La veterinaria
Desde la perspectiva de un extraño Andrea Velázquez podía considerarse una mujer afortunada: había logrado recibirse de médica veterinaria sin los esfuerzos de sus compañeros de promoción, la mayoría provenientes del interior de Uruguay y con familias trabajadoras a las que no les sobraba el dinero. Sus padres no le habían permitido trabajar, y cuando se recibió le pusieron su propia clínica. Ella tenía todo lo que sus compañeros ni siquiera podían soñar, pero a veces sentía que había vendido sus sueños a cambio de una vida cómoda: aún recordaba un viaje que había hecho con su familia a Tanzania durante su adolescencia, más de diez años atrás, y la profunda impresión que le habían dejado un grupo de leones que descansaban entre los colores dorados de la hierba de la sabana. Los animales vivían tranquilos dentro de una reserva, entre hombres armados que los protegían de los cazadores furtivos. Allí se llevaban a cabo investigaciones genéticas para preservar las especies más comprometidas. Ese viaje hizo que Andrea se decidiera por estudiar medicina veterinaria, con una especialización en investigación científica. Pero su padre la aterrizó en la realidad con dos frases: «Dejate de pensar en pavadas. Cuando estés recibida te pongo un negocio en algún barrio acomodado, en donde haya muchos perros y gatos para atender».
Y así fue como Andrea terminó con su clínica veterinaria, situada en uno de los mejores barrios de Montevideo. Hacía un par de años que estaba allí y tenía una clientela fija de, como le había pronosticado su padre, gatos y perros, además de algunas aves exóticas, peces, reptiles y cobayos, dependiendo de la mascota que se ponía de moda. Tenía un salón de ventas en donde ofrecía alimento, juguetes, ropa y accesorios ostentosos, y un consultorio para atender a sus pacientes; en una habitación al fondo del local estaba el reino de Lourdes, su empleada y amiga, que se dedicaba a bañar y cortarle el pelo a los perros y, si tenía tiempo, vigilar el local de ventas mientras ella se encargaba de los pacientes.
Lourdes era pésima para atender al público: al contrario que Andrea, que recibía a los clientes más caprichosos con una sonrisa, ella resoplaba cuando la gente se ponía pesada con las preguntas:
—Para gatos castrados tenemos tres clases de comida: la barata, la intermedia y la cara.
—¿Y cuál es la diferencia entre ellas?
—El precio, señora —era la respuesta de Lourdes, dicha en medio de un suspiro de aburrimiento o después de un revoleo de ojos que desesperaba a Andrea. Lourdes era sarcástica en sus días buenos, y en los malos era sencillamente desagradable; solo la trataba bien a ella y a los perros.
Andrea no tenía demasiado dinero porque se había propuesto no pedirle más a sus padres después de aceptar la clínica, pero necesitaba otro empleado con urgencia:
—Tal vez un estudiante de veterinaria acepte trabajar medio tiempo a cambio de un sueldo pequeño y la práctica. ¿Qué te parece, Lourdes? Voy a poner un cartel en el centro comunal del barrio.
—Puede ser… —Con un delantal negro lleno de pelos, un jean tan ajustado que apenas contenía sus generosas carnes, y un par de botas de goma que hacían un ruido de chapoteo cuando se acercaba, Lourdes desentonaba con la clínica, con el barrio y con los clientes, pero para Andrea era inpensable sustituirla—. Pero mejor poné unos en los supermercados de la vuelta. Siempre hay padres desesperados por conseguirle un trabajo de medio tiempo a sus hijos, aunque sea para que se banquen las salidas.
Andrea se rió de la frase de su amiga, pero pensó que tan equivocada no estaba, y decidió seguir su consejo.
***
Diego estuvo un mes en San José: había conseguido trabajo como dependiente nocturno en un almacén de barrio, de esos que atendían a través de rejas cerradas para no dejar pasar a los clientes de la noche, por lo general gente que compraba cigarrillos o vino suelto, y de paso veían si se podían escamotear algo. Dormía toda la mañana en una pensión de mala muerte, ocupada por media docena de personas a las que, como él, la suerte también había abandonado. Un día se levantó con la novedad de que la pensión tenía una inquilina nueva, una trabajadora de la noche que también dormía de mañana cuando llegaba después de rastrillar las poco productivas calles del centro. No le prestó demasiada atención hasta el día en que vio el revuelo delante de su puerta: a la mujer le había dado un paro cardiorrespiratorio mientras dormía. La mayoría de los vecinos estaban en el pasillo, mirando lo poco que se podía ver para adentro, y escuchando las charlas a ver si podían enterarse de alguna actualización del chisme. A la mujer la había salvado su chulo, que justo dormía con ella y que, según contaba una mujer con lujo de detalles, le había dado tantos cachetazos que la revivió, aunque le aflojó los dientes. Alguien comentó que se despertó con una culebra enroscada en el cuerpo, y otro conjeturó que se le habría metido en la ropa por andar revolcándose con un cliente en algún campito, porque a esas mujeres les sirve todo, y así terminan; ¿vio, vecino? Las cosas ya no son como antes. ¡El mundo está hecho un puterío!
Diego volvió a su pieza y armó la maleta. Ya había tenido suficiente con San José.
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