. Intentó consolarla a su manera:
-¡Solo a vos se te ocurre interesarte en ese inútil! ¿Qué le viste? ¡Si lo único que tiene en la vida es al pobre de Frank!
Andrea no había querido admitir que Diego, en efecto, le gustaba, hasta que discutió con su padre por teléfono. En ese momento se lo había confesado sin pensar, y cayó en la cuenta de que era así: todo lo que había hecho, desde aceptar quedarse con su perro hasta ir a buscarlo a Piriápolis y ofrecerle trabajo, había sido para tenerlo cerca:
-Yo no quería, Lourdes...
-Me imagino que no. ¿Quién va a querer arreglarse con un tipo que ni se sabe de qué agujero salió?
Andrea pasó por alto las palabras de su amiga. Necesitaba hablar con Diego y explicarle la situación, para que no pensara mal de ella:
-Tengo que decirle que todo es un malentendido.
En ese momento sintieron unos golpes urgentes en la puerta de la veterinaria: afuera, un hombre con cara de desesperación y un gato en brazos que parecía muerto, tenía la cara casi pegada al vidrio. Cuando ellas lo miraron levantó al gato, para mostrárselos:
-¡Por favor, doctora! -gritó para hacerse oír a través del vidrio-, ¡ayúdeme!
Andrea se secó las lágrimas y corrió hacia la puerta. El gato había sido atropellado por un auto, y parecía muerto. Un pequeño hilo de sangre salía de su boca. Aún tenía una respiración leve.
Se le fueron las horas intentando salvar al animal. Afuera de la sala de examinación, Lourdes le alcanzaba al dueño taza tras taza de café, y trataba de consolarlo cuando se culpaba porque su gato, acostumbrado a vivir en un apartamento, se había escapado a la calle. Finalmente, Andrea salió de la sala de examinación, y lo observó con tristeza. No tuvo que decirle nada; el hombre se echó a llorar como un niño, y Lourdes soltó una maldición.
***
Al día siguiente, antes de abrir la veterinaria, Andrea pasó por su casa. Quería tener con Diego la charla que había pospuesto para atender a aquel paciente que no había podido salvar. La casa estaba vacía, sumida en el silencio. Abrió la puerta y descubrió que la obra casi había terminado: las paredes estaban a medio pintar, pero los pisos, los gabinetes de la cocina y la grifería de los baños ya estaba colocada. En el fondo el césped estaba cortado, como esperando la construcción del hotel de mascotas que ella pensaba levantar en una segunda etapa. Pero no había rastros de Diego ni de Frank.
Con un mal presentimiento, lo llamó por teléfono, pero no obtuvo respuesta. En eso una llave entró en la cerradura. Aliviada, pensó que Diego había regresado, pero el que entró fue su padre:
-¿Papá? ¿Qué hacés acá?
El hombre se quedó tieso, como si lo hubieran pescado robando algo:
-Andrea... yo...
-¿Dónde está Diego?
El hombre lanzó un suspiro de fastidio:
-Por su culpa estoy aquí, supervisando la obra. Ese irresponsable se largó con su perro y sus porquerías. No va a volver.
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